sábado, 23 de diciembre de 2017

El demonio. Actividad. J. A. Sayés



EL DEMONIO ¿REALIDAD O MITO?

José Antonio Sayés


CAPÍTULO 6



La actividad demoníaca

La primera y más importante actividad del demonio en la vida de los hombres es, sin duda alguna, la tentación; algo que podríamos calificar de actividad ordinaria frente a la actividad extraordinaria que implica la posesión o la infestación.

1. La tentación

Con todo, la tentación tiene en nosotros mismos una fuente propia e indudable. Existe en nuestra propia naturaleza la pasión, la ambición, la vanagloria..., todo un conjunto de deseos que nacen del desequilibrio interior (concupiscencia) que ha dejado en nosotros el pecado original. Dejemos que lo diga san Pablo de forma gráfica: «Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley que es buena: en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.
Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Pobre de mí! , ¿quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!.
 Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado» (Rm 7, 14-25).
Está claro, según este texto, que la tentación tiene en el hombre mismo, en nuestra condición pecadora, una fuente propia. En otros casos, la tentación puede provenir del propio temperamento, del ambiente, de situaciones peculiares, etc. No es, pues, preciso recurrir siempre al demonio para explicar el origen de las tentaciones que padecemos, ni mucho menos.
Y la tentación la sentimos sin duda alguna porque, aunque en sí misma nos proponga un mal, lo propone en su aspecto positivo y bueno. No existe el mal absoluto, sino que es la deficiencia de un bien debido. Un adulterio es un mal porque se trata de una injusticia contra el propio cónyuge, pero tiene también su aspecto atractivo: el placer que procura. Ahí radica la atracción de la tentación. Un mal absoluto (impensable) no atraería nunca a ningún hombre; es el bien que se da junto al mal, lo que hace apetecible la tentación. El hombre sabe muy bien que aprovecharse de un cargo público para enriquecerse ilícitamente es un mal, pero sin duda es un mal que va acompañado de un aspecto atractivo: el enriquecimiento fácil y rápido.
Es indudable, por otro lado, que el demonio puede servirse de nuestra situación, de la misma inclinación al pecado que llevamos dentro, y potenciarla mediante la seducción y el engaño.
En ello radica precisamente su carácter de tentador.
Resulta enormemente difícil el discernir la tentación específica del diablo, el saber si la tentación viene de nuestra propia pasión o está en nosotros mediante la instigación del diablo. No es tema fácil discernir qué tipo de tentaciones son las que provienen del diablo. Ya decía san Juan de la Cruz que de los tres enemigos del hombre (el demonio, el mundo y la carne) es el demonio el más oscuro de entender l.
l. Castelas 2
Sabemos, sin embargo, que el demonio nos tienta de forma continua. Decía santo Tomás que «el oficio propio del diablo es tentar» 2. Nos recuerda la primera carta de san Pedro: «Sed sobrios y velad, vuestro adversario, el diablo, anda como león rugiente, buscando a quién devorar» (l P 5, 8).
Cabe, con todo, hablar de indicios que nos revelen la presencia del diablo que tienta. Decía Pablo VI: «Podemos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; allí donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; allí donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (l Co 16, 22; 12, 3); allí donde el espíritu del evangelio se adultera y se desmiente; allí donde se afirma la desesperación como última palabra».

Y«Allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda». En efecto, el diablo tiene como función principal separar de Dios; de ahí viene precisamente su etimología. Cuando uno peca por debilidad, por la fuerza de la pasión, pero sigue manteniendo una firme fe en Dios, la pasión lo explicaría todo. Sin embargo, en la tentación del Génesis, el diablo va más allá: le propone a Adán ser como Dios, o como dioses. Es algo que va dirigido a prescindir de Dios en la vida.
Hoy en día, la mayor parte de los autores interpreta el árbol  de la ciencia del bien y del mal como una referencia a la pretensión de los primeros padres de poseer un discernimiento y determinación del bien y del mal totalmente independiente de Dios. El pecado, observa Grelot 3, consistió en pretender una total autonomía en la determinación del bien y del mal al margen de Dios. El tema va en línea del género sapiencial en el que se inscribe el relato. Discernir entre el bien y el mal (en lo que consiste la verdadera sabiduría) es algo que compete a Dios y que, sólo como don, se puede recibir (l R 3, 9; Dt 30, 15.19; Am 5, 14- 15). Por ello, lo que intentan Adán y Eva es la determinación autónoma del bien y del mal, la usurpación de un privilegio exclusivo de Dios 4.
2. I, q.ll4, a.2 
3. P. GRELOT, El problema del pecado original (Barcelona 1970) 60ss. 
Es, por lo tanto, un problema siempre actual, observa Grelot. El hombre, aunque crea en Dios, pretende que quede alejado en la nube de su trascendencia, para poder determinar por sí mismo lo que está bien y lo que está mal. Comprendemos así el «seréis como dioses».
 Allí, pues, donde la tentación tenga la pretensión de hacernos como dioses, podemos percibir sin duda un indicio de la presencia del demonio. Y nadie puede negar que el hombre moderno tiene la pretensión de dejar a Dios en el Olimpo, allí donde no estorbe; la tentación de creer en el dios del deísmo que deja al hombre total autonomía para decidir por sí mismo el bien y el mal al margen de el. Hay algo más sutil y malévolo que negar a Dios: hacerlo inútil. No se le niega la existencia, pero se le perdona la vida. El hombre se bastaría a sí mismo para realizarse, para decidir el bien y el mal al margen de Dios desde su propia subjetividad.
Nadie puede negar, por otro lado, que hay ciertas formas de pecado que recuerdan lo demoníaco. Cuenta Balducci que, cuando en una ocasión quería convencer a una persona de la existencia del diablo, esta le contestó: «No, no, en el demonio creo, porque existen formas de maldad humana tan refinadas y perversas que, si no existiese el diablo, no podría explicármelas» 5. Recuerdo que, en mis años de estudiante en Roma, supe que una muchacha, integrante de un grupo de colegiales que visitaba la ciudad, se quedó sola y separada del grupo; circunstanc1a que aprovecharon doce muchachos para violarla sucesivamente. Fue algo que apareció en los periódicos. ¿No hay en ello algo de demoníaco? ¿No estamos aquí ante un caso en el que el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel, por usar las mismas palabras de Pablo VI? ¿Y que decir de los campos de exterminio de Hitler o dela siembra de odio que grupos emparentados con el terrorismo hacen en la juventud de nuestros países democráticos? El odio puede tener a veces tanta o más fuerza que el amor.

* «Allí donde la mentira se afirma hipócrita y poderosa contra la verdad evidente». Cristo llamó a Satanás «padre de la mentira» (Jn 8, 44). Indudablemente, uno puede mentir por debilidad, interés o comodidad. Esto es evidente, y no habría que recurrir al diablo para explicar la mayoría de las mentiras que se dan entre nosotros. Ahora bien, una mentira sistemática como la que tiene lugar en los regímenes totalitarios que, como el de Hitler o el del comunismo, llegan a la despersonalización total de los hombres; allí donde la persona es anulada mediante el temor, el miedo o la propaganda difamatoria, allí ciertamente hay algo de demoníaco. Particularmente, cuando se emplean los medios de comunicación para desprestigiar sistemáticamente a la Iglesia o al Papa, cuando se manipula la verdad de forma reiterativa en favor de un grupo de poder, cuando se destruyen personas y vidas de modo consciente mediante la difamación o la calumnia, allí hay algo de demoníaco, porque en todos estos casos se trasciende el ámbito de la debilidad humana y se entra en el dominio del odio y de la falsedad que son propios del diablo.
4. Ya no se sostiene hoy en día la interpretación sexual como hiciera COPPENS, 
La connaissance du bien et a’u mal et le péché du paradís (Lovaina 1948). 
El verbo conocer (yadá) que sin duda puede tener una interpretación 
sexual la tiene de hecho cuando lleva un complemento personal 
y no una determinación abstracta (conocer el bien y el mal).
5. C. BALDUCCI, El diablo. Existe y se puede reconocerlo (Bogotá 1994) 167.

Ya no se trata del pecado que se debe a la debilidad o la comodidad; es el ansia misma de destrucción y de la fuerza implacable del odio. El diablo odia la verdad, porque la verdad conduce al que la sigue, a la salvación. Todo el que sigue la verdad, en la medida en que la puede conocer, se salva por la gracia de Dios. Hay una vía para apartar de la salvación: destruir la verdad. Eso es lo demoníaco. Y en este sentido, hay también algo de demoníaco en la desobediencia de ciertos teólogos al magisterio de la Iglesia. Hay quien enseña en contra del magisterio y siente el orgullo de hacerlo, presentando sus propias opiniones como más dignas de crédito que lo que el magisterio enseña y repite. A veces, se dan casos de desobediencia sistemática y, con la pretensión de que el Papa está equivocado, se subleva al pueblo contra la verdad que él predica con la falsa promesa de que otro Papa enseñará lo contrario.
El orgullo en otras materias se entiende mejor; se entiende menos en el campo de la verdad revelada que sólo el magisterio puede interpretar auténticamente. Hay teólogos que se fían de sí mismos más que de lo que la Iglesia ha enseñado a lo largo de toda la tradición. Decía santa Teresa: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará —no lo permitirá Dios— al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe»; a esta alma «como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar —aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» 6. El que da crédito a «quien enseña cosas diferentes y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad» (l Tm 6, 3), no sólo cae en el error —lo cual es grave-—, sino que cae bajo el influjo del padre de la mentira —lo cual es más grave aún—.

«Allí donde Cristo es impugnado de modo consciente y rebelde». Ciertamente, blasfemar de Cristo es algo de tipo demoníaco. Pero hay otra forma de descalificar a Cristo de forma más sutil y velada que la blasfemia. Si hay algo que el demonio odia es la cruz de Cristo, pues en la cruz fue donde Cristo salvó y sigue salvando a la humanidad. El demonio sabe muy bien que Cristo le venció en la cruz. Y por ello, como dice Spaemann, «la cruz plantea, a ángeles y hombres, la elección entre las tinieblas y la vida» 7. El hombre no se salva si no es en la cruz de Cristo.
Cristo mismo fue tentado por el demonio para que abandonara el camino de la cruz. Lo que el demonio le proponía era un camino de gloria, un camino de mesianismo triunfal en lugar del mesianismo de servicio y de cruz. Es san Pedro quien tienta a Cristo y le dice: «Tú no vas a la cruz».
6, Vida 25, 12. 
7. H. SPAEMANN, El maligno (Madrid 1994) 19.

Pues bien, el demonio vendrá a convencernos de que, si queremos medrar en el mundo o en la Iglesia, el camino es quitarse de encima la contradicción y la cruz. No animará a nadie a seguir a solas el camino de la fidelidad a costa de perder la propia imagen o la posibilidad de medrar. El demonio enseña a ser complacientes con todos, a quedar siempre bien, a decir lo que los otros esperan, a no defender la verdad contra corriente, a no quedarse a solas por fidelidad, como hizo María. El precio que hay que pagar para medrar o, simplemente, para no tener enemigos o sufrir persecución o marginación, lo pagan muchos hoy en día.

Lo que hace el demonio es proponer el éxito, el éxito que se consigue a costa de no decir la verdad, de no predicar la verdad, cuando puede resultar odiosa. Lo de vender el alma al diablo es mucho más sencillo y menos dramático de lo que se puede imaginar. Basta con seguir la corriente y no llevar el peso de la fidelidad ala verdad, el peso de la cruz. Hay situaciones en la Iglesia en las que, por el silencio de unos y la cobardía de otros, se hace prácticamente imposible reconocer la verdad. Recuerdo que, en una ciudad española, a un sacerdote que tuvo la valentía de predicar la existencia del infierno, se le criticó desde las parroquias y las asociaciones de fieles. Los que tenían que defenderle, callaron. Es así como se produce la metástasis en la Iglesia.
La cobardía y el miedo a perder la propia imagen puede ser el mejor aliado del diablo. Después, nos encontramos en situaciones de pérdida de fe y de abandono de la práctica religiosa y no nos explicamos cómo ha sucedido todo ello. Y es que, sino se sirve a la verdad, el demonio lo tiene muy fácil. Si no se decanta la verdad, si todo vale, es que nada es verdad. Del relativismo al agnosticismo hay sólo un paso: si todo vale, es que nada es verdad. Por ello hoy en día hacen falta santos y mártires más que nunca; mártires que lleven el peso de la persecución y de la maledicencia para seguir el camino que Cristo, en obediencia al Padre, siguió hasta la cruz.

* «Allí donde se afirma la desesperación como la última palabra». Ciertamente el demonio es destrucción, y a la destrucción de uno mismo se llega por el camino de la desesperación. Decía Spaemann: «Se puede decir que la esencia de Satanás es el odio mortal, así como la esencia de Dios es el amor que despierta y da la vida. Mientras el odio de Satanás tenga algún ser viviente del que se pueda apoderar para atormentarlo hasta la muerte, su existencia satánica tendrá un cierto significado, una cierta saciedad.
En la caída, su señorío —concedido por Dios para hacer valer el poder del amor de Cristo- degeneró en instinto de dominio, y éste está unido ahora a la insaciable voluntad de desfiguración, destrucción y aniquilación de todo vestigio de vida. La naturaleza de los demonios está marcada por un incesante intento de atrapar objetos sobre los que quieren desahogar su avidez de poder y de aniquilación» 8.
Cuando una persona llega a la desesperación, no hay sitio alguno para Dios. Y a ello conduce el diablo produciendo inquietud, desasosiego, oscuridad, tristeza... Es lo suyo. Suele tener como estrategia meter en el hombre convicciones absurdas («me voy a condenar», por ejemplo), ideas falsas y persistentes que no prov1enen n1 tienen su origen en el propio temperamento, educación o ideas personales 9.
Santa Teresa, comentando una tentación que tuvo contra la humildad, nos señala los elementos típicos de la tentación diabólica. Esta era «una humildad falsa que el demonio inventaba para desasosegarme y probar si puede traer el alma a desesperación. Se ve claro [que es cosa diabólica] en la inquietud y desasosiego con que comienza y el alboroto que da en el alma todo el tiempo que dura, y la oscuridad y aflicción que en ella pone,  la sequedad y mala disposición para la oración o para cualquier cosa buena. Parece que ahoga el alma y ata el cuerpo para que de nada aproveche» 10.
8. Ibíd., 34. 
9. Cfr. J. RIVERA-J. M. IRABURU, 0.6., 299. 
10. Vida 30, 9.
De todos modos, hablando de la tentación, es preciso recordar que el demonio puede influir en nuestros sentidos, en la fantasía y en la imaginación, en el entendimiento incluso, pero no puede suplantar la libertad humana ni eliminarla. El hombre sigue siendo libre bajo la tentación del demonio. La libertad es el último sustrato del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y el diablo no la puede dominar. «El demonio —enseña san Juan de la Cruz- no puede nada en el alma si no es mediante las operaciones de las potencias de ella, principalmente por medio de las noticias [que ocupan la memoria], porque de ellas dependen casi todas las demás operaciones de las demás potencias; de donde, si la memoria se aniquila de ellas, el demonio no puede nada, porque nada
halla de donde asir, y sin nada, nada puede» 11. Dios puede obrar en la sustancia del alma inmediatamente o también mediatamente, con ideas, sentimientos, palabras interiores. Pero el demonio sólo mediatamente puede actuar sobre el hombre, induciendo en él sentimientos, imágenes, dudas, convicciones falsas, iluminaciones engañosas. Sin la complicidad de las potencias espirituales del hombre, el alma misma permanece para él inaccesible.
Por otro lado, no podemos olvidar las palabras consoladoras de san Pablo que nos dicen que Dios no permite que nadie sea tentado por encima de su capacidad. En el momento de la tentación, Dios da la gracia de resistir y vencer (l Co 10, 13).

2. El demonio en la sociedad y en la Iglesia

Pero la acción del diablo no se limita a la tentación individual; su influjo se extiende también a la sociedad y a la Iglesia a la que Cristo prometió que las fuerzas del infierno no podrían contra ella (Mt 16, 18).
Reducir la influencia del diablo a la tentación individual sería olvidar el relieve y la importancia que Cristo le da como príncipe de este mundo, como enemigo frontal del Reino.
Ningún creyente puede negar que el ataque del demonio mas que contra el mundo (en el sentido peyorativo que tiene en san Juan: Jn l, 10; 8, 23; 12, 31; 14, 17), va dirigido contra la Iglesia de Cristo. Recordemos el texto de Ap 12, 1-12. La Iglesia es el germen y el principio del Reino, y Satanás lucha contra el Reino de Cristo.
ll. Subida 4,1.

Cuando en la vida pastoral me preguntan, jóvenes sobre todo, si las posesiones diabólicas son muy frecuentes, suelo responder que, de ser yo el demonio, no haría muchas, pues toda posesión diabólica, en un mundo descreído como el nuestro, induciría a creer. Si yo fuera el demonio, haría dos cosas: convencer al clero de que la oración no es tan importante como se decía en otro tiempo e introducir el relativismo en la Iglesia y el mundo.
En efecto, Pablo VI en 1972 se refirió explícitamente a la acción de Satanás en la Iglesia: «El humo de Satanás ha entrado en la Iglesia», dijo aquel hombre tímido, pero lleno de fe.
No es fácil, sin embargo, detectar con certeza la acción del diablo en fenómenos concretos de la vida de la Iglesia. Por ello lo que a continuación exponemos lo hacemos no desde la afirmación categórica, sino desde la sugerencia y la sospecha. De todos modos, conocemos una característica de la acción propia del diablo: es el enemigo del Reino. Por ello todo lo que tiene el sello de anticristo podría en principio provenir de él. Es un principio claro, como decimos, aunque resulta difícil señalar fenómenos concretos como acciones del diablo.
Así pues, siendo la acción del diablo una acción frontal contra Cristo, nos preguntamos si el actual proceso de secularización que la Iglesia vive no se debe en cierto modo a el. Por supuesto que dicha secularización tiene también sus aspectos positivos, como puede ser el mayor reconocimiento de la autonomía de las ciencias, la superación de posturas excesivamente sacralizadoras y la corrección de ciertas formas pseudorreligiosas. Pero en el fondo lo que se postula es una reducción de Cristo a un mero ejemplo de comportamiento humano, a un fundador más de religión, a un líder sociopolítico, para quedarnos en el fondo con la idea del Dios del deísmo que a nada compromete y que le permite al hombre una autonomía total en el plano moral y ético.
Cuando el cardenal Ratzinger analiza la nueva frontera de la teología12 viene a decir que no es la teología de la liberación, sino la teología liberal la que presenta dificultad. Mantiene esta el postulado de que no se puede conocer la verdad objetiva, que todas las religiones son iguales y que por tanto ninguna es la revelada. Se admite la existencia de un Dios creador que en el fondo vuelve a ser el dios del leísmo y se postula la desaparición de los dogmas, los cuales, partiendo de la creencia de que se puede conocer la verdad, no hacen otra cosa sino dividir a los hombres. Así pues, todo se reduce a la creencia en ese Dios único (volvemos a repetir que se trata del dios del leismo) ya una praxis ética que no tiene otros fundamentos que la conciencia individual y las leyes que, por vía de consenso democrático surjan en el parlamento.
12. OssRom (l de noviembre de 1996).

Vivimos hoy en día en un mundo en el que el hombre pretende ocupar el lugar de Dios. Cualquier otra crisis en la historia de la Iglesia se daba en un horizonte teocéntrico. La de hoy es, sin embargo, una crisis de tipo antropocéntrico, Se permite ciertamente una religiosidad, pero que quede reducida al ámbito de lo privado. Dios no configura ya la vida social y cultural, y Cristo en el fondo no podía pretender ser el centro de la vida, sino un simple fundador más de religión en el marco de la historia de las religiones.
De ahí la nota de privacidad que se da a todo lo religioso que se le respetan, porque nos encontramos en una democracia pero se le pedirá que no hable de Dios en publico y que no moleste. Dios queda así fuera del ámbito de la sociedad y de la vida pública. Dios es la palabra que no se puede pronunciar en público. 
 
 Por otro lado, nuestro mundo científico, que admite el principio de verificación como criterio de todo lo científico, relega el ámbito de lo no experimentable al campo de la pura opinión que nace en el subjetivismo y en el sentimiento. Con el escepticismo filosófico que reina hoy en día, nadie podría tener la pretens1ón de poseer la verdad revelada. Cada uno confiesa por tanto la religión desde su sentimiento religioso, dando así lugar a un relativismo en el que nadie puede tener la pretensión de poseer la religión revelada.
Se postula de esta forma una ética autónoma, que no tiene su fundamento último en Dios, y a la que se llega prácticamente por la vía del consenso. Es el hombre moderno que se libera de Dios. No niega su existencia, pero se trata de un Dios que le permite determinar el bien y el mal por sí mismo independientemente de él. Se concibe así la conciencia en un sentido autónomo desde el que cada uno determina el bien y el mal. «Cada uno tiene su propia conciencia», se suele decir. Este es el subjetivismo de nuestra época, un subjetivismo que hace de Dios una hipótesis, en todo caso inútil, porque la v1da puede configurarse al margen de él. Digamos de entrada que la secularización es una puerta que conduce al agnosticismo, pues si Dios es inútil en cuanto que se puede prescindir de él, se termina por ignorarlo.
El hombre decide así el bien y el mal al margen de Dios postulando una autonomía total de la moral. Y si la vida es autónoma, se van suprimiendo poco a poco los signos religiosos como una injerencia ofensiva a la profanidad de lo mundano. Pues bien, este proceso secularizador que relega a Cristo nació en la Iglesia a finales de los 60 y continúa aún presente entre nosotros 13. La misma teología de la liberación se resiente de él, toda vez que hace de Cristo un liberador político y social y olvida su carácter redentor, al menos en muchos de sus exponentes.


El proyecto de un cristianismo no religioso parece que nació con el teólogo protestante alemán D. Bonhóffer (1906-1945). Este había sido un teólogo que tenía muchos puntos de contacto con el catolicismo, pero parece ser que en su última etapa escribió una serie de cartas a su amigo E. Bethge recogidas posteriormente con el título Resistencia y sumisión, en las que de forma poco sistemática  fue expresando su concepción de Dios. En ello influyó no poco, al parecer, el sentimiento que tuvo de estar abandonado de Dios, pues se encontraba en la cárcel de Tegel (1943-1944) y tuvo situaciones de depresión. Fue así como dio lugar al programa de un cristianismo no religioso.
La nueva forma de vida que él propone sería la de afrontar las situaciones de la vida sin recurrir a Dios, afrontarlas «como si Dios no existiese». El Dios de la religión sería, en efecto, como una especie de Dios tapa-agujeros, es decir, una especie de recurso ante las lagunas y deficiencias que tiene la vida humana. De esta forma, la religión pierde terreno en la medida en que la ciencia va progresando y solucionando los problemas humanos, hasta el punto de que el hombre moderno no es un hombre religioso y hay que hablarle por ello en términos de mundanidad. Bonhóffer, que postulaba un cristianismo no religioso, lo hace en la medida en que presenta a Jesús como prototipo de hombre no religioso que en la cruz afronta la muerte con el sentimiento de haber sido abandonado por el Padre. Jesús es en todo caso un hombre para los demás y queda reducido a un modelo de hombre como puede haber otros en la historia humana.


2.1. Los postulados de la secularización

Otros autores, a partir de este pensamiento, irían sistematizando la llamada teología de la secularización. Trataríamos de resumirla en los siguientes postulados:

— El hombre moderno no es un hombre religioso. Dotado de la técnica y la ciencia moderna, cada vez más va prescindiendo de Dios para solucionar sus problemas.
-— Dios no interviene en la historia. Su intervención responde a una concepción mítica y mágica de Dios (Bultmann).
—- En consecuencia, se postula la total autonomía de lo mundano, incluso en el plano e’tico, sin que por ello deban interferir signos de lo religioso. Se postula así la profanidad del mundo.
Se lucha contra el concepto de lo sagrado en cuanto lo entienden como separado de lo profano. Por lo que respecta a Dios, hemos de distinguir secularidad de secularización.

13. Cfr. J. A. SAYÉS, Teología y relativismo (BAC, Madrid 2007).

Secularidad es un concepto sano, admitido por el Vaticano II (GS 36), según el cual cabe una autonomía relativa de lo mundano: el mundo tiene sus propias leyes que el cristiano tiene que aprender y respetar, pero son leyes fundadas en Dios, creador de las mismas.
Secularización, por el contrario, es un concepto que va mucho más allá. Es el intento de suprimir toda referencia a Dios en el mundo y en el hombre, y en concreto, la teología de la secularización es el intento de Vivir un cristianismo no religioso. Es vivir la vida como si Dios no existiese, es prescindir de Él en todos los ámbitos de la Vida. Se funda, sobre todo, en el pensamiento de que Dios no puede ser objeto de nuestros actos y en que Dios sería totalmente distinto a como lo concebimos («el totalmente otro»).
Secularismo es la radicalización de la secularización, identificándose con la teología de la muerte de Dios. Mencionemos a Van Buren, exponente del agnosticismo de la analítica del lenguaje14. Según él, el término Dios carece de sentido y la sustancia del mensaje cristiano se puede expresar sin recurrir a dicho término. De todos modos, secularización y secularismo no son tan distintos, dado que ambos colocan a Dios fuera del ámbito del conocimiento humano15. En efecto, el Dios de la secularización (recordemos a A. J. T. Robinson, Sincero para con Dios 16), es el Dios del deísmo, pero, además, mediatizado por la teología de Barth, Bultmann y Tillich, que hacen de él un Dios sumido en la duda por lo que al conocimiento racional se refiere.

14. J . B. MONDIN, l teologí della marte di Dio (Turín 1968); D. BONHÓFFER, 
Reszstencia y sumisión (Barcelona 1968); A. J. T, ROBINSON, 
Sincem para con Dios (Barcelona 1967); H. COX, La ciudad secular
 (Barcelona 1966); W. HAMIL- TON-T. J. ALTIZER, 
Teología radical de la muerte de Dias (Barcelona-México 1967); 
G. VAHANIAN, The death of God (Nueva York 1961); 
P. M. VAN BUREN The secular meaning of the Gospel (Londres 1963). 9 
15. C. POZO, Secularidad y secularización (Madrid 1978) 20.

No es el momento de entrar en la concepción de Dios que presentan Barth o Tillich 17. Nos limitamos a hablar del influjo de Bultmann con su pretensión de que los evangelios son una
mitificación de la figura puramente humana de Jesús.
Bultmann sólo admite la precomprensión (Vorverstädndnis) de Dios en la experiencia humana, en cuanto que el hombre hace la experiencia de lo finito y del límite y está por ello existencialmente abierto al problema de Dios. Pero en Bultmann no cabe un conocimiento objetivo de la existencia de Dios.
Asimismo, la Revelación no supone una intervención objetiva de Dios en la historia que pueda ser captada por signos externos. Hemos de desechar la concepción mítica de Dios, según la cual el no cósmico y trascendente se haría cósmico e inmanente. Cristo fue (después de la desmitologización que hemos de hacer de los evangelios) un hombre que vivió la existencia auténtica, porque en todo momento se sintió juzgado por la palabra de Dios y abandonado a su confianza, particularmente en el momento de la muerte, cuando puso su Vida en manos de Dios.
Partiendo de la teología de la secularización y de la no intervención de Dios en la historia, inmediatamente se pierde el concepto cristiano de lo sagrado. Para el cristiano hay personas o lugares sagrados porque en ellos se da una especial intervención de Dios o una presencia de Cristo. Este concepto cristiano de lo sagrado, que tiene como función la salvación del hombre en cuanto que se trata en el fondo de la presencia de Cristo y de su gracia, no tiene nada que ver con el concepto judío de lo sagrado entendido como lo apartado, ni con el concepto mágico de las religiones paganas. Es la acción de Cristo y la presencia de su gracia salvadora que tienden a la santificación del hombre y de la historia.
16. Cfr. nota 13. 
17. Cfr. J. A. SAYÉS, Teología y relativismo.
Es cierto que hay una distinción entre la Iglesia y el mundo, entendido en el sentido de mundo de pecado como lo presenta san Juan en su evangelio frecuentemente (Jn 14, 30; 16, ll). Es el mundo en cuanto que, por el pecado, rechaza la salvación de Cristo. En este sentido, cabe hablar de una batalla entre dos reinos, el Reino de Cristo y el reino de las tinieblas, que es el mundo que hay que evangelizar y liberar del pecado.


2.2. Secularización de la vida sacerdotal y religiosa

La secularización de la vida sacerdotal y religiosa viene apoyada en el concepto de lo sagrado, entendido como lo separado. Nació de un concepto falso de lo sagrado para eliminar en el fondo la verdadera presencia de Cristo en el sacerdote como instrumento de su acción redentora. Se postulaba así, en los últimos años de los 60 y en los primeros de los 70, la supresión de toda distinción entre el sacerdocio ministerial y el laical. «Todos somos laicos y todos somos sacerdotes», se repetía. Hubo en Europa cantidad de asambleas sacerdotales y religiosas conducidas por la idea de la secularización. Comenta Iraburu de aquella época: «En esta secularización de la vida del sacerdote, según tendencias más o menos radicales, se propugnaba la inserción del clero en el mundo secular por el trabajo civil, el compromiso político, el matrimonio optativo, el ocio y las diversiones, el vestido y la casa, y todo el conjunto de su vida. Y el planteamiento, mutatís mutandís, venía a ser el mismo para la vida de los religiosos y religiosas. En esos años, rápidamente, fueron desapareciendo sotanas y hábitos, que fueron sustituidos por algún leve distintivo, pronto llamado, por la misma lógica secularizante, a desaparecer también. Vimos religiosos taxistas, sacerdotes repartidores de gaseosas, etc. Los seminaristas pasaron de los seminarios a viviendas normales de ambientes populares, y lo mismo los religiosos dejaron en muchos casos sus conventos para vivir “como los seglares”. Eran años, precisamente, en que muchas familias religiosas hubieron de celebrar sus capítulos extraordinarios posconciliares. Las secularizaciones existenciales se desarrollaron entre sacerdotes y religiosos aceleradamente, y en poco tiempo las secularizaciones canónicas se contaron en muchas decenas de miles.
En aquellos años, casi todas las revistas y editoriales se pusieron al servicio del impulso secularista, y difundieron textos que en todos los tonos —crítico, histórico, filosófico, sociológico, ascético o incluso heroico y lírico- propugnaban la teología de la secularización» 18. La teología de la secularización radicaba en el fondo en un fallo teológico y en otro antropológico. En el fondo, lo que estaba en duda era la presencia misma redentora de Cristo en el sacerdote, en la liturgia, etc. Se partía de la concepción de que todo lo natural es sobrenatural y de que, por ello mismo, no hacía falta una presencia especial y redentora de Cristo. Cristo, en todo caso, había venido a culminar la creación, pero no a redimirla.

En los ambientes secularizados, lo que entra en crisis es el mismo concepto de redención. Ya no se habla de pecado, de gracia, de condenación, etc. Aquí en la tierra ya no hay una batalla entre el Reino de Cristo y el reino del príncipe de este mundo. No hay en nuestro mundo una lucha dramática en la que va implicada la salvación de los hombres. Se relega el sacramento de la penitencia. Hay amplias zonas en la Iglesia en las que prácticamente se ha suprimido el sacramento de la penitencia. Y cuando uno ve que, ante los lamentos del Papa y las llamadas a la rectificación, se responde con ironías o descalificaciones al Papa; cuando uno ve que la desobediencia, incluso por parte de personas consagradas, se utiliza como arma sistemática de presión, uno no puede menos de preguntarse si detrás de ello está la escondida presencia del enemigo del Reino.
18. Cfr. J. M. IRABURU, Sacralídad y secularización (Pamplona 1994) 29.
La eucaristía se entiende como la ocasión de expresar la fratemidad humana, pero no como presencia de Cristo y de su sacrificio redentor. Es el cristianismo como redención lo que cae
en esta teología, para hacer de el, en todo caso, una religión en la que se cree en el Dios del deísmo simplemente y se postula la solidaridad humana. Cuando se llega a afirmar impunemente que Cristo no sabía que iba a morir y que su muerte no tiene otra explicación que ser el resultado de un enfrentamiento fáctico con los poderosos de su tiempo, de modo que Cristo no ledlo un sentido redentor, cuando se silencia en la predicación todo el tema del más allá y de la posibilidad de la condenación (llevamos ya treinta años sin predicar del más allá), cuando se plerde la conciencia de la necesidad que tiene el hombre de la grac1a divina incluso para cumplir las exigencias de una vida natural, cuando se olvida la existencia del pecado original... entonces se pone en juego la redención de Cristo.9
Se suele hablar de Jesús (más que de Cristo), pero en el sentido de un ejemplo para el comportamiento humano no como redentor de servidumbres de las que el hombre no se, podría liberar por sí mismo. Reduciendo a Jesús a ejemplo de un comportamiento humano y solidario, es lógico que su divinidad se convierta en algo superfluo. Decía un profesor de cristología que «¿Jesús es Dios?, ¿y a mí, qué?»
Indudablemente, los milagros de Cristo y el carácter histórico de su resurrección quedan oscurecidos desde la teología desmitificadora de Bultmann. La teología de la secularización respondía, pues (y responde), a una profunda crisis de fe en la que Dios queda relegado a la trascendencia de la nube, y el hombre, disfrutando de una autonomía que le permita dirigir por sí mismo su vida. Estamos todavía pagando las consecuencias de todo ello.
A partir de esta concepción secularizada, es lógico que se hiciera la guerra a todo signo exterior de lo sagrado. Había una especial alergia a todo signo exterior. Se le consideraba como contrario a, la legítima autonomía de lo mundano y como Interferencia provocadora. Y este es el error antropológico que comete la teología de la secularización. En los sacerdotes respondía a la crisis de fe que vivían; en los seglares suponía la pérdida de todo signo que pudiera conducirles a lo trascendente. Los sacerdotes habían olvidado que la fe, que es don de Dios, entra sin embargo por los ojos. La carencia de signos significa la carencia de Dios. La secularización que muchos clérigos vivían condujo, en muchos casos, a la pérdida de fe o al menos a la pérdida de la práctica religiosa por parte de muchos de nuestros seglares. Una fe que no se expresa es una fe que no existe. El signo es una ley de la antropología que se negaba a Dios en nombre de una fe más pura, que al final desaparece.
Así la secularización del mundo se ha unido a la secularización de la Iglesia: el resultado es la pérdida de la fe en gran parte de Europa y la reducción de la práctica religiosa, la ausencia de vocaciones y la relajación de la vida consagrada.
Indudablemente, todo este proceso de secularización (presente también en la teología de la liberación) que hemos presentado aquí no es un proceso que abarque a toda la Iglesia. La
Iglesia sigue y seguirá poseyendo siempre hombres de plena fidelidad que tienden ante todo a la santidad y que son, por el designio de la providencia, muchas veces incomprendidos y marginados. No queremos dar la impresión de que todo en la Iglesia sea secularización e infidelidad, ni mucho menos. Ésta es la Iglesia de Cristo y seguirá adelante a pesar de nosotros mismos. Pero nadie puede negar que ese proceso de secularización siga siendo real. Repetimos que no podemos afirmar categóricamente que todo ese proceso sea obra del maligno. En el proceso de secularización influye la mentalidad misma del mundo y, en el fondo, los principios de la Ilustración. Pero tampoco se puede negar que, en conjunto, sea un proceso anti-Cristo, por lo que nos preguntamos a modo de sugerencia si en él no se da también el influjo del maligno. No se trata ya de la negación de uno u otro dogma, sino de un ataque frontal al cristianismo. Lo que muchos han rechazado en este proceso ha sido y es el carácter central de Cristo en nuestra vida y en la misma historia. Lo que se pretende en el fondo es la vuelta al Dios de leísmo, a la autonomía total del hombre en el campo de la moral, lo cual hace inútil a Cristo mismo. Cristo sería en todo caso un complemento decorativo, la culminación de todo lo humano, pero no el redentor de todo hombre, impotente por sí mismo para vencer al pecado y la muerte. Allí, pues, donde se desfigura el carácter central de Cristo, ¿no podemos decir que está presente la acción del diablo? Es simplemente una pregunta.
El caso es que el diablo tiene además un estilo a la hora de actuar: pasar desapercibido. El demonio trabaja mucho mejor con los parámetros «políticamente correctos» de nuestra sociedad secularizada. Decía Baudelaire que la plus belle ruse du diable est de nous persuader qu’il n’exíste pas 19 (la mayor astucia del diablo es la de persuadimos de que no existe). Y justamente nadie pensaba en el demonio cuando la teología de la secularización dominó en la Iglesia. Era una teología que se presentaba en nombre de la madurez humana y de la ciencia. Y, sin embargo, ninguna teología separa tanto al hombre de Dios. Su influjo se dejó y se deja sentir aún en la Iglesia y en la sociedad. Hoy todavía duran sus efectos.
Y termino con un párrafo del cardenal Suenens, antiguo arzobispo de Bruselas, uno de los principales artífices del Vaticano II, que luchaba por la renovación y el progreso de la Iglesia. Decía al final de su libro Renouveau et puíssances desténebres: «Acabo estas páginas, confieso que yo mismo me siento interpelado, ya que me doy cuenta de que a lo largo de mi ministerio pastoral no he subrayado bastante la realidad de las potencias del mal que actúan en nuestro mundo contemporáneo y la necesidad del combate espiritual que se impone entre nosotros»20.
19 C. BAUDELAIRE, Petits poémes en prosa, en Oeuvres complétes (París 1969) 169. 
20. Citado por G. HUBER, El diablo hay (Madrid 1996) 15

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Julián del Casal

Modesto empleado de Hacienda, perdió su empleo cuando inició la publicación de La Sociedad de la Habana, cuyo primer capitulo contenía alusiones mordaces para la familia del gobernador; la publicación fue suspendida por orden de las autoridades. Dedicado íntegramente a las letras, vivió primero en un cuarto de la redacción de La Habana Elegante; hizo un viaje de pocos meses a España, donde trabó amistad con Salvador Rueda, y al volver se hospedó en un cuarto de la redacción de El País, por no disponer de medios de subsistencia. Una rotura de aneurisma acabó tempranamente con su vida.

Considerado uno de los precursores del modernismo en la literatura hispanoamericana, Casal incorporó a las letras cubanas y a las de toda Hispanoamérica el tono de una nueva sensibilidad, y fue el creador de algunas nuevas combinaciones métricas que el modernismo generalizó. Maestro del soneto endecasílabo (Pax Animae, Salomé), intentó también el dodecasílabo y el alejandrino (Profanación); bello ejemplo de verso eneasílabo es Tarde de lluvia, y, de verso en diez sílabas, Horridum Somnium. Casal representa una anticipación del movimiento modernista, que en Cuba fue interrumpido en su desarrollo por la última guerra de independencia.
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Julián de Casal conoció a Rubén Darío en 1892, poco antes de morir, por lo que poca pudo ser la influencia rubeniana en su obra; fue más bien Casal quien influyó poderosamente en el alma lírica de Rubén Darlo. Aunque su inspiración enfermiza nos haga recordar a Gustavo Adolfo Bécquer, Julián de Casal no es un posromántico, sino un renovador, maestro de la rima y de las formas métricas que tanto habría de cultivar el modernismo; no se detiene en Heine: pasa por Gautier, Verlaine y Baudelaire, y forja una lírica de inquietud íntima que expresa una angustia de sentido universal desde una oscura habitación de La Habana. Poeta cubano de la angustia, como ha sido llamado, Casal sentía una apasionada inclinación hacia una niña de alma lírica que se llamaba Juana Borrero, a la que cantó en redondillas; como contagiada de la mortal angustia del poeta, la joven murió tres años después que él, a los diecinueve de edad.  
Extraído de:


Autobiografía

Nací en Cuba. El sendero de la vida
Firme atravieso, con ligero paso,
Sin que encorve mi espalda vigorosa
La carga abrumadora de los años.

Al pasar por las verdes alamedas,
Cogido tiernamente de la mano,
Mientras cortaba las fragantes flores
O bebía la lumbre de los astros,

Vi la Muerte, cual pérfido bandido,
Abalanzarse rauda ante mi paso
Y herir a mis amantes compañeros,

Dejandome, en el mundo, solitario,
¡Cuán difícil me fue marchar sin guía!
¡Cuántos escollos ante mí se alzaron!



¡Cuán ásperas hallé todas las cuestas!
Y¡cuán lóbregos todos los espacios!
¡Cuántas veces la estrella matutina
Alumbró, con fulgores argentados,
La huella ensangrentada que mi planta
Iba dejando, en los desiertos campos,
Recorridos en noches tormentosas,
Entre el fragor horrísono del rayo,
Bajo las gotas frías de la lluvia
Ya la luz funeral de los relámpagos!

Mi juventud, herida ya de muerte,
Empieza a agonizar entre mis brazos,
Sin que la puedan reanimar mis besos,
Sin que la puedan consolar mis cantos.
Y al ver, en su semblante cadavérico,
De sus pupilas el fulgor opaco
—Igual al de un espejo desbruñido—,
Siento que el corazón sube a mis labios,
Cual si en mi pecho la rodilla hincara
Joven titan de miembros acerados.

Para olvidar entonces las tristezas
Que, como nube de voraces pájaros
Al fruto de oro entre las verdes ramas,
Dejan mi corazón despedazado,
Refugióme del Arte en los misterios
O de la hermosa Aspasia entre los brazos.

Guardo siempre, en el fondo de mi alma,
Cual hostia blanca en cáliz Cincelado,
La purísima fe de mis mayores,
Que por ella, en los tiempos legendarios,
Subieron a la pira del martirio,
Con su firmeza heroica de cristianos,
La esperanza del cielo en las miradas
Y el perdón generoso entre los labios.

Mi espíritu, voluble y enfermizo,
Lleno de la nostalgia del pasado,
Ora ansía el rumor de las batallas,
Ora la paz de silencioso claustro,
Hasta que pueda despojarse un día
——Como un mendigo del postrer andrajo-,
Del pesar que dejaron en su seno
Los difuntos ensueños abortados.

Indiferente a todo lo visible,
Ni el mal me atrae, ni ante el bien me extasío,
Como si dentro de mi ser llevara
El cadáver de un Dios, ¡de mi entusiasmo!

Libre de abrumadoras ambiciones,
Soporto de la vida el rudo fardo,
Porque me alienta el formidable orgullo
De vivir, ni envidioso ni envidiado,
Persiguiendo fantásticas visiones,
Mientras se arrastran otros por el fango
Para extraer un átomo de oro
Del fondo pestilente de un pantano.

Acuarela

Sentada al pie del robusto
Tronco de frondosa ceiba,
Cuyas ramas tembladeras,
De verdes hojas cubiertas,

Ya se levantan al cielo,  
Ya se inclinan a la tierra;
Encontré una pobre anciana
Abandonada y enferma,
Pálida como la muerte,
Triste como la miseria.

Asomaba a sus pupilas
La medrosa luz incierta
Que irradian en el ocaso
Las moribundas estrellas,
Y a su semblante marchito
La glacial indiferencia
Que en la ancianidad temida
Del corazón se apodera
Para hacer breves las dichas
Y eternales las tristezas.

En vano ante sus miradas
Errantes y soñolientas,
La creación esplendente
Ostentaba sus bellezas:
Y ni el canto de las aves
Ocultas en la arboleda;
Ni los purpurinos rayos
Del Sol rasgando la niebla;
Ni las áureas mariposas
Temblando en las azucenas;

Ni las nacaradas nubes
De las regiones aéreas;
Ni los primeros aromas
De los lirios y violetas,
Despertaban en su alma
Una esperanza risueña,
De esas cuya luz brillante
A nuestros ojos presentan
Mucho más azul el cielo,
Mucho más verde la tierra.

Todo para ella estaba
Circundado de tinieblas,
Como su mente sombría
De crueles recuerdos llena,
Y entre las huesosas manos
Escondía su cabeza
Que a la tierra se inclinaba,
Como si buscase en ella
Término a su desventura,
Principio a una paz eterna.

No pudiendo consolarla
En su infortunio y pobreza,
Apartéme de su lado,
Y al volver más tarde a verla,
Tendida la hallé en un lecho
Formado con hojas secas,
Caído el rígido cuello
Sobre ennegrecida piedra,
Lívido el rostro arrugado,
Oculta en ropas mugrientas,
Los párpados entreabiertos,
Húmedas las blancas greñas.

Los pajarillos cantaban
Una canción lastimera
¡Sólo la ceiba frondosa
Lloraba a la anciana muerta!






Tras la ventana

A través del cristal de mi ventana,
Por los rayos del sol iluminado,
Una alegre mañana
De la verde y hermosa primavera
De esas en que se cubre el fresco prado
De blancos lirios y purpúreas rosas,
La atmósfera de aromas y canciones,
El cielo azul de vivos luminares,
 De alegría los tristes corazones
Y la mente de ideas luminosas,
Yo vi cruzar, por los cerúleos mares,
Al impulso del viento,
Ligera y voladora navecilla
Que, en blando movimiento,
Se iba alejando de la triste orilla.

¿Espiritual doncella,
En brazos de su amante reclinada?
Iba en la nave aquella;
Y entonaban tan dulces barcarolas
Que de la mar brillante y azulada
Las transparentes olas
Parecían abrir el blanco seno,
Para guardar los ecos armoniosos
De aquellos tiernos cantos amorosos,
Donde vibraba la pasión ardiente
Que hizo estallar el beso de Paolo
De Francesca en el labio sonriente

La rubia cabellera de la hermosa
En largos rizos de oro descendía
Por su mórbida espalda
Que, hecha de nieve y rosa parecía,
Mientras al border de su blanca falda
Asomaba su pie breve y pulido,
Como su cuello asoma,
Entre las ramas del caliente nido,
Enamorada y cándida paloma
Sus pálidas mejillas,
Al escuchar el argentino acento
Del galante mancebo enamorado,
Iban tomando ese matiz rosado
Que ostentan en sus vividas corolas
Del ígneo sol al resplandor dorado,
Las frescas y encendidas amapolas.

Yo, al oír los eróticos cantares
De aquellos dos amantes que cruzaban
Por los serenos mares,
Realizando las dichas que soñaban,
Desde mi estancia lóbrega y desierta
Pensaba en mi adorada,
Para esos goces muerta;
La que sacó mi alma de la nada
Infundiéndole vida
Con la brillante luz de su mirada;
Aquella que hoy reposa,
Libre de los rigores de la suerte,
En solitaria fosa,
Dormida por el beso de la muerte.

Y cuando el áureo sol de otra mañana,
Rompiendo de la noche el negro manto,
Vino a herir el cristal de mi ventana,
Evaporose en mi mejilla el llanto
Que me arrancó del alma aquella escena
Tan triste y tan hermosa,
Que aún su recuerdo llena
De luz y sombra mi alma tenebrosa.


El puente
(Imitación de Víctor Hugo)

Una noche sombría y pavorosa
Que a lo infinito aterrador miraba,
Y, a través de las lóbregas tinieblas
De la celeste bóveda enlutada,
La faz de Dios resplandecer veía,
Exclamó, llena de ansiedad, mi alma
-¿Por que puente seguro y gigantesco
Podré subir a las regiones altas,  
Para el triste mortal desconocidas,
Donde el gran Creador tiene su estancia?
Y una blanca visión respondió entonces,
Con armoniosa voz nunca escuchada:
—Yo te haré un puente si subir deseas.
—¿Cuál es tu nombre? -—dije. —La Plegaria.



            El anhelo del monarca
(Imitación de Copée)

Bajo el purpúreo dosel
De su trono esplendoroso,
Un monarca poderoso
Ve pasar su pueblo fiel.

Arden en los pebeteros
Los perfumes orientales
Que, en azules espirales,
Cruzan los aires ligeros.

Con arrogante apostura
La hueste guerrera avanza,
Mostrando la férrea lanza
Y la fulgente armadura.

Ondean los pabellones
Por el viento desplegados,
En los muros elevados
De los fuertes torreones.

Como el rey entristecido
Su cabeza doblegaba,
Pareciendo que buscaba
De algún pesar el olvido,

Vióse hasta el trono subir
Una mujer seductora,
Y, con voz encantadora,
Así comenzó a decir:

—¡Oh, gran rey! ¿Qué pena impía
Nubla tu frente serena,
Y tu alma piadosa llena
De mortal melancolía?

¿Quieres gloria? Tus legiones
La Tierra conquistarán,
Y ante tus plantas vendrán
A postrarse las naciones.

¿Quieres legar a la historia
Un soberbio monumento
Que suba hasta el firmamento
Y eternice tu memoria?

¿Quieres gozar? Mil mujeres,
De arrobadora belleza,
Disiparán tu tristeza,
Colmándote de placeres.

Habla. Tu capricho es ley
Que al instante cumpliremos.
¡Sólo tu dicha queremos!
¡Tú, sólo eres nuestro rey!

El rey, lleno de amargura,
La cabeza levantó,
Y a la hermosa contestó:
—¡Cavadme la sepultura!


Confidencia

—¿Por qué lloras, mi pálida adorada
Y doblas la cabeza sobre el pecho?
—Una idea me tiene torturada
Y siento el corazón pedazos hecho.

—Dímela: —¿No te amaron en la vida?
—¡Nunca! —Si mientes, permanezco seria.
—Pues oye: sólo tuve una querida
Que me fue siempre fiel. —¿Quién? —La Miseria.




El adiós del polaco

Al pie de la blanca reja
De una entreabierta ventana,
Donde la luz se refleja
De la naciente mañana,

Está un polaco guerrero
Henchido de patrio ardor,
Dando así su adiós postrero
A la virgen de su amor.

—¿No escuchas el sonido
Del clarín estruendoso de batalla
Y el hórrido estampido
Del tronante cañón y la metralla?

¿No ves alzarse al cielo
Rojo vapor de sangre que aún humea,
Mezclándose en su vuelo
Al humo negro de incendiaria tea?

¿No ves las numerosas
Huestes bajar desde la cumbre al llano,
Hollando las hermosas
Flores que esparce pródigo el verano?

¿No ves a los tiranos
Desgarrar de la patria inmaculada,
Con infamantes manos,
La veste azul de perlas recamada?

Polonia, enardecida
Por el rigor de sus constantes penas,
Alzase decidida
A romper para siempre sus cadenas.

Al grito de venganza
Sus esforzados hijos valerosos,
Empuñando la lanza,
Se arrojan al combate presurosos.

Tu amor abandonando
Audaz me lanzo a la feroz pelea,
Pobre paria buscando
Muerte a la luz de redentora idea.

Ni el tiempo ni la ausencia
Harán que olvide tu cariño tierno.
¡En la humana existencia
Sólo el primer amor es el eterno!

Adiós. Si de la gloria
A merecer no alcanzo los favores
Conserva en tu memoria
El recuerdo feliz de mis amores.

Dame el último beso
Con el postrer adiós de la partida,
Para llevarlo impreso
Hasta el postrer instante de la vida.

Dijo. La joven lo estrecha
En sus brazos, con pasión,
En llanto amargo deshecha,
Oprimido el corazón.

Veloz como el raudo viento,
Él al combate voló.
¡Siempre al patriótico acento
El amor enmudeció!

 
La mayor tristeza
Soneto

¡Triste del que atraviesa solitario
El árido camino de la vida
Sin encontrar la hermosa prometida
Que lo ayude a subir hasta el Calvario!

¡Triste del que, en recóndito santuario,
Le pide a Dios que avive la extinguida
Fe que lleva en el alma dolorida
Cual seca flor en roto relicario!

¡Pero más triste del que, en honda calma
Sin creer en Dios ni en la mujer hermosa,
Sufre el azote de la humana suerte,

Y siente; descender sobre su alma,
Cual sudario de niebla tenebrosa,
El silencio profundo de la muerte!




Las palomas
(Imitación de Teófilo Gautier)

Sobre la verde palmera
Que sombrea blanca fosa,
Viene en la noche a posarse
Nivea banda de palomas.

Pero al brillar en el cielo
La roja luz de la aurora,
Como collar desgranado,
Se dispersan las palomas.

Mi alma es como esa palmera:
De noche, ensueños de rosa,
A ella vienen, y de día
Huyen como las palomas.


Quimeras

Si escuchas, ¡oh, adorada soñadora!
Mis amorosas súplicas,
Siempre serás la reina de mi alma
Y mi alma la fiel esclava tuya.

Mandaré construir, en fresco bosque
De florida, verdura,
Regio castillo de pulido jaspe
Donde pueda olvidar mi eterna angustia.

Tendrás, en ricos cofres perfumados,
Para ornar tu hermosura,
Ajorcas de oro, gruesos brazaletes,
Finos collares y moriscas lunas,

Para cubrir los mórbidos contornos
De tu espalda desnuda,
Hecha de nieve y perfumada rosa,
Mantos suntuosos de brillante púrpura,

Te llevará, por lagos cristalinos,
En las noches de luna,
Azul góndola rauda, conducida
Por blancos cisnes de sedosas plumas,

Haré surgir, para encantar tus ojos,
En las selvas incultas,
Cascadas de fulgente pedrería,
Soles dorados y rosadas brumas.

Admirará tus formas virginales
De viviente escultura,
Un Leonardo de Vinci que trasmita
Al mundo entero tu belleza oculta.

Si sientes que las cóleras antiguas
Surgen de tu alma pura,
Tendrás, para azotarlas fieramente,
Negras espaldas de mujeres nubias.

Y si anhelas tener tus pajecillos
Para delicia suma,
Iré a buscar los blondos serafines
Que cantan el hosanna en las alturas.

Mas si te arranca la implacable Muerte
De la mansión augusta,
Donde serás la reina de mi alma
Y mi alma la fiel esclava tuya,

Yo guardaré en mi espíritu sombrío
Tu lánguida hermosura
Como guarda la adelfa en su corola
El rayo amarillento de la Luna.



La urna

Cuando era niño, tenía
Fina urna de cristal,
Con la imagen de María,
Ante la cual balbucía
Mi plegaria matinal.

Siendo joven, coloqué,
Tras los pulidos cristales,
La imagen de la que amé
Y a cuyas plantas rimé
Mis estrofas mundanales.

Muerta ya mi fe pasada
Y la pasión que sentía,
Veo, con mirada fría,
Que está la urna sagrada
Como mi alma: vacía.






El arte
Soneto

Cuando la vida, como fardo inmenso,
Posa sobre el espíritu cansado
Y ante el último Dios flota quemado
El postrer grano de fragante incienso;

Cuando probamos, con afán intenso,
De todo amargo fruto envenenado,
Y el hastío, con rostro enmascarado,
Nos sale al paso en el camino extenso;

El alma grande, solitaria y pura
Que la mezquina realidad desdeña,
Halla en el Arte dichas ignoradas,

Como el alción, en fría noche oscura,
Asilo busca en la musgosa peña
Que inunda el mar azul de olas plateadas.



Al mismo
(Enviándole mi retrato)

No busques tras el mármol de mi frente
Del ideal la esplendorosa llama
Que hacia el templo marmóreo de la fama
Encaminó mi paso adolescente;

Ni tras el rojo labio sonriente
La paz del corazón de quien te ama,
Que entre el verdor de la florida rama
Ocúltase la pérfida serpiente.

Despójate de vanas ilusiones,
Clava en mi rostro tu mirada fria
Como su pico el pájaro en el fruto,

Y sólo encontrarás en mis facciones
La indiferencia del que nada ansia
O la fatiga corporal del bruto.



Pax anime

No me habléis más de dichas terrenales
Que no ansío gustar. Está ya muerto
Mi corazón, y en su recinto abierto
Sólo entrarán los cuervos sepulcrales.
 

Del pasado no llevo las señales
Y a veces de que existo no estoy cierto,
Porque es la vida para mi un desierto
Poblado de figuras espectrales,

No veo más que un astro oscurecido

Por brumas de crepúsculo lluvioso,
Y, entre el silencio de sopor profundo,
 

Tan sólo llega a percibir mi oído
Algo extraño y confuso y misterioso
Que me arrastra muy lejos de este mundo.



A mi madre

No fuiste una mujer, sino una santa
Que murió de dar vida a un desdichado,
Pues salí de tu seno delicado
Como sale una espina de una planta.

Hoy que tu dulce imagen se levanta
Del fondo de mi lóbrego pasado,
El llanto está a mis ojos asomado,
Los sollozos comprimen mi garganta


Y aunque yazgas trocada en polvo yerto,
Sin ofrecerme bienhechor arrimo,
Como quiera que estés siempre te adoro,

Porque me dice el corazón que has muerto
Por no oírme gemir, como ahora gimo,
Por no verme llorar, como ahora lloro.





Mi padre

Rostro de asceta en que el dolor se advierte
Como el frío en el disco de la Luna,
Mirada en que al amor del bien se aduna
La firme voluntad del hombre fuerte.

Tuvo el alma más triste que la muerte
Sin que sufriera alteración alguna,
Ya al sentir el favor de la fortuna,
Ya los rigores de la adversa suerte.

Abrasado de férvido idealismo,
Despojada de sombras la conciencia,
Sordo del mundo a las confusas voces,

En la corriente azul del misticismo
Logró apagar al fin de la existencia.
Su sed ardiente de inmortales goces.

Paisaje espiritual

 

Perdió mi corazón el entusiasmo
Al penetrar en la mundana liza,

Cual la chispa al caer en la ceniza
Pierde el ardor en fugitivo espasmo.

Sumergido en estúpido marasmo
Mi pensamiento atónito agoniza

O al revivir, mis fuerzas paraliza
Mostrándome en la acción un vil sarcasmo

Y aunque no endulcen mi infernal tormento
Ni la Pasión, ni el Arte, ni la Ciencia,
Soporto los ultrajes de la suerte,


Porque en mi alma desolada siento,
El hastío glacial de la existencia
Y el horror infinito de la muerte.

 



 A la primavera

Rasgando las neblinas del Invierno

Como velo sutil de níveo encaje,
Apareces envuelta en el ropaje
Donde fulgura tu verdor eterno.
 

El cielo se colora de azul tierno,
De rojo el Sol, de nácar el celaje,
Y hasta el postrer retoño del boscaje

Toma también tu verde sempiterno.

¡Cuán triste me parece tu llegada!
¡Qué insípidos tus dones conocidos!
¡Cómo al verte el hastío me consume!


Muere al fin, creadora ya agotada,
O brinda algo de nuevo a los sentidos
¡Ya un color, ya, un sonido, ya un perfume!


 



A un crítico

Yo sé que nunca llegaré a la cima
Donde abraza el artista a la Quimera
Que dotó de hermosura duradera
En la tela, en el mármol o en la rima;

Yo sé que el soplo extraño que me anima
Es un soplo de fuerza pasajera,
Y que el Olvido, el día que yo muera,
Abrirá para mí su oscura sima.

Mas sin que sienta de vivir antojos
Y sin que nada mi ambición despierte,
Tranquilo iré a dormir con los pequeños,

Si veo fulgurar ante mis ojos,
Hasta el instante mismo de la muerte,
Las visiones doradas de mis sueños,


 


A la castidad

Yo no amo la mujer, porque en su seno
Dura el amor lo que en la rama el fruto,
Y mi alma vistió de eterno luto
Y en mi cuerpo infiltró mortal veneno.

Ni con voz de ángel o lenguaje obsceno
Logra en mí enardecer al torpe bruto,
Que si le rinde varonil tributo
Agoniza al instante de odio lleno.
 

¡Oh, blanca Castidad! Sé el igneo faro
Que guíe el paso de mi planta inquieta
A través del erial de las pasiones,

Y otórgame, en mi horrendo desamparo,
Con los dulces ensueños del poeta
La calma de los puros corazones.

 



Al juez supremo

No arrancó la Ambición las quejas hondas
Ni el Orgullo inspiró los anatemas
Que atraviesan mis mórbidos poemas
Cual aves negras entre espigas blondas.

Aunque la Dicha terrenal me escondas
No a la voz de mis súplicas le temas,
Que ni lauros, ni honores, ni diademas
Turban de mi alma las dormidas ondas.

Si algún día mi férvida plegaria,
¡Oh, Dios mío! en blasfemia convertida
Vuela a herir tus oídos paternales,

Es que no siente mi alma solitaria,
En medio de la estepa de la vida,
El calor de las almas fraternales.


 


Flor de cieno

Yo soy como una choza solitaria
Que el viento huracanado desmorona
Y en cuyas piedras húmedas entona
Hosco búho, su endecha funeraria.
 

Por fuera sólo es urna cineraria
Sin inscripción, ni fecha, ni corona;
Mas dentro, donde el cieno se amontona,
Abre sus hojas fresca pasionaria,

Huyen los hombres al oír el canto
Del búho que en la atmósfera se pierde,
Y, sin que sepan reprimir su espanto,

No ven que, como planta siempre verde,
Entre el negro raudal de mi amargura
Guarda mi corazón su esencia pura.





Inquietud

Miseria helada, eclipse de ideales,
De morir joven triste certidumbre,
Cadenas de oprobiosa servidumbre,
Hedor de las tinieblas sepulcrales;

Centelleo de vividos puñales
Blandidos por ígnara muchedumbre,
Para arrojarnos desde altiva cumbre
Hasta el fondo de infectos lodazales;

Ante nada mi paso retrocede,
Pero aunque todo riesgo desafío,
Nada mi corazón perturba tanto,

Como pensar que un día darme puede
Todo lo que hoy me encanta, amargo hastío,
Todo lo que hoy me hastía, dulce encanto.






A un dictador

Noble y altivo, generoso y bueno
Apareciste en tu nativa tierra,
Como sobre la nieve de alta sierra,
De claro día el resplandor sereno;

Torpe ambición emponzoñó tu seno
Y en el bordón siniestro de la guerra,

Trocaste el sueño que tu polvo encierra
En abismo de llanto, sangre y cieno.

Mas si hoy execra tu memoria el hombre,
No del futuro en la extensión remota
Tus manes han de ser escarnecidos;


Porque tuviste paladín sin nombre,
En la hora cruel de la derrota
El supremo valor de los vencidos.



 


Tras una enfermedad

Ya la fiebre domada no consume;
El ardor de la sangre de mis venas,

Ni el peso de sus cálidas cadenas
Mi cuerpo débil sobre el lecho entume,

Ahora que mi espíritu presume
Hallarse libre de mortales penas,
Yque podrá ascender por las serenas
Regiones de la luz del perfume,

Haz, ¡oh Dios!, que no vean ya mis ojos
La horrible realidad que me contrista
Y que marche en la inmensa caravana,

O que la fiebre, con sus velos rojos,
Oculte para siempre ante mi vista
La desnudez de la miseria humana.


 

En un hospital
 

Tabernáculo abierto de dolores
Que ansia echar el mundo de su seno;
Como nube al estruendoso trueno
Que la puebla de lóbregos rumores;

Plácenme tus sombríos corredores
Con su ambiente impregnado del veneno
Que dilatan en su ámbito sereno,
Los males de tus tristes moradores.

Hoy que el dolor mi juventud agosta
Y que mi enfermo espíritu intranquilo
Ve su ensneño trocarse en hojarasca,

Pienso que tú serás la firme costa
Donde podré encontrar seguro asilo
En la hora fatal de la borrasca.



Envío

Viendo así retratada tu hermosura
Mis males olvidé. Dulces acordes
Quise arrancar del arpa de otros días
Y, al no ver retornar mis ilusiones,
Sintió mi corazón glacial tristeza
Evocando el recuerdo de esa noche,
Como debe sentirla el árbol seco
Mirando que, al volver las estaciones,
No renacen jamás sobre sus ramas
Los capullos fragantes de las flores
Que le arrancó de entre sus verdes hojas
El soplo de otoñales aquilones.



Nostalgias

Suspiro por las regiones
Donde vuelan los alciones
Sobre el mar,
Y el soplo helado del viento

Parece en su movimiento
Sollozar;
Donde la nieve que baja
Del firmamento amortaja
El verdor
De los campos olorosos
Y de ríos caudalosos
El rumor,
Donde ostenta siempre el cielo,
A través de aéreo velo,
Color gris;
En más hermosa la Luna
Y cada estrella más que una
Flor de lis.

II
 

Otras veces sólo ansío
Hogar en firme navío
A existir
En algún país remoto,
Sin pensar en el ignoto
Porvenir.
Ver otro cielo, otro monte,
Otra playa, otro horizonte,
Otro mar,
Otros pueblos, otras gentes
De maneras diferentes
De pensar.
¡Ah!, si yo un día pudiera,
Con qué júbilo partiera
Para Argel
Donde tiene la hermosura
El color y la frescura
De un clavel.
Después fuera en caravana
Por la llanura africana
Bajo el Sol
Que, con sus vivos destellos,
Pone un tinte a los camellos
Tornasol.
Ycuando el día expirara,
Mi árabe tienda plantara
En mitad
De la llanura ardorosa
Inundada de radiosa
Claridad.
Cambiando de rumbo luego,
Dejara el país del fuego
Para ir
Hasta el imperio florido
En que el opio da el olvido
Del vivir.
Vegetara allí contento
De alto bambú corpulento
junto al pie,

aspirando en rica estancia
La embriagadora fragancia
Que da el té.
De la Luna al claro brillo
lría al Río Amarillo
A esperar
La hora en que, el botón roto,

Comienza la flor del loto
A brillar.

O mi vista deslumbrara
Tanta maravilla rara

Que el buril
De artista, ignorado y pobre,
Graba en sándalo o en cobre
O en marfil.

Cuando tomara el hastío
En el espíritu mío
A reinar,

Cruzando el inmenso piélago
Fuera a taitano archipiélago
A encallar.
A aquél en que vieja historia
Asegura a mi memoria
Que se ve

El lago en que un hada peina
Los cabellos de la reina
Pomaré.
Así errabundo viviera
Sintiendo toda quimera
Rauda huir,
Y hasta olvidando la hora

Cierta y aterradora
De morir.

III

Mas no parto. Si partiera
Al instante yo quisiera

Regresar.
¡Ay! ¿Cuándo querrá el destino
Que yo pueda en mi camino
Reposar?




La reina de la sombra

A Rubén Darío

Tras el velo de gasa azulada
En que un astro de plata se abre
Ycon fúlgidos rayos alumbra
El camino del triste viandante,

En su hamaca de nubes se mece
Una diosa de formas fugaces
Que dirige a la tierra sombría
Su mirada de brillos astrales.

Mientras tienden las frías tinieblas
Pabellones de sombra en los valles,
En las torres de griseos conventos
Y en los viejos castillos feudales,

Donde en nichos orlados de hiedra
Anidaron fatídicas aves
Que, al sentir el horror de la sombra,
Abalánzanse ciegas al aire,
Abandona la diosa serena
Su palacio de níveos celajes
Ysumerge sus miembros desnudos
En las ondas de plácidos mares.

Dc allí surge, a la luz de la Luna,

En esquife de rojos corales,
Velas negras y remos de oro,
Sobre el agua de tonos de nácares,
Donde riza su esquife ligero
Blanca estela en la onda espumante.
Al tocar en la playa desierta
Tal silencio en la sombra se esparce,
Que ella busca, transida de miedo,

El rumor de las locas ciudades
En que espera su sacra visita
Un cortejo de fieles amantes

Cuyas almas dolientes conservan,ç
Como lirios en túrbido estanque,
Las quimeras de días mejores

Entre llanto, entre hiel y entre sangre.

Aunque nunca brotó de sus labios
La armonía fugaz de la frase,
Ni el perfume eternal de sus besos
Aspiraron los labios mortales,
Ni en su seno florece la vida,
Ni ha estrechado en sus brazos a nadie,

Con su sola presencia difunde
Tanta dicha en sus tristes amantes,
Que parece abrigar la ternura
Que concentra en sus ojos la madre

Para el hijo infeliz que la llora
Junto al negro ataúd en que yace.
 

Cuando llega, rodeada de brumas,
Bajo un velo de nítido encaje
Salpicado de frescas violetas,
Ella ostenta en su dulce semblante
Palideces heladas de luna,
En sus ojos, verdores de sauce,
Y en sus manos un lirio oloroso
Emperlado de gotas de sangre,
Que satura el ambiente cercano
De celeste perfume enervante.
¡Cómo al verla, reinando en la sombra,
Donde sólo en vivir se complace,
Se despierta en mi mente nublada
De los sueños el vívido enjambre!
¡Cómo agita mis nervios dormidos
Disipando mis tedios mortales!
¡Cuántas cosas me dice en silencio!
¡Qué dulzura en mi ánimo esparce!

¡Cuántas penas del mundo me lleva!
¡Cuántas dichas del cielo me trae!
Esa diosa es mi musa adorada,
La que inspira mis cantos fugaces,
Donde sangran mis viejas heridas
Y sollozan mis nuevos pesares.
Ora muestra su rostro de virgen
O su torso de extraña bacante,
Yo con ella, sereno y gozoso,
Mientras venga en la sombra a mirarme
Cruzaré los desiertos terrestres,
Sin que nunca mi paso desmaye,
Ya me lleve por senda de rosas,
Ya me interne entre abrojos punzantes.




Paisaje de verano

Polvo y moscas. Atmósfera plomiza
Donde retumba el tabletear del trueno
Y, como cisnes entre inmundo cieno,
Nubes blancas en. cielo de ceniza.
 

El mar sus ondas glaucas paraliza,
Y el relámpago, encima de su seno,
Del horizonte en el confín sereno
Traza su rauda exhalación rojiza.

El árbol soñoliento cabecea,
Honda calma se cierne largo instante,
llienden el aire rápidas gaviotas,

El rayo en el espacio centellea,
Ysobre el dorso de la tierra humeante
Baja la lluvia en crepitantes gotas.

 

En  un álbum


¿Qué es un álbum? Un cofre de alabastro,
Donde arroja el talento del artista
Un recuerdo brillante como un astro

Una perla, un rubí o una amatista..,

Pueda el que mi amistad aquí te arroja;
Si deja en tu memoria alguna huella,
Conservar la pureza de esta hoja
Y el fulgor misterioso de una estrella.
 



Canas

¡Oh, canas de los viejos ermitaños
Que, cual nieve de cumbres desoladas
No las vieron, brotar ojos extraños,
Ni alisaron jamás manos amadas!.

¡Oh canas de los viejos ermitaños!

¡Oh, canas de los viejos soñadores;
Caminando en tropel hacia el olvido
Bajo el áspero fardo de dolores
Que habéis de la existencia recibido.

¡Oh, canas de los viejos soñadores!

¡Oh, canas de los viejos criminales!
Que en medio de las lóbregas prisiones
Blanquearon vuestros cráneos infernales,
Al morir vuestras dulces ilusiones,
¡Oh, canas de los viejos criminales!


¡Oh, ranas de las viejas pecadoras!
A las que arroja el mundo sus reproches,
Que tuvisteis la luz de las auroras
O la sombra azulada de las noches,

¡Oh, canas de las viejas pecadoras!
Emblema sois del sufrimiento humano
Y brillando del joven en la frente;
O en las hondas arrugas del anciano,
Mi alma os venera, porque eternamente
Emblema sois del sufrimiento humano.



 
Crepuscular

Como vientre rajado sangra el ocaso,
Manchando con sus chorros de sangre humeante
De la celeste bóveda el azul raso,
De la mar estañada la onda espejeante.

Alzan sus moles húmedas los arrecifes
Donde el chirrido agudo de las gaviotas,
Mezclado a los crujidos de los esquifes,
Agujerea el aire de extrañas notas.

Va la sombra extendiendo sus pabellones,
Rodea el horizonte cinta de plata,
Y, dejando las brumas hechas jirones,

Parece cada faro flor escarlata.

Como ramos que ornaron senos de ondinas
Y que surgen nadando de infecto lodo,
Vagan sobre las ondas algas marinas
lmpregnadas de espumas, salitre y yodo.


Ábrense las estrellas como pupilas,
Imitan los celajes negruzcas focas
Y, extinguíendo las voces de las esquilas,
Pasa el viento ladrando sobre las rocas.




Nihílismo
 

Voz inefable que a mi estancia llega
En medio de las sombras de la noche,
Por arrastrarme hacia la vida brega
Con las dulces cadencias del reproche

Yo la escucho vibrar en mis oídos,
Como al pie de olorosa enredadera
Los gorjeos que salen de los nidos

Indiferente escucha herida fiera.

¿A qué llamarme al campo del combate
Con la promesa de terrenos bienes,

Si ya mi corazón por nada late
Ni oigo la idea martillar mis sienes?

Reservad los laureles de la fama,
Para aquellos que fueron mis hermanos;
Yo, cual fruto caído de la rama,
Aguardo los famélicos gusanos,

Nadie extrañe mis ásperas querellas
Mi vida, atormentada de rigores,

Es un cielo que nunca tuvo estrellas,
Es un árbol que nunca tuvo flores.

De todo lo que he amado en este mundo,
Guardo, como perenne recompensa,
Dentro del corazón; tedio profundo,
Dentro del pensamiento, sombra densa.

Amor, patria, familia, gloria, rango,
Sueños de calurosa fantasía,
Cual nelumbios abiertos entre el fango
Sólo vivisteis en mi alma un día.

Hacia país desconocido a bordo
Por el embozo del desdén cubierto
Para todo gemido estoy ya sordo,
Para toda sonrisa estoy ya muerto.

Siempre el destino mi labor humilla,
O en males deja mi ambición trocada,
Donde arroja, mi mano una semilla
Brota luego una flor emponzoñada.

Ni en retornar la vista hacia el pasado
Goce encuentra mi espíritu abatido,
Yo no quiero gozar como he gozado,
Yo no quiero sufrir como he sufrido.

Nada del porvenir a mi alma asombra,
Y nada del presente juzgo bueno;
Si miro al horizonte, todo es sombra
Si me inclino a la tierra, todo es cieno;

Y nunca alcanzará en mi desventura

Lo que un día mi alma ansiosa quiso;
Después de atravesar la selva oscura
Beatriz no ha de mostrarme el Paraíso;

Ansias de aniquilarme sólo siento
O de vivir en mi eternal pobreza
 

Con mi fiel compañero, el descontento,
Y mi pálida novia, la tristeza.
 




Marina

Náufrago bergantín de quilla rota,
Mástil crujiente y velas desgarradas,
Írguese entre las olas encrespadas
O se sumerge en su extensión ignota.

Desnudo cuerpo de mujer que azota
El viento con sus ráfagas heladas,
En sudario de espumas argentadas
Sobre las aguas verdinegras flota.

Cuervo marino de azuladas plumas
Olfatea el cadáver nacarado
Y, revelando en caprichosos giros,


Alza su pico entre las frías brumas
Un brazalete de oro, constelado
De diamantes, rubíes y zafiros.

 


Obstinación

Pisotear el laurel que se fecunda
Con las gotas de sangre de tus venas;
Deshojar, como ramo de azucenas,
Tus sueños de oro entre la plebe inmunda;

Doblar el cuello a la servil coyunda
Y, encorvado por ásperas cadenas,
Dejar que en el abismo de tus penas

El sol de tu ambición sus rayos hunda;

Tal es ¡oh, soñador! la ley tirana
Que te impone la vida en su carrera;

Pero, sordo a esa ley que tu alma asombra,

Pasas altivo entre la turba humana,
Mostrando inmaculada tu quimera,

Como pasa una estrella por la sombra.

 


Bohemios

Sombríos, encrespados los cabellos,
Tostada la color, la barba hirsuta,

Empolvados los pies, rojos los cuellos,
Mordiendo la corteza de agria fruta,

Sin que el temor en vuestras almas quepa,
Ni os señale el capricho rumbo cierto,
Os perdéis en las nieves de la estepa

O en las rojas arenas del desierto;

Mujeres de mirada abrasadora
Siguen por los caminos vuestras huellas,
Ya al fulgor sonrosado de la aurora,
Ya a la argentada luz de las estrellas,

Una muestra en los brazos su chiquillo

Como la palma en su ramaje el fruto;
Otra acaricia el pomo de un cuchillo;
Viste aquella de rojo, ésta de luto.




Profanación

En tenebrosa cripta, donde solloza el viento
Como león herido en selvas africanas,
Rodeado por los cuerpos de hermosas cortesanas;
Que sangran en las losas del frío pavimento,

Vese un monarca anciano, de paso tremulento,
Luchar porque revivan sus vírgenes livianas,
Mas, al sentir que mueren sus ilusiones vanas,
Demanda a los cadáveres el goce de un momento;

Tal como el alma mía que, si en nefasta hora,
Siente de humana dicha la sed abrasadora,
Tiene de lo pasado que trasponer las puertas,

Alzar de sus ensueños el mármol funerario
Y en medio de las sombras que pueblan el osario,
Asirse a los despojos de sus venturas muertas.