miércoles, 22 de febrero de 2017

La esencia de la oración.(I) Dom Georges Lefebvre.


La esencia de la oración


Dios es amor



El sacrificio de la cruz está en el centro mismo de la fe cristiana. En él Dios nos revela su amor por un acto que es un misterio profundo de humildad.

Es el signo que se nos ha dado y hacia el que tenemos que dirigir la mirada si queremos reconocer a Dios, al verdadero Dios, y distinguir sus rasgos.


Si el hombre se considera a sí mismo con sinceridad, se siente pobre, débil, impotente, cercado por unos límites que le parecen tanto más estrechos, cuanto con mayor lucidez descubre en sí deseos de traspasar esos límites y de superarse.
Superarse, pero ¿cómo?. Se abre ante él un primer camino: el del esfuerzo por crecer, por imponerse; por afirmarse en la voluntad de poder, de dominio sobre sí y sobre los otros. Una ambición, noble quizá, pero viciada por todo lo que hay de orgullo en las raíces profundas de su vitalidad y de su fuerza.
En su grado último, este camino aboca en el pecado de Satanás: complacerse en la propia perfección, tener por única meta esa perfección con entera independencia, que rechaza toda sumisión, sea cual fuere, y todo señor que lo domine. Quiere elevarse sobre los otros y obligarlos a someterse a él. Atribuirse el honor que sólo se debe a Dios.


Si este pecado consiste en la voluntad de usurpación del poder de Dios, es porque la infinita majestad de Dios consiste precisamente en poseer, en propiedad absoluta, como bien inalienable, que nadie puede pretender sin sacrílego orgullo, esa infinita plenitud de perfección, de dignidad y de poder.
Si se nos dice que este Dios se digna esperar de nosotros algo distinto de la sumisión y el respeto y que nos invita a amarle, ¿entendemos estas palabras?. La verdad que expresan, ¿lo es realmente a nuestro juicio?. La intimidad a la que nos llama con tal condescendencia este Dios de grandeza, de poder y de majestad, ¿nos puede parecer verdadera intimidad?. Por muy benévola que sea la mirada que se abaja hasta nosotros, ¿puede ser una mirada de amor?. De bondad, sí; pero, ¿de amor? ¿Se puede amar desde tan lejos?.


Una inmensidad de amor


Si Dios es en verdad un Dios Amor, que nos invita a amarle, es algo distinto del Dios de inmensa majestad, cuya imagen forja nuestro pensamiento con torpes balbuceos. Es infinitamente grande, sí, pero de una grandeza distinta de las nuestras humanas, sueños de ambiciones de poder y de dominio. Distinta de la independencia y del orgullo en que se deleitó Satanás, creyendo imitar a Dios y hacerse semejante a Él.
La grandeza de Dios es infinitamente más rica por la hondura de su misterio, por su insondable plenitud. Porque Dios es amor y su inmensidad es la del amor. No es estéril, como las grandezas humanas, que sólo saben imponerse y que en la severa exigencia del honor que se les debe, se cierran en sí mismas y en la afirmación de su poder.


Es una grandeza infinitamente desprendida, enteramente pura de la tara de orgullo con que está manchada toda humana grandeza. Es una grandeza infinitamente simple, tendríamos que decir —si fuéramos capaces de entrever, aunque de lejos, lo que puede significar esta palabra, aplicándola a Dios— infinitamente humilde.
Es una grandeza infinitamente accesible, infinitamente próxima.


Dios nos ama. Nos ama como Cristo Jesús ama a Pedro, el hombre recto y sincero, y como ama a Juan, el discípulo predilecto, y a Lázaro y a María, y a los niños que encuentra en sus caminos, y a su Madre.
Dios, el Padre que está en los cielos, y que reina por los siglos de los siglos nos ama así: «Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido. Felipe, el que me ha visto a Mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú muéstranos al Padre?»
Dios nos ama. Lo ha dicho claramente a través de la larga enseñanza de la Escritura que condujo a su pueblo desde la primera revelación del Dios ante el que tiembla toda la tierra, hasta la luz plena que nos ha sido dada en Cristo, Dios hecho Hombre por amor a los hombres.
¿Acaso debemos prestar más atención a las especulaciones de los filósofos, a los tímidos vislumbres de verdad que nos proponen, que a la nítida evidencia que, en cada página, nos ofrece el Evangelio?.


Dios nos ama con verdadero amor. Con el más verdadero de todos los amores. Con el único verdadero amor. En él se realizan, con toda verdad, y en toda su plenitud, los rasgos del verdadero amor. Del amor más próximo y más íntimo que todos los amores.
Y esto no sólo por condescender hasta nosotros, sino por una razón más profunda, inscrita, por decirlo así, en la esencia misma de la naturaleza divina, de su riqueza, de su plenitud. Dios nos ama porque es amor. Porque es, por esencia, don, plenitud de don y comunión.
Y para comprender lo que queremos decir al afirmar que Dios es amor, quizá tendríamos que añadir –aunque dando a esta palabra un sentido que desborda nuestros humanos conceptos, como ocurre cada vez que hablamos de Dios— que Dios es humildad.


La humildad del amor


¿Qué es la humildad?. Sí el orgullo es la esencia del egoísmo, que guarda como suyo lo que le pertenece y se cierra así sobre sí mismo, la humildad es, por el contrario, la libertad de disponer de lo propio, de lo que se es, y de ofrecerlo a todos, abierto y disponible. Es la desapropiación de uno mismo, condición primera de la comunión con los otros.
Dios goza con plenitud de esta libertad de darse. Todo cuanto tiene —todo lo que es—, todo lo absoluto de su infinita perfección, lo posee en esta libertad que nada ata. Es la esencia misma de su naturaleza íntima. Esto es lo que queremos expresar cuando decimos que Dios es amor.
No hay que minimizar ni mutilar esta libertad, encerrándola en nuestras falsas ideas de grandeza.


«Él, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres.»

Dios no guarda celosamente su majestad y grandeza —no sería ya suya esa grandeza— y si nos pide que le demos el homenaje que le es debido, es precisamente, reconociendo su grandeza en toda la profundidad que él mismo se dignó revelarnos, en su verdadera plenitud, y, por tanto, en esta infinita simplicidad y libertad de un amor sin límites.
Es un amor hacia el que no se puede progresar sino por el camino de la humildad, liberándonos de las ataduras del egoísmo, de los endurecimientos del orgullo; dejando que las experiencias de nuestra pobreza y de nuestra nada vayan cavando el vacío de la propia negación y desapropiación, que nos abren al amor, al humilde amor.


Bajo el signo de la cruz


Dios vino a nosotros por el camino de la cruz; y por el mismo camino quiere que vayamos a él, en una comprensión cada vez más profunda del misterio de su vida íntima, en la que la humildad y el amor descubren su estrecha unión.
Por el camino de la cruz penetramos en el mismo misterio divino, en donde el gozo de dar es tan inmenso como el de recibir, por que uno y otro son medios para llegar a una misma comunión.
Uno y otro reclaman la misma libertad respecto a la desapropiación, porque si ésta es libertad de dar v de no retener nada como propio, también es libertad de recibir el don de abrirse al don y de vivir de él como de una gracia totalmente gratuita, dejándose penetrar por ella del espíritu de gratuidad y de libre comunión.


Es el único camino que nos permite romper nuestros límites y llegar hasta Dios, no para quitarle algo de su grandeza, sino para comulgar con él en la plenitud de su amor, en el misterio íntimo de Dios, en el que amor y humildad —en su sentido más profundo y divino— se encuentran y unifican.


Vivimos de este amor, habita en nosotros, con más hondura que nuestro mismo corazón. Está lleno del misterio de Dios, es una íntima comunión con Dios, cuyo secreto permanece velado hasta que le contemplemos en la visión del cielo. Vivirlo en fe es vivir una realidad oculta de la que sólo podemos percibir que nos colma, y entrever algo de su insondable plenitud a través de lo absoluto, y todas las delicadezas de nuestra propia negación ante Dios, cuyo precio es él mismo.


Una justicia de amor


Para el filósofo, Dios es trascendente porque es la plenitud del ser: existe por sí en una absoluta independencia. Para el creyente, la trascendencia divina consiste esencialmente en esto: en tanto que el hombre permanece replegado en sí mismo, y sólo puede encerrarse dentro de los estrechos límites del egoísmo, en el infinito divino hay cabida para el desbordamiento del amor; Dios, en sí mismo, se complace infinitamente en el gozo de amar. Este es el secreto de la vida íntima de la Santísima Trinidad.
Nos hallamos ante este misterio: nuestra vocación a una vida sobrenatural nos hace entrar en comunión con este misterio de amor.


Dios es también la justicia infinita. No hay que concebir el amor y la justicia, en él, como dos atributos distintos, yuxtapuestos, limitándose mutuamente y con exigencias distintas que habría que conciliar. Los dos conceptos de amor y de justicia se conjugan en unidad perfecta. No obstante, la noción de justicia es más estrecha que la de amor; expresa un punto de vista más restringido, por lo que está más expuesta a deformar las perspectivas, y a llevarnos a conceptos no del todo exactos: una justicia que sólo fuera justicia no sería la justicia de Dios.

La noción de amor, por el contrario, porque es más amplia, engloba la de justicia, sobrepasándola. Le da un sentido más profundamente verdadero, al situarla en una perspectiva más vasta. Nunca comprenderemos lo que es la justicia de Dios —cómo sobrepasa toda justicia humana— si no comprendemos antes que está implicada en su amor: la justicia de Dios es también su amor.
La justicia es la verdad, es el respeto a la verdad de las cosas. Dios es justo porque respeta la verdad de su amor. No puede otorgarnos el don de comulgar con Él en este misterio sin exigir que nuestra actitud en su presencia sea una actitud de verdad.
En esta perspectiva, muchas cosas, en la vida espiritual, parecerán más sencillas y más claras.


La respuesta de nuestra fe


A este misterio de amor responderíamos en la oración, si tuviéramos conciencia de estar en su presencia, en la presencia no sólo del «amor de Dios», sino del amor que es Dios. El poder de don, de comunión, de irradiación, que es el infinito divino. Todo sería muy sencillo si creyéramos de verdad, en este poder infinitamente operante y en su irradiación en nosotros. Si creyéramos en ello con una fe suficientemente profunda, suficientemente serena para ofuscarse ante ninguna oscuridad. ¿Por qué turbarnos si no sentimos en la oración nada que responda a la actitud de un alma consciente de estar integrada en tan adorable misterio?. Hay que creer en la trascendencia de este misterio; no pensemos que el poder de vida de esta trascendencia puede ser limitado por nuestra impotencia de ser conscientes de ella. Hay que tener fe en este misterio de amor: creer que no depende de lo que alcancemos a entrever de él, pero sí que es toda nuestra esperanza y que siempre está con nosotros.
La fe en este misterio de amor nos abre a su influencia vivificante: nuestra humilde fe, hecha de adoración y de reconocimiento de su infinita plenitud; nuestra humilde fe, consciente de que cuanto más sencilla y serenamente acepte el vacío, el desierto, la oscuridad, dará un testimonio más veraz a la trascendencia del misterio y estará ante él en la verdad.
Esto es lo que debe expresar nuestra oración: humilde adoración ante la infinita plenitud del amor divino; fe en el poder sin límites de este amor que nos ha cogido entre sus manos y que realiza su obra en nosotros; deseo de abrirnos plenamente a este misterio, sin oponerle obstáculo alguno. Actitud de apertura, de gozosa y confiada acogida, la acogida de quien se sabe amado.


Un amor presente en todo


Toda nuestra vida debe ser una respuesta a este amor. Si fuéramos más conscientes de estar en presencia de este misterio, un misterio vivo, personal, alguien cuyo amor a nosotros es infinitamente profundo, delicado, esencialmente misericordioso, cómo nos importaría hacer de toda nuestra vida una respuesta a este amor, la única que espera de nosotros, un acto de fe total en él.
Cuáles serían nuestras reacciones ante los más insignificantes acontecimientos de cada día si nos sintiéramos en presencia de este inmenso misterio de amor, de este amor que es Dios mismo. Si creyéramos en él con auténtica fe, acogeríamos cada momento con un acto de confianza, de una confianza penetrada de respeto y de adoración. Y en consecuencia, cuántos sentimientos no encontrarían ya eco en nosotros. Nos herirían aún sensiblemente, sufriríamos aún, es cierto, pero sin acritud ni amargura. Lo veríamos todo con mirada serena y benévola, lejos de las exageraciones y acometidas del amor propio.
Todo es pequeño, al lado del amor que nos posee, al lado del misterio que nos rodea y penetra nuestra vida.


La única manera de mirar nuestro entorno con verdadera simpatía es creer, con auténtica fe, que todo es algo de lo que el amor de Dios quiere para nosotros, parte del camino por donde nos lleva. En todo está presente y en todo se nos ofrece.
En todo está presente, incluso en las deficiencias de los que nos hieren y en las nuestras también. Además, no hay nuestras y suyas. Sólo existe la pobreza común de una humanidad pecadora, que es nuestra, toda entera. Nuestra propia miseria nos hace partícipes de la miseria humana, todos somos solidarios en ella.
Si claváramos la mirada en el misterio del amor divino, si le reconociéramos obrando en la miseria humana, no la juzgaríamos como ajena al amor y opuesta a él, sino como la pobreza hacia la que se inclina con misericordia y en la que se manifiesta, abarcándola entera: «et misericordia ejus super omnia opera ejus.» Se compadece de ella, baja hasta ella, se revela y se ofrece en ella, y nos pide que en ella le reconozcamos.
Todos somos solidarios en nuestra miseria y en el misterio de amor que en ella se realiza.  
Sencillez de la oración
Dom Georges Lefebvre
NARCEA, S. A. DE EDICIONES 
MADRID