lunes, 22 de mayo de 2017

El magisterio de la Iglesia. Justo Collantes.



Justo Collantes
Doctor en Teología y profesor de Dogma en la Facultad de Teología de Granada.







El magisterio de la Iglesia

Cuadernos BAC   15


I.       EL PROBLEMA DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

Una piedra de escándalo (Lc 2,34)

El Magisterio de la Iglesia ha sido siempre una piedra de tropiezo, como lo ha sido la Iglesia misma y lo fue Cristo mientras vivió entre los hombres: «Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís. Si otro viene en nombre propio, lo recibiréis» (Jn 5,43).
Tal vez se ve hoy más agudizado este problema por la crisis general de vida cristiana y por el talante de nuestra época, poco afecto a recibir imposiciones de arriba.
Habría que añadir también el desconocimiento del contenido exacto de la doctrina católica sobre el Magisterio; desconocimiento que lleva a la confusión; confusión que hace mantener, a veces, posiciones falsas, y a veces arremete contra molinos de viento que nunca ha defendido la Iglesia.
Por eso se hace necesaria una clarificación. Porque se trata de un dogma clave y específico del catolicismo, cuya recta inteligencia va unida a la inteligencia del ser de la Iglesia; y es precisamente esa mala inteligencia del ser profundo de la Iglesia la causa ordinaria de las prevenciones contra el Magisterio.

Las prevenciones contra el Magisterio

Estas prevenciones pueden brotar de tres fuentes: a) el escándalo que supone la concepción sacramental de la Iglesia; b) la índole especial del Magisterio; c) la situación particular del hombre en nuestro tiempo. Expliquemos someramente estas tres causas:

a.- La concepción sacramental de la Iglesia.—El concilio Vaticano II definió a la Iglesia «como un sacramento». Con ello no quería afirmar el concilio que, además de los siete sacramentos, hubiera un sacramento más. Sino que así como los sacramentos son verdaderos instrumentos de Cristo para distribuir su gracia entre los hombres, de un modo parecido, la Iglesia entera es una «institución visible» que sirve a Cristo de instrumento para realizar la salvación de los hombres. Es claro, como afirma el mismo concilio, que «en todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia» (Act 10,35); pero no es menos cierto que Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres; y que él instituyó a la Iglesia como instrumento necesario de salvación: «Por lo cual, no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar o no quisieran permanecer en ella» (Lumen gentium 14).
Ahora bien, Cristo no dio a su Iglesia tan sólo los sacramentos como medios de gracia que perpetuaran en el mundo su obra salvífica, sino que, ante todo y sobre todo, le dio su Palabra, es decir, el conjunto de su mensaje, para que lo transmitiera fielmente a todos los hombres de todas las generaciones: «Predicad el Evangelio a todos los hombres» (Me 16,15), «enseñadles a guardar todo cuanto yo os he mandado» (Mt 28,20).
Esto quiere decir que la Palabra de Dios, lo mismo que la gracia sacramental del bautismo o de los demás sacramentos, nos llega necesariamente canalizada por el conducto de instrumentos humanos. Y esto no tiene nada de particular, desde el momento en que Dios mismo buscó el encuentro con los hombres sirviéndose de la humanidad de Jesús como instrumentó de redención universal.
Cuando J.J. Rousseau exclamaba escandalizado: «¡Siempre testigos humanos entre Dios y yo! ¡Siempre hombres que me dicen lo que otros hombres han dicho! ¡Cuántos hombres entre Dios y yo!» (La Profession de foi du Vicard Savoyard, en Oeuvres [París 1856-1863] II 4,89), mostraba que no había captado la profunda dimensión de la sacramentalidad de la Iglesia ni había penetrado en el misterio de la Encarnación. Tampoco penetraron en él los contemporáneos de Jesús: «¿No es éste el hijo del carpintero…? Y se escandalizaban de él» (Mt 13,55). El escándalo les venía de la incapacidad para asimilar lo que hoy llamamos el concepto de sacramentalidad: lo divino operante por medio de instrumentos humanos. Por eso los gnósticos, en el siglo n, separaron la Iglesia institucional y visible de la Iglesia carismática e invisible. Después repitieron este esquema, con algunas variantes, los donatistas, los espiritualistas de la Edad Media y la Reforma protestante, con sus tesis de la sola gracia, de la fe sola y de la Escritura sola.
Hoy se advierte en ambientes católicos una especie de neoprotestantismo difuso que se manifiesta en la crítica exacerbada y amarga de lo institucional, hecha en nombre del Espíritu. Un protestante tan equilibrado como Von Allmen lo ha notado: «Hay una tendencia de cierto protestantismo, que, por lo demás, no ha dejado de influir a los fíeles de tipo católico, que considera al Espíritu de Dios refractario por principio a las instituciones doctrinales, sacramentales, ministeriales. El Espíritu aparece entonces como prisionero de la Iglesia, y no puede ansiar sino la libertad que la Iglesia se obstina en negarle… Esta tendencia, que no debe su invención al protestantismo (es ciertamente mucho más antigua que él) y que ciertas páginas de la historia de la Iglesia se encargan, por desgracia, de alimentar, esta tendencia, decimos, está completamente ausente del Nuevo Testamento» (citado en la Infalibilidad de la Iglesia [Barcelona 1964] 14).
El Vaticano II es claro a este respecto: «La sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo… no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino» (Lumen gentium 8).
Esta es en definitiva, la estructura sacramental que prolonga en el mundo la presencia de Cristo, verdadero sacramento original, porque en él se une la humanidad visible y la divinidad invisible en una persona divina: la persona de Jesús, Hijo de Dios. La humanidad de Cristo es instrumento; pero instrumento que realiza eficazmente la salvación del mundo por razón de su unión indisoluble con la divinidad.
Ni el Magisterio, pues, ni los demás sacramentos de la Iglesia son, en modo alguno, pantallas que se interponen entre Dios y los hombres. Como tampoco fue una pantalla la humanidad de Cristo. Son eso: instrumentos humanos queridos por Cristo, instituidos inmediatamente por él, por medio de los cuales es él mismo quien hace llegar a los hombres de todos los tiempos su Palabra y su amor: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20). No sólo confió a los apóstoles y a sus sucesores el encargo de transmitir su Evangelio y los otros medios de la gracia, sino que les prometió su presencia eterna como garantía de la eficacia.

b.- La índole especial del Magisterio eclesiástico.—La dificultad crece si se tiene en cuenta que el Magisterio eclesiástico no es científico, sino testimoniante. Pío XII lo explicó muy exactamente: «El Magisterio de la Iglesia no es científico, sino testimoniante. Es decir, no se funda en las razones intrínsecas que se dan, sino en la autoridad del testimonio. Por lo cual, cuando se trata de prescripciones y sentencias dadas por los legítimos pastores en cosas de ley natural, no deben los fieles apelar al dicho que suele pronunciarse acerca del sentir de los individuos: tanto vale la autoridad cuanto valen las razones. De aquí que, aun cuando a alguien, en una ordenación de la Iglesia, no parezcan convencerle las razones alegadas, sin embargo, permanece la obligación de la obediencia» (Acta Apostolicae Sedis 46 [1954] 671-672). El Magisterio eclesiástico no se apoya en razones intrínsecas a la verdad que se predica (verdad que excede la comprensión humana), sino en la autoridad de los testigos. Por eso se llama testimoniante.
Ahora bien, en el Magisterio testimoniante, lo primero es la adhesión a la persona que testifica y, como consecuencia de esta adhesión personal, es la aceptación de su testimonio. Santo Tomás expresa esta idea de una manera luminosa y concisa: «Puesto que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que aquel en cuya aserción se cree es como lo principal y como el fin de toda fe. Y, en cambio, son secundarias aquellas verdades a las que uno asiente creyendo a otro» (2-2 q. 11 a. 1). O sea, que las verdades concretas que se aceptan por vía de testimonio, se aceptan porque previamente se ha aceptado la autoridad del que testifica. Se ha reconocido su solvencia.
Así se explica el enorme esfuerzo que Jesús desplegó para cimentar su autoridad en la mente de sus discípulos y la importancia que los evangelistas atribuyen a los milagros como signos de la autoridad de Jesús: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed a las obras (aunque no me creáis a mí), para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,37-38). San Agustín ha resumido maravillosamente este proceso: «El, pues… por sus milagros se conquistó la autoridad; por su autoridad mereció la fe; por la fe congregó la multitud (la Iglesia)» (De utilitate credendi 14,32).
Pero la dificultad del Magisterio eclesiástico crece de punto, porque no se trata sólo del testimonio de Cristo (bien autorizado por sus obras), sino que ese testimonio lo conocemos únicamente a través del testimonio de los apóstoles y de sus sucesores los obispos, o sea, de la Iglesia. Ya no es Cristo el que media entre Dios y los testigos presenciales de la acción de Jesús; sino que es la Iglesia la que media entre Jesús y nosotros. Y aquí surge la cuestión: ¿qué credenciales muestra la Iglesia, capaces de garantizar su credibilidad, cuando nos transmite el mensaje de Jesús?

c.- La coyuntura particular de nuestros días.—Una tercera fuente de dificultades que encuentra hoy el Magisterio deriva fuente de dificultades que encuentra hoy el Magisterio deriva del talante particular de nuestra época. Y esto, por dos razones:

1) hoy se ha convertido casi en un «slogan» la idea de que la humanidad ha llegado a su mayoría de edad. Ya en su tiempo se quejaba Pío XII de «cierta minoría de edad que hoy menos que nunca es oportuna en el campo del apostolado» (Acta Apostolicae Sedis 44 [1952] 834). La contrapartida es lo que se llamó «la emancipación de los laicos», que mereció las reservas del mismo Pío XII (Alocución del 2 de noviembre de 1954), pero que de un modo general, y no exclusivamente en el campo eclesiástico, se traduce por una enorme resistencia todo lo que pueda saber a heteronomía o dogmatismo doctrinal. Y aquí entra la inconsecuencia de la vida. El hombre medio, que sucumbe constantemente a las enormes presiones ambientales, publicitarias e ideológicas, es el mismo que mantiene en pie el principio de resistencia a toda imposición que venga de fuera; mucho más si se trata de una imposición doctrinal. Este hombre que acepta como un dogma cuanto le viene dictado por la prensa, la televisión o las consignas de su partido, es el que se siente desazonado por el dogmatismo de la Iglesia, como si fuera un obstáculo para el desarrollo de su personalidad.

2) Además, el predominio de la formación técnica sobre la formación humanística está produciendo hombres deshumanizados, para quienes el único criterio de verdad es lo científicamente experimentable. En estas condiciones es comprensible que un Magisterio no científico, sino testimoniante, que testimonia verdades no experimentables, encuentre una mayor dificultad para ser admitido.
Claro está que estas dificultades no son privativas del Magisterio de la Iglesia, sino comunes a la fe cristiana. Pero, supuesta la fe en Cristo, hemos de situar el Magisterio en sus debidas proporciones: ni mitificarlo hasta el punto de convertirlo en una especie de Dios que habla, ni humanizarlo de tal forma que quede reducido a un mecanismo humano, desprovisto de su valor religioso testificante. Lo primero sería caer en una suerte de mitificación eclesiástica que volatiliza los elementos humanos (con sus tanteos, sus dudas, sus fracasos y errores) y sueña con un Magisterio que ya no es el de la encarnación, porque no conserva su estructura sacramental, con toda la realidad de sus elementos humanos. Lo segundo sería quedarse con los elementos humanos y renovar una suerte de intelectualismo eclesiástico que se perdería en estériles lucubraciones. Un sano equilibrio es tanto más necesario cuanto que, mientras en ciertos ambientes católicos se flirtea con posturas protestantes, no dejan de oírse algunas voces de alarma venidas de teólogos protestantes, que deberían poner en guardia a los católicos para no renovar errores hoy rechazados por los mismos protestantes. O. Cullmann critica en su libro Saint Fierre (Neuchátel 1952) la postura de Lulero respecto al Magisterio, y Lackmann califica de errores contra la fe diez tesis, entre las cuales la novena es la exclusión de un Magisterio directo, instituido por Cristo (Ein Hilferuft aus der Kirche für die Kirche, Stuttgart 1955).

II.    DINÁMICA GLOBAL DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO

San Pablo expone en su carta a los Romanos la dinámica global del Magisterio de una manera muy concisa: «¿Cómo creerán si no han oído hablar de él? ¿Cómo oirán sin predicador? ¿Cómo predicarán si no han sido enviados?» (10,14-15). Creer-oír-predicar-ser enviados.
El término final del Magisterio es la siembra de la fe (creer); el medio para llegar a la fe es la escucha de la predicación (oír-predicar); las credenciales que avalan la autenticidad del Magisterio y, por tanto, de la predicación son la misión (ser enviados).
El concilio Vaticano II, en perfecta consonancia con las fuentes bíblicas, nos da la misma visión global del dinamismo del Magisterio eclesiástico, aunque invirtiendo los términos: la misión, como credenciales de autenticidad; la predicación-escucha como quehacer del Magisterio esencialmente testimoniante y tradicional, que cuenta con una garantía de credibilidad más que suficiente para ser escuchado; la fe como término a cuyo servicio ha sido instituido el Magisterio, misión-predicación testificante-credibilidad de la predicación-fe.
En el número 24 de la constitución Lumen gentium se indica breve, sencilla y exactamente este dinamismo global del Magisterio, que trataremos de comentar: «Los obispos, en su calidad de sucesores de los apóstoles, recibieron del Señor, a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt 28,18; Mc 16,15-16; Act 26,16-17). Para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió a sus apóstoles el Espíritu Santo, a quien envió de hecho el día de Pentecostés desde el cielo, para que, confortados con su virtud, fuesen testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes, y pueblos y reyes (cf. Act 1,8; 2,lss; 9,15)».
Este texto resume muy bien los rasgos esenciales del Magisterio de la Iglesia, expresando también su dinamismo, que, aunque no en su expresión verbal, coincide fundamentalmente con el planteamiento de San Pablo:

a)    Se indican las credenciales que avalan la autenticidad del Magisterio eclesiástico: la misión.
b)    Se insinúa primero y después se afirma expresamente la naturaleza testificante y tradicional del Magisterio: la predicación del Evangelio; ser testigos de Cristo.
c)     Se garantiza la credibilidad de la predicación para la escucha: la promesa del Espíritu Santo.
d)    Finalmente, se expresa tanto el fin último del Magisterio eclesiástico, que es la salvación de los hombres, como el fin próximo e inmediato, que es la siembra de la fe.

Veamos, pues, brevemente cada uno de estos cuatro apartados en los cuales se condensa el dinamismo del Magisterio de la Iglesia.

a)    La misión como credenciales de un Magisterio auténtico

La autenticidad del Magisterio, tanto de los apóstoles como de sus sucesores, los obispos, radica en la legítima misión.

1.- Legitima misión de los apóstoles.—En efecto, Cristo es el único Maestro (cf. Mt 23,10) autorizado por Dios (cf. Mt 11,5); el que tiene todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18); el que da testimonio de la verdad que ha oído de su Padre (cf. Jn 18,37; 17,4.14.18.23.26), porque él mismo es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6).
Pues bien, con esta misma misión envía Cristo a sus apóstoles (Jn 18-19; 20,21), para que hagan discípulos a todos los hombres y les enseñen a observar cuanto les ha mandado (Mt 28,18-20); para que prediquen el Evangelio a todo el mundo (Me 16,15-16); para que sean testigos del misterio de Cristo (Lc 24,44-48; Act 1,8).
Las fórmulas empleadas por los diversos evangelistas son muy significativas: cuanto os he mandado, dice San Mateo; el Evangelio, dice Marcos, es decir, toda la realidad compleja Evangelio, dice Marcos, es decir, toda la realidad compleja de Jesucristo, Hijo de Dios (Mc 1,1). Y San Lucas, después de haber hecho notar la iluminación que los apóstoles han recibido acerca del misterio de Cristo (24,44-47), les encarga la misión de ser testigos de ello hasta el último confín de la tierra (24,48; Act 1,8).
Los apóstoles, pues, no son unos francotiradores. Por el contrario, han recibido de Cristo una misión concreta: la de prolongar en el mundo su propia misión, la que él había recibido de su Padre: «Como tú me has enviado al mundo, así los he enviado yo al mundo» (Jn 17,18). «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (Jn 20,21). El Padre-Cristo-los apóstoles. He ahí la continuidad de la misión; y he ahí también la garantía de su fuerza: «Yo no estoy solo —dirá Jesús—, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). El, a su vez, dirá a los apóstoles a quienes envía: «Yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos». Lo que admiraba a las turbas en la predicación de Jesús era que «les enseñaba como quien tiene poder y no como los escribas» (Mt 7,29). Este concepto de poder-autoridad indica la posición de Jesús, que ha recibido todo poder y lo transmite a otros: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, id, pues, y enseñad…» (Mt 28,18). La autenticidad de la misión de los apóstoles no puede estar mejor garantizada.

2.- Legitimidad de la misión de los obispos.—El concilio extiende a los obispos, en su calidad de sucesores de los apóstoles, las mismas garantías de legitimidad que tenía la misión apostólica. La razón es que, si la misión de Cristo recibida del Padre ha de saltar las barreras del espacio (hasta los confines del mundo) y del tiempo (hasta el final de los tiempos), es porque la voz de Cristo se perpetúa en sus enviados, los apóstoles, y éstos, a su vez, entregan la antorcha viva de la misión a otros hombres que les sustituyan. Muy pronto buscaron los apóstoles colaboradores en su misión: en Jerusalén encontramos un senado de «presbíteros» que colaboran con los apóstoles (Act 11,30; 15,4.23; 21,18). San Pablo instala presbíteros en las iglesias de Asia Menor mediante la imposición de manos (Act 14,23), y cuando pasa por Mileto se despide de los presbíteros que hay en aquella Iglesia, a los cuales llama obispos (Act 20,17-38), y afirma que están puestos por el Espíritu Santo para apacentar la Iglesia de Dios. San Pedro se dirige en su primera carta a los presbíteros y se llama copresbítero de ellos (5,1-2); Santiago recuerda a los enfermos que llamen a los presbíteros para que oren sobre ellos y les den el sacramento de la unción (Sant 5,14). Finalmente, Tito es enviado por San Pablo a Creta para organizar lo que falta y establecer presbíteros en cada ciudad (Tit 1,5).
Es evidente, pues, que, en vida de los apóstoles, éstos buscaron colaboradores suyos, que unas veces se llaman presbíteros y otras obispos. La terminología no está todavía fijada en ese tiempo. Es claro también que esos colaboradores se instauran mediante el rito de imposición de manos, rito que les confiere un carisma permanente (Act 14,23; 1 Tim 4,14ss; 2 Tim 1,6). Es muy importante la transmisión de este carisma mediante el rito de imposición de manos, pues así se comprende que los presbíteros puedan llamarse «puestos por el Espíritu Santo para apacentar la Iglesia de Dios» (Act 20,28), o simplemente, ministros de Dios (1 Tes 3.2). Puede decirse que la instauración de esos presbíteros-obispos la hace Dios mismo por intermedio del apóstol, o por medio de otros ministros instaurados a su vez por los apóstoles. Mal podrían los apóstoles conferir una gracia estable que capacita para realizar una función ejercida en nombre y con la autoridad de Dios, si no estuvieran ciertos de que la misión que ellos recibieron de Cristo había de prolongarse en otros hombres y que ésta era la disposición del Señor.
Pero demos un paso más. Entre los colaboradores de los apóstoles hay algunos que, a las órdenes de ellos, ejercitan todas las funciones que en el siglo II vemos ejercitadas y reservadas a los obispos: dirección de una iglesia particular en lo que respecta a la liturgia, a la enseñanza, a la predicación, a la vigilancia de la fe, y al régimen de la vida cristiana. Tal es el caso de Tito en Creta v de Timoteo en Efeso. Pocos años después de la muerte de los apóstoles, vemos que las Iglesias de Esmirna, Filadelfia, Trallia, Magnesia, según atestiguan las cartas de Ignacio de Antioquía, están organizadas alrededor de un obispo, rodeado de sus presbíteros y diáconos; y todo ello, «ordenado según la voluntad de Dios» (IGNACIO, Ad Phil., Proemio). En la segunda mitad del siglo II, es ya general el reconocimiento expreso de que los apóstoles entregaron a los obispos la dirección de las Iglesias, con la responsabilidad de transmitir la doctrina evangélica. De ahí que la norma cierta para conocer la verdadera doctrina de los apóstoles sea el consenso de los obispos que descienden de los apóstoles, obispos «a los cuales los apóstoles han confiado las diferentes Iglesias locales» (IRENEO, Contra las herejías 4,33,8). Por eso, tanto San Ireneo como Hegesipo componen las listas de los obispos, que se suceden unos a otros hasta entroncar con un apóstol.
Estos tienen, según San Ireneo, «el carisma cierto de la verdad» (Contra las herejías 4,26,2), porque los misterios cristianos fueron entregados por los apóstoles «a aquellos a quienes confiaron las Iglesias. En efecto, querían que aquellos a quienes confiaban el poder de enseñar en su lugar, fueran absolutamente perfectos» (Contra las herejías 3,3,1)- Los testimonios son claros en el siglo n: los obispos fueron puestos por los apóstoles para continuar su obra, y proceden de ellos en una cadena ininterrumpida para regir las Iglesias y ser los guardianes fíeles de la doctrina evangélica. En ellos, pues, se perpetúa el ministerio apostólico, con la misma presencia de Cristo, con transmitir a los fíeles la palabra de Cristo: «Id, pues, y predicad el Evangelio… yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos ».
El concilio Vaticano II resume así la doctrina católica sobre la sucesión apostólica de los obispos: «Esta divina misión confiada por Cristo a los apóstoles ha de durar hasta el fin de los siglos (Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir es en todo tiempo el principio de la vida para la Iglesia. Por lo cual, los apóstoles, en esta sociedad organizada jerárquicamente, tuvieron cuidado de establecer sucesores» (Lumen gentium 20). Y después de haber indicado los argumentos de tradición en los que aparecen los obispos ya en el siglo u ostentando históricamente «la sucesión de la semilla apostólica primera», concluye con la afirmación mantenida siempre por la Iglesia como parte de su fe: «Enseña, pues, este sagrado sínodo que los obispos han sucedido por institución divina en lugar de los apóstoles como pastores de la Iglesia». Con esto queda claro que, según la doctrina católica, las credenciales que avalan la autenticidad del Magisterio de los obispos para transmitir el Evangelio, radican en la misión que Cristo confió a los apóstoles. Misión perenne que los apóstoles entregaron a los obispos sus sucesores.


b)    Naturaleza testificante del Magisterio apostólico-episcopal

La misión de los apóstoles y de sus sucesores es la de enseñar todo y solo el Evangelio de Cristo (Mc 16,15), cuanto Cristo les ha ordenado predicar (Mt 28,18ss). La predicación de la Iglesia se cifra en la conservación íntegra del depósito de la revelación cristiana (1 Tim 6,20); de tal manera, que el mismo Pablo, elegido directamente por el Resucitado y enriquecido con magníficas revelaciones (2 Cor 12,lss), confrontó su evangelio con los demás apóstoles para no exponerse a correr en vano (Gal 1,18; 2,35). Esta es la idea que late en el termino jurídico que San Pablo emplea cuando exhorta a Timoteo a custodiar fielmente el depósito. Ni los apóstoles, ni los obispos, ni la Iglesia, son dueños de él; lo han recibido para transmitirlo fielmente, hasta la consumación de los siglos, y para devolverlo intacto al final de los tiempos. Y esto de tal forma, que ni un ángel del cielo podrá quitar ni añadir cosa alguna (Gal 1,8). San Vicente de Lerins expresaba muy bien este valor testimoniante del Magisterio cuando escribía: «Lo que se te ha confiado, no lo que tú has inventado; no un hallazgo del espíritu, sino un postulado doctrinal no adquirido por apropiación privada, sino recibido por tradición pública, algo que ha llegado hasta ti y no ha salido de ti, de lo que tú no eres autor, sino custodio; no iniciador, sino discípulo» (Commonitorium 22 y 24). Y el concilio Vaticano I, en el capítulo IV de la constitución Pastor Aeternus: «El Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que,, con su asistencia, custodiaran santamente y expusieran fielmente la revelación transmitida por los apóstoles, es decir, el depósito de la fe».
Por lo dicho se ve con cuánta liviandad se habla a veces del dogmatismo de la Iglesia. Porque la Iglesia vive de la fe; y la fe es la entrega a la Palabra de Dios que se revela en Cristo. La autoridad del Magisterio eclesiástico no es otra cosa sino un carisma al servicio de la fiel transmisión y de la mayor eficacia de la Palabra de Dios. Por eso, cuando la Iglesia define un dogma de fe, propiamente hablando, ella no impone nada. Lo que hace es testificar, constatar con certeza que tal o cual verdad está contenida en la revelación cristiana. El acto de fe en un dogma definido no es fe a la Iglesia, sino fe a la Palabra de Dios, que nos llega por medio del testimonio de la Iglesia.
Esta dimensión testimoniante es la que da al Magisterio de la Iglesia su verdadera profundidad, como servicio permanente a la Palabra de Dios. Jesús, el gran Apóstol del Padre, nos reveló lo que había oído de él (Jn 8,28), y podía decir: «no  hablo nada por mi propia cuenta, sino lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo» (Jn 8,28). Los apóstoles, a su vez, fueron llamados e instruidos por Jesús para enviarlos a predicar su mensaje, no como dueños, sino como servidores de la Palabra (Lc 1,2). Estos eligieron, por su parte, a quienes continuaran su ministerio, prestando a la Iglesia el gran servició de transmitirle fielmente lo que habían recibido de los apóstoles.
Es claro que los apóstoles y sus sucesores tuvieron que traducir y hacer inteligible el mensaje cristiano a los diversos pueblos, culturas y tiempos. Pero siempre con una traducción que respondiera fielmente al sentido original. De lo contrario, no sería traducción, sino perversión; no sería el Evangelio de Cristo, sino un evangelio de hombres; no sería «lo que yo os he mandado», sino «lo que vosotros habéis inventado»; no sería hacer discípulos de Cristo, sino secuaces de una filosofía.

c)     Credibilidad del Magisterio eclesiástico

La credibilidad del Magisterio puede considerarse a dos niveles: uno humano e histórico; otro, garantizado de un modo superior.

1.- Credibilidad a nivel humano. —Esta credibilidad no es la específica del Magisterio eclesiástico ni es la decisiva. Pero es tal, que difícilmente podrá encontrarse en el mundo ninguna institución humana que cuente con más garantías de fidelidad en la transmisión del mensaje primitivo. Y esto, sencillamente, porque la ley fundamental de esta institución llamada Iglesia es la dependencia absoluta del mensaje original y, por consiguiente, de su conservación incontaminada. Baste recordar los testimonios aducidos anteriormente como pruebas de la naturaleza testimoniante y tradicional del Magisterio eclesiástico.
De aquí proviene el cuidado que tienen los apóstoles de buscar personas que hayan asimilado el Evangelio y sean capaces de transmitirlo a otros: «Cuanto de mí oíste por muchos testigos, confíalo a hombres fíeles que sean, a su vez, capaces de enseñar a otros» (2 Tim 2,4). Para ellos es fundamental la vigilancia sobre la pureza de la fe: «Te encargué que permanecieras en Efeso—escribe Pablo a Timoteo-1-, a fin de intimar a algunos que no enseñen doctrinas extrañas» (1 Tim 1,3)- Pablo hace un juramento cuya solemnidad no tiene parangón en ninguna de sus cartas, intimando a su discípulo «en presencia de Dios… y de Jesucristo», para que conserve intacto e irreprochable el mandato recibido (1 Tim 6,13-14). A Tito, por su parte, le ordena que reprenda severamente a los cretenses a fin de que conserven la fe sin tacha y no den oídos a fábulas judaicas ni a preceptos de hombres que vuelven las espaldas a la verdad (Tim 1,13-14). Nada digamos de la recomendación final a Timoteo: «Guarda el depósito. Evita las palabrerías profanas y también las objeciones de la falsa ciencia; algunos que la profesaban se han apartado de la fe» (1 Tim 6,20). En la segunda carta vuelve a la misma idea de fidelidad a lo recibido: «Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la caridad de Cristo Jesús; conserva el precioso depósito por el Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 13-14). La carta a los Hebreos es especialmente interesante, pues la exhortación va dirigida a los fíeles en su relación con los que les han transmitido la fe: «Acordaos de vuestros superiores, los que os predicaron la Palabra a Dios… No os dejéis arrastrar por doctrinas diversas» (Heb 13,7-9).
Si de los apóstoles pasamos al tiempo postapostólico, la persuasión es la misma: la norma de la cual vive la Iglesia, norma que hay que conservar intacta, es la doctrina de Cristo transmitida por los apóstoles. La Didajé, o Doctrina de los doce apóstoles, documento del siglo i, consigna esta ley: «No descuides los mandatos del Señor; guardarás lo que has recibido, sin añadir ni quitar nada» (4,13). Es un verdadero comentario de lo que significa el depósito y de la fórmula usada por San Pablo cuando explica a los cristianos de Corinto el misterio eucarístico: «os transmito lo que he recibido», fórmula que contiene todo un talante consustancial con el primitivo cristianismo y con el cristianismo de todos los tiempos. No interesan doctrinas nuevas; lo que interesa es lo que predicaron los apóstoles. La Iglesia de los primeros tiempos, como la Iglesia posterior, se caracteriza por una mística de conservación del depósito de la revelación. Todos se agrupan en torno a los presbíteros y obispos, para vivir de la Palabra de Dios tal y como les ha sido transmitida, y para transmitirla a su vez sin mistificaciones.

2.- El problema de la Sagrada Escritura.—Tenemos, pues, que a nivel puramente histórico, sin otras consideraciones de tipo sobrenatural, hemos de reconocer en el Magisterio de la Iglesia una credibilidad en la transmisión del mensaje cristiano que difícilmente puede superarse por ninguna otra institución humana. Cualquier otra institución humana puede ir cambiando a través de los tiempos. La Iglesia, por el contrario, vive desde sus principios en la conciencia de que su vida depende de la fidelidad al mensaje primitivo, sin adulteraciones ni adherencias que pongan en peligro su contenido original.
Un problema nos sale al paso, y es el de los libros inspirados. Sabemos que los apóstoles, o al menos bajo su vigilancia, escribieron los libros inspirados; que, por ser inspirados por Dios, son ellos mismos Palabra de Dios. Podría decirse, ¿qué más garantía de fidelidad en la transmisión del mensaje primitivo? Supuestos los evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento, ¿qué necesidad hay ya del Magisterio de la Iglesia? Esto es lo que dicen los protestantes, partidarios de la Escritura sola, para quienes un Magisterio infalible de la Iglesia les parece un atentado a la soberanía de Dios.
Sin embargo, no fue ése el sentir de los mismos apóstoles, que reconocían en los escritos apostólicos algunas cosas difíciles que necesitaban de recta interpretación (cf. 2 Pe 3,16). Téngase en cuenta que esos escritos inspirados han nacido en una comunidad viva, como expresión de una fe que se vive; y han sido entregados, como toda la revelación cristiana, a un magisterio vivo para su fiel transmisión y su recta interpretación, de forma que siempre se conserve el mensaje original. Los escritos inspirados son Palabra de Dios, y a ella está sujeta la Iglesia y al servicio de su recta transmisión está el Magisterio. Porque ya la segunda carta de Pedro, a la que hemos aludido, constata que algunos depravan su sentido. El Magisterio de la Iglesia no está sobre la Sagrada Escritura, como no está sobre la revelación. Pero está para garantizar su legítimo sentido por «aquellos que en la Iglesia poseen la sucesión desde los apóstoles y que han conservado la Palabra sin adulterar e incorruptible» (SAN IRENEO, Adversus haereses 4,26,5). Esta es la manera de argumentar de Ireneo, Tertuliano, Hegesipo, Orígenes y, antes que «líos, de Ignacio de ellos, de Ignacio de Antioquía. La historia de la exégesis muestra que todas las herejías se han amparado en alguna expresión bíblica desencarnada de su contexto vital. De ahí que incluso para penetrar en el legítimo sentido de la Sagrada Escritura haya siempre recurrido la Iglesia a la tradición viva, como órgano que transmite, defiende y precisa el verdadero sentido de la Palabra de Dios escrita. Ya San Ignacio de Antioquía tropezó con algunos que oponían la Escritura a la Tradición. A éstos responde Ignacio con la misma Escritura. Pero en última instancia recurre a la vida de la Iglesia como norma suprema que interpreta el verdadero sentido de la Escritura. San Ireneo es aún más claro: «Y en el caso —dice—de que los apóstoles no nos hubieran dejado las Escrituras, ¿no tendríamos que seguir el orden de la tradición que ellos entregaron a los mismos a ‘quienes entregaron las Iglesias? (Adversus haereses 3,4,1). Pero San Agustín es mucho más radical: «Yo no creería en el Evangelio si no me impeliera a ello la autoridad de la Iglesia» (Contra epistolam Manichaei I 5,6: ML 42,176). La razón la explica muy bien San Ireneo usando una comparación muy sugestiva: la de los centones. Los centones consistían en un juego que tomaba un trozo literario o las piezas de un mosaico, y con las mismas, diversamente colocadas, se obtenía un sentido o una figura distinta del original. Esto es lo que hacen los herejes. Por eso, Ireneo advierte a los fíeles que «han de leerse las Escrituras bajo la tutela de los presbíteros de la Iglesia, en quienes se halla la doctrina apostólica» (Adversus haereses 4,32,1). Así educado en el seno de la Iglesia, «posee el canon inflexible de la verdad, que ha recibido mediante el bautismo, y reconocerá perfectamente los términos, las expresiones y las parábolas que se hayan tomado de las Escrituras; pero no reconocerá el asunto blasfemo que han tratado (los herejes). Reconocerá las piedras, pero no tomará el zorro por el retrato del rey; al contrario, colocará cada texto en su rango correspondiente y lo adaptará al asunto de la verdad, y así podrá desenmascarar la ficción y mostrará su inconsistencia» (Adversus haereses 1,1,15; 2,40,1). Es decir, el mensaje cristiano ha sido entregado por Cristo al magisterio de los apóstoles y de sus sucesores. Y, aunque es cierto que por inspiración divina lo fijaron pronto los autores inspirados en los evangelios y en los demás escritos del Nuevo Testamento, estos escritos no pueden entenderse sino dentro de la fe de la Iglesia, en la que han nacido. Este es un principio de hermenéutica tan sensato y natural, aun desde el punto de vista histórico, que nadie podrá escandalizarse de la dureza con la que lo expresa San Agustín: «Yo no creería en el Evangelio si no me impeliera a ello la autoridad de la Iglesia». Tertuliano, por su parte, no se queda atrás cuando afirma que la Escritura sola, aislada del contexto de la tradición de la Iglesia, sirve para destrozar el estómago y dar quebraderos de cabeza» (De praescriptione haereticorum 16,3).

3.- Lo característico de la credibilidad del Magisterio.—Por encima de la credibilidad del Magisterio fundada en razones de tipo histórico, o humano o psicológico, hay otras razones decisivas que sólo pueden ser apreciadas a la luz de la fe. El concilio Vaticano II las indica en el párrafo que estamos comentando. Pero el concilio se dirige a los fieles católicos. Por tanto, son razones que se toman o se dejan. Pero, si se dejan, hay que ser sinceros: ya no estamos entre católicos. Las palabras del concilio son sobrias y breves: «Los obispos, en su calidad de sucesores de los apóstoles, recibieron del Señor, a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura… Para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió a sus apóstoles el Espíritu Santo…; (Lumen gentium 24).

Sin pretender desarrollar teológicamente los fundamentos bíblicos en los que se funda la credibilidad del Magisterio, indica el concilio en el texto aludido tres razones que no son nada despreciables:


La primera se funda en la misión: «recibieron del Señor la misión de enseñar a todas las gentes». Ya hemos visto anteriormente cómo el Magisterio de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos, radica fundamentalmente en la misión de Cristo. El apóstol es un delegado del maestro, un embajador, un saliah o legado que lo representa con plenos poderes: «El saliah de un hombre es como él mismo», se dice en el Talmud (STRACK-BlLLERBECK, en su Comentario al N.T. a base del Talmud, III {Munich 1928] 2). Por eso Cristo podía decir: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí; y el que a mí me recibe, recibe al que me envió» (Mt 10,40; cf. Lc 10,16; Jn .13,20). El apóstol no se arroga una función de enviado por su propia voluntad, sino por «un mandato regio de Dios nuestro Salvador y de Jesucristo, nuestra esperanza» (1 Tim 1,1). Esto exige, naturalmente, de parte del apóstol, una responsabilidad muy seria en la transmisión fiel de la doctrina del maestro. Pero exige también, por parte de Cristo, una vigilancia para que la enseñanza del apóstol no se aparte de la doctrina original. La autoridad de Cristo está comprometida en la gestión del apóstol como embajador y saliah suyo. 

La segunda razón es la promesa expresa de esa vigilancia por parte de Cristo. En efecto, en el texto de San Mateo al que hace alusión el Vaticano II, después de haber confiado Cristo a los apóstoles la misión universal, invoca su poder absoluto en el cielo y en la tierra, y les promete su presencia eficaz para el desempeño de su ministerio: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos». La fórmula yo estaré contigo se usa unas cien veces en el Antiguo Testamento, cuando Dios impone una misión difícil, para indicar una ayuda divina eficaz con la cual se llevará adelante la misión a pesar de las dificultades inherentes a ella (cf. El artículo Dominus tecum de Holsmeister en Verbum Domini 23(1943] 232-237; 252-262). Con esto está dicho que los discípulos pueden mirar con optimismo su difícil empresa de predicar fielmente el Evangelio del Maestro; porque no sólo cuentan con su buena voluntad y su sentido de responsabilidad, sino con la ayuda del que tiene todo poder en el cielo y en la tierra, que estará junto a ellos para siempre.
Todavía hay más. Porque la ayuda eficaz de Cristo no sólo viene demandada por la fórmula bíblica que hemos indicado, sino por la obligación tan absoluta que Cristo impone a los hombres de creer en el testimonio de los apóstoles. Jesús es exigente. Jesús es terrible. Los hombres tienen que creer en él porque fuera de él no hay salvación posible. Pero el único acceso para llegar a él es el testimonio de los apóstoles y de sus sucesores; y los hombres tienen que creer a través de ese testimonio, jugándose nada menos que su salvación si no lo aceptan. Es evidente que sería indigno de Dios condenar a los hombres que no se fiaran de ese testimonio sin ofrecer las garantías de que es absolutamente de fiar. Por eso es él mismo el que está comprometido en garantizar la incorruptibilidad de su mensaje a través de sus enviados. 

Hay una tercera razón de la credibilidad del Magisterio de la Iglesia que indica el texto citado del Vaticano II: «Para el desempeño de su misión, Cristo Señor prometió a sus apóstoles el Espíritu Santo».
De los varios testimonios evangélicos que encontramos en San Juan, baste uno: «Yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado que esté siempre con vosotros: el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo conocéis, porque está junto a vosotros y estará en vosotros… El Abogado, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, él os enseñará todo esto y os recordará cuanto os he dicho» (Jn 14,16-17).
San Juan tiene presente aquí el trasfondo tan característico en él: la lucha entre el mundo y Jesús. Jesús ha dado a conocer a los discípulos cuanto ha oído de su Padre (Jn 15,15), para que ellos, a su vez, lo transmitan a los hombres. Ahora van a quedar huérfanos de Cristo, y es natural que sientan miedo, porque la dificultad de la empresa está por encima de sus posibilidades. Esta es la actitud que se refleja también en los profetas ante una misión de Dios. A esta pusilanimidad responde Dios con la promesa de su ayuda eficaz bajo la fórmula: «Yo estaré contigo», que encontramos en Mateo.
Juan, por su parte, expresa la misma idea bajo otra modalidad: el Padre les enviará en nombre de Cristo un Abogado, el Espíritu de verdad, que permanecerá con ellos; más aún, estará dentro de ellos para siempre. Se trata de un Abogado defensor; esto es lo que significa «paráclito». San Juan aplica este término una vez a Cristo, que nos defiende ante el Padre (1 Jn 2,1). Pero de ordinario lo aplica al Espíritu Santo; y no precisamente vuelto al Padre para interceder por los discípulos, sino vuelto a los discípulos para aconsejarles, iluminarlos, defenderlos en su fe contra el mundo, enemigo de Jesús.
Por eso, los discípulos no tendrán que temer, porque les acompañará por siempre el Espíritu de Jesús, Espíritu de verdad, que les enseñará y les recordará todo cuanto han oído de Jesús. Se trata, pues, de un Abogado defensor para sostenerlos en la verdad evangélica. No se trata de nuevas doctrinas, porque ese Espíritu es el mismo Espíritu de Cristo, que envía el Padre en el nombre del Hijo. Como Jesús ha venido a dar testimonio de Dios-Padre, el Espíritu vendrá a dar testimonio del Hijo de Dios. Un testimonio permanente e interior que atestigua la verdad de Cristo.
No se trata, pues, de una enseñanza nueva, sino de la misma enseñanza de Cristo, cuyo sentido profundo y cuyas consecuencias serán conocidas bajo la iluminación del Espíritu Santo. Y esto de tal manera, que la acción del Espíritu no quedará limitada a la vida de los apóstoles, puesto que permanecerá con los discípulos «para siempre».
Para San Juan es impensable que la Iglesia, regida por los apóstoles y sus sucesores «hasta la consumación de los siglos», pueda disociarse o apartarse de la doctrina de Cristo. No podría pensarse fracaso mayor de la presencia «eficaz» de Cristo y de su Espíritu de verdad, prometido tan solemnemente por Jesús.
Y esta garantía sobrenatural de la fidelidad sustancial del Magisterio es tan grande, que puede por ella hablarse con razón de «infalibilidad». Pero este problema hemos de tratarlo más adelante.


d)    Fin del Magisterio eclesiástico

En el texto del Vaticano II que estamos comentando, se dice: «Los obispos…recibieron del Señor…la misión de…predicar el Evangelio…a fin de que todos los hombres logren la salvación por medio de la fe».
Con estas palabras se está indicando el fin último del Magisterio, que es la salvación, y el fin próximo, que es la siembra de la fe.

1.- El fin último.—La Iglesia está definida en el Vaticano II como sacramento universal de salvación. Toda entera es como un sacramento, porque su única razón de ser es servir a Cristo, único Salvador de los hombres, de instrumento salvífico. Todo cuanto en ella hay, sacramentos, ministerios, carismas, organizaciones puramente humanas o administrativas, derecho canónico, penas eclesiásticas, etc., no tiene otra razón de ser sino unir a los hombres con Dios, haciéndolos hijos suyos, para que vivan en el mundo una vida de hijos y alcancen una eternidad feliz. Esta es la salvación que Cristo ha venido a traer al mundo. Por eso es la Iglesia no sólo instrumento o sacramento de salvación transcendente, sino que también es o sacramento de salvación transcendente, sino que también es instrumento o sacramento de la unidad del género humano. La salvación tiene en la Biblia dos vertientes: una vertical y primaria, por la que al insertarse el hombre en Cristo queda hecho hijo de Dios; otra horizontal y derivada, como consecuencia, de la primera, por la que todos los hombres quedan unidos entre sí con unos nuevos lazos de hermandad. Cristo es el corazón del mundo, en el que se dan cita esas dos coordenadas. En él encuentra la humanidad a Dios y por eso se salva para la eternidad; pero en él se encuentra la humanidad a sí misma, unida con lazos superiores a la unidad de la especie. Y por eso comienza a salvarse ya en el tiempo.
El fin último de toda la estructura eclesial es servir de instrumento para la realización de estos planes salvíficos de Dios. Es decir, hacer a los hombres hijos de Dios; y con esto les da una nueva dimensión de hermanos entre sí, con lo que tiende a curar las heridas que han convertido al tiempo en un semillero de odios, de luchas, de injusticias, de desórdenes, de avaricias.

2.- El fin específico del Magisterio. —Es cierto que estamos lejos, muy lejos de todo esto. Porque para ello se necesita tener y vivir plenamente la fe. Y éste es precisamente el fin específico del Magisterio de la Iglesia: sembrar y defender la fe. El Vaticano II enmarca la institución del Magisterio con estas palabras: «a fin de que los hombres logren la salvación por medio de la fe». Ahora bien, la fe es la entrega a la Palabra de Dios con todas sus consecuencias existenciales y vivenciales. La fe no es el producto de una especulación propia (eso sería filosofía), sino la aceptación de unos conceptos que comprometen mi vida y que me vienen transmitidos en la Iglesia a través de la predicación apostólica y de los sucesores de los apóstoles. Los hombres llegan a la fe por la predicación de los apóstoles y de sus sucesores (Jn 17,20), es decir, por el Magisterio de la Iglesia. Se comprende, pues, que el concilio de Trento afirme que la primera función del obispo es la de la predicación de la Palabra de Dios (ses.5 can.2 n.9; ses.24 can.4), y el Vaticano II destaque la predicación del Evangelio entre las principales funciones de los obispos (Lumen gentium 25). Como sucesores de los apóstoles, los obispos son los pregoneros natos de la fe, a quienes incumbe primariamente el deber de anunciar el Evangelio a los no creyentes y de explicar esa misma fe a los fieles, de forma que esa fe regule su vida y despliegue todas las virtualidades de que es capaz. Por la misma razón tienen la obligación de vigilar incansablemente por que se conserve la pureza de la fe y se manifieste en la vida de los fieles. Deben combatir con denuedo los errores que la amenacen (2 Tim 4,1-4).
De aquí se sigue que «los fíeles tienen el deber de aceptar la doctrina de su obispo en cuestiones de fe y costumbres, propuesta en nombre de Cristo, y adherirse a ella con religiosa sumisión de voluntad y entendimiento» (Lumen gentium 25).
El concilio distingue muy bien entre los obispos en general y el obispo propio. A todos los obispos les deben los fíeles veneración y respeto, como testigos de la verdad evangélica. Pero al propio obispo le deben además obediencia. Es claro que un obispo «tomado individualmente no goza de la prerrogativa de obispo «tomado individualmente no goza de la prerrogativa ue posiciones disciplinares; pero aun en el caso de tener opiniones divergentes, ningún cristiano responsable puede eximirse de la colaboración leal y sincera con la autoridad competente, ni de la obediencia y humildad cristiana, ni de la caridad para con los hermanos, a los cuales no es lícito meter temerariamente en inextricables conflictos de conciencia.



III.  LA INFALIBILIDAD DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO


La cuestión de la infalibilidad del Magisterio de la Iglesia no tiene sentido sino como una garantía sobrenatural de que la enseñanza de Cristo se transmitirá siempre en la Iglesia sin adulteraciones que lo falseen sustancialmente.
No se trata, pues, de mitificar el Magisterio, ni apostólico ni eclesiástico, atribuyéndole una cualidad que sólo pertenece a Dios: sólo Dios es infalible. Tampoco se trata de excusar al Magisterio de todo trabajo de investigación, de consulta, de reflexión, de tanteos, incluso de fracasos. Lo único que sabemos es que, cuando se dan las debidas condiciones, la Iglesia cuenta con una asistencia de Dios que garantiza absoluta e infaliblemente la identidad del mensaje que ella propone con el mensaje evangélico.

a)    Infalibilidad de la Iglesia universal

Esta permanencia inalterada de la fe de la Iglesia está atestiguada en el Nuevo Testamento de varias maneras.

1.- Primero, por la indefectibilidad de la Iglesia. En todo el Nuevo Testamento no se prevé otro final de la Iglesia sino el advenimiento del reino escatológico o trascendente. Mientras dure el mundo presente, durará la Iglesia. El mandato misionero (Mt 28,18ss) que los apóstoles tienen que llevar a cabo, se extiende a todos los hombres de todos los tiempos. Mientras haya hombres y mientras exista el tiempo, la Iglesia tendrá una tarea que cumplir en el mundo, y para ello cuenta con la presencia eficaz de Cristo hasta el final de los tiempos.
Naturalmente, este mandato misionero, unido a la promesa de la permanencia eficaz del Resucitado, hace impensable cualquier alteración sustancial en la fe de la Iglesia. Porque, si la fe se alterara, ya no tendríamos la Iglesia de Cristo, sino otra cosa. La Iglesia habría dejado de existir como tal Iglesia. No son las fuerzas humanas, ni la honradez de los hombres de Iglesia, ni la ciencia de los obispos lo que da la certeza absoluta de la indefectibilidad de la Iglesia: es la promesa de aquel a quien se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18).

2.- Segundo, por la promesa del Espíritu de verdad (Jn 14, 16; 16,13). Como la presencia de Cristo se anuncia irrevocable hasta el final de los tiempos, así también la presencia del Espíritu de Cristo acompañará a los discípulos para siempre.
La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Y no deja de ser curioso que San Lucas, que ha trazado la historia del ministerio público de Jesús subrayando fuertemente la bajada del Espíritu Santo en el bautismo del Señor y la permanencia eficaz y dinámica en él (cf. Le 3,22; 4,1), traza también la historia de la Iglesia primitiva, arrancando de Pentecostés, con la bajada del Espíritu Santo. Pentecostés determina para siempre la vida de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Sería absurdo pensar que en algún momento pudiera abandonar el Espíritu Santo a Cristo. No sería menos absurdo suponer que, ni siquiera por un instante, pudiera abandonar el Espíritu de Cristo a su Cuerpo, que es la Iglesia.
Ahora bien, el Espíritu Santo, que habita en la Iglesia y que permanecerá en ella para siempre, es el Espíritu de verdad, el Espíritu del Hijo, que es camino, verdad y vida. Es un Espíritu activo que conduce a la verdad completa (Jn 16,13); que enseña a los discípulos (Jn 14,26); que habla en ellos ante los tribunales (Mt 10,10; Le 12,2); que les impele a hablar ante el pueblo (Act 2,4; 19,6); que da testimonio de Jesús (1 Jn 4,2; 5,5.6); que impele a los discípulos a predicar a Jesús (Act 8,39).
Si la Iglesia no transmitiera con fidelidad el misterio de Cristo, no sería más que un mito ridículo. La permanencia eterna del Espíritu de verdad habría que relegarla a un vago deseo ineficaz de Cristo; y Cristo no sería otra cosa sino un soñador más de la historia.
Por el contrario, el Nuevo Testamento no imagina la posibilidad de un divorcio entre el Espíritu de Cristo, que es el Espíritu de verdad, y la Iglesia universal. El poder de Cristo y la fuerza del Espíritu Santo se han empeñado en permanecer en la Iglesia y guiarla hasta el final de los tiempos. Por consiguiente, la Iglesia universal cuenta con una garantía absoluta de permanecer unida al Espíritu de verdad. Esta garantía, que le viene de Cristo y no de sí misma, es lo que llamamos infalibilidad. No hay por qué asustarse del término, como si este término incluyera un eclesiocentrismo que en realidad no incluye.
Ni incluye tampoco una pasividad confiada y perezosa que descuide todo esfuerzo humano por la búsqueda de la verdad, en una penitencia y renovación constante del espíritu evangélico. Cualquier cristiano, cualquier porción de la Iglesia puede zozobrar en la fe y en la fidelidad a Jesús. De ahí que la promesa de Cristo no pueda servir de adormidera para nadie. Porque, si es verdad que la Iglesia en su conjunto es infalible, no ocurre lo mismo con las localizaciones o parcelas de esta Iglesia, rondada por seductores, asaltada por enemigos atraída por las tentaciones de este mundo.
Sería muy prolijo examinar los otros numerosos pasajes en los que el Nuevo Testamento atestigua la indefectibilidad de la Iglesia. Ello excede los límites de este cuaderno, pero nos remitimos a la extensa obra que publicamos en BAC: La Iglesia de la Palabra (Madrid 1972). Baste con lo dicho para comprender con cuánta razón el concilio Vaticano II afirma: «La totalidad de los fíeles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20.27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando, ‘desde los obispos hasta los últimos fieles laicos’, presta su consentimiento universal en cosas de fe y costumbres» (Lumen gentium 12).
Muchos de los dogmas de fe que la Iglesia profesa desde sus orígenes, han tenido su expresión en primitivos símbolos o credos nacidos en Iglesias particulares y aceptados pronto en la Iglesia universal, porque ésa era la fe común de la totalidad.


b)    Infalibilidad del episcopado universal

La constitución Lumen gentium, recogiendo el sentir de toda la tradición católica, afirma que, cuando los obispos dispersos por el mundo, unidos entre sí y con el sucesor de Pedro, «concuerdan en una sentencia como definitivamente obligatoria en la enseñanza auténtica sobre las cosas de fe y costumbres, entonces proponen de manera infalible la doctrina de Cristo» (n.25).
Y añade en el mismo número de la constitución: «Pero esto (la infalibilidad del episcopado) se ve todavía más claramente cuando, reunidos en concilio ecuménico, son los maestros y jueces de la fe y de la conducta para la Iglesia universal».
Finalmente, repite la definición solemne del Vaticano I sobre la infalibilidad personal del papa: «Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, cabeza del Colegio episcopal, en razón de su oficio, cuando proclama como definitiva la doctrina de fe o de conducta en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fíeles, a quienes ha de confirmar en la fe (cf. Lc 22,32). Por lo cual, se dice que sus definiciones, por sí y no por el consentimiento de la Iglesia, son irreformables» (n.25).
Como se ve, el concilio proclama la infalibilidad del episcopado, a tres niveles: 1) el episcopado universal disperso por el mundo y en comunión entre sí y con el Romano Pontífice; 2) el episcopado reunido en concilio ecuménico; 3) el Romano Pontífice en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fíeles.
Esta es la doctrina de la Iglesia católica; pero nadie piense que con ello se pretende mitificar la autoridad del episcopado o la del papa, atribuyéndole una prerrogativa que sólo pertenece a Dios. Nada de eso. La infalibilidad no es una cualidad inherente al hombre, sino la seguridad absoluta, fundada en la asistencia o vigilancia divinas, de que la Iglesia no se desviará nunca de la fe cristiana transmitida por los apóstoles. No hay más que una infalibilidad: la infalibilidad de la Iglesia. Y porque la Iglesia entera no puede errar en la fe, por eso el episcopado es infalible en esos tres niveles, siempre que se reúnan las condiciones que exige el concilio. Veámoslo:

1.- Tengamos en cuenta que la Iglesia no es una mera sociedad humana, sino un organismo vivo que vive de la fe como respuesta a la Palabra revelada. Recordemos que los obispos, como sucesores de los apóstoles, son los maestros auténticos de la fe; son los transmisores de la Palabra revelada de Cristo, en quienes los fíeles reconocen justamente la autoridad venida del Señor y cuyo testimonio han de aceptar, so pena de condenación: «el que no crea será condenado» (Me 16,16). Fiados en esa autoridad, los fíeles aceptan su doctrina. Es evidente que, si el conjunto de los obispos con el Papa se equivocaran en la fe, el Magisterio que Cristo garantizó como órgano de transmisión auténtico de su Palabra se habría convertido en el arma más eficaz para la destrucción de la Iglesia. Ya no serían las fuerzas del infierno las que amenazarían con destruir a la Iglesia (cf. Mt 16,18), sino que serían los mismos órganos previstos por Cristo para defenderla los que habrían colaborado a su destrucción. Eso sería absurdo.

2.- Pero, además, creemos que los pasajes evangélicos analizados anteriormente, en los que se contenía la institución del Magisterio de los apóstoles y de sus sucesores, indican con suficiente claridad que ese Magisterio es infalible, o lo que es lo mismo, que ha de transmitir fielmente la doctrina de Cristo hasta el final de los tiempos. De lo contrario, ¿qué valor tendría la promesa de una presencia eficaz de Cristo para transmitir el Evangelio hasta el final de los tiempos? (cf. Mt 28,20). ¿Qué significaría la presencia en ellos del Espíritu de verdad? (cf. Jn 14,17; 16,13). ¿Con qué derecho podría Jesús exigir bajo pena de condenación eterna que los hombres crean en el testimonio de los apóstoles y de sus sucesores? Sería incomprensible exigir una fe absoluta —eso es creer—, sin proporcionar al mismo tiempo una garantía absoluta —eso es la infalibilidad—, de que ellos transmiten fielmente el mensaje de y Cristo. Parece evidente que, al exigir Cristo una fe en su palabra, mediante la palabra de los apóstoles y de sus sucesores, “ no puede consentir la posible disociación entre su propio testimonio y el testimonio de los apóstoles o de sus sucesores.

c)     Condiciones indispensables de la infalibilidad

Para que el Magisterio episcopal sea infalible en cualquiera de los tres niveles: obispos dispersos por el mundo, obispos reunidos en concilio ecuménico, obispo de Roma, se necesitan tres condiciones indispensables.

1.- La primera condición es que el Magisterio opere sobre su objeto propio, es decir, que se trate de cosas de fe y costumbres. De lo contrario, no se trata de Magisterio eclesiástico. Cualquier obispo, cualquier papa podrá hablar de otras materias: economía, finanzas, física, astronomía, pero en esas materias no puede hablar como tal obispo. Su juicio valdrá lo que valga su ciencia en tales materias; pero no es Magisterio eclesiástico.
¿Y qué se quiere decir con la fórmula «fe y costumbres», o «fe y conducta», para designar el objeto propio del Magisterio eclesiástico? Evidentemente significa las verdades reveladas que exigen la respuesta de la fe. Estas son aquellas que Cristo entregó directamente a los apóstoles para que las predicaran a todo el mundo: el Evangelio. Por consiguiente, estas verdades entran dentro de la fórmula «de fe y conducta» como objeto propio y primario del Magisterio. Y esto es una verdad de fe.
Sin embargo, aunque no esté aún definido por la Iglesia, pertenecen al objeto propio del Magisterio (objeto secundario) otra serie de verdades no reveladas en sí mismas, pero de tal manera unidas con la revelación que dependen lógica y necesariamente de ella. Por ejemplo: no está revelado que San Francisco de Asís haya seguido un camino evangélico. Pero, si el Magisterio del papa lo propone solemnemente a la Iglesia universal como modelo de vida cristiana (canonización de los santos), ese Magisterio es infalible, porque, de lo contrario, podría extraviar a toda la Iglesia proponiéndole como evangélico lo que no lo es. Dígase lo mismo de otras verdades especulativas o filosóficas.

2.- La segunda condición es la universalidad de la enseñanza. En efecto, la promesa de indefectibilidad y, por consiguiente, de infalibilidad en la fe, está hecha a la Iglesia universal. Una célula del organismo eclesial, un miembro, una diócesis, un obispo, puede abandonar o extraviarse en la fe: puede morir. La promesa de indefectibilidad no está hecha a ninguna porción particular de la Iglesia, o a los individuos, sino a la Iglesia universal. Y la historia muestra, desgraciadamente, multitud de defecciones.
Por tanto, para que la enseñanza del episcopado sea infalible, hace falta que, además de versar sobre su objeto propio, sea universal. Lo cual puede ocurrir de tres maneras: a) cuando el episcopado universal en sus respectivas diócesis coincide entre sí y con el Romano Pontífice. Esta forma es la normal u ordinaria (de ahí que se llame Magisterio ordinario); pero es más difícil de constatar la unanimidad, b) La segunda es extraordinaria, porque no es frecuente. Y es cuando los obispos se reúnen en concilio universal. Entonces se ve más fácilmente la unanimidad de la enseñanza episcopal en toda la Iglesia, c) La tercera forma de enseñanza universal se da cuando el papa, que tiene jurisdicción universal, ordinaria y episcopal en toda la Iglesia y en cada una de las diócesis, se dirige como pastor y maestro a la Iglesia universal. No cuando habla a sus diocesanos, o cuando se dirige a los peregrinos, etcétera, sino cuando enseña a toda la Iglesia, v.gr., en las encíclicas, en las definiciones dogmáticas.

3.- La tercera condición indispensable para la infalibilidad es la imposición de la doctrina como definitiva. Las dos condiciones anteriores, tanto en el Magisterio universal ordinario (la totalidad al menos moral de los obispos en sus propias diócesis, las encíclicas de los papas), como extraordinario (concilios), no bastan para que esos actos del Magisterio eclesiástico se consideren infalibles. Hace falta la principal: que la doctrina se imponga definitiva y perentoriamente como revelada, en cuyo caso es un dogma de fe (verdad revelada y definida infaliblemente como revelada). Si se trata de una verdad no revelada, pero intrínseca y necesariamente conexa con la revelación (objeto secundario), la Iglesia puede definirla infaliblemente, pero no como dogma de fe, por no tratarse de una verdad revelada en sí misma.
Resumiendo: para que un acto del Magisterio eclesiástico, bien sea ordinario, bien sea extraordinario, sea infalible, hace falta: 1) que verse sobre «materia de fe y conducta», es decir, sobre verdades reveladas o intrínseca y necesariamente conexas con ellas; 2) que sea universal y afecte, por tanto, a la Iglesia entera; 3) que sea definitivo.
Estas tres condiciones pueden darse lo mismo en el Magisterio ordinario (obispos dispersos por el mundo en comunión con el Romano Pontífice; predicación universal de la Iglesia, etcétera), como en el Magisterio extraordinario (concilio ecuménico, definiciones solemnes del Romano Pontífice). Pero pueden igualmente faltar en el Magisterio extraordinario. Por consiguiente, puede haber casos en los que el Magisterio ordinario sea infalible y, en cambio, el Magisterio solemne no lo sea. No hay, pues, que confundir Magisterio ordinario con Magisterio falible, ni Magisterio extraordinario con infalible. De hecho, gran parte de los dogmas de fe que creemos, nos han venido por la enseñanza común y universal del Magisterio ordinario de los obispos, por los símbolos o credos que se conservan desde los tiempos más remotos. En cambio, el Magisterio solemne del concilio Vaticano II, aunque enseñaba materias de fe y costumbres (si no, no sería Magisterio eclesiástico), y su enseñanza obligaba a toda la Iglesia, no es infalible, sencilla y llanamente, porque no tuvo voluntad de definir: le faltaba la última condición, la voluntad de imponer definitivamente la doctrina.
De ahí que la universalidad de la enseñanza universal es más difícil de constatar cuando se trata del Magisterio ordinario y más fácil de ver en un concilio ecuménico, o en un documento papal, en el que se dirige y enseña a toda la Iglesia.
En cuanto a la tercera condición, o sea, la imposición definitiva de la doctrina, tiene que constar positivamente. El Vaticano II (n.25) indica tres modos para conocer esta voluntad de definir: 1) la índole del documento: una definición dogmática, como la de la Inmaculada Concepción (Pío IX), la Asunción (Pío XII); 2) por la insistencia con que se repite una misma doctrina; 3) por las fórmulas empleadas: definimos, declaramos ser dogma revelado, confesamos según el testimonio de la Sagrada Escritura, creemos, etc.



IV. ALGUNAS PRECISIONES

Hagamos, para terminar, algunas precisiones que estimamos útiles:

a)    Cualquier obispo legítimo, en comunión con el Romano Pontífice, es maestro auténtico de la fe, cuya enseñanza deben aceptar los fieles con religiosa sumisión de espíritu (Lumen gentium 25).
b)    Esta misma religiosa sumisión se debe a las enseñanzas universales del papa, aunque no sean infalibles: encíclicas (n.25); dígase lo mismo de las enseñanzas de un concilio, como el Vaticano II, que no intentara definir nada nuevo. Estas enseñanzas auténticas, universales no infalibles, se califican como doctrina católica, que es, como decimos, de suyo obligatoria.
c)     Si la enseñanza universal del papa o del episcopado se impone como definitiva, entonces es infalible. Pero como quiera que puede definirse infaliblemente tanto lo que está revelado como lo que está intrínseca y lógicamente conexo con lo revelado, en el caso en que se defina como revelado tenemos un dogma de fe, o con otra expresión usual: de fe divina y católica. En el caso en que se defina simplemente, no consta que sea dogma de fe, pero hay que aceptarlo con plena y sincera sumisión como infalible, y es una doctrina que en el lenguaje teológico usual se llama de fe católica.
d)    ¿Qué decir de las conferencias episcopales? 1) Lo menos que puede decirse es que, si todos los fieles deben veneración y respeto a cualquier obispo, con más razón la deben a las decisiones y doctrinas expresadas por las conferencias episcopales. 2) Pero las conferencias episcopales no tienen autoridad estrictamente colegial, a no ser qut les sean otorgados poderes plenos por el Papa o por el concilio. Por consiguiente, la obligatoriedad de sus decisiones sólo puede venir a los fíeles a través del propio obispo, o a través de la autoridad superior, como es la Santa Sede. Sus decisiones doctrinales serían vinculantes para todos, sólo en el caso en que la respuesta de la Santa Sede, a la que hay que hacer una notificación, viniera en términos realmente vinculantes.







BIBLIOGRAFÍA

J. COLLANTES, La Iglesia de la Palabra (BAC, Madrid 1972), 2 tomos. Se trata ampliamente el tema del Magisterio en los c.l 1.18.19.20.21. En el Excursus siguiente se abordan los problemas de las relaciones entre el Magisterio y la ley natural, suscitados con ocasión de la encíclica Humanae vitae.

.-La cara oculta del Vaticano I (BAC Minor, Madrid 1970). Interesante para el estudio de la definición de la infalibilidad pontificia en el Vaticano I.

C. Pozo, El Credo del Pueblo de Dios (BAC Minor, Madrid 1975). Comentario muy bueno, breve, claro y muy documentado.

VARIOS, La infalibilidad de la Iglesia (Barcelona, Estela, 1964).

G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio (Barcelona, Herder, 1968). Comentario muy bueno a la constitución Lumen gentium.

PROFESORES DE LA FACULTAD TEOLÓGICA DE GRANADA, La constitución dogmática sobre la iglesia (Madrid, Apostolado de la Prensa, 1967). Comentario literal, breve y documentado. La presentación es deficiente.