martes, 25 de octubre de 2016

Eloy Sánchez Rosillo



de internet
Eloy Sánchez Rosillo

Eloy Sánchez Rosillo nace en Murcia, en 1948. Profesor de Literatura española en esta ciudad.  Premio Adonais por "Maneras de estar solo" 1977. Premio Nacional de la Crítica 2005.








MADRE



Llegué cuando acababa de morir,
y era un misterio ver tan de cerca la muerte
en aquel cuerpo amado.
Aún conservaba
el calor de la vida, y puse yo mis labios
sobre su rostro inmóvil. Al besarla,
pude atisbar en ella y escuchar todavía
unas puertas cerrándose,
y un viento que de súbito arrasaba
la casa del amor y no sé qué despojos
de mi niñez remota. 



GALLOS

Cuando yo era pequeño, en mi ciudad,
cantaban muchos gallos en el alba.
Las familias de entonces
los solían criar en patios y terrados
de sus propias viviendas,
o en los cuidados huertos que ceñían
los espacios urbanos con su verdor.
 
A veces,
antes de que mi madre me llamara
para ir al colegio,
me despertaban ellos con su canto,
que crecía y crecía
al tiempo que aumentaba la claridad y, al fin,
llegaba a convertirse
en un escandaloso griterío. 
 
La pequeña ciudad vibraba toda
al despuntar el sol
por encima de torres y de cúpulas
y sumarse a tan loca algarabía
con su plumaje de oro
y su cresta escarlata. 
No sé por qué esta tarde,
al cabo de los años, el recuerdo me trae
aquellos gallos del amanecer.
Va mi vida de vuelta, y el olvido
se lleva sin cesar hacia ninguna parte
personas, cosas, sueños
que tuve alguna vez y que perdí.
Por eso es muy hermoso y tiene tanto
que ver con la alegría
que, inesperados y resplandecientes,
hayan querido regresar ahora
estos gallos que cantan en la luz del principio.




EL VÉRTIGO


Menos mal que la vida
sólo a veces nos muestra sus abismos
o decide imponernos
toda la sobrehumana intensidad
que es capaz de alcanzar cuando ella quiere:
la incandescencia en que el amor destruye;
los calcinados páramos
del dolor más terrible;
el miserable estigma de la cólera
o la plaga del odio.


No fuimos hechos para respirar
en la espiral del vértigo.
Andamos por espacios conocidos,
confiados y en calma.
Pero entre paso y paso
se abre de pronto a nuestros pies el mundo
y respiramos sólo
estupor, desventura, miedo, noche.
Y caemos sin fin. La lobreguez
dura siglos de angustia.


Mas el descenso, milagrosamente,
cesa en un punto
y vemos que a lo lejos, poco a poco,
surge una luz de amanecer muy pura.
La piedad de esa luz
nos bendice los ojos y la frente
y nos guía a un lugar en que el vivir
transcurre sin historia y se suceden
indistintos los días.



ME PREGUNTO
 
A estas alturas del vivir, en este
tiempo ya de recuentos y ciertas despedidas,
me pregunto aún quién soy
y por qué todavía
al mirarme de cerca en el espejo
sigo viendo un enigma,
cómo es que desconozco tan minuciosamente
las latitudes de mi geografía.
Me pregunto también por qué no he sido
más dichoso, teniendo lo que se necesita
para serlo del todo a manos llenas
y conocer a fondo la alegría
Tuve y tengo salud y bienestar,
amor, algún amigo, y acaso alguien diría
que hay en mí unas migajas de talento
y unas gotas del don de hacer poesía.
Mas no alcanzo a saber de dónde viene
este desasosiego que me habita,
ni por qué se amontonan en mi alma
tantas melancolías,
cuáles son las razones del dolor, que amenaza
siempre con sus famélicas jaurías,
por qué a pesar de todos los pesares
amo tanto la vida.


LA ESCONDIDA FUENTE
 
Cuando el dolor te venza y te derrumbe y des
con tus huesos en una noche ciega,
no pienses ante todo en escapar: indaga
en el hondo misterio que supone
que ese dolor exista, igual que existen
el pájaro y la flor, la hormiga o las estrellas.
Y escarba en sus escorias enigmáticas
con corazón dispuesto y manos que se entreguen
a buscar la verdad sin titubeos.
Escarba en tu dolor hasta llegar al fondo
de la tiniebla y del espanto. Allí
verás sin duda el rostro de la muerte.
Pero no desfallezcas. Si tu espíritu
no se rinde y prosigue, tal vez descubras luego,
bajo la tierra estéril de las devastaciones,
una escondida fuente. De ella brota
un agua fresca y viva que es también una luz,
la más intensa luz, la luz más pura.




INVIERNO


Este silencio, en esta casa sola;
este balcón y el mundo de ahí afuera:
la lluvia, el frío y la desolación
de unas playas sin nadie, en una tarde
de mitad del invierno. Y yo, sentado
en la quietud del cuarto. Todo está
como engarzado a un equilibrio frágil,
que es a la vez bien firme. Apenas pienso.
Tan sólo miro y, a la vez, escucho:
rachas de viento y agua, agrios graznidos
de tantas gaviotas, el estruendo
persistente del mar que, aun enojado,
se afana sin desmayo en sus quehaceres.
Oigo también mi respirar; y casi,
con extrañeza grande de estar vivo,
mi propio corazón. Cuánto misterio
surge si suspendemos totalmente
cualquier actividad y nos abrimos
al ser que somos y a la realidad
que nuestro alrededor nos da con creces.
Cuánto misterio en esta casa sola,
en esta tarde, en mí que la contemplo,
en las horas que han ido oscureciéndose
y en la noche que llega.



LA CAÍDA (Visión)

No sé bien qué ha pasado,
ni cómo ha sucedido.
Hay hechos que acontecen
sin porqué, o por motivos
que no son descifrables.
Caminaba tranquilo
bajo el sol de la tarde
y de repente he oído,
dentro de mí, como unos
golpes sordos, el ruido
de algo que se caía
y rodaba a un abismo.
Perplejo, me he asomado
a mi interior. Y he visto
un inquietante hueco
muy hondo, y he podido
atisbar con esfuerzo
—cuando al cabo se hizo
penetrable a mis ojos
lo oscuro— un impreciso 
bulto desvencijado
en el fondo tristísimo
de ese pozo. ¿Qué era?
No sabría decirlo.
¿Era un ave, era el alma?
Un confuso amasijo
de sangre y alas rotas.
Asustado, he salido
de mí mismo al instante
y he vuelto a mi camino
en esta tarde rara
del mundo. Me dirijo
despacio no sé adónde.
Anochece. Hace frío.




PALABRAS DE AMOR


Las palabras de amor que pronunciaron
tantos y tantos labios, ¿dónde están?
Surgieron siempre como surgen hoy,
vivas y arrebatadas, misteriosas
ascuas del corazón que dan origen
al más hermoso y poderoso fuego.
Eran y son eternas, pero mueren
a cada instante, cuando las apaga
el tiempo en el ahora tan sombrío
de quienes luminosos las dijeron.
¿Qué sucede con ellas? ¿En qué enigma
se funda su fulgor inextinguible?
¿Qué ley las desbarata y las avienta?




ENTONCES


Nadie nos escuchó, nadie lo supo.
Pero tú sí me oíste hasta el fondo de ti
y sin ninguna duda lo supiste.
También yo estuve al tanto
de aquel decir cifrado de tus ojos
que, trémulo y audaz, iba llegándome
para que yo tan sólo lograra comprenderlo.
Y no, no pudo ser, no pudo ser,
porque hay cosas que no deben cumplirse,
aunque con tanta fuerza y anhelantes
broten de lo más hondo.
Qué tremenda verdad de luz tan triste
y de tan lenta muerte.
Muerte que nunca muere y que es también
infinita alegría, pues nació
de un centro eterno y puro.
En algún otro mundo, en otra vida
de las que nos aguardan en la rueda del tiempo,
sucederá de nuevo y para siempre
este fuego hermosísimo que ahora
no alcanzó a propagarse
sino en las galerías del deseo.
Y entonces arderá como él disponga,
con la voracidad de su albedrío,
sin que nada ni nadie nos salve de sus llamas
ni consiga impedir que nos calcine. 



ALLÁ LEJOS Y HACE TIEMPO


Aquellos días febriles y desproporcionados,
cuando el adolescente que yo fui
pisaba el mundo y nada coincidía,
un poco más o un poco menos siempre,
nada estaba en su sitio ni encajaba,
no entendía el idioma de las cosas,
no sabía el lenguaje de los hombres
y era todo imposible, abismal, movedizo.
 
Cuánta angustia, y qué inútil, para luego
haber llegado a este lugar extraño,
a este nudo de niebla, confuso y hacia dónde.




MISERICORDIA


Desde la tierra al aire y desde el agua al fuego,
y regresar mil veces desde el fuego a la tierra
y desde el aire al agua, combinando en mil formas
los elementos puros de la vida, de acuerdo
con el tenaz designio y el impulso de un orden.
Sin principio ni fin, indeclinablemente.
Y acatar el destino del ser, que se pronuncia
en un hombre, en un pájaro, un árbol o una piedra,
y allí respira y canta, allí crece o se abisma
un minuto, años, siglos, y luego se diluye
y brota de otro modo en otra parte, en otra
latitud del espíritu que determina el ritmo
de cuanto fue creado. Porque hay acabamiento
—polvo, fragmento triste, mandato de la muerte—
sólo en las ilusorias y caducas presencias
que la materia finge y sin pausa abandona,
no en lo que indivisible y luminoso habita
la casa sosegada de lo eterno.



DENTRO DE MI


Lo que mis ojos ven y lo que sueño,
la luz de cada día, la extensión de las noches,
el misterioso amor y el largo olvido,
todo el dolor y toda la alegría.
En el pecho de un hombre cabe el mundo.
Lo inmenso en lo pequeño puede encontrar morada,
y aún sobra mucho espacio.



LOS RECUERDOS


Hay un ir y venir de los recuerdos
desde nuestra cabeza a nuestro corazón.
Parecen en su marcha viajeros incansables
que de día y de noche se movieran
entre las dos ciudades más famosas,
de mayor importancia y más pobladas
de un país. Unos llegan muy deprisa,
circunspectos y serios, y a su llegada dejan
un sombrío recado: dolor que no ha prescrito
y que es capaz de herir muy cruelmente de nuevo
a su destinatario. Otros circulan
plácidos y ataviados con ropajes alegres,
como despreocupados y ociosos individuos,
y al abrir su equipaje nos sorprenden la vista
con hermosas imágenes del ayer que ahora muestran
un color desvaído y melancólico,
mas que a pesar de todo dan amor y consuelo.
El flujo de viajeros en ambas direcciones
siempre es intenso y nunca se detiene.
Sólo la muerte un día puede hacer que el trayecto
aparezca vacío y desolado,
barrido por un viento que sin misericordia
borra todo a su paso y desordena el mundo.



AGUA FRESCA
 
El pozo aquel de todos los veranos,
el pozo de mi infancia,
bajo la sombra del nogal enorme,
con su brocal tallado en piedra viva.
Daba miedo mirar
en su interior oscuro: era muy hondo,
tenía resonancias misteriosas,
ecos que golpeaban inquietantes
el circular abismo.
Casi exhaustos llegábamos allí,
sin apenas resuello
tras nuestras correrías por el campo,
y tirando con fuerza de la soga
sacábamos un cubo de agua fresca.
La luz del día le arrancaba súbita
mágicos centelleos de oro limpio,
esquirlas de diamante.
Zumbaba el sol con furia,
zumbaban las frenéticas avispas
a nuestro alrededor mientras saciábamos
hasta el fin y sin prisa tanta sed.
Siempre el agua es un don maravilloso.
Pero nunca la vida ha vuelto a darme
un agua como aquélla.




UN CANTO
 
Y eso al cabo qué importa.
Tira de ti hacia arriba, sal de ti.
Alza los ojos, sin pensar en nada.
Ábrelos bien y mira
toda esta luz que viene del cielo como música.
Respírala con ganas, que hasta el fondo
de tu pulmón sombrío se abra paso.
Si la recibes sin temor y dejas
pasivamente que en tu ser se adentre,
se encenderá tu barro y te irás convirtiendo
tú mismo en luminosa criatura.
La luz de un solo instante, tan poderosa y dulce,
sabe saldar del todo cualquier cuenta
que un ser humano tenga con la vida,
y aún sobraría oro para aquellos
que incrédulos y tristes a mirar se acercaran.
Todo lo puede este fulgor dorado:
borra los daños de mayor alcance,
y hasta los más pequeños
(que son a veces los que más se obstinan).
¿No lo ves? Ya estás limpio. Ha sido fácil.
No hay en tu piel heridas ni turbias cicatrices.
Y eres alguien, al fin, inocente, invencible,
un hombre que está vivo como nunca
y del que brota sin esfuerzo un canto.





EN LA PROFUNDA CALMA
 
A veces, esta calma
en la que sé quién soy, en la que soy
éste y todos y nadie y cada uno,
me sobreviene, llega,
desciende —¿desde dónde?— sobre mí
sin motivo ni aviso.
Y yo, que iba deprisa, me detengo,
y me quedo mirando cada cosa,
sintiéndola, escuchándola.
En torno está, además, mi vida entera:
más que nada, la infancia, su color,
su sonido tan limpio, sus olores;
y lo que vino luego,
el amor y el dolor y la alegría,
hasta llegar a este momento de hoy.
Todo es presente vivo y palpitante
que quisiera ser dicho.
Y yo no quiero sino pronunciarlo.
De la quietud, entonces,
van brotando palabras.



SUCEDE QUE ALLÍ ESTOY
 
Me ocurre a veces —raras veces— ir
a solas paseando como hoy
por esta playa a la que con frecuencia
vengo desde hace tiempo,
y, de repente, algo que no logro
precisar bien qué sea
me devuelve del todo, de una forma
muy fugaz y muy nítida,
a otra playa —remota— que fue mía
en aquel Mar Menor de mi niñez,
el mar que, tras la infancia,
dejara un día de pertenecerme.
Son rápidas vislumbres intensísimas
que un mundo frágil —pero intacto— albergan.

Sucede que allí estoy,
caminando descalzo en la mañana.
No se ve mucha gente; aún es temprano.
Tengo mojado el pelo y en mi piel
hay cercos de salitre, pues estuve
buscando entre las piedras de la orilla
cangrejos, peces, conchas.
Puede ser que mi hermano me acompañe,
algún amigo acaso.

Traza el sol una estela de oro vivo
en la indolencia de las quietas aguas.
Vuelven los pescadores en sus barcos
de motor y de vela
y en cajas sacan a la orilla, alegres,
dando voces, fumando,
cuanto en las largas horas afanosas
de nocturna faena
consiguieron sus redes.
Me llega un fuerte olor a algas podridas,
al gasoil de los barcos, a pescado,
a maderas mojadas.

Duran apenas nada estas visiones
del que yo fuera un día,
del que un momento vuelvo a ser.
y luego
prosigo dando pasos en la arena
por mis años de ahora.




DESENCUENTRO


Es esta apresurada, entrecortada
conversación de quién con quién, y es
la conciencia de que algo imprescindible
—algo que a mí y al que en mi ser se obstina
en no escucharme y en tergiversarme
nos habría salvado— nunca fue
dicho completamente entre uno y otro,
ni entonces ni después ni en este ahora,
o fue mal pronunciado y mal oído.
Sería necesario el tiempo quieto
de un reloj sin agujas para hablar
alguna vez del todo y hasta el fondo
con el que en mí me niega y me desdice,
mi tan ajeno yo, mi inconciliable
extranjero de dentro. Y que una voz
desconocida —de ambos, de ninguno—
dijera al fin del improbable encuentro:
«¿Qué hiciste de tu vida? ¿Cómo has tardado tanto?».




MEDITACIÓN SOBRE UNAS MANOS


Miro mis manos. Veo cómo cierran
un libro, cómo abren
este cuaderno. Muestran en su piel
las manchas pardas propias de la edaden la que de manera inevitable
al parecer voy poco a poco entrando.
En el silencio de la habitación
todo está más o menos
igual que suele y, fuera,
la tarde soleada, azul y fría
de un día más de enero
va transcurriendo plácida. 

Al ver mis manos, al fijarme ahora
por puro azar en ellas,
las veo como son, y las comparo
con la imagen que tengo en la memoria
de cómo fueron hasta no hace mucho.
Las contemplé otras veces,
lo mismo que esta tarde,
sin inquietud ninguna: sólo eran
las confiadas manos
de un hombre joven que con ilusión
y voluntad de hacer se retiraba
a su cuarto a escribir en ocasiones.

Pero de pronto, hoy,
han resultado ajenas, me parecen
las manos de otro: tantas manchas ocres
que inadvertidamente ha dibujado
e] tiempo en su estragada superficie
como triste archipiélago,
estas venas azules que resaltan
en el cansancio de la piel, el hueso
que aquí y allá comienza a deformarse.
No tienen la apariencia de mis manos,
las manos de aquel hombre que yo era
y que en la calma de su casa, a solas,
intentaba escribir. 

Pienso en mi vida,
en la vida que pasa.
Al otro lado
del cristal del balcón, rápida, empieza
a apagarse la tarde.
La tarde de este día que no ha sido,
bien al contrario de lo que supuse,
un día más de enero,
y en la que al ver mis manos
-manos ajenas y que desconozco—
he escrito estas palabras
con desconcierto y con melancolía.




LA MONEDA


La moneda, en el aire, gira y gira.
De mañana la alzó un impulso súbito
e irreflexivo de mi ansiosa mano
y en la luz de la altura centellea.
Es hermoso mirarla, e inquietante.
Brilla mucho allá arriba y se diría
que no desciende aún, que evoluciona
sin cesar en un punto sobre sí.
¿Cuándo caerá a mis pies, y de qué parte?
La sigo absorto, e imploro que lo haga
por el lado propicio, por el lado
en el que está mi suerte y que elegí
por decisión arcana del destino. 

Mas la moneda tarda en regresar
desde el cielo hasta el suelo. ¿Qué sucede?
Da vueltas y más vueltas, pero no
pierde apenas altura. Es bien extraño
que tanto se demore, desoyendo
las leyes de la física. Mis ojos
están muy fatigados y me duelen
de observar sin descanso ese pequeño
y refulgente trozo de metal.

Va declinando el día y no se cumple
el momento que espero. No consigo
ver la moneda ahora. Me lo impiden
las luces y las sombras del crepúsculo,
que desdibujan en la incertidumbre
la inexplicable línea del caer.
Cuando al fin pueda oír su golpe en tierra
Se habrá posado ya sobre mi mundo
una cerrada noche impenetrable.
En tal oscuridad ha de perderse
el circular enigma que cifraba
en sus giros mi dicha o mi desdicha.
Y su cara y su cruz nunca habrán sido.




EL ALBA
 
Que haya adquirido la costumbre el alba
de venir cada día
desde las fuentes puras del asombro
y en la orilla del cielo ir levantando
—despacio y muy deprisa—
su árbol frágil y esbelto de luz tierna
y arreboladas hojas,
¿no es prueba suficiente
de que vivimos en un mundo mágico?





CON UN GRAN TRECHO DEL CAMINO ANDADO


A estas alturas, nadie —ni yo mismo siquiera—
podría ya quebrar ni desdecir
aquel sueño que tuve cuando era adolescente
y en el que desde entonces ha estado sustentada
por entero mi vida, un sueño que en el sueño
del existir razón de ser me ha dado
y hoy es regazo y júbilo.

Soñó
el joven soñador que en mí habitaba
con alguien que era él mismo al cabo de los años,
muchos años (su pelo, blanco o gris),
y que hacia atrás miraba meditando conforme
—hasta donde es posible hacerlo sin jactancia
y sin los subterfugios de la falsa humildad—
en la labor que había con amor realizado
a lo largo del tiempo.

Esa ocasión
entrevista en el sueño es la que vivo ahora,
la que esta tarde ocurre. Y la tarea
en la que meditaba el hombre imaginado,
el que he llegado a ser, es la que ha sido
más hondamente mía: este trabajo hermoso
de encontrar las palabras verdaderas
—inconfundibles en su ser, pues siempre
nos hablan desde dentro de las cosas—;
las que a su modo dicen el misterio que entraña
cuanto alienta y se afirma;
las que con claridad de agua o cristal pronuncian
la alegría y las lágrimas del vivir y se posan
temblando en el papel, junto a la música
con la que van naciendo.


Sé muy bien
que no fui yo quien hizo los poemas
que en mis libros figuran. Fueron ellos
los que a mí me crearon, los que han ido
poco a poco tejiendo el nombre que me nombra,
la identidad que tengo.


Mas aunque sólo soy
quien con el alma en vilo ayudó como pudo
a que su luz posible aconteciera,
cuánta satisfacción siento en mi pecho
ahora que anduve ya gran parte del camino,
qué compasivo el mundo y qué deseo
de seguir en la brecha mientras la vida dure,
para que el sueño aquel que soñé de muchacho
hasta el final se cumpla.




CANCIÓN DE LA MUCHACHA PENSATIVA

Canción de una alegría,
canción que intenta dibujar tu gracia,
muchacha pensativa
que tan temprano, en la mañana fría
y en la insulsez del aula,
tomas apuntes de las naderías
que con tanta desgana
voy balbuciendo.  
                Sueñas que sería
muy dulce estar aún entre las sábanas.
Dejas ahora el bolígrafo. Levantas
los ojos del cuaderno en que escribías
—tus grandes ojos negros— y me miras.
La luz de tu mirada
me hace olvidar lo poco que sabía:
me pierdo en ti, muchacha,
y pierdo el hilo de lo que explicaba.

Pero ignoras tu culpa. Tu sonrisa
es ajena a mis cuitas.
Para mí solo son estas palabras.
¿O puedes entreoírlas,
consigue tu intuición imaginarlas?

Canción de una alegría
y una melancolía,
canción que quiere dibujar tu gracia.




LLAVE DEL SUEÑO
 
Lugares clausurados por el tiempo,
sin remedio perdidos,
que el sueño, con su llave misteriosa,
logra de pronto abrir
tan inquietantemente en ocasiones.

¿Era o no era el caserón inmenso
frente al que me encontraba,
en mitad de los campos y la noche,
el que guardó el secreto entre sus muros
de todos los veranos
de mi niñez y de mi adolescencia?
 
En una oscuridad casi absoluta,
cuya gran cerrazón hacía preciso,
más que ver con los ojos,
intuir con las manos y el recuerdo,
me adentré en aquel ámbito y anduve
a tientas sus estancias.
Por los techos hundidos de algún cuarto
se divisaba un cielo
palpitante de estrellas.
 
Revuelto y polvoriento estaba ahora
cuanto fuera armoniosa limpidez;
extraño, laberíntico. Y no obstante,
de manera indudable parecía
ésta la misma casa
de los veranos que en mi ser alzaron
el mito inextinguible de la luz. 

Dando vueltas y vueltas,
perdido en la tiniebla, me esforzaba
en orientarme y en reconocer
lo que al azar hallaba. Y me detuve
al verme de repente
ante la puerta de la habitación
que yo ocupaba en tiempos. 

Entré en ella despacio y vislumbré
la cama peculiar, el hondo armario,
la mesa con su silla, la ventana
—desvencijada ahora y sin cristales—
por la que tantas veces
contemplé yo la luna.
Con alegría y emoción palpaba
las paredes, tocaba cada cosa.

Pero en lo oscuro, entonces,
pude escuchar los aletazos súbitos
de algún ave nocturna que allí había
encontrado refugio y que, asustada,
intentaba escapar.
En sus vertiginosos
giros rozó mi frente con sus plumas.
Y aturdido, agitado, lleno el pecho
de confusión muy grande y ansiedad,
me desperté de golpe. Amanecía.



EL ENIGMA 
La muerte forma parte del enigma
en que se fundamenta
también la propia vida. No ha podido
nadie soltar el nudo del misterio,
ni cortarlo siquiera
con arrogante espada y gesto inútil.
Hermoso es que así sea lo que es.
El misterio, en sí mismo, es hermosura.
Respíralo; ten confianza; deja
que lo albergue tu pecho,
y no te pierdas en el sí o el no.
Por la vida y la muerte va la nave
surcando el mar azul. Y todo es mar. 



BALADA DE UN VIVO RECUERDO
Dueño del mundo fui,
porque unos ojos jóvenes, los tuyos,
enamorados me miraban.
Era en el tiempo de la juventud:
días de sol hermoso y de noches con luna.

Al pensarte aún escucho
las trémulas palabras que solías decirme 
cuando el amor hablaba para mí por tu boca. 
Y entreveo a lo lejos

tu confiada sonrisa, que por mi culpa, a veces,
se transformaba en lágrimas. 
Ya es cosa del pasado casi la vida entera.
Haber tenido mucho no es alivio
si el presente le tiende a nuestra sed un vaso
lleno tan sólo de melancolía.
Mas qué dolor tan dulce tu recuerdo,
qué piadosa indigencia.








Cavidad permanente
 

Eran tan sólo cuerpos asustados,
carne color de grito, fiebre alerta
en la savia lunar de los rumores.
Al llegar pronunciaron su oleaje,
su ocupación cansada de la noche.
Hincaron su raíz en la penumbra
y en los atrios brillaron las señales
de una claudicación predestinada.
Nada dijeron de la luz herida,
de las gargantas que se despertaron
sobre la oscuridad de ciertas horas,
ni del murmullo arrodillado, lento,
de la respiración de sus edades.
Sobre la piel de una sonrisa muerta
creció la profecía de los nombres.
Las calles se olvidaron de los ecos
que acaricia al pasar la madrugada,
y la humedad trepó por la osamenta
de una ciudad hundida en el verano.
Nadie pudo advertir con su ternura
la palabra que el tiempo edificaba
sobre un reloj partido: la memoria.
El Sur se levantó sobre la sangre
y la sangre gritó en sus acueductos.
Después volvió el dolor a los caminos
y abrió sus espirales la costumbre.
 








El poema

A veces me tropiezo con tu sonido. Escucho
un eco que golpea las paredes del sueño
y oigo en mi pulso un ritmo de aventura y suicidio.
La noche se hace entonces laberinto. Mis pasos
penetran en el bosque, presienten el encuentro.
Me acerco a los lugares donde la muerte esconde
el vértigo y la luz de su relámpago.
Para todo soy ciego si este dolor me acecha:
la destrucción buscada es la vida más honda.
Ya no puedo escapar, tu voz es cárcel;
la orden se hace canción, llanto quemado,
lucidez delirante, tiempo entero.
Me rodean las cosas; en la penumbra gimen
y esperan que las nombre, que mis manos
impriman un color a su destino,
esculpan una forma en su carne reciente.
Me olvido del silencio, de la larga sequía;
la soledad se puebla de jadeos y gritos;
giran los signos y la sombra acepta
mi fiebre sacudida, mi pasión levantada.
Me pierdo en el camino. regreso. Al fin descifro
la secreta escritura, el vértice sonoro.
todo termina y callo. Tiembla la noche. Cae
una gota de lumbre sobre el papel en blanco.