sábado, 21 de enero de 2017

Ramón López Velarde



RAMÓN LÓPEZ VELARDE  (1905 1921) (Jerez de García
Salinas, Zacatecas, 5 de junio de 1888, Ciudad de México, 19 de junio de 1921) murió joven, a los treinta y tres años, pero dejó tras de sí una obra lírica de gran influencia en la poesía mexicana contemporánea. Como apunta José Luis Martínez, el editor de sus Obras, lo encaminaron a la Estigia “dos de esas fuerzas malignas de las ciudades que tanto temiera: el vaticinio de una gitana que le anunció la muerte por asfixia y un paseo nocturno, después del teatro y la cena, en que pretendió oponerse al frío del valle, sin abrigo, porque quería seguir hablando de Montaigne”. Poco después de su muerte, los parientes de López Velarde encontraron, en uno de los bolsillos de su última chaqueta, tres hojas pequeñas repletas de palabras sueltas. Ninguna imagen puede resumir mejor Ia tarea del poeta, que observa, recopila y, poco a poco, va levantando sus palabras, sus rimas, sobre el bastidor de una estrofa, de una tradición, de un aliento espiritual. En esa lista postuma encontramos algunas expresiones que luego aparecerán en “La suave Patria”, el último poema que corrigió, publicado en la revista El Maestro el mismo mes de su fallecimiento.
En vida, tan solo publicó dos obras, ambas de poesía. La sangre devota (1916) y Zozobra (1919), si bien dejó ordenadas otras tantas, una de crónicas, El minutero (1923), y otra de poemas, El son del corazón (1932). Aunque principalmente debe su fama y reconocimiento a la poesía, López Velarde es un magnífico cronista.
Dentro de la historia de la poesía hispanoamericana la figura de López Velarde se presenta como una isla situada en algún lugar entre el Modernismo y la Vanguardia, aunque su poesía nunca renuncia del todo a cierto regusto decimonónico, a caballo entre el Romanticismo y el Realismo. 
Xavier Villaurrutia, compatriota suyo, dice que la poesía de López Velarde es "la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasequibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante las llamadas del erotismo, de la religiosidad y de la muerte." 
 

ROSA MÍSTICA

Del fondo de mi alma oscura
van hasta ti mis dolores
como una sarta de flores
de empobrecida blancura.
Del ensueño a la luz pura,
en capilla de colores,
comulgué con tus amores
en un cáliz de amargura
Al reír mis quince años
de los pesares huraños,
tu amor imposible vino
a traerme la tristeza
del monje que oculto reza
en el claustro capuchino.

La muerte ama con el vago
amor y las ansias puras
con que ama las alburas
de las estrellas, el lago.
Del invierno al frío halago,
en las gavetas oscuras
besan a las sepulturas
las flores del jaramago.
Y con afán imposible
ama la yedra flexible,
en el cálido misterio
de las paredes ruinosas,
las ramazones musgosas
del vetusto monasterio.

Así también, alma mía,
en una muerte profunda,
de mi pasión moribunda,
la yerta melancolía.
Te adoro con la sombría
nostalgia meditabunda
que en el recuerdo se inunda
de tu pasada alegría.
Se consume tu existencia
como el olor de una esencia;
y en el litúrgico llanto,
como responso de muerte,
tan solo puedo quererte
con amor de camposanto.
Conservas, mustios despojos
de la pretérita gracia,
tus palideces de acacia
y el carmín de tus sonrojos.
Fui, al besar tus labios rojos,
claveles de aristocracia,
alumno de la desgracia
en la escuela de tus ojos.
En el dulce misticismo
de un simbólico bautismo
inundaron mi cabeza
tus manos espirituales
con los divinos raudales
de tu inefable tristeza.


ALEJANDRINOS ECLESIÁSTICOS
Tú, Fuensanta, me libras de los lazos del mal;
queman mi boca exangüe de Isaías los carbones;
por ti me dan los cielos profundas contriciones
y el ensueño me otorga su gracia episcopal. 
Para comer las viandas del convite nupcial
en que se han desposado nuestros dos corazones,
tomo el báculo y ciño mis pies y mis riñones
cual se hacía en las fiestas del Cordero Pascual. 

Las llaves con que he abierto tu corazón, mis llaves
sagradas son las mismas de Pedro el Pescador;
y mis alejandrinos, por tristes y por graves,
son como los versículos profetices de un canto,
y hasta las doce horas de mis días de amor
serán los doce frutos del Espíritu Santo.
c. 1910



LA SANGRE DEVOTA (1916)

EN EL REINADO DE LA PRIMAVERA
A Josefa de los Ríos
(17 de marzo de 1880-7 de mayo de 1917) 

Amada, es Primavera.
Fuensanta, es que florece
la eclesiástica unción de la cuaresma.

Hay un alivio dulce
en las almas enfermas,
porque abril con sus auras les va dando
la sensación de la convalecencia.

Se viste el cielo del mejor azul
y de rosas la tierra,
y yo me visto con tu amor… ¡Oh gloria
de estar enamorado, enamorado,
ebrio de amor a ti, novia perpetua,
enloquecidamente enamorado,
como quince años, cual pasión primera!

Y con la dicha de palomas que huyen
del convento en que estaban prisioneras
y se van lejos, bajo la promesa
azul del firmamento
y sobre la florida de la tierra,
así vuelan a verte en otros climas
—¡oh santa, oh amadísima, oh enferma!—
estos versos de infancia que brotaron
bajo el imperio de la Primavera.



VIAJE AL TERRUÑO
A Enrique Fernández Ledesma

INVITACIÓN

De tu magnífico traje
recogeré la basquiña
cuando te llegues, oh niña,
al estribo del carruaje.
Esperando para el viaje
la tarde tiene desmayos
y de sus últimos rayos
la luz mortecina ondea
en la lujosa librea
de los corteses lacayos.

No temas: por los senderos
polvosos y desolados,
te velarán mis cuidados,
galantes palafreneros.
Y cuando con mil luceros
en opulento derroche
se venga encima la noche,
obsequiará tus oídos
con sus monótonos ruidos
la serenata del coche.

EN CAMINO

Al fin te ve mi fortuna
ir, a mi abrigo amoroso,
al buen terruño oloroso
en que se meció tu cuna.
Los fulgores de la luna,
desteñidos oropeles,
se cuajan en tus broqueles,
y van por la senda larga,
orgullosos de su carga,
los incansables corceles.

De la noche en el arcano
llega al éxtasis la mente
si beso devotamente
los pétalos de tu mano.
En la blancura del llano
una fantasía rara
las lagunas comparara,
azuladas y tranquilas,
con tus azules pupilas
en la nieve de tu cara.

La aurora su lumbre viva
manda al cárdeno celaje
y al empolvado carruaje
un rayo de luz furtiva.
Surge la ciudad nativa:
en sus lindes, un bohío
parece ver que del río
el cristal rompen las ruedas,
y entre mudas alamedas
se recata el caserío.

Como níveo relicario
que ocultan los naranjales,
del coche por los cristales,
¿no distingues el Santuario?
Del esbelto campanario
salen y rayan los cielos
las palomas con sus vuelos,
cual si las torres, mi vida,
te dieran la bienvenida
agitando sus pañuelos.

LLEGADA

Por las tapias la verdura
del jazmín cuelga a la calle,
y respira todo el valle
melancólica ternura.
Aromarán la frescura
de tus carrillos sedeños
los jardines lugareños,
y en las azules mañanas
llegarán a tus ventanas,
en enjambre, los ensueños.

Escucharás, amor mío,
girando en eterna danza,
la interminable romanza
de las hojas… Y en el frío
mes de diciembre sombrío,
en el patriarcal sosiego
del hogar, mi dulce ruego
ha de loar tu belleza
cabe la muda tristeza
del caserón solariego.

Esparcirán sus olores
las pudibundas violetas
y habrá sobre tus macetas
las mismas humildes flores:
la misma charla de amores
que su diálogo desgrana
en la discreta ventana,
y siempre llamando a misa
el bronce, loco de risa,
de la traviesa campana.

A tus plácidos hogares
irán las venturas viejas
como vienen las abejas
a buscar los colmenares.
Y mi cariño en tus lares
verás como se acurruca
libre de pompa caduca,
al estrecharte mi abrazo
en el materno regazo
de la aromosa tierruca.




A LA GRACIA PRIMITIVA DE LAS ALDEANAS

Hambre y sed padezco: Siempre me he negado
a satisfacerlas en los turbadores
gozos de ciudades —flores de pecado—
esta hambre de amores y esta sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de muchachas de un lugar pequeño.

Vasos de devoción, arcas piadosas
en que el amor jamás se contamina;
jarras cuyas paredes olorosas
dan al agua frescura campesina…

Todo eso sois, muchachas cortijeras
amigas del buen sol que os engalana,
que adivináis las cosas venideras
cual hacerlo pudiese una gitana.

Amo vuestros hechizos provincianos,
muchachas de los pueblos, y mi vida
gusta beber del agua contenida
en el hueco que forman vuestras manos.

Pláceme en los convites campesinos,
cuando la sombra juega en los manteles,
veros dar la locura de los vinos,
pan de alegría y ramos de claveles.

En el encanto cíe la humilde calle
sois a un tiempo, asomadas a la reja,
son de esquilas, la alternada queja
de las palomas, y el olor del valle.

Buenas mozas: no abrigo más empeños
que oír vuestras canciones vespertinas,
llegando a confundirme en las esquinas
entre el grupo de novios lugareños.

Mi hambre de amores y mi sed de ensueño
que se satisfagan en el ignorado
grupo de doncellas de un lugar pequeño.





EN LAS TINIEBLAS HÚMEDAS.

En las alas oscuras de la racha cortante
me das, al mismo tiempo, una pena y un goce:
algo como la helada virtud de un seno blando,
algo en que se confunden el cordial refrigerio
y el glacial desamparo de un lecho de doncella.

He aquí que en la impensada tiniebla de la muda
ciudad, eres un lampo ante las fauces lóbregas
de mi apetito; he aquí que en la húmeda tiniebla
de la lluvia, trasciendes a candor como un lino
recién lavado, y hueles, como él, a cosa casta;
he aquí que entre las sombras regando estás la esencia
del pañolín de lágrimas de alguna buena novia.

Me embozo en la tupida oscuridad, y pienso
para ti estos renglones, cuya rima recóndita
has de advertir en una pronta adivinación
porque son como pétalos nocturnos, que te llevan
un mensaje de un singular calosfrío;
y en las tinieblas húmedas me recojo, y te mando
estas sílabas frágiles en tropel, como ráfaga
de misterio, al umbral de tu espíritu en vela.

Toda tú te deshaces sobre mí como una
escarcha, y el traslúcido meteoro prolóngase
fuera del tiempo; y suenan tus palabras remotas
dentro de mí, con esa intensidad quimérica
de un reloj descompuesto que da horas y horas
en una cámara destartalada…




¿OUE SERÁ LO OUE ESPERO?

Tus otoños me arrullan
en coro de quimeras obstinadas;
vas en mí cual la venda va en la herida;
en bienestar de placidez me embriagas;
la luna lugareña va en tus ojos,
¡oh blanda que eres entre todas blanda!,
y no sé todavía
qué esperarán de ti mis esperanzas.

Si vas dentro de mí, como una inerme
doncella por la zona devastada
en que ruge el pecado, y si las fieras
atónitas se echan cuando pasas;
si has sido menos que una melodía
suspirante, que flota sobre el ánima,
y más que una pía salutación;
si de tu pecho asciende una fragancia
de limón, cabalmente refrescante
e inicialmente ácida;
si mi voto es que vivas dentro de una
virginidad perenne y aromática,
vuélvese un hondo enigma
lo que de ti persigue mi esperanza.

¿Qué me está reservado
de tu persona etérea? ¿Qué es la arcana
promesa de tu ser? Quizá el suspiro
de tu propio existir; quizá la vaga
anunciación penosa de tu rostro;
la cadencia balsámica
que eres tú misma, incienso y voz de armónium
en la tarde llovida y encalmada…

De toda ti me viene
la melodiosa dádiva
que me brindó la escuela
parroquial, en una hora ya lejana,
en que unas voces núbiles
y lentas ensayaban,
en un solfeo cristalino y simple,
una lección de Eslava.

Y de ti y de la escuela
pido el cristal, pido las notas llanas,
para invocarte, ¡oscura
y radiosa esperanza!
Con una a colmada de presentes,
con una a impregnada
del licor de un banquete espiritual:
¡ara mansa, ala diáfana, alma blanda,
fragancia casta y acida!



LA TÓNICA TIBIEZA

¿Cómo será esta sed constante de veneros
femeninos, de agua que huye y que regresa?
¿Será este afán perenne, franciscano o polígamo?

Yo no sé si está presa
mi devoción en la alta
locura del primer
teólogo que soñó con la primera infanta,
o si, atávicamente, soy árabe sin cuitas
que siempre está de vuelta de la cruel continencia
del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes,
las halla a todas bellas y a todas favoritas.

No sé… Mas que en la hora reseca e impotente
de mi vejez, no falte la tónica tibieza
mujeril, providente
con los reyes caducos que ligaban las hoces
de Israel, y cantaban
en salmos, y dormían sobre pieles feroces.




UN LACÓNICO GRITO…

Yo te digo: “Alma mía, tú saliste
con vestido nupcial de la plomiza
eternidad, como saldría un ala
del nimbus que se eriza
de rayos; y mañana has de volver
al metálico nimbus,
llevando, entre tus velos virginales,
mi ánima impoluta
y mi cuerpo sin males”.
Mas mi labio, que osa
decir palabras de inmortalidad,
ha de pudrir en la húmeda
tiniebla de la fosa.

Mi corazón te dice: “Rosa intacta,
vas dibujada en mí con un dibujo
incólume, e irradias en mi sombra
como un diamante en un raso de lujo”.
Mi corazón olvida
que engendrará al gusano
mayor, en una asfixia corrompida.

Siempre que inicio un vuelo
por encima de todo,
un demonio sarcástico maulla
y me devuelve al lodo.

Tú misma, blanca ala que te elevas
en mi horizonte, con la compostura
beata de las palomas de los púlpitos.
Y que has compendiado en tu blancura
un anhelo infinito,
solo serás en breve
un lacónico grito
y un desastre de plumas, cual rizada
y dispersada nieve.




A LA PATRONA DE MI PUEBLO

Señora: llego a Ti
desde las tenebrosas anarquías
del pensamiento y la conducta, para
aspirar los naranjos
de elección, que florecen
en tu atrio, con una
nieve nupcial… Y entro
a tu Santuario, como un herido
a las hondas quietudes hospicianas
en que solo se escucha
el toque saludable de una esquila.

Vestida de luto eres,
Nuestra Señora de la Soledad,
un triángulo sombrío
que preside la lúcida neblina
del valle; la arboleda que se arropa
de las cocinas en el humo lento;
la familiaridad de las montañas;
el caserío de estallante cal;
el bienestar oscuro del rebaño,
y la dicha radiante de los hombres.

Señora: cuando ingreso a la comarca
que riges con tus lágrimas benévolas,
y va la diligencia fatigosa
sobre la sierra, y van los postillones
cantando bienandanza o desamor,
súbita surge la lección esbelta
y firme de tus torres, y saludo
desde lejos tu altar.

Tú me tienes comprado en alma y cuerpo.
Cuando la pesarosa
dueña ideal de mi primer suspiro
recurre desolada
a tus plantas, y llora mansamente,
nunca has dejado de envolverla en el
descanso de tus hijas predilectas.
Me acuerdo de una tarde
en que, como una reina
que acaba de abdicar,
salía por el atrio de naranjos
y llevaba en la frente
el lucero novísimo
de tu consolación.

Confortándola a Ella, Tú me obligas
como si con la orla
dorada de tu manto
agitases un soplo
del Paraíso a flor de mi conciencia.
Porque siempre un lucero
va a nacer de tus manos
para la hora en que Ella
te implore, Tú me tienes
comprado en cuerpo y alma.

En las noches profanas
de novenario (orquestas
difusas, y cohetes
vividos, y tertulias
de los viejos, y estrados
de señoritas sobre
la regada banqueta)
Hay en tus torres ágiles
una policromía de faroles
de papel, que simulan
en la tiniebla comarcana un tenue
y vertical incendio.

Y yo anhelo, Señora,
que en mi tiniebla pongas para siempre
una rojiza aspiración, hermana
del inmóvil incendio de tus torres,
y que me dejes ir
mi última década
o gotoso, y ya trémulo,
para elevarte mi oración asmática
junto al mismo cancel
que oyó mi prez valiente,
en aquella alborada en que soñé
prender a un blanco pecho
una fecunda rama de azahar.




ZOZOBRA (1919)

EL VIEJO POZO

EL viejo pozo de mi vieja casa
sobre cuyo brocal mi infancia tantas veces
se clavaba de codos, buscando el vaticinio
de la tortuga, o bien el iris de los peces,
es un compendio de ilusión
y de históricas pequeñeces.

Ni tortuga, ni pez; solo el venero
que mantiene su estrofa concéntrica en el agua
y que dio fe del ósculo primero
que por 1850 unió las bocas
de mi abuelo y mi abuela… ¡Recurso lisonjero
con que los generosos hados
dejan caer un galardón fragante
encima de los desposados!
Besarse, en un remedo bíblico, junto al pozo,
y que la boca amada trascienda a fresco gozo
de manantial, y que el amor se profundice,
en la pareja que lo siente,
como el hondo venero providente…

En la pupila líquida del pozo
espejábanse, en años remotos, los claveles
de una maceta; más la arquitectura
ágil de las cabezas de dos o tres corceles,
prófugos del corral; más la rama encorvada
de un durazno; y en época de mayor lejanía
también se retrataban en el pozo
aquellas adorables señoras en que ardía
la devoción católica y la brasa de Eros;
suaves antepasadas, cuyo pecho lucía
descotado, y que iban, con tiesura y remilgo,
a entrecerrar los ojos a un palco a la zarzuela,
con peinados de torre y con vertiginosas
peinetas de carey. Del teatro a la Vela
Perpetua, ya muy lisas y muy arrebujadas
en la negrura de sus mantos.
Evoco, todo trémulo, a estas antepasadas
porque heredé de ellas el afán temerario
de mezclar tierra y cielo, afán que me ha metido
en tan graves aprietos en el confesonario.

En una mala noche de saqueo y de política
que los beligerantes tuvieron como norma
equivocar la fe con la rapiña, al grito
de “¡Religión y Fueros!” y “¡Viva la Reforma!”,
una de mis geniales tías,
que tenía sus ideas prácticas sobre aquellas
intempestivas griterías,
y que en aquella lucha no siguió otro partido
que el de cuidar los cortos ahorros de mi abuelo,
tomó cuatro talegas y con un decidido
brazo las arrojó en el pozo, perturbando
la expectación de la hora ingrata
con un estrépito de plata.

Hoy cuentan que mi tía se aparece a las once
y que, cumpliendo su destino
de tesorera fiel, arroja sus talegas
con un ahogado estrépito argentino.

Las paredes del pozo, con un tapiz de lama
y con un centelleo de gotas cristalinas,
eran como el camino de esperanza en que todos
hemos llorado un poco… Y aquellas peregrinas
veladas de mayo y de junio
mostráronme del pozo el secreto de amor:
preguntaba el durazno: “¿Quién es Ella?”,
y el pozo, que todo lo copiaba, respondía
no copiando más que una sola estrella.

El pozo me quería senilmente; aquel pozo
abundaba en lecciones de fortaleza, de alta
discreción, y de plenitud…
Pero hoy, que su enseñanza de otros tiempos me falta,
comprendo que fui apenas un alumno vulgar
con aquel taciturno catedrático,
porque en mi diario empeño no he podido lograr
hacerme abismo y que la estrella amada,
al asomarse a mí, pierda pisada.




EL MINUTO COBARDE
A Saturnino Horran

En estos hiperbólicos minutos
en que la vida sube por mi pecho
como una marea de tributos
onerosos, la plétora de vida
se resuelve en renuncia capital
y en miedo se liquida.

Mi sufrimiento es como un gravamen
de rencor, y mi dicha como cera
que se derrite siempre en jubileos,
y hasta mi mismo amor es como un tósigo
que en la raíz del corazón prospera.

Cobardemente clamo, desde el centro
de mis intensidades corrosivas,
a mi parroquia, al ave moderada,
a la flor quieta y a las aguas vivas.

Yo quisiera acogerme a la mesura,
a la estricta conciencia y al recato
de aquellas cosas que me hicieron bien…

Anticuados relojes del Curato
cuyas pesas de cobre
se retardaban, con intención pura,
por aplazarme indefinidamente
la primera amargura.

Obesidad de aquellas lunas que iban
rodando, dormilonas y coquetas,
por un absorto azul
sobre los árboles de las banquetas.

Fatiga incierta de un incierto piano
en que un tema llorón se decantaba,
con insomnio y desgano,
a favor del obtuso centinela
y contra la salud del hortelano.

Santos de piedra que en el atrio exponen
su casulla de piedra a la herejía
del recio temporal.

Garganta criolla de Carmen García
que mandaba su canto hasta las calles
envueltas en perfume vegetal.

Cromos bobalicones,
colgados por estímulo a la mesa,
y que muestran sandías y viandas
con exageraciones
pictóricas; exánimes gallinas,
y conejos en quienes no hizo sangre
lo comedido de los perdigones.

Canteras cuyo vértice poroso
destila el agua, con paciente escrúpulo,
en el monjil reposo
del comedor, a cada golpe neto
con que las gotas, simples y tardías,
acrecen el caudal noches y días.

Acudo a la justicia original
de todas estas cosas;
mas en mi pecho siguen germinando
y mi violento espíritu se halla
nostálgico de sus jaculatorias
y del pío metal de su medalla.




TIERRA MOJADA..

Tierra mojada de las tardes líquidas
en que la lluvia cuchichea
y en que se reblandecen las señoritas, bajo
el redoble del agua en la azotea…

Tierra mojada de las tardes olfativas
en que un afán misántropo remonta las lascivas
soledades del éter, y en ellas se desposa
con la ulterior paloma de Noé;
mientras se obstina el tableteo
del rayo, por la nube cenagosa..;

Tarde mojada, de hálitos labriegos,
en la cual reconozco estar hecho de barro,
porque en sus llantos veraniegos,
bajo el auspicio de la media luz,
el alma se licúa sobre los clavos
de su cruz…

Tardes en que el teléfono pregunta
por consabidas náyades arteras,
que salen del baño al amor
a volcar en el lecho las fatuas cabelleras
y a balbucir, con alevosía y con ventaja,
húmedos y anhelantes monosílabos,
según que la llovizna acosa las vidrieras…

Tardes como una alcoba submarina
con su lecho y su tina;
tardes en que envejece una doncella
ante el brasero exhausto de su casa,
esperando a un galán que le lleve una brasa;
tardes en que descienden
los ángeles, a arar surcos derechos
en edificantes barbechos;
tardes de rogativa y de cirio pascual;
tardes en que el chubasco
me induce a enardecer a cada una
de las doncellas frígidas con la brasa oportuna;
tardes en que, oxidada
la voluntad, me siento
acólito del alcanfor,
un poco pez espada
y un poco San Isidro Labrador…



EL MENDIGO

Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma  
de todos los voraces ayunos pordioseros;
mi alma y mi carne trémulas imploran a la espuma
del mar y al simulacro azul de los luceros.

El cuervo legendario que nutre al cenobita
vuela por mi Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo transporta una flor inaudita,
otro lleva en el pico a la mujer de Adán,
y sin verme siquiera, los tres cuervos se van.

Prosigue descubriendo mi pupila famélica
más panes y más lindas mujeres y más rosas
en el bando de cuervos que en la jornada célica
sus picos atavía con las cargas preciosas,
y encima de mi sacro apetito no baja
sino un pétalo, un rizo prófugo, una migaja.

Saboreo mi brizna heteróclita, y siente
mi sed la cristalina nostalgia de la fuente,
y la pródiga vida se derrama en el falso
festín y en el suplicio de mi hambre creciente,
como una cornucopia se vuelca en un cadalso.



EL CANDIL
A Alejandro Quijano

En la cúspide radiante
que el metal de mi persona
dilucida y perfecciona,
y en que una mano celeste
y otra de tierra me fincan
sobre la sien la corona;
en la orgía matinal
en que me ahogo en azul
y soy como un esmeril
y central y esencial como el rosal;
en la gloria en que melifluo
soy activamente casto
porque lo vivo y lo inánime
se me ofrece gozoso como pasto;
en esta mística gula
en que mi nombre de pila
es una candente cabala
que todo lo engrandece y lo aniquila;
he descubierto mi símbolo
en el candil en forma de bajel
que cuelga de las cúpulas criollas
su cristal sabio y su plegaria fiel.

¡Oh candil, oh bajel, frente al altar
cumplimos, en dúo recóndito,
un solo mandamiento: venerar!

Embarcación que iluminas
a las piscinas divinas:
en tu irisada presencia
mi humanidad se esponja y se anaranja,
porque en la muda eminencia
están anclados contigo
el vuelo de mis gaviotas
y el humo sollozante de mis flotas.

¡Oh candil, oh bajel: Dios ve tu pulso
y sabe que te anonadas
en las cúpulas sagradas
no por decrépito ni por insulso!

Tu alta oración animas
con el genio de los climas.

Tú conoces el espanto
de las islas de leprosos,
el domicilio polar
de los donjuanescos osos,
la magnética bahía
de los deliquios venéreos,
las garzas ecuatoriales
cual escrúpulos aéreos,
y por ello ante el Señor
paralizas tu experiencia
como el olor que da tu mejor flor.

Paralelo a tu quimera,
cristalizo sin sofismas
las brasas de mi ígnea primavera,
enarbolo mi júbilo y mi mal
y suspendo mis llagas como prismas.

Candil, que vas como yo
enfermo de lo absoluto,
y enfilas la experta proa
a un dorado archipiélago sin luto;
candil, hermético esquife:
mis sueños recalcitrantes
enmudecen cual un cero
en tu cristal marinero,
inmóviles, excelsos y adorantes.



DISCO DE NEWTON 


Omnicromía de la tarde amena…
El alma, a la sordina,
y la luz, peregrina,
y la ventura, plena,
y la Vida, un hada
que por amar está desencajada.

Firmamento plomizo.
En el ocaso, un rizo
de azafrán.
Un ángel que derrama su tintero.
La brisa, cual refrán
lastimero. 


En el áureo deliquio del collado,
hálito verde, cual respiración
de dragón.
Y el valle fascinado
impulsa al ósculo a que se remonte
por los tragaluces del horizonte.

Tiempo confidencial,
como el dedal
de las desahuciadas bordadoras
que enredan su monólogo fatal
en el ovillo de las huecas horas.

Confidencia que fuiste
en la mano de ayer
veta de rosicler,
un alpiste
y un perfume de Orsay.

Tarde, como un ensayo
de dicha, entre los pétalos de mayo;
tarde, disco de Newton, en que era
omnícroma la primavera
y la Vida un hada
en un pasivo amor desencajada…





EL SON DEL CORAZÓN (1932)

Una música íntima no cesa,
porque transida en un abrazo de oro
la Caridad con el Amor se besa.

¿Oyes el diapasón del corazón?
Oye en su nota múltiple el estrépito
de los que fueron y de los que son.

Mis hermanos de todas las centurias
reconocen en mí su pausa igual,
sus mismas quejas y sus propias furias.

Soy la fronda parlante en que se mece
el pecho germinal del bardo druida
con la selva por diosa y por querida.

Soy la alberca lumínica en que nada,
como perla debajo de una lente,
debajo de las linfas, Scherezada.

Y soy el suspirante cristianismo
al hojear las bienaventuranzas
de la virgen que fue mi catecismo.

Y la nueva delicia, que acomoda
sus hipnotismos de color de tango
al figurín y al precio de la moda.

La redondez de la Creación atrueno
cortejando a las hembras y a las cosas
con el clamor pagano y nazareno.

¡Oh Psiquis, oh mi alma: suena a son
moderno; a son de selva, a son de orgía
y a son mariano, el son del corazón!