martes, 29 de noviembre de 2016

San Juan Crisóstomo. La oración.




SAN JUAN CRISÓSTOMO Dr. (m. 407)


San Juan Crisóstomo, el “boca de oro” como le llamaban sus paisanos, fue el más grande orador de la Iglesia griega. Cuando trataron de consagrarlo Obispo, huyó a la soledad donde se dedicó a la penitencia y a la oración, y allí escribió su tratado De Sacerdocio. Tuvo que volver por enfermedad, y años más tarde, engañado, le llevaron a Constantinopla y allí se vio obligado a aceptar la sede episcopal de la segunda metrópolis más importante del mundo. Es el más excelso de los Padres griegos y una de las figuras más simpáticas de la antigüedad cristiana. Sus escritos son importantísimos y convincentes recomendando la asiduidad en la oración (PG 47-64).



¿Qué es la oración?



34. La oración es la muralla que nos defiende, es la armadura invencible, es el sacrificio expiatorio de nuestra alma y la base y fundamento de todos los bienes. Porque la oración no es otra cosa que un diálogo con Dios y una conversación con el Señor del universo. ¿Puede haber algo de mayor dicha que el ser uno considerado digno de conversar ininterrumpidamente con el Señor?

Y para que aprendas las grandezas de este bien, considera cuántos andan enloquecidos por las cosas de este mundo, que vienen a ser poco menos que sombras. Y cuando ven a uno que tiene trato con el rey y puede conversar continuamente con él, aunque sea un rey terrenal, ¿en qué concepto de grandeza le tienen? Le proclaman dichoso y le honran como a persona admirable y altísima, digno de altísimo honor.

Pues si a este hombre, que no dialoga más que con un congénere, con el que tiene en común la misma naturaleza y que sólo trata de asuntos terrenales y efímeros, y a pesar de todo es considerado tan digno de admiración, ¿qué se podría decir del que es considerado digno de conversar con Dios, y no sobre asuntos de la tierra, sino sobre la remisión de los pecados, sobre el perdón de las culpas, sobre la salvaguarda de los bienes ya otorgados, sobre los que le serán concedidos, que son todos bienes eternos? Este tal es mucho más dichoso incluso que el mismo que ciñe la diadema, con tal que por medio de la oración se gane el apoyo de lo alto (Catequesis Bautismales XI).



Nadie puede impedir que seamos buenos



35. Si nosotros de verdad nos decidimos a ser buenos, no hay nadie que nos lo pueda impedir. Mejor dicho, sí hay uno que quisiera impedírnoslo, y es el diablo; pero nada podrá conseguir de ti como tú de verdad te decidas a abrazar el bien y tengas de este modo a Dios por aliado tuyo en la lucha, acudiendo a El con la oración. Pero si tú no quieres, sino que te escapas, ¿cómo te va a ayudar? Dios no quiere salvarte a la fuerza y contra tu voluntad, sino cuando tú también lo quieras. ¿Qué harías tú mismo si tuvieras un criado que te aborreciera y abominara de ti y que no quisiera estar contigo? ¿Lo retendrías a tu lado por la fuerza? Pues con mucha más razón, Dios, que todo lo hace por tu salvación y no por su necesidad, no te querrá retener consigo contra tu voluntad. En cambio, con sólo que tú le muestres tu buena voluntad, jamás El te abandonará por más que el diablo haga lo que haga.



Fervor e insistencia en la oración



36. Por tanto, sólo nosotros tenemos la culpa de nuestra perdición. Porque ni acudimos a Dios, ni le rogamos y suplicamos como conviene. Y, cuando nos acercamos a El, no lo hacemos como quien va a cobrar una deuda, ni le rogamos con la fe conveniente y como quien reclama lo que se le debe, sino que todo lo hacemos como bostezando y con supina languidez.

Sin embargo, Dios quiere que le reclamemos lo que nos debe, y hasta nos lo agradece grandemente. El es el único deudor que quiere se le pida lo que debe, y cuando lo hacemos con insistencia nos da hasta lo que no nos debe. Pues cuando el que pide lo hace con gran fervor, aunque no nos deba nada, El nos paga su deuda; pero si nos ve remisos y perezosos, El también difiere el pago, no porque no quiera dar, sino porque gusta que se lo vayamos a reclamar.

Por eso nos puso el Señor el ejemplo de aquel amigo que se presentó a deshora de la noche a pedir pan (Lc. 11, 5-8), y el otro del juez que no temía a Dios, ni le importaban un bledo los hombres (Lc. 18, 1-8). Y no fueron sólo ejemplos, sino que El mismo mostró con los hechos la eficacia de la oración insistente al conceder tan alto favor a la mujer cananea. Por ésta, en efecto, nos mostró que a quienes piden con insistencia, les da hasta lo que, en cierta manera, parece que no debiera darles. “Porque no está bien, le dijo, quitarles el pan a los hijos y echárselo a los perros” (Mt. 15, 26). Y, sin embargo, se lo dio, por haber pedido con insistencia.

En los judíos, en cambio, nos puso el Señor de manifiesto que a los perezosos, no se les da ni siquiera lo que les pertenece. Porque ellos, no sólo no recibieron nada, sino que perdieron lo que tenían. Mirad el contraste: aquéllos por no pedir, no recibieron ni lo que era suyo; ésta, en cambio, por haber pedido fervorosamente, logró para sí lo ajeno. El perro se comió el pan de los hijos. Tan grande bien es la perseverancia. Por tanto, que fueres un perro, si insistes en pedir, serás preferido al hijo perezoso; pues en la oración, lo que no se puede conseguir por la amistad, se consigue por la insistencia.



Vanas excusas para no orar



37. No digas, pues: Dios es enemigo mío y no me escuchará. Porque si tú insistes sin desfallecimiento, pronto te contestará. Porque aunque no te escuche por amistad, lo hará al menos por tu importunidad. Por tanto: ni la enemistad, ni lo importuno de la hora, ni otra cosa alguna es impedimento.

Tampoco has de decir: “Yo no soy digno y por eso no hago oración”. Porque tampoco la cananea era digna y fue escuchada. Ni digas tampoco: “He pecado mucho y no puedo rogar al que tengo tan ofendido”; porque Dios no mira los merecimientos, sino la intención. Pues si aquella viuda del Evangelio logró doblegar con sus ruegos al juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres, ¿cuánto más inclinará hacia nosotros a Dios la continua oración, siendo El la suma bondad? Por tanto, aun cuando no fueras amigo suyo, aun cuando no tengas derecho a reclamarle una deuda, aun cuando te hubieras ausentado de la casa paterna y hubieras consumido y despilfarrado tu herencia, aun cuando estés deshonrado y seas el desecho del mundo, aun cuando le hayas ofendido e irritado grandemente, basta que quieras suplicarle y volverte a Él, para que al punto lo recobres todo, y, aplacando su ira anules la sentencia que contra ti tenía preparada.

Y para hacerlo ver el profeta, y declararnos cómo siempre tenemos a mano sus beneficios, decía: “Le hallaremos preparado como la aurora (Os. 6, 3): porque cuantas veces acudamos a El, veremos que nos estaba esperando.

Y si nada sacamos de la fuente caudalosa de su bondad, siempre manante, nuestra es por completo la culpa. Esto era lo que echaba en cara a los judíos, diciendo: “Mi misericordia como nube de madrugada”. Con lo cual quiere decir: Yo hice cuanto estaba de mi parte; pero, vosotros, a la manera del sol ardiente dando sobre la niebla y el rocío los disipa y los deshace, por vuestra mucha maldad reprimisteis mi inefable liberalidad.

Lo cual, a su vez, es propio de su providencia. Porque cuando nos ve indignos de ser favorecidos, contiene sus beneficios para no hacernos desidiosos…

Pero si nos convertimos un poquito, lo suficiente tan sólo para reconocer que pecamos, brota más que todas las fuentes: derrama más que el océano; y cuanto más hubieres recibido, tanto más se complace, y con eso se prepara a dar más de nuevo. Pues juzga riqueza propia, nuestra salvación el dar con largueza a los que le piden, como lo declara San Pablo, diciendo: “Rico para todos los que le invocan” (Rm. 10, 12).

Como que cuando no le pedimos es cuando se aira; cuando no le pedimos es cuando se aparta de nosotros.

Por tanto, no desconfiemos; antes, teniendo tales motivos y tan buenas esperanzas, aunque pequemos cada día, acudamos a El rogándole, suplicándole, pidiéndole el perdón de los pecados. Pues de esta manera seremos en adelante más difíciles en pecar, y echaremos fuera a Satanás, y excitaremos la misericordia de Dios (Hm. 22 In Mt. 28-34).



38. Nada hay mejor que la oración y coloquio con Dios… Me refiero, claro está, a aquella oración que no se hace por rutina, sino de corazón… (Hom. 6 sob. La orac.)

La oración es la luz del alma y verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Por ella, nuestro espíritu elevado hasta el cielo, abraza a Dios con brazos inefables; por ella, nuestro espíritu espera el cumplimiento de sus propios anhelos y recibe unos bienes que superan todo lo natural y visible (Ibíd.)



39. “Pedid y recibiréis…” Lo repite para recomendar a los justos v pecadores la confianza en la misericordia de Dios, y por eso añade: “Todo el que pide recibe”; es decir, ya sea justo, ya sea pecador, no dude al pedir, para que conste que no desprecia a nadie (Catanea Áurea I, pp. 428-29).

Quien te creó y redimió no quiere que cesen tus oraciones y desea que por la oración alcances todo lo que su bondad quiere concederte. Nunca niega sus beneficios a quien se los pide, y anima a los que oran a que no se cansen de orar (Ibíd. VI, p. 294).



40. Recuerda que no haces tu oración a los hombres sino a Dios. A Dios que está presente en todas partes, que te oye antes de que abras la boca, que sabe todos los secretos de tu corazón. Si así orases, recibirás una gran recompensa (Hm. 19, 3).



41. Es la oración la causa, el principio, la fuente y raíz de todos los bienes. No lo digo de las oraciones tibias, flojas e indiferentes; pues solamente lo entiendo de las que son vivas y que salen de un alma penetrada del arrepentimiento de sus pecados y de un corazón verdaderamente contrito, porque estas oraciones son las que verdaderamente tienen virtud para llegar hasta el cielo (Hm. 30 Dei Nat.).



42. No hay cosa que tanto nos haga crecer en la virtud como la frecuente oración y el tratar y conversar a menudo con Dios, porque con esto se viene a hacer el corazón generoso, espiritual y santo.

La oración es como una fuente en medio de un jardín o huerto, que sin ella todo está seco, y con ella todo se vuelve fresco y hermoso.

Así como no basta una lluvia o un riego para las tierras por buenas que sean, sino que son menester muchas lluvias y riegos, así también son necesarios muchos ratos de oración para que nuestra alma quede empapada y embebida en la virtud, conforme a aquello del profeta: “Siete veces al día te he dicho alabanzas” (Sal. 118, 104).



53. ¡Mira qué exceso de benignidad! Que nadie vea cuando tú oras, pero que la tierra sea testigo del favor con que te honró. Obedezcámosle entonces y no oremos en público ni aun delante de los enemigos. No pretendamos, además, enseñar a Dios el modo como El debe venir a nuestro encuentro y ayuda; si pues, manifestando nuestros casos a los abogados y defensores en los tribunales profanos, confiamos únicamente en ellos para que actúen en nuestra defensa, al buscar nuestros intereses como lo crean mejor, mayor razón tenemos de actuar así con Dios. ¿Le has manifestado tu causa? ¿Le has dicho lo que te pasa? Pues evita querer enseñarle cómo quieres que te ayude; El sabe con precisión todo lo que te conviene.

También hay muchos que cuando rezan enumeran una lista interminable de pedidos: “Señor, concédeme la salud del cuerpo; dame el doble de bienes de los que tengo, véngame de mi enemigo”. ¡Plegarias absurdas! Puestos a un lado todos los pedidos de tal género tú, suplica e implora como el publicano: “¡Oh Dios, ten piedad de mí pecador!” (Lc. 18, 13). Además, El sabe muy bien cómo ayudarte; está escrito: “Buscad primero el reino de Dios y todas estas cosas se os darán por añadidura” (Mt. 6, 33).



44. He aquí entonces la filosofía, mis queridos, que debemos practicar con empeño y humildad; golpeándonos el pecho, obtendremos cuanto hayamos pedido; rogando en cambio, llenos de orgullo e ira, seremos objeto de abominación y de desprecio delante de Dios. Destruyamos, entonces nuestro yo y humillémonos en lo íntimo del alma. Roguemos por nosotros y por quienes nos hacen sufrir. En efecto, si quieres ganarte al juez, convirtiéndolo en un defensor de tu vid y llevándolo a tu favor, que cada encuentro con El, no termine en un desencuentro con quien te ha hecho sufrir. Tal es, pues, el estilo de este juez: escucha y acepta sobre todo, las oraciones de quiénes oran por los enemigos y olvidan las ofensas recibidas. Por tanto, obtendrá la ayuda de Dios contra ellos si no se convierten a penitencia…



45. ¿Quizás Dios no podría concedernos lo que es bueno para nosotros, antes de que se lo pidamos, o concedernos una vida totalmente privada de aflicciones? Pues ¿por qué permite que seamos atribulados y no nos libera en seguida? ¿Por qué motivo? Francamente, para que le estemos siempre cerca, para implorar su ayuda, para que nos refugiemos en El invocándole continuamente en nuestro socorro.

Los dolores físicos, la carestía de los frutos de la tierra y el hambre, no tienen otro propósito que hacernos reconocer siempre dependientes de Él, a través de tales tribulaciones y de hacernos heredar así, mediante las aflicciones del tiempo, la vida eterna (Hom. 4 Sob. La conv. y la oración).



46. Existe una vía, un camino fácil de penitencia, que puede librarte de los pecados: Ora cada momento, no te canses de orar y no seas negligente en invocar la benignidad de Dios; si perseveras, El no se alejará y perdonará todos tus pecados, escuchando tu pedido. Después que tu oración haya sido escuchada, sigue orando en acción de gracias. Si no ha sido escuchada, continúa insistiendo en la oración hasta obtenerlo.

No objetes: “Yo he orado tanto y no he sido escuchado”. Esto sucede a menudo para tu utilidad; porque quizás si hubieras ya obtenido cuanto necesitabas, habrías abandonado la oración, mientras Dios parte de tu necesidad, para darte la ocasión de dialogar más a menudo con El y perseverar en ella.

Si teniendo tantas necesidades y encontrándote en tan gran momento, eres tan indolente y no perseveras en la oración, ¿qué sucedería si no tuvieras ninguna urgencia? Es por tu beneficio que El se comporte así, quiere que no abandones la oración y por eso lo hace. Persevera en la plegaria; no seas indolente porque la oración es potente, y cuando vayas a orar no lo hagas como si estuvieras cumpliendo una cosa de poca importancia.



47. Que la oración perdona los pecados, nos lo enseñan los santos Evangelios. ¿Qué dicen? “El reino de los cielos es semejante a un hombre, que cerrada la puerta y yéndose a dormir con sus hijos, tuvo que vérselas con uno que había venido de noche a pedir pan” (Le. 11, 5-8). Golpeando decía: “Ábreme porque necesito pan”; y aquel: “ahora no puedo dártelo, porque mis hijos y yo estamos acostados”; como el otro continuaba golpeando la puerta, el dueño de la casa, replicó, diciéndole: “No puedo darte lo que pides, porque mis hijos y yo estamos acostados”; pero porque el otro, no obstante la negativa, insistía en golpear sin retirarse, dijo: “Levantaos, dadle lo que pide y dejadlo que se vaya” (Lc. 11, 8). Esto te enseña a orar siempre, sin cansarte jamás, a perseverar si no recibes, hasta que lo obtengas (Hom. 3 Sob. La Penit.).



48. El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con él: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción.



49. Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.



50. La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración, el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible.

Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.

El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma.



51. Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del alma (Suplemento, Homilía 6 sobre la oración: PG 64, 462-466). 

LA ORACIÓN EN LA SAGRADA ESCRITURA Y EN LOS SANTOS PADRES
CODESAL

Serie Grandes Maestros nº 10
APOSTOLADO MARIANO
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