sábado, 2 de septiembre de 2017

Andrés Sánchez Rovayna

Santa Brígida (Las Palmas) -17 - diciembre - 1952. 
Cursó estudios de Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona, donde se doctoró en 1977. Conferenciante y profesor en diversos centros y universidades de Europa y de América. Fundó y dirigió las revistas Literradura (Barcelona, 1976) y Syntaxis (Tenerife, 1983-1993), considerada «una de las expresiones más altas del pensamiento crítico en torno a la literatura y las artes plásticas» de la reciente historia cultural española. Fue director de la sede canaria de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), así como responsable del Departamento de Debate y Pensamiento del Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM), de Las Palmas de Gran Canaria, a raíz de su fundación. Es catedrático de Literatura Española de la Universidad de La Laguna. Ha recibido el premio de la Crítica por su libro de poemas La roca (1984), así como el premio Nacional de Traducción (1982) por su versión de la poesía completa de Salvador Espriu. Crítico e historiador de la literatura. Traductor de numerosas obras poéticas (William Wordsworth, Wallace Stevens, Paul Valéry, Salvador Espriu, Joan Brossa, Haroldo de Campos, Ramón Xirau, etc.). Actualmente dirige el Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna.
Premio Nacional de Traducción 1982.
Premio de la Crítica 1984.
 


Su website: 
http://www.andressanchezrobayna.com/

 

 LAS PRIMERAS LLUVIAS

La tierra de que hablo, hacia noviembre,
conoce el viento. Llega, desde el este,
hasta los arenales como un ave sedienta,
sopla las aguas negras. Esta noche
removió los postigos mal calzados
y agitó la palmera. En los cristales
chillaba como un pájaro perdido.

Dibujará en la grava algún signo remoto,
y veré casi al alba las huellas del fragor
sobre los restos del volcán, el naufragio nocturno.
Será un signo de nuestra vida, un eco,
ya inerte, de la tromba del cielo, que ignoramos,
querré leer en él, y será como unir,
nuevamente, las hojas resecas para un fuego.

¿Qué nos aguarda, puro, en el estruendo,
en el pico del ave enhebrando los mundos
de cuanto conocemos e ignoramos? Seguimos
recogiendo las hojas, y veremos
en la rama quebrada una imagen posible
del estertor del cielo, anoche, entre las nubes
aún grises a esta hora temblorosa.

Nada, ni tan siquiera el viento que rompía,
de madrugada, contra los postigos,
contra la grava, oscuro contra oscuro remoto,
podrá decir el signo, en la ignorancia.
Saber de un no saber, ni siquiera el sentido
de la ignorancia, ahora que las gotas resbalan
sobre el cristal, sobre la transparencia.

 De "Fuego blanco" 1992

EL VASO DE AGUA
A Ramón Xirau

El vaso no es una medida. El vaso en pleno mediodía, el vaso es de un cristal ligero, muy delgado, delicadeza medida, estancia bajo el sol. El vaso de agua es un ensayo de quietud.

El sol bebe con un sorbo invisible. El sol sin uñas, quieto y rasgado.

El vaso está en reposo bajo el sol, y bajo la mirada, erguido y soleado. El vaso es la mirada. El vaso quieto bajo el sol rasgado.

Todo sucede en una ausencia. El vaso de agua estaba. Pero puedo dejar de pensar en lo que miro o escucho. Puedo dejar de decir lo que me miro o escucho. Solo existe la verja de hierro recorrida por flores perezosas, al aire quieto, la terraza a esta hora crecida y plena.
El sol confluye aquí y allá, y presencia y ausencia son formas giratorias. En la terraza del sol quieto y vacío una hoja dibuja su sombra y esta le devuelve su presencia, y la luz entra y sale del vaso de agua abatido por sombras dispersas, y el sol busca pulsar cada cosa, y todo le devuelve su ser -y cuando se detiene sobre el vaso, luz recta y presencia obediente- el vaso no echa sombra alguna sobre la mesa de la terraza de quietud. 
                                                                   De “La Roca”, 1984

LA ABUBILLA

En la hierba del cielo, o de los mundos,
el animal levanta el vuelo breve,
la cabeza incendiada, el cuerpo astuto,
la cresta reflejada por los charcos del tiempo.
Lo vi en días de luz que no regresa,
pero un niño regresa. Un niño, ahora,
cuida su pata herida junto a una casa blanca,
en el tiempo sin tiempo y en el no de la luz.




LAS NUBES

Pasan las nubes blancas. En la tierra
indescifrable, el matorral oscuro,
la fijeza del tojo. Arriba, el cuerpo errante
del cúmulo en el nudo de la luz.
Pasar, como las nubes,
los cielos arrasados del verano tardío,
atravesar la claridad, herido,
en los ojos dolor, un cardo entre las manos.



Deseo de verano


El verano alumbró las laderas de nuevo,
con otro sol más puro cegó las hondonadas,
incendió la morera. Sobre el torso del día
dejó sus secos signos, el fuego material

Ave, sobre la tierra desnuda del verano,
muestra tu sombra breve. En el aire callado,
o en el solo susurro de incesantes abejas,
enséñanos tu vuelo contra la eteridad. 
                       “Sobre una piedra extrema” 1995

El durmiente que oyó la más difusa música
Las delicadas espaldas del sueño
remontan rojas el océano,
nubes de densidad calurosa
al extremo del día abovedado,
el mar en esta brisa de verano.
La más difusa música, en el sueño,
la visión más intensa,
las olas prolongadas y el sol y los pinos
giran con esas olas y ese aire que él sueña.
Las nubes son su espalda.
Ni el sol ni la mañana serán ya que para él
un sol o una mañana o un azul ilusorio

  “Clima” 1978



El libro tras la duna I

Ahora,
en la mañana oscura del desceñido octubre,
en que, umbroso y en calma, yace el mar
entregado a la pura aquiescencia del cielo,
al deslizarse de las nubes blancas
que un gris ya casi mineral golpea,
marmóreo, dilatado,
ahora,
mientras el tiempo gira
a punto de ser siempre alumbramiento,
sin dar a luz más que el instante cierto
y siempre tembloroso,
y damos vueltas en su vientre ciego,
y entrega solamente
un puñado de arena
que vemos escurrirse entre las manos,
mientras un niño juega,
después de echar los dados,
ahora,
sólo ahora,
el comienzo
comienza.

* * * * *

El libro tras la duna II

Todo comienzo es ilusorio.
Todo comienzo es sólo un enlazarse
del principio y del fin en la cadena
del tiempo, es el instante
en que creímos ver el nacimiento
y el nacimiento es sólo un acto
de lo incesantemente renacido
—es decir, estas líneas semejan un comienzo
pero el comienzo surge a cada instante,
como la lluvia que esta tarde
vi caer sobre el mar
y esta tarde es tan solo una tarde del tiempo que renace
en un eterno recomienzo
y la lluvia y la tarde se han hundido en el tiempo
en el que ruedan siempre las nubes agolpadas
sobre los mármoles celestes
y la línea inicial es un comienzo
y la línea final será un comienzo.

* * * * *

El libro tras la duna III

Allí, en aquella parte
del libro que se abre
de la memoria mía, oigo
un rumor de arboledas, un barranco interpuesto
entre laderas altas en las que recorría
las piedras, las veredas,
la tarde en la que, solo, me alejé de la casa
y grabé en una piedra,
bajo los cielos cómplices,
la inicial de mi nombre
para dejar señal
del nombre y su secreto.
Y los cielos copiaban
el color de la tierra.

* * * * *

El libro tras la duna IV


Me seguía un perrillo
hambriento y fiel. Yo era
fiel también a sus pasos, y no sabría decir,
ahora, quién seguía
a quién. Y exploraba con mi hermana,
o con algún amigo, y muchas veces solo,
los pasajes del fuego sediento, el verano
en las bellas laderas, o los felices charcos
del otoño insular. En lo más alto
de los árboles hice un mirador
sobre la casa y sobre los caminos
que hasta ella llevaban, la camisa
manchada por el níspero de julio
y con tierra en las manos, descalzo
sobre la tierra húmeda y rojiza.
¿Podré decir, así, que el cielo
como manto allá arriba protegía
con su extendida claridad mis pasos?
Amada tierra de esplendor, cavé
desde entonces en ti, y en ti me acogerás.

* * * * *

El libro tras la duna V


Cada día, una página
del desplegado libro de la luz
se entregaba a mis ojos. ¡Fulgurante blancura
pisada por los pasos del niño que corría
sobre los médanos solares!
Luego, sobre la hierba, restañaban
las heridas manantes.
Oh renacida claridad,
aprendí pronto a amar, cerca de los naranjos,
la pedrería de la luz, el sol
cortado por las hojas en la hierba,
multiplicados soles diminutos
en el agua sencilla, en el estanque
y en las claras acequias. Aprendía.

* * * * *

El libro tras la duna VI


Los pies desnudos en la tierra, sobre
las uvas para el vino de noviembre,
sobre las piedras del barranco seco,
sobre la luz y su deshacimiento.
El pie dejaba
su huella por los mundos, se manchaba
con el limo solar. En las acequias
se lavaba tan solo
para poder ser uno con el sol.
Pisaba el pie la luz.
El sol tenía
la anchura del pie humano.

* * * * *

El libro tras la duna VII

El rumor de los árboles
y su texto infinito se escribían
con negros caracteres en el ojo
del sol. Y desde allí,
en remolino prieto, resbalaban
cayendo en la mirada como una fundición
de oro y hojas exactas
sobre el punto del iris.
Oh desasida claridad,
echado sobre el césped contemplaba
la avalancha solar, el aluvión
suave de nuestra luz
abrazando los mundos. Yo habitaba
en las torres del sol.

* * * * *

El libro tras la duna VIII


¿Era Sirio o Capella, Vega o Pólux?
Cuántas veces la vi temblar, arriba,
tras las montañas que tomaba
la espesura nocturna, entre las hojas
vibrátiles de abril, o echado yo,
las manos en la nuca,
por la arena de agosto,
sobre la lenta duna que aún guardaba el calor,
y cuántas veces quise
penetrar por su nombre en el secreto
silabario del cielo,
y saber la palabra que escribían
las luminarias renacientes, claro
secreto escrito en el fulgor supremo,
en la curva estelar del cielo tembloroso.

* * * * *

El libro tras la duna IX


Rosa carnal del risco, oscuro nudo
de pétalos que abrazan los soles y las lunas
y los aires que soplan desde el mar atezado,
animal que reposa: mira pasar a un niño.
Tú que fuiste mirada y que gobiernas
las horas y los días y las noches
en lo invisible que renace, mira
a un niño abandonar tu paraje aterido.
Míralo despoblar tu reino absorto,
dejar tu compañía para siempre,
el grácil contubernio. Un niño deja
el exento país entre el gorrión y el góngaro.

* * * * *

El libro tras la duna X


Comenzaba a saber
(pero sólo del modo en que ignorarlo
es una forma de conocimiento)
que, al igual que el silencio
ha de ser una parte del decir, que al igual
que la visión del cielo
forma parte del cielo,
una nube interior, muy parecida
a la que fluye quieta en la mañana
hecha de transparencia entrecruzada,
se alza hasta la visión
de la nada que somos, y que es todo.
Y la visión del hombre
se llega a transformar en la experiencia
de esta nada que está en ninguna parte.
Es una nube. Sólo
años después sabría que su nombre,
entre otros nombres justos que la llaman
y el nombre conseguido de los nombres,
es la nube clarísima
del no saber, la nube
interna del amor
y la contemplación. Es una nube
oscura y clara a un tiempo,
hecha de cegadora oscuridad.
Por este tiempo comencé a sentir
la sombra de esa nube
ante mí, precediendo
a menudo mis pasos,
y seguirla fue a veces
un acto de inocencia.
Era sólo una sombra, y ya sentía
su potestad, con todo.
Aquella nube, aquella
sombra del no saber era un saber.



 

El vaso de agua
 
                                                               A Ramón Xirau
El vaso no es una medida. El vaso en pleno mediodía. el vaso es de un cristal ligero, muy delgado, delicadeza medida, estancia bajo el sol. El vaso de agua es un ensayo de quietud.

El sol bebe con un sorbo invisible. El sol sin uñas, quieto y rasgado.

El vaso está en reposo bajo el sol. y bajo la mirada, erguido y soleado. El vaso es la mirada. El vaso quieto bajo el sol rasgado.

Todo sucede en una ausencia. El vaso de agua estaba. Pero puedo dejar de pensar en lo que miro o escucho. Puedo dejar de decir lo que me miro o escucho. Sólo existe la verja de hierro recorrida por flores perezosas, al aire quieto, la terraza a esta hora crecida y plena.

El sol confluye aquí y allá, y presencia y ausencia son formas giratorias. En la terraza del sol quieto y vacío una hoja dibuja su sombra y ésta le devuelve su presencia, y la luz entre y sale del vaso de agua abatido por sombras dispersas, y el sol busca pulsar cada cosa, y todo le devuelve su ser y cuando se detiene sobre el vaso, luz recta y presencia obediente, el vaso no echa sombra alguna sobre la mesa de la terraza de quietud.
   De “La Roca” 1984



El vaso de agua

el vaso no es una medida
sino su estancia solamente
una terraza pide al sol:
sólo la luz en que se basa
más alto el vaso no es más alto
ni menos hondo si se alza

terraza alta en su mañana
o luz altiva ya le bastan
lo que reposa en él reposa
sin ser más cosa que mirada
De “La Roca” 1984


Fluye, fluye sin fin…
Fluye, fluye sin fin, oh tejido invasor, oh red que ciernes.
Fluye secamente de toda ausencia oscura. Fluid, rayos extensos, sobre los arenales. Salid densamente de la ausencia, sed, ahí, llamas en el trono del ojo. Oigo como un murmullo en las dunas del fondo y aún no hay hojas ni pasos
ni pensamientos en los pasajes del espacio sediento. Que venga rumor de fibras y de lacas en la hora altiva sobre los médanos. Ahí están los maderos, los corchos y las planchas de cobre bajo el cielo segmentado y rodante, y las olas, y el polvo; también ellos te aguardan. Da, luz, tu paso entero.
Llégate hasta la lengua que jadea. Sé el agua de esta nada.
De “Tinta” 1981



La estrella
Non dormía e cuydava
Pedranes Solaz

Cruzó, fugaz, la estrella, y en la hierba
dejó un rastro de luz. La casa blanca
en medio de la noche supo sólo
el latido, el fulgor entre los árboles.
Tú dormías. La grava silenciosa
se llenaba de noche, la bebía
en las negras aristas, en sus poros
de oscuridad de piedra absorta, amada.
Grava fulmínea, ahora en silencio yerto
junto a la casa a oscuras. Los aleros
daban sombra de luna, fría, fresca
sombra en las losas grises que miraba
desde el salón al mar, que se extendía
como otra losa gris, iluminada.
Salí a esa sombra, hasta las jardineras
tocadas por el soplo de la noche,
el aliento invisible, aire desnudo
de sí, de mí, sobre el geranio a punto
de arder. No vi el geranio en llamas
fijo en la oscuridad, vi la inminencia
de una cerrada combustión, la acacia
y su ceniza más allá del tiempo,
el ramaje y el cuerpo, tu sonrisa
entre la luz de enero y el reposo
del mar abajo, también él desnudo.
La luna sobre el muro blanco teje
sombras de ramas, y el helecho umbrío
se ofrece grácil, habla con la sombra.
Fui por la hierba hasta las agitadas
acacias, hasta el muro, y una calma
llenaba el aire aun en la agitación
y en la inquietud de los ramajes, clara
calma en la hierba, y contra el muro puse
la mano en su quietud. Tocaba el mundo.
Tocaba un orden, una calma, el aire
entre el mar y la acacia, y recordaba
tal vez la luz y su destino oscuro.
Entré. Volví a mirar la hierba, el cielo,
la casa silenciosa. Allí tu cuerpo
brilló en la oscuridad. y vi la estrella.
De “Palmas sobre la losa fría” 1989



La luz

La luz (un paso
maduro)
sobre la arena y su himno oído
cae
en las líneas del mar la puntuación de pájaros entre pirámides
de arena los ojos leen los márgenes heridos ya no hay pájaros
página pirámides que el sol levanta hacia la nada
sobre la luz leída
De “Tinta” 1981


 


La prueba

Mira: a punto estás de penetrar en el bosque.
Vas a dejar la casa blanca de la cima,
tan plácida, tan llena de música y sosiego,
y ahí te espera el bosque impenetrable.
Irremediablemente deberás cruzarlo;
el bosque que desciende por ladera escabrosa,
el bosque en que no hay nadie
y el bosque en que puede haber de todo,
el bosque de humedades venenosas,
morada de lo negro
y de una luz que enturbia la mirada.
Entra en él con cuidado y sal sin prisas,
mas nunca se te ocurra abandonar la senda
que desciende y desciende y desciende.
Mira mucho hacia arriba y no te olvides
de que este tiempo nuestro va pasando
como la hoz por el trigo.
Allá arriba, en las ramas,
no hay luces que te cieguen si es de día.
Y si fuese de noche,
la negrura más honda la siembran faros ciertos.
Todo lo que está arriba guía siempre.
Mira, te espera el bosque impenetrable.
Recuerda que la senda que lo cruza
-la senda como río que te lleva-
debe de ser dulce y no boa untuosa
que repta y extravía en la maraña.
Que te guíe la música que dejas
-la música que es número y medida-
y que más alta música te saque
al fin, tras dura prueba, a mar de luz.
                                 De “Palmas sobre la losa fría” 1989

 



Las nubes

Pasan las nubes blancas. En la tierra
indescifrable, el matorral oscuro,
la fijeza del tojo. Arriba, el cuerpo errante
del cúmulo en el nudo de la luz

Pasar, como las nubes,
los cielos arrasados del verano tardío,
atravesar la claridad, herido,
en los ojos dolor, un cardo entre las manos.
De “Sobre una piedra extrema” 1995




Islas desconocidas en el horizonte, casi proximas, sombras que se recortan sobre el mar. El pensamiento las habita de pronto, las puebla de arenales y barrancos, de palmeras y vientos que circulan por sendas invisibles, de blancos caserios, de caminantes e’widos por playas bajo el sol: Una sed no saciada, una sed en verdad inagotable es tu nombre, conciencia; palmeras, limites de fulgores en el negro roquedo, brotando en la mafiana crepitante, dando sombra a la cal de las casas, junto al vaso del mar, o en la delicia laibil de la noche caliente! Armonía del mundo, dame el misterio último de la isla no hallada.



Las primeras lluvias


La tierra de que hablo, hacia noviembre,
conoce el viento. Llega, desde el este,
hasta los arenales como un ave sedienta,
soplas las aguas negras. Esta noche
removió los postigos mal calzados
y agitó la palmera. En los cristales
chillaba como un pájaro perdido.
Dibujará en la grava algún signo remoto,
y veré casi al alba las huellas del fragor
sobre los restos del volcán, el naufragio nocturno.
Será un signo de nuestra vida, un eco,
ya inerte, de la tromba del cielo, que ignoramos,
querré leer en él, y será como unir,
nuevamente, las hojas resecas para un fuego.
¿Qué nos aguarda, puro, en el estruendo,
en el pico del ave enhebrando los mundos
de cuanto conocemos e ignoramos? Seguimos
recogiendo las hojas, y veremos
en la rama quebrada una imagen posible
del estertor del cielo, anoche, entre las nubes
aún grises a esta hora temblorosa.
Nada, ni tan siquiera el viento que rompía,
de madrugada, contra los postigos,
contra la grava, oscuro contra oscuro remoto,
podrá decir el signo, en la ignorancia.
Saber de un no saber, ni siquiera el sentido
de la ignorancia, ahora que las gotas resbalan
sobre el cristal, sobre la transparencia.
                                                       De “Fuego blanco” 1992




SOBRE UN TRONO DE PIEDRA
Ludovisi. Palazzo Altemps

Dime, si es que lo sabes: esa piedra,
ese trono de mármol indiviso,
¿durará más que el tiempo? ¿Acaso llevará,
más allá de nosotros, nuestros sueños
a la región oscura en que naufraga
la memoria que abriga nuestro ser de esperanza?

Mira, en la piedra, la mujer que sale
del agua. Dos sirvientas que la asisten
cubren su desnudez apenas, y ella lleva sus brazos
mojados a los hombros, a los cuerpos
que hacia ella se inclinan: luz carnal,
la ansiedad de las manos, los hombros del deseo.

A un lado, una muchacha toca ahora
un caramillo. Está sentada y cruza
sus piernas. Es verano: está desnuda.
Y toca y toca, y en su melodía
se escuchan las cigarras. Oye el canto
atravesar el tiempo, llegar a estas laderas.

Una mujer, del otro lado, quema
incienso. Un manto cubre su cabeza.
A1 extremo de un alto tallo brota
el pebetero como flor abierta
a la luz, y que bebe luz ardida. Mirad
1a ofrenda que ese fuego hace a la luz.

No hay destrucción, dijiste. Volveremos
a1 seno de la estrella, a la región
del origen y el fin, a la materia
inmortal y materna. Y aunque solo
quedara de nosotros esa piedra,
esa piedra dirá toda nuestra memoria.

De La sombra y la apariencia



LA CALLE BLANCA 


Tus pasos te han llevado hasta los bordes,
hasta el lugar abierto, una calle vacía,
en los ojos del sueño inmemorable.

Es una calle blanca. En altos muros
se vierte el cielo, y ya no hay nadie
en la mudez del aire. En el silencio,
intacto,
todo va a consumarse.

Y fluyes en el sueño, sobre la luz grabada.

Se acallan las palabras, vas por la calle blanca.

                                                             La sombra y la apariencia





Más allá de los árboles

I
Aquellas hojas,
enormes, ¿qué decían? Un lenguaje
parecían formar con su rumor, una lengua
que debía aprender, hecha de grumos.
Eran las espesuras removidas
por el viento, allá lejos.
Yo acudía al ramaje, a las hojas que hablaban.

II
Cuántas veces las vi agitarse, solo,
en escapadas, para estar con ellas,
para oír, otra vez, los golpes silenciosos,
el viento de la tarde
en los nudos, las yemas de los árboles.
Pero quién escapaba o creía escapar,
si los árboles eran solamente otro espacio
de lo inasible, de cuanto queda como suspendido
por sobre la materia del mundo,
lo no visible y, sin embargo,
acaso más real que la piedra que existe. Allí,
bajo el ramaje, me sentaba, entre piedras
dispersas, por la hierba,
sobre la tierra, cifra de los mundos.

III
Aquella era la lengua de las hojas, la lengua
del irrequieto fondo de la luz.
¿Lengua, lenguaje,
digo? ¿Una palabra
más allá del lenguaje, eso buscaba?
Solamente más tarde iba a saberlo,
cuando el lenguaje habló, y tan sólo
llegó el lenguaje a ser la destrucción
de cuanto conocía. Y era, al mismo tiempo,
la construcción de todo. Yo volvía
otra vez a los árboles, aún
no sabía del lenguaje sino sólo su enigma.

IV
El ramaje extendido,
la hierba, como un afloramiento
del interior del mundo, las raíces
de lo visible, los arbustos, el aire,
eran una llamada del lenguaje. Y eran
una llamada de más allá de él, como si aquella luz
hablara de otro mundo, siendo el mundo mismo.
Cruzaba el aire, removía
la espesura, la sombra, vibración,
allí, de cuanto existe, en los instantes
que dicen lo visible y lo invisible.

V
En las hojas sagradas cae la luz del tiempo,
las recorren los cauces diminutos del agua,
el aire las envuelve con manos que atesoran,
es el fin y el origen, es el fuego del tiempo

VI
La tierra, sí, se entrega,
parece levantarse hacia las hojas
que hasta ella regresan, desde el aire,
y con ella se funden, como el hálito
se funde con la tierra y los ramajes.

VII
Vamos hasta los árboles, te dije.
Sé que te gusta
extraviarte, y a veces me lo pides
tirando de la mano, apresada,
como apresada por la luz toda mano requiere
ir hasta su deseo, llegar a conocer,
aun si el conocimiento no es sino el umbral
de otra ignorancia, acaso, vacía de sí misma

VIII
Acércate a los árboles, verás
y podrás escuchar que no existe un silencio
más poblado de voces, que parecen
alzarse desde el suelo hasta otro espacio. Allí,
el aire claro dice el mundo y cuanto
se extiende sobre él y, sin embargo,
es él mismo, la lengua de la tierra,
la promesa de que bajo el ramaje
podrás oír el rumor, tomar la mano
pura de lo visible, cuando los mundos te parezca
que se disipan, cuando la propia luz
se acerque hasta los bordes del tormento
de la luz, y sea sólo oscuridad.

IX
Acércate a las hojas, llégate hsta el rumor.
Niño ese cuerpo inasible que contemplalate sobre esta hierba, en estas piedrasfin y origen. Que el airque traspasa las hojas vuelva hasta aquí de nuevoy que esa lengua sea la del cuerpo del mundo Escucha de esa boca cuanto hamás allá de los árboles.
De “Sobre una piedra extrema” 1995



Mesas y naranjas
las líneas de la mesa
interrumpidas por naranjas
dispuestas en un plano
sobre la luz del cuarto blanco
abajo el mar se tiende
bajo la mano de los elipses
la luz inunda el cuarto
y las naranjas se acumulan
sobre la luz que entra
y que se tiende en la blancura
de este cuarto y el plano
de las naranjas y la mesa
                                                         De “La roca” 1984


Paréntesis
los pasos que se oían en la grava
avanzaban a ras del mediodía
hacia los setos invisibles iba
la sombra entre las manchas de los pétalos
rojos sobre la grava negra rojo
oscuro de los pétalos echados
sobre la grava negra y aquel árbol
y aquella luz querían decir algo
                                                         De “La roca” 1984



Ultílogo

Y transcurrieron los días. Y los años.
Y vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga* y desaparecieron estos seres y las historias
de estos seres.
Pero detrás todo retoñaba y revivía, y se erguían otros árboles, y en las cuevas bullían las camadas recientes y la trama
del tapiz no se aflojó nunca.
Y allí están con sus luchas y sus amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para l,
pero que son siempre las mismas, porque la vida nació de un solo grito del Señor y cada vez que se repite no es una nueva
Voz la que la ordena, sino el eco que va y vuelve desde el infinito al infinito.


Una hoguera, y el centro de la muerte

I
Un rito de febrero llega ahora
hasta el fondo del aire: queman ramos
de eucalipto, camino de la casa.
El aire sabe de ese olor, y sopla
las brasas leves, laten en el cielo
los reflejos del gris en nubes bajas
copiando la ceniza que ya cae,
abatida, completa, se diría
cumplida por los círculos terrestres.
Arden las hojas secas, otro soplo
del viento vuelve a remover las ramas
expectantes. Volvían a la tierra
como ceniza temblorosa, junto
a la trevina, por los matorrales,
bajo el estrago de febrero.
Tierra,
en el enigma de las hojas,
en el enigma de la luz, que es
la misteriosa sombra del ramaje
en nuestro rostro, ¿qué mirada puede
contemplarte un momento sin que vea
arder, sobre los ramos de eucalipto,
al fondo de los ojos, esos mismos ojos,
el cuerpo todo? Ardíamos.
El cielo atormentado,
la hierba como en un postrer destello,
en la masa solar, la luz quemada,
parecían cruzarse, cifrarse por los rostros.
y en torno, el olor de la tierra, indescifrable,
en un viento de astillas, y que soplaba, roto,
otra vez, sin piedad, por la tierra desnuda.

II
Y la zarza, en la aurora, ¿presentía
el incendio del cielo? Nubes rojas,
y el hosco crepitar de ramas vivas,
la combustión del aire que llegaba
hasta el muro, la luz que ennegrecía
el árbol estuoso, y el temblor
de una tierra entregada a la ceniza,
a la llama, estertores de la hoja
que brilló sola en junio y ahora yace
arqueada, en los grises del cielo,
y la cal de la muerte que nos mira
desde aquel muro, ¿habían presentido
la brasa, el borde negro de los fuegos?
Tierra, que una luz abandona,
tu soledad eleva una copa sagrada,
un vaso de humo negro hasta el temblor
de la zarza en la aurora, y de la rama
que cruje en el estrago, en la tormenta.

III
El pájaro, en las cercas del invierno,
por el alambre, por los muros grises,
o por la piedra, o por la rama, arriba,
su grito oscuro, alzado entre la hierba,
en dos silencios, entre brumas.
Dos pausas de silencio y, luego, el grito
oscuro, sí, se alzaba y se entregaba,
se abría paso hasta la tierra,
un canto hasta las hojas silenciosas,
hasta el último ardor, un canto oscuro,
incomprensible, dije, hasta el silencio,
el último silencio que el pájaro iba a oír.
¿Incomprensible? Nada,
entre lo audible y lo inaudible
entre lo oído y el oído
entre el silencio y lo que oímos
un canto oscuro, nada más
escuché por la hierba, un canto oscuro.

IV
Tierra, ¿nos prometiste, alguna vez,
acaso, algo distinto de ti misma?
El fuego prende ahora en la hojarasca,
y se ennegrece el cielo, y por los muros
la lobelia se yergue, casi azul,
almenada en su brote deslumbrdo.
El matorral, y la trevina pobre,
se alzan en la luz última, y decimos
que todo nacimiento y toda muerte
latían en el fuego. Fue tu sola
promesa arder junto a la flor,
como nosotros, tierra de inminencia,
sin comprender, camino de la casa,
nada distinto de ti misma, oscura
tierra de enigma, tierra de sacrificio.
La misteriosa sombra del ramaje
en nuestro rostro. Vimos
la sombra y la ceniza,
una forma, tal vez, del destino en la hierba
entregado en la forma de la brasa,
en el borde del fuego, y en los nudos
negros de la ceniza el otro resplandor,
el del brillo en las hojas, nuestra muerte,
el oro de la hoja en otro tiempo,
ahora entregado y ya cumplido,
solo, sobre los círculos terrestres.
                                     
De “Fuego blanco” 1992


Una piedra, memoria
Adónde, dices
ahora, aquellos pasos
por lo desconocido, en la primera soledad.
Latitud de las parras, allá lejos.
El sol final abría su costado remoto
sobre las piedras, en las hojas,
en un último sueño, el final del verano.
Atardecía,
era otra tierra, acaso más oscura,
la tierra roja, sí,
como si algún rescoldo del origen
aún respirase en ella,
más allá, al fin de toda impermanencia,
como a lo lejos.
Arcana luz,
suspensión de los soles sobre los platanares.
Era
cuanto de cierto ardía en lo invisible.
Era sólo la luz,
como vacía, y como si alcanzase
a ver su arder oscuro
en los helechos, en el cielo,
sobre la tierra. Luego,
volver de allá, sobre los mismos pasos,
pero ya, lo sabía, irrepetibles.
La casa
fue siempre cosa de la luz.
Desde aquel día supo de la sombra, o su signo.
Allá quedó, sobre una piedra,
inscrita en lo remoto, bajo la luz herida,
una señal para el verano, el fin, junto a las parras,
el fin que era un origen,
A., septiembre, los soles, sobre una piedra extrema.
                                                 De “Fuego blanco” 1992



LA ALIANZA
Museo Morandi, Bolonia

Una botella, un vaso,
las gafas, como en un
abandono en el polvo, bajo la tarde que ya muere,
el borde silencioso de la sombra abatida,

la obra de lo secreto
que afluye, el lápiz que se eleva
sobre el papel borrado, y que la mano alisa con ternura,
ahora entran, aliados,
en lo próximo el borde,
en su temblor,
es un comienzo. Pero lo que comienza,
un objeto en su limite, en su estancia,
es un reflejo, vivo,
de lo abierto.
Pintor, una celebración,
una llama en tu objeto,
ilumina, en el polvo,
lo indivisible.
intercambia reflejos, claridades,
y el relámpago late en el seno del cielo.
Oh luz voluminosa, 

me ha parecido ver un temblor en los muros,
un estremecimiento, como si,
voraz, la vibración de lo visible

llegara hasta la tela, quisiera arder con ella.
Mira, es casi verano, el cielo tiene
claridad de aguafuerte, el cobre, fiel,
ha tocado la página, ha anudado las zarzas y los árboles.
Oh volumen de luz, casi igual que la sombra invitadora,
pero ya masa pura,
oh arte de intersticios,
de alianza y de fijeza,
cuerpo de semejanzas contra el cielo desnudo,
la mano que ha podido tocar lo indivisible
por un momento se ha aquietado, ya no indaga
en el color del vaso, va, en silencio,
al exterior del mundo, en la consumacion.
Oh cuerpo de una alianza,
materia que rehace la materia del mundo,
en tu pigmento se celebra lo abierto.
Entre dos muros, el espacio vacante


 

EN EL CENTRO DE UN CÍRCULO DE ISLAS

Las gotas salpicaban los rostros ofrecidos,
y la barca avanzaba.

En las aguas rizadas contemplábamos sombras
de islotes ignorados,
roques erguidos que las olas golpean inclementes
en la forja fragosa de los siglos,
la herrería solar
en que el agua y la piedra se hacen uno
—¡roques, yunques oscuros,
custodios de la luz!

Y la barca avanzaba,
avanzaba, imperiosa,
como imantada a un punto, su fin fiel,
y fieles a su fin los rostros entregados;
los cuerpos que avanzaban y avanzaban,
hasta alcanzar la orilla
de la isla entrevista en la mañana,

entre las gotas irradiantes, en el mar extendido
bajo el sol de septiembre,
hasta alcanzar el borde, el ciego origen
de toda luz, la luz indestructible.

II

Delos, fúlgida y leve, la belleza que cifras
y nos cifra, hace mucho que viajamos
hacia ti desde un fondo de oscuridad y miedo,
aquel miedo del niño, esta cerrada oscuridad,
este miedo invencible a la noche de hielo
que nos espera, fieles avanzamos
hacia ti, pero tú
avanzas igualmente hasta nosotros,
Vienes a nuestro encuentro: la belleza que cifras
en la fragua del sol nos atormenta;
Esa tromba de luz sobre la tierra seca
entre restos que copian
el fin de nuestros pasos,
las teselas, las jarras rotas en fragmentos
sobre el polvo,
obra pura del tiempo, la dispersión del mármol,

las estelas borradas junto a viejos, cubículos
que hoy invade, la ortiga:
todo lo que en ti yace
nos atormenta.

II
Nadie podía en ti ni nacer ni morir.

Pero todo nacía en tus bordes lucientes,
la esperanza del sol, el cuerpo vivo
de la luz, de las aguas extendidas,
las mismas aguas por las que avanzamos

Y nada muere en ti,
nada salvo tú misma,
en tus piedras no quedan sino signos
de nada, y nadie. Queda
solo la luz.

III
Aliento de la tierra, restos del tiempo, inertes,
delfines enlazados en una danza inmóvil,
que, al igual que nosotros, avanzáis
sobre las aguas, hacia
el secreto momento de la consumación,
hacia un punto invisible de las aguas brillantes
en que avanza 1a barca,
os perderéis en él, en el destello súbito
del mediodía hirviente,
y vosotras, columnas abatidas,
arcilla fervorosa de las manos,
teselas,
avancéis al lugar en que os aguarda,
y nos aguarda, el sueño de la tierra.
Avanzamos, la barca
bascula entre las sombras de las islas, 

la herrería solar golpea el cielo,
las gotas multiplican los reflejos dispersos
sobre los rostros húmedos,
la barca avanza, avanzan
los rostros.
Te hemos visto, tierra, como en un sueño
más vivo afín que el sueño, más real,
entre los bordes de una isla, el fin
de lo que yace en ti, de todo lo que en ti
brota y se extingue,
eres la tierra toda, isla que nos contienes,
isla a la que avanzamos y que vemos venir
a nuestro encuentro
en el centro de un circulo de islas.
Tierra del nacimiento y la extinción,
¿adónde avanzas tú?

 De La sombra y la apariencia