domingo, 4 de febrero de 2018

Sobre la Trinidad. Daniélou.

La Trinidad

En la Trinidad se nos revelan las últimas profundidades de lo real, el misterio de la existencia. Ella constituye el principio y origen de la creación y de la redención; por otra parte todas las cosas le son finalmente referidas en el misterio de la alabanza y de la adoración. Más aún, en definitiva, ella es la que proporciona a todo su consistencia. Todo lo demás procede de ella y a ella tiende. En consecuencia, la conversión esencial es la conversión que nos hace pasar del mundo visible, que nos solicita desde el exterior, a ese mundo invisible que es a la vez soberanamente real, pues constituye el fondo último de toda realidad, y soberanamente santo y admirable, pues es la fuente de toda beatitud y de toda alegría.

Por consiguiente en toda conversión particular, en cada paso de nuestra vida, se da esta conversión fundamental, que es apertura a la realidad profunda| de las Personas divinas, descubrimiento de que precisamente en ellas reside la plenitud de todas las cosas, invitación a sustentarnos de ellas y a encontrar en las mismas lo que en el tiempo y en la eternidad constituirá el tesoro de nuestras vidas. Es aquí donde la contemplación es ante todo cierta manera de penetrar más profundamente en la realidad. Por el contrario, el pecado consiste en no abrirse a lo que es verdaderamente real y a permanecer en un mundo exterior y superficial, que emana de nuestra vida egoísta.

Debemos penetrar en esta conversión contemplativa fundamental intentando abrirnos a esa realidad soberana de la Santísima Trinidad, de manera que nuestros corazones se llenen con su luz, dejando a un lado todo lo demás y volviendo nuestras almas hacia ella. Pero, para ayudarnos en esta contemplación, para redescubrir loque es la realidad de la Trinidad en sí misma, debemos partir de la manifestación de la Trinidad en la creación misma.

1. La Palabra y el Espíritu

Una primera cosa salta a la vista tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento a saber, que las Personas divinas se nos muestran primeramente por medio de su acción en el mundo, en la naturaleza, en el cosmos. Si observamos las primeras expresiones del misterio de la Trinidad en la Escritura, vemos que se hallan en relación con el mundo de la creación. La creación aparece como obra de las Personas divinas. Dios, con su Palabra y con su Espíritu, suscita, vivifica, guía y gobierna el universo. Se da en ello el primer acercamiento, importante en la medida en que pone el misterio trinitario en relación con la realidad misma del mundo material. Veamos algunos ejemplos a este respecto.

Ante todo sobre la Palabra creadora. San Juan, en el prólogo de su evangelio, nos dice que todo ha sido hecho por el Verbo y que este Verbo, por el que todo ha sido hecho, es igualmente el que se hizo carne. Aquí hay un punto de enlace que crea una relación inmediata entre Jesús de Nazaret, a quien Juan nos dice haber tocado con sus propias manos y visto con sus propios ojos, y el mismo Verbo creador, esto es, el poder divino por el que todas las cosas han sido e incesantemente siguen siendo traídas a la existencia, pues la creación entera está suspendida en cada instante a la palabra creadora. No subsiste aquélla, sino en la medida en que ésta es proferida. Toda ella, en cada momento, es sostenida en la existencia. Estas visiones radicales en absoluto son las que mejor nos ayudan a hallar la relación auténtica entre Dios y la creación, a descubrir hasta qué punto la creación depende de Dios.

En el salmo 33, que nos describe la grandeza de la creación, leemos en el versículo 6: «Por la palabra de Yavé los cielos fueron hechos, por el soplo de su boca toda su armada». La Palabra aparece como el instrumento por el que el universo entero es creado y traído a la existencia. Esta significación era familiar a los judíos. San Juan alude a ella al comienzo de su evangelio cuando dice: «Por él todo ha sido creado y nada de lo que ha sido hecho, ha sido hecho sin él». La Palabra de Dios tiene aquí el sentido que le da la Biblia, esto es, esencialmente el de una eficiencia creadora, y no simplemente un contenido intelectual. Como dice el profeta Isaías, realiza todo lo que enuncia, es decir, hay en ella una como identificación entre el decir y el hacer: «Y como la lluvia y la nieve descienden del cielo, y no vuelven allá sin empapar la tierra, sin fecundarla y hacerla germinar, para que dé sementera al sembrador y pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión» (55,10-12).

Así ocurre también con el Espíritu. Desde el comienzo del Génesis leemos en el versículo 2: «El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas». La imagen es, en efecto, la de un pájaro que

agita las alas para suscitar una corriente de vida. La misma imagen reaparece en el Deuteronomio a propósito del águila que agita las alas sobre el nido para hacer salir a sus crías y obligarlas de ese modo a lanzarse por el espacio. Su significación es provocar la existencia, suscitar el movimiento partiendo de la inercia. De la misma manera el Espíritu se movía sobre las aguas y suscitaba de la nada original todas las especies y todas las variedades de la creación. La expresión volverá nuevamente para significar la fuerza creadora a todo lo largo del Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, en el versículo tan frecuentemente repetido por la liturgia: «Si envías tu soplo son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,30). Esto, que la liturgia aplicará a pentecostés, es decir, a la creación de la Iglesia, se dice en primer lugar de la creación del universo en el Antiguo Testamento.

El Espíritu Santo aparece como una fuerza creadora, suscitando en primer lugar la vida natural. Por ello exactamente se establece desde el principio en la Biblia una relación fundamental entre la Trinidad y el mundo de la naturaleza, entre 1a Trinidad y el cosmos, de manera que la redención será la reanudación y la reasunción por parte de las misma Trinidad creadora de este universo que es suyo, porque ella lo ha creado, para llevarlo a la plenitud de su cumplimiento. Hay aquí una relación ontológica, inicial, fundamental entre la Trinidad y la creación. Nada resultaría tan falso como separar la esfera religiosa de la esfera de las realidades materiales. El mundo material no tiene su principio sino en la acción de las Personas divinas, y, de otro lado, está todo él llamado a ser reasumido y transfigurado por las Personas divinas.

Pues bien, éste es hoy uno de los puntos más importantes desde el punto de vista de la actual visión del mundo. Una de las grandes tentaciones del hombre moderno es la desacralización del cosmos. Si tiende a concebir el mundo de la naturaleza, que es en el que se desenvuelve la ciencia, como extraño a una finalidad religiosa. Se disocia, de algún modo, una finalidad religiosa, que sería puramente personal, de una finalidad cósmica, que sería profana y material, como si la religión fuera un asunto privado, como si el problema religioso fuera un problema individual y no el problema de la significación misma de la totalidad del universo, y por ello también el de su misma realidad material.
Este enraizamiento originario de la creación en la Trinidad es un punto de partida inicial que no hay que olvidar jamás; un punto al que siempre es preciso volver primaria y originalmente. El hecho de que se adviertan distinciones evidentes, esferas de acción diferentes; que el hecho de abordar el universo desde un punto de vista científico o desde un punto de vista contemplativo emanen de dos encuadres diferentes, no dice sino que se trata de dos puntos de vista proyectados sobre un único universo. Sobre el mismo universo en que se desenvuelve la ciencia y que constituye el espejo a través del cual se nos manifiesta la Trinidad.

2. El origen y el fin
 

En este sentido, el universo material, el cosmos tiene como una triple relación con la Trinidad. Existe una relación con la Trinidad en la misma medida en que el cosmos no subsiste sino por ella y en que, a cada instante, es proferido por la Palabra y vivificado por el Espíritu que se cierne sobre las aguas. En segundo lugar, el cosmos está destinado a conducirnos a la Trinidad en la medida en que todo él por entero es un inmenso signo a través del cual la Trinidad se nos revela y cuya significación religiosa nosotros tenemos que descifrar. Es éste uno de los puntos esenciales del movimiento litúrgico, del movimiento catequético, del movimiento teológico actual. No hay problema más importante que el de la educación religiosa en la civilización técnica, es decir, el problema de conseguir ensamblar la esfera del trabajo científico y la esfera de la experiencia religiosa. El peligro consistiría en situar la relación para con Dios al margen de la realidad del mundo científico, de la civilización técnica; en relegar la experiencia religiosa al puro dominio de la interioridad. A partir de este momento, el mundo queda prácticamente separado, privado de sus raíces trinitarias y la experiencia religiosa queda sin más fuera de alcance para la mayoría de los hombres. Bogan en determinado ambiente mental y es inexorable que así sea. Sólo una ínfima minoría pueden vivir a contracorriente del ambiente mental en el que se hallan inmersos. Consiguientemente, el problema de una vuelta a ese universo de su relación para con la Trinidad aparece como uno de los problemas esenciales en la educación del hombre de nuestros días.

Por último, este universo está orientado hacia la Trinidad en la medida en que, gime esperando la manifestación de los hijos de Dios. San Pablo habla aquí del cosmos material y en visión de extremada audacia afirma que el universo mismo espera algo que no le será dado sino por la manifestación de los hijos de Dios, o, mejor, que es la manifestación misma de los hijos de Dios, en el sentido que actualmente hay hijos de Dios, pero que no se manifiestan, es decir, en el sentido de que lo que se espera es una especie de irradiación sobre el cuerpo de lo que ya se ha realizado en el alma. Puede decirse que el cristiano en el estado actual es un ser que pertenece simultáneamente al pasado y al futuro. Por ello resulta tan incómodo el situarse en el presente. Una cosa se le ha dado, y es el hecho de la realidad en él de la presencia de la Trinidad. Al mismo tiempo vive en un mundo que se halla todavía todo entero bajo la ley de la muerte, del sufrimiento, del esfuerzo y que gime a la espera de una transfiguración por la que nuevamente el mundo corporal se convertirá en la expresión transparente del mundo espiritual, mediante la reconciliación de ambos.

Precisamente aquí, sobre este plano de la esperanza, de la tensión escatológica, existe de modo irrefutable un germen auténtico en la esperanza del hombre de hoy a quien el futuro aportará una liberación mayor. Pero al mismo tiempo esta esperanza, encerrada en sí misma y no orientada hacia la Trinidad, es completamente incapaz de consumarse. De donde la contradicción que observamos hoy en el mundo, entre el esfuerzo inmenso por una liberación en curso, una fe en los hombres, que tiene algo de válido, y al mismo tiempo extrañas desesperaciones, si esa fe en los hombres no va unida con una fe trinitaria, es decir, si no se apoya sobre lo único que puede garantizarle total realización.

Por ello, la reasunción del destino cósmico por el Verbo creador y por el Espíritu vivificador es un elemento esencial de una visión total del mundo material de hoy. Así, la tarea de los cristianos consiste en insertar la Trinidad en el universo mismo de la naturaleza y de la técnica tal como existe. Una renuncia a este aspecto entraña prácticamente la aceptación de un mundo que se constituiría fuera de su realidad. Por parte de ese mundo se da en este orden de cosas una muestra evidente de lo que podrían hacer los cristianos. Pero del lado de éstos se da en la mayoría de los casos una incapacidad para responder y afrontar cabalmente este problema.
Con demasiada frecuencia aceptan una especie de divorcio entre el mundo en el que viven y una fe puramente interior y personal. Pero esto es rotundamente erróneo. La fe es ciertamente un acto interior y personal, pero que supone por anticipado algo exterior y objetivo. Lo esencial no es saber lo que se piense, sino saber lo que es verdadero. Antes de saber si yo pienso que el mundo está en relación con la Trinidad, lo que importa es saber si el mundo está realmente en relación con la Trinidad. Pero si efectivamente esta relación para con la Trinidad es para mí el fondo mismo de la realidad, me encuentro entonces en una actitud ante el enfrentamiento de este mundo que me permite, por mi parte y en la esfera en que me encuentro, esforzarme por entretejer esos lazos por los cuales esta relación se atreve nuevamente a ser restaurada.

2. Manifestación de la Trinidad en la creación


En realidad, el mundo en cuyo interior vivimos es un mundo repleto de la Trinidad. Es sólo porque nuestra mirada permanece profana y carnal por lo que somos insensible a esta presencia. La naturaleza toda entera es como un templo donde Dios mora. Este es, podríase afirmar, el primero de los aspectos del misterio del templo que es precisamente el misterio mismo de la presencia.
Dios mora en el mundo en el que nos encontramos y luego que los ojos de nuestra alma se purifican, ese mundo se convierte realmente en ese paraíso cuajado de energías divinas y a través del cual la Trinidad se manifiesta y se nos hace presente.

Esto se verifica en primer lugar porque «todo don perfecto desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17), y éste es el primer aspecto de esta relación fundamental para con la Trinidad. En realidad todas las cosas son dones que manan de Dios. Hay entre Dios y nosotros como una perenne comunicación de dádivas y por tanto de acción de gracias. Este es, cabalmente, el fondo del misterio de la pobreza, que hace que no tengamos nada que nos pertenezca, sino que todas las cosas son dones maravillosos de Dios. Y si desde ahora supiéramos observar, reconoceríamos siempre por adelantado en todo lo que se nos da el signo de su presencia y de su amor.

Por medio de todo esto no solamente encontramos dones de Dios: todas esas cosas son igualmente una cierta irradiación de Dios. Es decir, viniendo y procediendo de él, son como cierto reflejo creado de él. De este modo toda belleza creada es un reflejo del esplendor trinitario, como irradiación de su gloria. Todavía más, la mirada purificada sabe reconocer en las cosas como ese reflejo del esplendor divino. Toda bondad, toda ternura de corazón, toda conversión interior son como una imagen, como emanación de la infinita misericordia y bondad divinas a través de las cuales podemos remontarnos a la fuente de toda bondad, de todo amor, y que nos tienen como inmersos en ese amor, y en esa bondad. También aquí la mirada limpia se remonta inmediatamente al manantial y discierne, a través de sus manifestaciones, el amor infinito de las Personas divinas que expanden toda bondad y todo amor.

En fin, no sólo las cosas todas son dones de Dios y reflejos suyos, sino que a través de todas ellas se da Dios mismo. El mismo se halla presente en cuanto que es él perpetuamente el que obra en el mundo entero y en todas las cosas. Y esto implica lo que los teólogos llaman esa presencia de inmensidad que hace que no haya nada adonde no se extienda la acción de Dios y donde Dios mismo no se halle presente. Esto mismo expresaba san Pablo, cuando escribía que «en él vivimos, nos movemos y somos» (Act 17,28). Dios se halla mucho más próximo de lo que nosotros imaginamos.

En realidad Dios se halla escondido por doquier, pero no se manifiesta sino al corazón que sabe descubrirlo y que se convierte. Porque la presencia de Dios es coextensiva con la totalidad del ser. No hay nada que no penetre con su mirada. Nada hay donde no sea eficaz su acción. Por tanto desde ahora debemos redescubrirnos como sumergidos en esa luz y en esa vida de la Trinidad; debemos percatarnos (y éste es ya un modo de contemplación) de que todas las cosas y en cada momento emanan del Padre de las luces por el Hijo y por el Espíritu, y por lo tanto debemos Vivir en esa presencia y en esa irradiación. Cerrarnos a ello: he ahí el pecado. En realidad, vivimos en plena luz. La luz brilla siempre, esa luz de la Trinidad. Pero somos nosotros los que no dejamos que penetre en el interior de nuestra alma porque las salidas le están cerradas. Es preciso por lo tanto abrir esa puerta de nuestra alma, dejar que esa luz penetre por doquier, que todo lo ilumine, lo unifique y lo transforme.


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LA TRINIDAD Y EL ALMA

Un segundo aspecto por el que podemos alcanzar la vida trinitaria es la experiencia de nuestra propia interioridad, en la medida en que la Trinidad es la realidad en la cual nosotros mismos, en nuestra más profunda existencia personal, nos hallamos de algún modo enraizados. Cierto es que la vida de la gracia tiene una estructura trinitaria, que ella es don del Espíritu por el Hijo que la recibe del Padre, y vuelta al Padre por el Espíritu que nos da al Hijo. Pero, ¿es también esto cierto al nivel natural? ¿En qué medida es trinitaria la estructura misma del espíritu? Hay tres órdenes de realidades creadas de
las cuales se puede partir para forjarse una imagen de la Trinidad. Los teólogos no han partido jamás sino de estos tres órdenes de realidades, porque no hay otros. Se puede partir del mundo visible, de la cçomunión entre los hombres, de la vida misma del espíritu. Pero, hay una vía, la de san Agustín, que
ve el primer vestigio de la Trinidad en la vida misma del espíritu que es a la vez memoria, palabra y amor. Y es cierto que en la medida en que nosotros definimos a la segunda Persona como Palabra, es decir, como aquello con lo que se expresa el abismo del ser, y cuando definimos a la tercera Persona como Amor, es decir, como lazo entre el origen y la manifestación en la Palabra, en ese momento comprendemos que puede darse cierta analogía entre la estructura misma de la vida de nuestro espíritu y lo que constituye el arquetipo de todo espíritu, es decir, la vida misma de la Trinidad.

1. Presencia creadora y divinizadora


Como de hecho nuestra existencia personal tiene su raíz en Dios, nuestra interioridad brota perennemente de la Trinidad, de tal manera que nos anegamos en Dios cuando nos encontramos en el interior de nosotros mismos. «Alguien hay en mí que es más yo que yo mismo», decía san Agustín, es decir, que en el orden mismo de nuestra vida personal, en el orden de nuestra esencia más personal, nos anegamos originariamente en esa vida trinitaria y, mientras intentamos penetrar en nosotros mismos, no podemos detenernos en nosotros mismos, sino que, como dice todavía san Agustín, debemos extendernos más allá de nosotros mismos en esa luz increada que ilumina toda inteligencia. Por la experiencia que tenemos de nuestra existencia personal, encontramos esa presencia de Dios, como la luz que nos muestra la verdad y el bien.

San Agustín ha explicado incomparablemente esa vuelta al interior en las Confesiones y en el De Trínitate, donde, a través de su itinerario personal, alcanza la Trinidad en su raíz misma. «Entra en ti mismo; en el hombre interior habita la verdad»: in interiore homine habitat veritas. No es sencillamente fuera de nosotros mismos donde se halla presente la Trinidad, sino que de una manera todavía más profunda e íntima está presente en el interior de nosotros mismos, en el santuario del corazón. Este es el otro templo que no es ya el templo del mundo, sino el templo del alma creada a imagen de Dios donde se halla presente la Trinidad. Se halla presente porque en ella se enraíza la vida misma de nuestra persona. Es decir, mientras entramos en nosotros mismos y trasponemos mediante la oración el plano de la vida superficial y exterior, penetramos de un modo más íntimo en las profundidades de nuestra alma. Pero no podemos detenernos en nosotros mismos; más allá de nosotros mismos alcanzamos lo que se halla más adelante de nosotros, lo que es estable, mientras nosotros somos inciertos; lo que es enteramente bueno, mientras nosotros permanecemos mezclados y nuestra libertad se halla con frecuencia falsificada.

Descubrimos así, de alguna manera, que existir para nosotros es estar esencialmente en relación con esa fuente original; sumergirnos y renovarnos en ella. Y nos apercibimos perfectamente de que no es otra cosa lo que hacemos cuando volvemos al inteterior de nosotros mismos por medio de la oración. No para encontrarnos a nosotros, sino para encontrar esa fuente trinitaria de donde brota perennemente todo lo que somos, como de una fuente que mana sin interrupción. Por ello nosotros no somos nosotros mismos sino cuando nos encontramos en Dios. De algún modo vivimos y somos en él. Nos encontramos a nosotros mismos cuando nos encontramos en él. Sólo en él encontramos la verdad de lo que somos. Nos volvemos extraños a nosotros mismos cuando nos hacemos extraños a Dios.


Pero esa presencia de Dios en nosotros no es solamente aquella presencia por la que él es la fuente de nuestra propia existencia. Es, lo sabemos también, ese don misterioso y prodigioso que nos hace la Trinidad de sí misma morando en nosotros por el misterio de la gracia, haciendo de cada una de nuestras almas el santuario donde ella se hace presente. Y es precisamente por este don singular por el que ella viene a asirnos para transponernos más allá de nosotros mismos y para introducimos en nuestra propia vida.

Aquí, por lo demás, las imágenes de interior y de exterior son absolutamente complementarias. De la misma manera se puede decir que nosotros Vivimos en la Trinidad o que es la Trinidad la que mora en nosotros, porque ambas cosas no son sólo dos aspectos de una misma realidad, sino que el uno y el otro son la expresión de esa extraordinaria intimidad y proximidad a la que las Personas divinas nos atraen y nos llaman. Por ello, también para nosotros existir plenamente será vivir verdaderamente de esa vida trinitaria; abrirnos de algún modo para dejarla obrar en nosotros, dejar a las Personas divinas  que toquen nuestros corazones, los conviertan y los instruyan; dejar consumar en nosotros esemisterio que Dios quiere realizar de la comunicación de su vida que hace que cada uno de nosotros se convierta en una humanidad sobreañadida —como decía Isabel de la Trinidad—, en la cual la vida trinitaria se comunica en esa sed que tiene Dios de darse a nosotros, para llenarnos de él. Existe una presencia y una comunicación de la Trinidad todavía más infinitamente íntima que la que contemplamos en el mundo. Es el corazón y centro mismo de nuestras Vidas, porque finalmente todo se reduce para nosotros 'a dejarnos captar por esta vida, mediante la cual pueda ella transformarnos enteramente disipando las opacidades, haciendo estallar las angosturas, a fin de consagrarlo todo en nosotros.

2. Trinidad y oración

Esta recreación de nuestro ser que opera la habitación de las Personas divinas en nosotros, establece entre ellas y nosotros un tipo de relaciones nuevas por las cuales nosotros somos arrebatados en el movimiento mismo de la vida trinitaria. El Espíritu, como dice san Ireneo, viene a tomar posesión
de nosotros y nos da a1 Hijo y el Hijo nos da al Padre. «Si alguno me ama, vendremos a él y haremos en él nuestra morada» (Jn 14,23).
Toda alma bautizada posee en lo más íntimo de sí misma un santuario donde mora la Trinidad y donde siempre le es posible, en cualesquiera circunstancias, encontrar esa presencia de la Trinidad, puesto que ella traspasa los espacios sucesivos de la psicología para hundirse, como una piedra en el fondo del mar, en ese abismo que hay en nosotros y en el cual mora Dios.

La gran equivocación de nuestras vidas espirituales es que nos detenemos en esas zonas intermedias en lugar de alcanzar directamente a Dios. Nos dejamos invadir por las pesadumbres y los proyectos, los deseos y las preocupaciones. E incluso, si vamos más a fondo, es para apenarnos de nuestra propia miseria espiritual. En definitiva, nuestra vida interior no es, frecuentemente, sino una manera de ocupamos de nosotros, más sutil, más refinada, menos grosera, más peligrosa. Se convierte a veces, simplemente en un modo de analizamos a nosotros mismos. Mucho mejor sería entonces que nos ocupáramos de los demás antes que hacer ejercicios espirituales, pues al menos eso nos libraría de nosotros mismos.

La oración es hundirse en ese abismo donde mora la Trinidad, unirse a la Trinidad que mora en nosotros. Y aún cuando fuéramos culpables de las faltas más graves, es preciso comenzar por encontrar la Trinidad, y pensar luego en nuestros pecados. Si procedemos al contrario, no llegaremos jamás a ello. Pues es ahí donde es necesario encontrar lo que san Agustín llamaba la delectatio victrix, ese gusto vencedor. Sólo el placer triunfa sobre el placer. Iamás se ha triunfado del placer por el deber. El placer será siempre más poderoso que el deber. Esto es lo que quiere expresar san Agustín. «No se vence al placer sino por el placer». Pero la delectatio victrix, la alegría divina, es un placer que vale, en efecto, más que todos los placeres. Cuando se ha renunciado a los placeres para alcanzar la alegría, se ha vencido sobre el plano mismo que es precisamente el del placer: hilarem datorem diligit Deus, «Dios ama a los que dan alegremente». Hay tantas personas que sirven a Dios mal de su grado. ¡Dios mismo desea de vez en cuando ser amado por gusto y no solo por obligación!

He aquí precisamente la esencia de la oración: descubrir el esplendor de la Trinidad que es el arquetipo de toda belleza, el arquetipo de todo amor, y percatarse de que, y esta Trinidad mora en nosotros, reclamandonos para un intercambio de amor. Todo lo que se da parece como nada
según reza el Cantar de los Cantares—, al lado de lo que se adquiere en su lugar. Y esto no resulta difícil a condición, una vez más, de que se vaya al fondo, a condición de que se cese en, la lucha, a condición de que se hunda en el abismo, a condición de que se acepte el ceder, a condición de que se sobrepase el plano de todas las cosas a las cuales uno se aferra en ese abismo de Dios, que es en donde de hecho nos hallamos sumergidos, pero que con tanta dificultad alcanzamos. A este nivel la Trinidad es inmensamente cercana, como esa maravilla de Dios que mora en nosotros para proporcionamos la alegría y que siempre nos es posible alcanzar.

A través de esta doble manifestación: la manifestación de 1a Trinidad en el mundo y la de la Trinidad en el corazón, es la realidad de la Trinidad tal como ella es en sí misma, más allá de toda creación, adonde nosotros somos atraídos, saliendo de algún modo de nosotros mismos, como dice el esposo del Cantar a la esposa: «Levántate y ven», dejando todas las cosas, el mundo y nosotros, a través de los cuales la Trinidad se nos manifiesta. Todas ellas despiertan en nosotros la sed de contemplarla en sí misma más allá de los signos y de los velos, para, por medio de la inteligencia, —y ésta es la contemplación misma—, hacernos adherir sin más a su realidad fundamental, encontrar en ella ese fondo último, esa donación última de la que, todo lo demás no es sino la expresión y en la que únicamente podemos reposar por completo, puesto que es la substancia misma del ser.

No solamente es la Trinidad esa realidad que contempla nuestra inteligencia, sino que es también ese bien que es fuente de todo bien, en el cual solo pueden nuestros corazones encontrar su reposo plenamente. Nos obliga a salir de todas las cosas creadas para buscar a aquel que ama nuestro corazón, dejando a un lado todas las cosas visibles e invisibles, como el esposo del Cantar, hasta que le hayamos encontrado tal como es en sí mismo, saliendo efectivamente de nosotros, despojándonos de nosotros mismos para encontrarle verdaderamente, él que se nos manifiesta en la medida en que nos transformamos en él y donde nos dejamos captar y arrebatar por él. Debemos, pues, entrar en primer lugar en esa simple apertura de nuestra alma a esa presencia y a esa realidad de la Trinidad. A su través podemos poco a poco penetrar mejor en su misterio, comprenderlo mejor a la vez en lo que la Trinidad es y en la comunicación que hace de sí misma.