viernes, 18 de noviembre de 2016

La fe y la razón. José Antonio Sayés


Nota previa del libro:


 José Antonio Sayés

“Razones para creer”
Dios Jesucristo la Iglesia

Ediciones Paulinas





LA FE Y LA RAZÓN



Hablábamos de la situación de fideísmo que actualmente se vive: prácticamente se va extendiendo el eslogan de que creemos en Dios guiados por la propia experiencia sin más y renunciando a toda fundamentación racional de la fe. Pero esta actitud de fideísmo, en el fondo, es igual a la actitud de agnosticismo, como ya decíamos: ninguno de los dos encuentra razones para creer y todo lo dejan a lo que dicta la experiencia personal. Este es el drama de hoy en día en muchos de los ámbitos de la fe, de modo que, al parecer, es imposible una confrontación de las experiencias con la verdad objetiva. 


Pero esta actitud de fideísmo no será nunca una actitud verdaderamente católica. La fe católica siempre se ha llevado bien con la razón; no en el sentido de que piense que la fe sobrenatural es una conclusión de la razón, sino en el sentido de que dicha fe no puede prescindir de la razón, del mismo modo que la gracia supone siempre la naturaleza: fides non ex ratione, sed cum ratione. 


La fe necesita siempre de la razón si no quiere ser una fe arbitraria. La fe es una decisión verdaderamente humana por Dios y por Cristo; y, siendo humana y responsable, tiene que ser por ello mismo razonable. No se puede tomar una opción que compromete la vida entera de modo irracional e irresponsable. La fe sobrenatural, que es un don de Dios, no deja de ser una decisión libre y responsable; por ello mismo ha de examinar seriamente los motivos que tiene para creer. Si a la hora de creer me basara solamente en el sentimiento o en el influjo del ambiente, caería sin duda alguna cuando el sentimiento o el ambiente cambiasen. No queremos con esto menospreciar la experiencia individual, que siempre tiene una parte importante en la fe, sino señalar que dicha experiencia, por sí sola, no puede ser nunca un criterio objetivo de verdad. 


Por ello, y en consecuencia con la misma revelación, el catolicismo ha mantenido la racionabilidad de la fe; y lo ha hecho tanto respecto de la fe en Dios como de la fe en Cristo revelador. Decía así el Vaticano I: “La misma santa Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana, partiendo de las cosas creadas”(DS 3004). 

Asimismo, y a propósito de la revelación, enseña el mismo concilio: “Para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón (cf Rom 12,1) quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos, y ante todo los milagros y las profecías que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos de la revelación divina”(DS 3009). 


La armonía entre la fe y la razón quedó históricamente rota por el protestantismo. Fue la experiencia personal de Lutero, que buscaba ansioso librarse de la angustia por la certeza de su salvación (al parecer Lutero cometía pecados que le angustiaban respecto de su salvación) lo que le condujo, en la famosa iluminación de la torre, a la conclusión de que el hombre se salva por la fe. El hombre está totalmente corrompido por el pecado original; y, puesto que ni puede librarse de él ni hacer el bien, no tiene otra opción que lanzarse en los brazos de la misericordia divina que, por los méritos de Cristo, disimula los pecados del hombre.

Siendo esto así, se comprende que también la razón humana esté corrompida. Por ello Lutero arremete contra la misma no aceptando prácticamente otro medio de conocer la verdad que la Sagrada Escritura. Dice así Lutero: “La razón es la gran meretriz del diablo. Por su esencia y su modo de revelarse es una ramera nociva, una prostituta, la poltrona oficial del diablo, una meretriz corroída por la sama y por la lepra, que ha de ser pisoteada y muerta… Cubridla de estiércol para hacerla más repugnante. Está y deberá estar relegada a la parte más sucia de la casa, a la letrina”.3


Evidentemente, la posición de Lutero es una posición extrema que tuvo, sin embargo, consecuencias dramáticas para la fe. La fe que olvida la razón termina siendo una fe fídeísta, una fe subjetivista, que puede acabar eliminando el contenido sobrenatural de la misma revelación, como de hecho ocurrió en el liberalismo protestante.4


Pero nos interesa examinar más a fondo cuál es la relación entre la fe y la razón.



  1. Del juicio especulativo al juicio práctico de credibilidad

Muchas veces se piensa que creer es lo mismo que suponer. “Yo creo en Dios” no vendría a significar sino: “yo supongo, yo apuesto por Dios”. No; la fe, la fe católica al menos, implica un saber de la razón. Es mucho más que un convencimiento personal y subjetivo. Supone lo que se ha designado con el nombre de “praeambula” de la fe. La fe implica un saber, aun cuando va más allá de ese saber humano y racional. 


Hemos dicho que la fe católica defiende que se puede conocer con certeza la existencia de Dios y el hecho de la revelación cristiana. ¿Cómo llega el hombre a ese conocimiento cierto y racional de Dios y de su revelación?. Ciertamente por demostración. Aquello que la razón humana no ve (Dios, el alma humana, etc.) sólo puede ser conocido por la vía de la demostración. 


Es claro que, tratándose de la existencia de Dios creador o del Es claro que, tratándose de la existencia de Dios creador o tipo analítico como la que tiene lugar en el mundo de las matematicas (2 + 2 = 4). Tampoco se trata de una demostración empíricamente verificable, como cuando digo: “este lápiz es de color amarillo”. Tanto la demostración analítica como la empíricamente verificable son dos tipos de demostración que nos permiten ver lo afirmado. 


La demostración que empleamos en el mundo de la fe, por el contrario, es una demostración de tipo discursivo, filosófico; una demostración que parte de ciertos efectos creados y visibles para llegar, con rigor de la certeza, al misterio de un Dios que, sin embargo, permanece invisible. En este tipo de demostración podemos tener, por lo tanto, una certeza; certeza que excluya toda duda razonable; pero no podemos tener evidencia del término: a Dios nunca le vemos. El conocimiento que tenemos de Dios a través de los signos es siempre un conocimiento mediato e indirecto, de modo que tales signos, al tiempo que revelan, ocultan a Dios. Aquí, en la tierra, los signos no suprimen el misterio de Dios, sino que más bien nos conducen a él. El hombre puede tener certeza de la revelación por medio de la luz natural de la razón, pero no llegará a ver a Dios. No tiene evidencia. 


Ahora bien, el hombre no ha perdido por el pecado original esta capacidad natural de reflexionar y de conocer a Dios a través de los signos, aunque dicha capacidad esté mermada o herida en sus fuerzas. Por ello el hombre puede llegar, en virtud de la fuerza natural de su entendimiento, a saber que Dios existe, que Dios ha revelado. Es lo que tradicionalmente se llama “juicio especulativo de credibilidad”. Es un saber racional apoyado en la luz natural de la razón humana, que concluye con certeza la existencia de Dios o el hecho de la revelación cristiana. Es un conocer a Dios, es un saber de Dios desde la mediación de las criaturas. Es una conclusión de la razón; pero todavía no es algo que nos introduzca en la intimidad divina. 


La fe implica, pues, este saber racional. Pero la fe es más compleja. Creer en Dios revelador no es sólo saber que ha revelado de hecho, no es sólo una afirmación; es también una adhesión que implica lo más hondo de la libertad humana. La fe implica una adhesión del corazón y postula un cambio de vida.


Es cierto que el hombre, sin ayuda de la gracia y a pesar del pecado original, puede hacer ciertos actos de amor natural a Dios. Pero lo que el hombre no podrá jamás, sin la ayuda de la gracia, es amar a Dios sobre todas las cosas haciendo de él el anclaje perfecto de su vida. Y cuando se trata del encuentro personal con Dios, no se puede olvidar la situación de herida y de desequilibrio interior que el hombre lleva en su corazón. Examinemos esto más a fondo.

En efecto, uno podría preguntarse para qué quiere el don sobrenatural de la fe, si tiene capacidad natural de conocer a Dios e, incluso, el hecho mismo de la revelación. 


En primer lugar, no podemos olvidar que, en virtud del pecado original, la inteligencia humana está lesionada y necesita por ello de la gracia en su función sanante, para que pueda usar de dicha facultad sin mezcla alguna de error. Por ello, el Vaticano I es consciente de que el hombre, cuando se trata de conocer a Dios, cuenta también de hecho con “los auxilios interiores del Espíritu Santo”. 

Es más, el problema de Dios no es como un problema de matemáticas que se estudia desapasionadamente. De existir Dios y su revelación, la vida del hombre tiene que cambiar. Con otras palabras, creer es dejar la autosuficiencia humana y aceptar una dependencia de Dios que cambia la existencia6. Y así ocurre que el corazón del hombre está, a menudo, cargado de autosuficiencia y de comodidad, que impiden de hecho el encuentro salvífico con Dios. Sólo cuando el corazón humano se hace humilde, sólo cuando con la ayuda de Dios rompe su autosuficiencia y comodidad, es cuando puede surgir el milagro de la fe. También aquí se necesita, por lo tanto, la gracia en su dimensión de sanante. 


Quizás sea oportuno recordar lo acaecido a A. Carrel, el cual, siendo ateo, dijo que, de contemplar un milagro en Lourdes, se abriría a la fe. En concreto, de una muchacha afectada de peritonitis tuberculosa y que él llevaba al santuario mariano, dijo: “Si esta muchacha se cura, me hago fraile o me vuelvo loco”7. La muchacha quedó curada de repente en su misma presencia. Esto aconteció en 1903. Tuvieron que pasar, sin embargo, más de 40 años hasta su conversión. La prueba la tenía claramente delante de sus ojos. Él, que era premio nobel de medicina, sabía que aquella curación no se explicaba por causas naturales; pero es entonces cuando se entabla una lucha en el interior del corazón del hombre, porque de hecho no se llega a Dios si no se está dispuesto a dejar la propia autosuficiencia. 


Podríamos recordar en este mismo sentido la actitud de los fariseos respecto de los milagros de Cristo. No creyeron, aunque las pruebas las tenían delante. Dijo Cristo de ellos: “Si yo no hubiera venido y no hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado” (Jn 15,22). Cristo sabe que ha sido su autosuficiencia lo que les ha impedido creer. 


Pero, hay más. Hasta ahora hemos hablado de la gracia en su dimensión sanante (de la inteligencia y de la voluntad humana); sin embargo, la fe sobrenatural es en sí misma un don que nos introduce en la intimidad divina, es algo en sí mismo sobrenatural. La fe sobrenatural es la respuesta a un Dios que se revela y que ofrece, por un lado, el mensaje exterior (corroborado por los signos), y, por otro, se entrega a sí mismo personalmente, atrayendo al hombre con la luz inefable de su gracia. 

La fe sobrenatural es un don que proviene de Dios mismo; es el primer paso de un acercamiento personal y amistoso de Dios hacia el hombre con vistas a darle todo su amor y a conducirlo a la salvación. Y este Dios sale al encuentro del hombre no sólo con signos que acreditan su intervención histórica en el mundo, sino con el don de su amor, que inefablemente se insinúa en el corazón del hombre con su atracción interior. En este sentido creer ya no es sólo saber que Dios ha revelado; es mucho más, es una adhesión interior a la llamada divina y personal de Dios, que nos permite ver en el mensaje que llega de fuera una llamada personal e íntima. 


Es Dios el que, por el don interno de la fe, nos introduce internamente en su intimidad y en el conocimiento personal e inmediato de sí mismo. Cuando el hombre hace suyo este don de Dios y se rinde sin reservas a su solicitud interior, nace la fe. Dios, después de darnos su mensaje y los signos externos que interpelan y hablan a nuestra razón, nos sale al paso con la atracción interior de su gracia, por la que entramos directamente en su intimidad. Es ese testimonio interior de la gracia el que nos atrae a apoyarnos directamente en él mismo como garantía de verdad, y se debe a este testimonio interior de la gracia el que veamos en el mensaje externo una llamada que Dios nos dirige personalmente. 


Por esta fe comenzamos a entrar ya en una intimidad de Dios que se nos da personalmente; una intimidad que se desarrolla en la vida de la gracia y que llegará un día a la visión. Por la fe sobrenatural trascendemos el conocimiento natural que tenemos de Dios desde fuera, desde las criaturas, para entrar ya en el conocimiento propio y en la intimidad misma de Dios. 


En esta adhesión sobrenatural y divina, el único motivo formal de la fe es la autocredibilidad de Dios mismo, que se insinúa en nuestro interior por medio de la gracia iluminante y sobrenatural (dimensión elevante de la fe), de modo que en el asentimiento de fe aceptamos un misterio como el de la Trinidad (una vez que tenemos la garantía racional de que Cristo lo ha revelado) no porque lo entendamos, sino porque nos apoyamos en el testimonio interior de Dios mismo, en el mismo conocimiento que Dios tiene de sí mismo. Dios nos interpela con los signos externos (con ellos sé que se ha revelado: juicio especulativo de credibilidad), al tiempo que con la gracia nos provoca a apoyamos en su testimonio interior, en su propia autocredibilidad. La causa de esta fe sobrenatural está en la gracia que el hombre hace suya con su cooperación personal (DS 3010). 


Antes de llegar al asentimiento de la fe, nace en el hombre lo que se ha llamado “juicio práctico de credibilidad”, por el que el hombre comienza ya a captar que es bueno y obligatorio para él el creer. Este juicio práctico está operado ya por la gracia y desemboca, bajo el mandato de la voluntad, en el asentimiento de fe, también sobrenatural. Por el juicio práctico uno comienza ya a ir más allá de lo que alcanza por la razón (yo sé que Dios existe) y comienza a ser tocado por la gracia sobrenatural de Dios, comienza ya la atracción interior de Dios.

En este sentido, la fe sobrenatural está causada por el don de Dios; la razón es sólo la condición necesaria para que nuestra fe no sea arbitraria, sino que esté adecuada a nuestra naturaleza de hombres inteligentes y responsables. La razón no es nunca la causa, ni siquiera parcial, de esta fe sobrenatural que es puro don de Dios. 


“La fe en la revelación, dice Fries8 , no es una conclusión lógica de las premisas, de sus criterios, sino un verdadero acto de decisión; pero los criterios proporcionan la posibilidad, el derecho y el deber (moral) de poner ese acto. Por esta razón, las pruebas de la credibilidad y su conocimiento no pertenecen a la estructura interna de la fe misma, sino al pórtico, al “praeambula fidei”, al ámbito de las premisas y condiciones de fe. La fe en el Dios de la revelación no cree basada en los criterios, sino (movida por ellos) basada en la gratuidad de Dios, o sea sólo en Dios”.


 Sólo cuando el corazón humano se rinde a la gracia en el acto de humildad y de sencillez, es cuando nace la fe. Y esto es obra de la gracia. La razón, por lo tanto, prepara la fe sobrenatural, pero no la causa. Es condición “sine qua non” para que mi fe no sea irresponsable y arbitraria; pero la fe en sí misma es puro don de Dios, que él da a los sencillos. En resumen, la fe implica un saber (juicio especulativo de credibilidad, que es accesible a la razón); pero en sí misma es una adhesión personal a Dios como respuesta a su llamada íntima e interior. 


  1. La libertad de la fe

La fe, siendo humana y razonable, es por ello mismo un acto libre del hombre. El don interno de la gracia divina, por el que Dios en sí del hombre. El don interno de la gracia envina, mismo se insinúa de forma directa en nuestro produzca en nosotros la evidencia de Dios. Sólo en casos excepcionales la experiencia de Dios es tal que no necesita ya de los signos externos (caso de los profetas, según santo Tomás, quienes en su misma experiencia interna tenían la evidencia de que Dios les llamaba; de modo que los signos que pedían a Dios era, más bien, para acreditarse ante los hombres a los que Dios les enviaba). 


Por otro lado, el conocimiento racional que tenemos del hecho de la revelación no elimina la mediación de los signos; por ello, aunque la revelación no elimina la mediación de los signos; por ello, aunque  nos da certeza, no nos conduce a la evidencia de Dios. Nos procura una certeza, exenta de duda razonable, del hecho de la revelación; pero no llegamos a ver a Dios. La pantalla de los signos, que prueban el hecho de la revelación, nos impide precisamente el que veamos a Dios.


De todo esto se deduce que el acto de fe, no puesto por la evidencia, sino imperado por la voluntad tras el examen de los motivos de credibilidad por la razón, es un acto libre. Es aquel acto por el que el hombre decide personalmente entrar en comunión salvífica con Dios y responder así al problema del sentido de la vida humana. Dios solicita al hombre externa e internamente a dar ese paso, tanto por los signos externos que le da, como por la llamada interior de la gracia; pero Dios nunca obliga al hombre a dar el paso de la fe. Nadie, como él, respeta en el hombre la libertad que él mismo creó. La fe es un misterio de comunión personal y entrañable con Dios. No se llega a ella sino en espíritu de humildad y de adoración.


Ahora nos toca a nosotros ofrecer los motivos racionales de la fe. La obra está dirigida a ello. Pero habremos alcanzado nuestro propósito si se mantiene permanentemente la convicción de que es Dios el que da la fe y que la razón sólo la prepara. Sin embargo, esta preparación es algo necesario e imprescindible. Muchas veces, en mi vida pastoral, me han venido jóvenes pidiendo razones para creer. Yo sé que no les puedo dar la fe; la fe ha de nacer en ellos en la medida en que se abran humildemente al Dios que buscan y por el que, en realidad, son buscados. A mí me toca, sin embargo, encender la luz en esos corazones. Puede que, de momento, las razones que yo  dé a esos jóvenes no fructifiquen en su corazón, pero sé que la semilla de verdad que deposito en su corazón les interpelará una y otra vez en su conciencia hasta que un día se abran a la acción de la gracia. Lo que no es legítimo ni cristiano es despedir a esos jóvenes apelando a que la fe es un misterio y dejándoles sin razones para creer. Aparte de que siempre es cierto que podemos conocer algo del misterio de Dios, lo que no podemos hacer nunca es apagar, por ignorancia o desidia, la luz que existe. 

La tarea que nos corresponde es colocar en el corazón de todos los hombres la luz que ya existe y esperar a que Dios la haga fructificar. 

NOTAS:
3 M. LUTERO, Opera omnia, Erlangen, XVI,142ss. 
4 Creo que se podría trazar en Lutero, Kant, Schleiermacher y Bultmann la línea de pensadores que más han incidido en este sentido.

En efecto, Lulero partió de una experiencia personal de angustia sobre la certeza de su salvación. En la “iluminación de la torre” llegó a comprender que el hombre está totalmente corrompido por el pecado original, que él identifica con la concupiscencia. Pues bien, a partir de ese principio y con una coherencia y lógica sorprendentes, dio entrada a una concepción fideísta de la fe. De las dos formas de conocimiento que tenemos de Dios, la razón y la revelación, elimina radicalmente la primera, porque, como realidad natural, está corrompida por el pecado. No nos queda pues, otra cosa que la revelación; y ésta se transmite por tradición y por Sagrada Escritura, ambas confiadas al magisterio como intérprete oficial y auténtico de las mismas. Pero tanto la tradición como el magisterio suponen la mediación humana, que hay que descartar también por su corrupción intrínseca. Sólo queda entonces la Sagrada Escritura, interpretada subjetivamente por cada cual. He ahí el principio del subjetivismo moderno. No hay posibilidad de un conocimiento objetivo de Dios o de su mensaje. Con Lutero, el último de los medievales, comienza la época moderna. La fe va a depender, en adelante, de la interpretación subjetiva de cada uno.

Por su parte, Kant redujo la metafísica a epistemología, negó toda posibilidad de conocimiento de Dios a partir de la razón y trató de llegar a Dios como postulado de la razón práctica. A mi juicio, Kant supone el gran vuelco de la filosofía y la ruina de la metafísica.

Schleiermacher, el llamado “segundo reformador”, negó también la posibilidad de conocer a Dios por medio de la razón. Negó la existencia de la revelación en el sentido de que Dios haya entrado objetivamente en la historia por medio de Cristo. En el fondo, todas las religiones, incluida la cristiana, se basan en el sentimiento de dependencia que tiene todo hombre respecto del absoluto. El dogma es simplemente, la formulación provisional y revisable de este sentimiento que tiene en cada época sus propias manifestaciones. El influjo que Schleiermacher, Ritschl y Sabatier han ejercido en el modernismo católico de principios de siglo es de todos conocido.

Por último, mencionemos a Bultmann, con su programa de desmitologización del Nuevo Testamento. Los evangelios, según él, han sido escritos desde una perspectiva mitológica que ha pensado que Dios, el supremo trascendente, interviene en la historia humana. Este es el mito. Se impone por lo tanto un proceso de desmitificación de los evangelios para captar la significación existencial del Jesús hombre en la historia. Jesús fue el hombre que vivió en todo momento y murió bajo la entrega confiada a Dios. Ese es el único contenido de los evangelios. 
5 Rousselot defendía que es la misma fe sobrenatural la que nos permite ver y entender la conexión entre el signo y Dios que se revela en él. Alfaro advierte que, de ser así, la fe sería absolutamente necesaria para conocer el hecho de la revelación por los signos externos y supondría que la razón no tiene ya la capacidad natural de conocer a Dios (J. ALFARO, Fides, Spes, Caritas, Roma 1968, 417). Alfaro recuerda que la revelación ha tenido ya efectos reales, creados y que, por ello, no exceden la capacidad natural del conocimiento humano, que puede concluir así el hecho de la revelación (o.c., 421). 
6 J. ALFARO, o.c., 409. 
7 7 A. CARREL, Viaggio a Lourdes. Frammenti di diario, Brescia 1969. 
8 H. FRÍES, Milagro, signo, CFT III, Madrid 1967, 42.