martes, 27 de septiembre de 2016

Midas. Marsias. Hybris y sus consecuencias.

DEL NACIMIENTO DE LOS DIOSES AL DE LOS HOMBRES

El cosmos, el universo ordenado y equilibrado que Gea y Zeus deseaban, ha sido instaurado. Las fuerzas del desorden y del caos que encarnan al menos una parte de los Titanes, y más aún Tifón y los Gigantes, han sido sometidas, destruidas o devueltas al Tártaro y encadenadas en lo más recóndito y profundo de la tierra. Zeus no sólo ha dado pruebas de una fuerza colosal y una inteligencia fuera de lo común durante los distintos conflictos, sino que además ha repartido el universo de forma equitativa y justa, de modo que cada uno conoce sus privilegios, los honores que se le deben, sus misiones y sus funciones. Y como Zeus es desde ahora el dios más poderoso, el más astuto y el más justo de todos, no hay más que hablar: él es el señor del cosmos, el eterno garante del orden armonioso que ahora debe ser la regla del mundo.

De este relato primordial se deducen, en el terreno filosófico, tres ideas fundamentales que debes tener presente para comprender mejor lo que sigue. Tienen un gran interés en sí mismas y, además, son las que van a animar secretamente la mayoría de los grandes relatos míticos que son escenificaciones sutiles, inspiradas y llenas de imágenes. De modo que en realidad es imposible comprender las aventuras de Ulises, Heracles o Jasón y las desdichas de Edipo, Sísifo o Midas si no se entiende que, por así decirlo, constituyen el hilo conductor.

La primera es que la vida buena, aun para los dioses, puede definirse como una vida en armonía con el orden cósmico. Nada hay superior a una existencia justa, en el sentido que la justicia —en griego diké— es en primer lugar la rectitud, es decir, el hecho de estar en conformidad con el mundo organizado, bien repartido, que a duras penas ha salido del caos. Tal es desde ahora la ley del universo, una ley tan fundamental que los propios dioses están sometidos a ella, pues, como ya han demostrado en repetidas ocasiones, a menudo son poco razonables. Sucede incluso que se pelean como niños. Cuando ocurre que la discordia, eris, surge entre ellos y que para arreglar sus diferencias uno u otro empieza a mentir, es decir, a proferir palabras que no son justas ni se ajustan al orden cósmico, corre un gran riesgo. Entre otras cosas, Zeus puede pedirle que preste juramento sobre el agua del Estige, el río divino que corre por los infiernos. Y si su juramento es contrario a la verdad, al dios se le pone en su sitio, aunque sea olímpico: durante todo un año, según nos cuenta la Teogonia de Hesíodo, se le «priva de aliento», yace en el suelo sin poder respirar, sin resuello en el sentido literal del término. Se le prohíbe acercarse al néctar y a la ambrosía, los alimentos divinos reservados exclusivamente a los Inmortales. Un «mal sueño» se apodera de él durante todo ese año y cuando ha terminado con este primer lote de sufrimientos, aún se le «priva del Olimpo», tiene prohibido estar en compañía de los demás dioses durante nueve años, durante los cuales debe cumplir con tareas ingratas y penosas. Por ejemplo, según ciertos relatos mitológicos, ocurrió que Apolo se rebeló contra su padre, Zeus, amenazando así con perturbar el orden del mundo al atentar contra su garante. Como castigo, Apolo se ve rebajado a la esclavitud, puesto al servicio de un simple mortal, en este caso un rey de Troya, Laomedonte, cuyos rebaños debe guardar como un pastorcillo cualquiera. Pues Apolo , término del que ya te he hablado y que puede traducirse de varias mañeras —arrogancia, insolencia, orgullo, desmesura—, si bien todas ellas hablan de un aspecto de esta hybris, de este pecado contra el orden cósmico o contra los que son sus artesanos, empezando por Zeus. Caracteriza a quien se malogra o se rebela hasta el punto de dejar de respetar la jerarquía y el reparto del universo instaurados tras la guerra contra Tifón y los Titanes. Y en estas circunstancias, el dios que ha cometido una falta es «llamado al orden» como un vulgar mortal y, por así decirlo, reinsertado mediante el castigo que Zeus le inflige. Como ves, no sólo la ley del mundo, la justicia cósmica derivada del reparto original, se aplica a todos los seres, sean divinos o mortales, sino que además nada está ganado: el desorden amenaza siempre. Puede venir de cualquier sitio, hasta de Apolo o de otro dios que se malogre por pasión, de modo que el trabajo de Zeus y de los distintos héroes que persiguen el mismo objetivo no se acaba nunca del todo: por esta razón, los relatos mitológicos son infinitos en potencia. Siempre hay un desorden que arreglar, un monstruo que combatir, una injusticia —una «imperfección»— que corregir.

La segunda idea deriva directamente de la primera. Por así decirlo no es más que el reverso: si la edificación del orden cósmico es la conquista más preciada de los Olímpicos, entonces ni que decir tiene que la falta más grave que se puede cometer a los ojos de los griegos, y de la que la mitología no deja en el fondo de hablarnos, es, precisamente, esa famosa hybris, esa desmesura orgullosa que empuja a los seres, tanto mortales como inmortales, a no saber quedarse en su sitio en el seno del universo. Si vamos a lo esencial, la hybris no es al final más que un regreso de las fuerzas oscuras del caos, o por hablar como los ecologistas actuales, una especie de «crimen contra el cosmos».

En contraste, y ésta es la tercera idea, la virtud más grande se denomina diké, la justicia, que se define exactamente a la inversa como una concordancia con el orden cósmico. Se dice que sobre el templo de Delfos —el templo de Apolo— está inscrito uno de los lemas más celebres de la cultura griega: «Conócete a ti mismo». La frase no significa de ninguna manera, como a veces se cree hoy día, que se deba practicar lo que se llama la introspección, es decir, tratar de conocer los pensamientos más secretos y procurar, por ejemplo, revelar el inconsciente. No se trata de psicoanálisis. El significado es otro: la expresión quiere decir que se deben conocer los límites. Saber quién es uno es conocer el propio «lugar natural» en el orden cósmico. El lema nos invita a encontrar ese lugar exacto en el seno del gran lodo y sobre todo a quedarnos, a no pecar nunca de hybris, de arrogancia y desmesura. Además se asocia a menudo a otro, «Nada en exceso» —igualmente inscrito sobre el templo de Belfos—, que tiene el mismo sentido.

Para el hombre, la hybris más grande consiste en desafiar a los dioses o, peor que peor, creerse igual a ellos. Numerosos relatos mitológicos giran, como vas a ver, alrededor de este tema central. Entre otros lo atestigua esa versión del famoso mito de Tántalo: como se ha acostumbrado a frecuentar a los dioses, a ser invitado a compartir sus comidas en el Olimpo, Tántalo acaba pensando que, después de todo, no es tan distinto como podría imaginarse. Hasta empieza a dudar de que los dioses, empezando por Zeus, sean en verdad tan perspicaces como pretenden y, sobre todo, que sepan en realidad todo sobre todos los mortales. Entonces los invita a comer a su casa —lo que ya es de por sí una falta de gusto especial, que podría tolerarse si en último extremo fuera una invitación llena de modestia y humildad—. Pero todo lo contrario: para asegurarse de que no son omniscientes ni más sabios que él, trata de engañarlos de la peor manera que existe, sirviéndoles a su propio hijo Pélope guisado. Mala suerte: los dioses son completamente omniscientes. Saben todo sobre nosotros, desdichados mortales, por lo que Tántalo se ha equivocado más allá de lo que podía imaginar. Se dan cuenta enseguida de la maniobra miserable y se horrorizan. El castigo, como siempre en la mitología, está en consonancia con la desmesura del delito cometido. ¿Tántalo ha pecado por una cuestión de comida? Por ella también será castigado: encadenado a los infiernos, en el Tártaro, será condenado a padecer hambre y sed toda la eternidad, pero también miedo, que le recordará precisamente que no es inmortal, pues una roca enorme suspendida sobre su cabeza amenaza con caerse sobre él y aplastarlo...

Cosmos, el orden armonioso, diké, la justicia, es decir, la conformidad con este orden cósmico, e hybris, el contraste o la desmesura por excelencia, son las tres palabras maestras del mensaje filosófico que comienza poco a poco a desprenderse de la mitología.

Sin embargo, estamos lejos, muy lejos, de haber hecho todo el recorrido de este mensaje. No estamos más que en los principios abstractos, tan primitivos todavía y tan rústicos que podrían dar la imagen de que Zeus es un superrepresentante del orden, por no decir un agente de tráfico: cosmos contra caos, armonía contra disonancia, cultura contra naturaleza, civismo contra fuerza bruta, etcétera. Será necesario complicar las cosas poco a poco
y por una razón muy sencilla: de momento toda esta historia se ha contado sólo desde el punto de vista de los dioses. En otras palabras, en la fase en la que nos encontramos, los hombres, al no existir todavía, no tienen aún su lugar en este sistema regulado que se ha situado bajo la égida de los Inmortales. Toda la cuestión que la mitología va a empezar a abordar y luego a legar a la filosofía es doble a este respecto. En primer lugar: ¿por qué hombres? ¿Por qué diablos, y perdón por la expresión, los dioses han sentido la necesidad de crear esta humanidad que con toda seguridad va a introducir inmediatamente una gran cantidad de desorden y de confusión en ese cosmos que tanto les ha costado conquistar? Y luego, si invertimos la perspectiva y lo examinamos desde nuestro punto de vista de mortales —y una vez más hay que tener en cuenta que los que han inventado estas historias, Homero, Hesíodo, Esquilo, Platón, etcétera, son hombres—, ¿cómo vamos a situarnos con respecto a la visión del mundo que emana poco a poco de esta construcción grandiosa? ¿Cuál cósmico que parece hecho más para ellos que para nosotros, humildes humanos? Y más aún: ¿cómo deberá cada uno de nosotros conducir su existencia, con sus particularidades, sus gustos, sus defectos, su contexto familiar, social, geográfico, en suma, con todo lo que hace que un individuo sea singular, si quiere encontrar un poco de felicidad y de sabiduría en este universo divino?

A estas preguntas van a responder los mitos que voy a narrarte en este capítulo. Pero antes de llegar a estos grandes relatos y para no quedarnos en las abstracciones, te voy a dar una primera imagen de las tres ideas que acabamos de ver contándote el mito genial de Midas. Después, podremos retomar el hilo principal de nuestro relato y volver a la historia fabulosa de la creación de la humanidad. El mito, al menos en apariencia, es francamente cómico. Es uno de esos en los que, sencillamente, la hybris, la desmesura, rivaliza con la estupidez. La mayoría de las obras dedicadas a la mitología lo pasan por alto o bien lo consideran tan secundario que lo cuentan de pasada, como una trova sin gran relevancia ni verdadero significado. Como verás, es un error importante: el caso Midas, como se diría en la actualidad, es por el contrario uno de los más profundos que existen, con tal de que nos tomemos la molestia de volver a situarlo en el contexto cosmológico que acabo de describirte.


HYBRIS Y COSMOS: EL REY MIDAS Y EL «TOQUE DORADO»

Midas es rey. Más exactamente, es uno de los que reinan en una región llamada Frigia. Algunos pretenden que es hijo de una diosa y de un mortal... Es muy posible, pero lo que en cambio es cierto es que Midas no ha inventado la pólvora. Es, todo hay que decirlo, un cretino redomado. Piensa despacio, «con retraso», demasiado tarde. Actúa sin pensar y su estupidez, como vas a ver, le juega a veces muy malas pasadas.

El caso que nos interesa comienza con las desventuras de otro personaje importante de la mitología griega, Sileno, un dios de segunda fila, una divinidad secundaria que así y todo es hijo de Hermes. Además, se denomina «Silenos» a todos los de su raza. Posee dos características notables. La primera es que tiene una cabeza horripilante y es feísimo: grande, grueso, calvo y barrigudo, muestra una nariz monstruosamente aplastada y unas orejas de caballo, peludas y puntiagudas, que le dan un aspecto espantoso. Pero por otro lado es un ser inteligente y sagaz. No en balde Zeus le confió la educación de su hijo Dioniso cuando lo extrajo de su propio muslo. Con el correr del tiempo se hace amigo de quien ha sido su hijo putativo y se inicia en los secretos más profundos que el dios del vino y de la fiesta guarda y, a pesar de las apariencias, es un sabio auténtico... Salvo que, al pertenecer al séquito de juerguistas que acompañan siempre a Dioniso, suele pasarse de rosca con las libaciones y abusar de la botella. Dicho de otro modo, en el momento de empezar nuestra historia Sileno estaba borracho como una cuba o, si lo prefieres, lo bastante ebrio como para no acordarse ni de su nombre. Como dice Ovidio, se tambalea bajo el peso de la edad y el vino, y al ver ebrio a esa especie de mendigo de aspecto espantoso, los criados de Midas se apresuran a prenderlo y atarlo con fuertes ligaduras para conducirlo enseguida ante su señor.

Pero sucede que Midas reconoce a Sileno, pues él también ha participado en algunas orgías y otras fiestas bien regadas. Y como lo sabe todo acerca de sus relaciones paternales y amistosas con Dioniso —un dios muy poderoso con el que más vale estar a buenas— le hace soltar inmediatamente. Además, con la esperanza de granjearse los favores del dios, celebra como es debido la llegada de su huésped con fiestas fastuosas que duran al menos diez días con sus noches, tras lo cual devuelve a su nuevo mejor amigo al joven, aunque muy poderoso, Dioniso. Este último, agradecido, otorga a Midas la gracia de elegir una recompensa a su gusto. «Gracia agradable, pero perniciosa», según la afortunada expresión de Ovidio. Pues Midas, como te he dicho, no es muy listo. Además, es avaro y muy ambicioso, de modo que abusará —aquí empieza su hybris— del regalo que le promete Dioniso. Pronuncia un deseo exorbitante, desmesurado: pide al dios que todo lo que toque se convierta en oro. Ahí está el famoso «toque dorado». Imagina un poco lo que esto significa: dondequiera que ponga la mano, todo lo que toca, planta, piedra, líquido, animal o ser humano, al instante se transforma en el metal amarillo y precioso. En un primer momento, el imbécil está feliz y hasta loco de alegría. De regreso a su palacio, Midas se divierte como un niño transformando por el camino todo tipo de cosas en un precioso tesoro. Divisa una rama de olivo y, ¡hala!, las hermosas hojas verdes se vuelven de un rojizo anaranjado resplandeciente. Coge una piedra, un miserable terrón, corta unas espigas secas y todo se convierte en oro. «Rico, soy rico, el más rico del mundo», exclama sin cesar el desdichado que todavía no ve venir lo que le espera.

Porque, sin duda ya lo has adivinado, lo que toma por una felicidad absoluta se va a transformar en una desgracia funesta en sentido literal, que trae la muerte y anuncia los funerales de su alegría estúpida. En efecto, en cuanto Midas se instala cómodamente en su palacio suntuoso —es evidente que enseguida se ocupa de transformar en oro fino las paredes, los muebles y los suelos—, pide que le sirvan de comer y beber. Su alegría le ha abierto el apetito. Pero tan pronto como agarra la copa de vino fresco para calmar su sed, lo que corre por su boca es un polvo amarillo asqueroso. El oro no es bueno para beber... Y cuando coge el muslo de pollo que le tiende su criado y empieza a morderlo con entusiasmo, por poco se rompe los dientes. Midas comprende ahora, aunque un poco tarde, que si no se desprende de su nuevo don, morirá de hambre y sed. Y empieza a maldecir todo ese oro que le rodea, a odiarlo como odia también la estupidez y la ambición que le han empujado a actuar sin reflexionar. Afortunadamente para él, Dioniso lo tenía todo previsto y es buen príncipe. Acepta quitarle el don que se ha transformado en maldición. He aquí, según Ovidio, los términos en los que se dirige a él:

«No puedes seguir embadurnado de ese oro que con tanta imprudencia has deseado. Ve hacia el vecino río de la gran ciudad de Sardes y, remontando su curso por la orilla, continúa tu camino hasta que llegues al lugar de su nacimiento; entonces, cuando estés delante de su manantial espumoso, allí donde brota en abundantes raudales, hunde tu cabeza bajo las aguas y lava al mismo tiempo tu cuerpo y tu culpa». El rey acata la orden dócilmente y se zambulle en el manantial; la virtud que posee de transformar todo en oro da un color nuevo a las aguas y del cuerpo del hombre pasa al río. Actualmente todavía, por haber recibido el germen del antiguo filón, el suelo de esas campiñas está endurecido por el oro que lanza sus pálidos reflejos sobre la gleba húmeda.

Midas recupera su estado normal bañándose en el río. Bonito símbolo: el agua pura del río, como sugiere Ovidio, le limpia a la vez su oro y su culpa. Pero el curso del agua se ve afectado por ello: se dice que desde aquella época no deja de transportar magníficas pepitas de oro. ¿Y sabes cómo se llama este río? Su nombre es Pactolo.

Sin embargo, no estoy seguro de que siempre comprendamos el verdadero sentido de este mito. Con nuestros ojos modernos, marcados por veinte siglos de cristianismo, tenemos tendencia a pensar que el significado de la fábula, en líneas generales, es que Midas ha pecado ante todo de avaricia y ambición. En nuestra opinión, la lección de historia podría enunciarse poco más o menos de la siguiente manera: Midas ha tomado lo superficial por lo fundamental, ha creído que la riqueza, el oro, el poder y las posesiones que proporciona constituían el objetivo ultimo de la vida humana. Por lo que ha confundido el haber y el tener, la apariencia y la verdad. Y se le castiga con mucha razón. Bien está lo que bien acaba. Pero en realidad el mito griego va mucho más lejos. Posee una dimensión cósmica, aunque secreta, y no se reduce de ningún modo a la trivialidad según la cual «el dinero no da la felicidad».

Con su toque dorado, Midas se ha convertido en una especie de monstruo. Aunque parezca imposible constituye una amenaza potencial para todo el orden cósmico: todo lo que toca muere, pues su poder aterrador llega a transformar lo orgánico en inorgánico, lo vivo en materia inanimada. En cierto modo es lo contrario a un creador del mundo, una especie de antidiós, por no decir un demonio. Las hojas, las ramas de los árboles, las flores, los pájaros y demás animales que agarra dejan de ocupar su lugar y su función en el seno del universo con el que un instante antes vivían todavía en perfecta armonía. Basta con que Midas los toque para que su naturaleza cambie; su poder devastador puede ser infinito, no tener límite: nadie sabe hasta dónde puede llegar. En último extremo, todo el cosmos podría encontrarse alterado: imagina que Midas viaja, que consigue transformar nuestro planeta en una bola metálica gigantesca, dorada pero muerta, desprovista por completo de las cualidades que los dioses habían logrado conferirle al principio, en el momento del reparto primitivo del mundo que Zeus realiza después de su victoria sobre las fuerzas caóticas de los Titanes, los Gigantes y de Tifón. Eso habría sido el fin de toda vida y toda armonía.

Si a pesar de lo anterior se quiere hacer una comparación con el cristianismo, se debe profundizar mucho más de lo que se piensa espontáneamente. Como el mito del doctor Frankenstein, que se inspira en leyendas antiguas nacidas en la Alemania del siglo XVI, las desventuras del rey Midas nos cuentan en realidad la historia de un desposeimiento trágico.

El doctor Frankenstein querría también ser un igual de los dioses. Sueña con dar la vida, como lo ha hecho el creador. Pasa toda su existencia buscando cómo lograr reanimar a los muertos. Y un buen día lo consigue. Ha hecho acopio de cadáveres que roba del depósito del hospital y, utilizando la electricidad del cielo, logra reavivar al monstruo que ha fabricado a partir de los cuerpos en descomposición. Al principio todo va bien y Frankenstein se cree un verdadero genio de la medicina. Pero poco a poco el monstruo se independiza y logra escaparse. Como su aspecto es abominable, siembra el terror y la desolación allá por donde pasa, de modo que de rebote se vuelve malvado y amenaza con destruir la tierra y sus habitantes. Desposeimiento trágico: la criatura ha escapado de su creador que, por así decirlo, se queda frustrado. Ha perdido el control, lo que, dentro de la perspectiva cristiana que domina este mito, significa que el hombre que se cree Dios está abocado al desastre.

El mito de Midas se debe entender en un sentido análogo, incluso si el dios, o mejor dicho los dioses griegos de que se trate, no son los de los cristianos. Al igual que Frankenstein, Midas ha querido atribuirse con el toque dorado un poder divino, una capacidad que sobrepasa con mucho toda sabiduría humana, empezando por la suya, ya tan reducida de por sí: la de trastornar el orden cósmico. Y lo mismo que el doctor Frankenstein, pronto pierde el control sobre sus nuevas atribuciones. Lo que creía dominar se le escapa por todas partes, de modo que no le queda más remedio que suplicar a la divinidad, en este caso Dioniso, que le devuelva su condición de simple humano.

De una manera muy significativa, esta misma amenaza de caos a causa de la hybris es la que aparece de nuevo en la segunda parte del mito de Midas, en el transcurso de la cual Apolo castigará sin piedad a este pobre pánfilo. 



De cómo Midas recibe unas orejas de burro: un concurso musical entre la flauta de Pan y la lira de Apolo. 
 
Continuemos el relato del mito en la versión de Ovidio.

Al parecer Midas se ha calmado después de haberse estrellado con su desgraciado toque dorado. Parece que al final se ha vuelto más humilde, casi modesto. Lejos de los fastos y del lujo que esperaba de su oro, vive retirado en el bosque. Alejado de su espléndido palacio, se contenta con una vida rústica y sencilla, en los campos y las praderas que le gusta recorrer solo o a veces en compañía de Pan, el dios de los pastores y de los bosques. Debes saber que Pan se parece extrañamente a Sileno y a los Sátiros. En efecto, es también un dios de una fealdad horrorosa en sentido literal: todo el que lo ve se queda espantado, paralizado por ese miedo denominado «pánico» en honor a su nombre, pero el homenaje que se le rinde es muy negativo. Por su aspecto, Pan es mitad hombre, mitad animal: muy velludo, deforme, posee la cornamenta y las piernas, o mejor dicho las patas, de un macho cabrío. De nariz aplastada, como Sileno, barbilla prominente, orejas enormes y peludas como las de un caballo, el pelo erizado y sucio como el de un mendigo... A veces se afirma que su propia madre, una ninfa, se horrorizó tanto el día de su nacimiento que lo abandonó. Hermes lo habría recogido y conducido al Olimpo para mostrárselo a los demás dioses, que literalmente habrían estallado en carcajadas, divertidos a más no poder ante tanta fealdad. Sus deformidades seducen a Dioniso, al que por principio le gusta todo lo que es extraño y diferente, por lo que decide que más adelante haría de él uno de sus compañeros de juegos y de viajes... Es un prodigio de fuerza y rapidez, y pasa la mayor parte de su tiempo persiguiendo ninfas, pero también muchachos jóvenes de los que trata por todos los medios de obtener favores. Se afirma incluso que un día que perseguía a una joven ninfa llamada Siringe, ésta prefirió suicidarse tirándose a un río antes que ceder a su acoso... Entonces, Siringe se transformó en una caña ribereña; Pan agarró el tallo todavía tembloroso y lo transformó en flauta, que en adelante será su instrumento fetiche, la famosa «flauta de Pan» que hoy día todavía se toca. Muchos siglos después, Debussy, uno de nuestros compositores más importantes, escribirá una obra para este instrumento (en realidad una flauta travesera), obra que llamará precisamente Siringe en recuerdo de la desdichada ninfa... A menudo se ve al dios Pan, como a Sileno y a los Sátiros, en compañía de Dioniso, bailando como un demonio, con cara de pocos amigos y bebiendo vino hasta el delirio: hay que decir que este dios no tiene nada de mico». No es un artesano del orden, sino más bien un ferviente aficionado a todos los desórdenes. Está claro que pertenece a la estirpe de las fuerzas del caos hasta el punto de que ciertos relatos no dudan en afirmar que es hijo de Hybris, la diosa de la desmesura...

De ahí la sospecha de que Midas, a juzgar por sus compañías, tal vez no ha sentado tanto la cabeza como podría parecer. Sin contar con que su estupidez y su torpeza mental siguen bien ancladas en su pobre cabeza. Un día que Pan está tocando su famosa flauta con la intención de seducir a unas muchachas, el dios se deja llevar por la soberbia, como es normal en este tipo de circunstancias, y declara que su talento para la música supera incluso al de Apolo. Y no pudiendo soportarlo más, en el colmo de la hybris, llega hasta el punto de desafiar a ese señor del Olimpo. Enseguida se organiza un concurso entre la lira de Apolo y la flauta de Pan. Y se elige a Tmolo, una divinidad de la montaña, como juez. Pan empieza a soplar su instrumento: los sonidos que salen de él son roncos, toscos, a imagen de quien lo toca. Está claro que tiene su encanto, pero un encanto bruto por no decir bestial: el sonido que el soplo hace salir de los tubos de caña es idéntico al del viento. En cambio, la lira de Apolo es un instrumento muy sofisticado: explota con exactitud matemática la relación entre la longitud de las cuerdas sus tensiones respectivas, asegurando una gran precisión de las cuerdas y un rendimiento que es como un símbolo de la armonía, también muy sofisticada, que los dioses han instituido a escala del universo. Es un instrumento delicado y a la vez culto: al contrario de la rusticidad de la flauta, la seducción que suscita está repleta de dulzura.

El público se queda embelesado y elige a Apolo por unanimidad... menos una voz: la de ese gran zoquete de Midas, que eleva una opinión disonante dentro del coro de elogios que rodea a Apolo. Acostumbrado a la vida del bosque y del campo, y amigo de Pan, Midas ha perdido el sentido de la educación y declara alto y claro que prefiere, con mucho, el sonido gutural de la flauta a las armonías delicadas de la lira. ¡Ay de él!. No se desafía a Apolo impunemente, y como siempre en estos casos, el castigo estará en conformidad con la naturaleza del «delito» cometido por el infortunado Midas: su pecado es de oído y de inteligencia al mismo tiempo, luego entonces será castigado por las orejas y la mente.

He aquí de qué manera, de nuevo según Ovidio:

El dios de Delos (Apolo) no quiere que orejas tan vulgares conserven la forma humana: las alarga, las llena de pelos grises. Hace la raíz flexible y les da la facultad de moverse en todos los sentidos. Midas tiene todo el resto de un hombre. El castigo sólo atañe a esa parte de su cuerpo. Está rematado con las orejas de un burro de paso lento...

Con sus nuevas orejas de burro, Midas se muere de vergüenza. Ya no sabe qué hacer para disimular a los ojos del mundo la fealdad que desde ahora lo envuelve, fealdad que lo muestra ante los otros no sólo como un ser desprovisto de oído y de sentido musical, sino también como un imbécil que no tiene más cabeza que un rumiante. Trata de ocultar sus nuevos atributos bajo diferentes tocas, gorros y cintas con las que se envuelve la cabeza cuidadosamente. No tiene suerte, su peluquero se da cuenta y no puede evitar hacerle el comentario: «Majestad, ¿pero qué le ocurre? Se diría que tiene usted orejas de burro...». Midas se lo toma a mal, pues tampoco brilla por su simpatía: acto seguido le jura que si por casualidad se le ocurre desvelar a los demás lo que acaba de descubrir, lo torturará y lo matará. El desdichado peluquero hace todo por conservar el secreto para sí. Pero al mismo tiempo —ponte en su lugar— se muere de ganas de contárselo a sus amigos, a su familia, y tiembla ante la idea de que un día, sin darse cuenta, se le escape una palabra de más. Para descargarse de ese peso tiene una idea: «Voy a cavar», se dice, «una gran fosa, luego confiaré mi secreto a las profundidades de la tierra y la volveré a tapar enseguida. Así me quitaré una carga demasiado pesada para mí». Dicho y hecho. Nuestro peluquero encuentra un rincón alejado de la ciudad, cava la tierra y grita y hasta aúlla su mensaje, vuelve a tapar el agujero con cuidado y regresa a su casa con el corazón al fin ligero. Pero en primavera un tupido bosque de cañas crece sobre la tierra recién removida. Y cuando el viento sopla se oye una voz formidable que se eleva, se ahueca y aúlla a quien quiere oírla: «El rey Midas tiene orejas de buuuurro, el rey Midas tiene orejas de buuuurro...».

Y así es cómo Apolo castiga a Midas por su falta de discernimiento. Tal vez me dirás que esta vez no se comprende muy bien en qué amenazaba el pobre Midas el orden del mundo. La verdad es que ha desafiado a un dios, y a uno de los principales, ya que Apolo, que es el dios de la música y de la medicina, es uno de los Olímpicos. Pero en fin, después de todo sólo se trataba de una cuestión de gusto en la que cada uno tiene perfecto derecho a decir lo que piensa, y sí Apolo se ha sentido herido ha sido en su amor propio, incluso en su vanidad. Por eso su reacción parece excesiva, por no decir un poco ridícula... Sin embargo, esta impresión sólo se mantiene si no prestamos atención a los detalles de la historia y nos contentamos con juzgarla desde un punto de vista moderno. Porque si reparamos en esos detalles, se trata aquí, como en la conclusión del combate de Zeus contra Tifón, de una disciplina, la música, con la cual no se bromea: ella pone en juego directamente nuestra relación con la armonía del mundo. Como te he explicado, la lira es un instrumento armónico, mientras que con la flauta sólo se puede tocar una nota a la vez y por eso es «melódica»: con la lira, como con una guitarra, se puede acompañar un canto, y aunque los griegos ignoran la armonía en el sentido en que la entenderán compositores como Rameau o Bach, así y todo empiezan a crear consonancia combinando más o menos sonidos diferentes, mientras que con la flauta esta armonización de la diversidad resulta del todo imposible. Bajo la apariencia de un certamen únicamente musical, en realidad se representa la oposición frontal entre dos mundos, el de Apolo, culto y armonioso, y el de Dioniso, de quien Pan es muy amigo, caótico y desordenado como una de sus fiestas que en un instante puede pasar al horror. En las famosas bacanales que organizan Dioniso y los suyos —así es como se denominan las fiestas dionisíacas— ocurre que las mujeres que rodean al dios, las «bacantes», se entregan a orgías que sobrepasan el entendimiento: bajo la influencia del delirio dionisíaco, persiguen a animales jóvenes y los despedazan vivos, los devoran crudos y, a veces, no son sólo animales a los que hacen sufrir las peores abominaciones, sino a niños e incluso a adultos como Penteo, rey de Tebas, que acabará destrozado por sus garras y devorado con sus dientes. Para que calibres lo brutal que puede ser la oposición de esos dos mundos, el cósmico de Apolo y el caótico de Dioniso, sería útil que te contara una versión más dura de este mismo certamen musical: la que representa el suplicio atroz del desdichado Marsias.
   
Una versión sádica del certamen musical: 
el suplicio atroz del Sátiro Marsias
Un mito análogo al que acabamos de descubrir cuenta, en efecto, una historia muy parecida a la del certamen que enfrenta a Apolo y a Pan. Salvo que aquí se trata de un sátiro, Marsias (o un sueno: a decir verdad, qué más da, pues esos dos tipos de seres que pertenecen al séquito de Dioniso son casi semejantes, los dos se caracterizan por un cuerpo mitad humano, mitad animal, así como por una fealdad que sólo es comparable a su apetito sexual...); Marsias es el que aquí desempeña el papel de competidor de Apolo. Ahora bien, al igual que Pan, pasa también por ser el inventor de un instrumento musical, el «aulos» (una especie de oboe de dos tubos con el que sin embargo no se tocaba más que una sola nota a la vez). Si hemos de creer al poeta griego Píndaro (siglo v a.C.), el primero en mencionar esta historia, en realidad fue la diosa Atenea la primera en idear y fabricar este instrumento. Merece la pena contar la historia de cómo tiene la idea y luego la rechaza: indica lo maldito que está el sonido de la flauta a los ojos de la diosa.

El asunto comienza con la muerte de Medusa. Según la mitología, existían tres seres extraños y maléficos denominados Gorgonas. Su aspecto era espantoso, mucho peor que el de Pan, el de los Sueños y el de los Sátiros: su cabellera estaba hecha de serpientes, unos colmillos enormes de jabalí les salían de la boca, sus manos con garras eran de bronce y sobre la espalda portaban unas alas de oro que les permitían atrapar a sus presas en cualquier circunstancia.. Lo peor de todo es que de una sola mirada podían transformar en estatua de piedra a todo aquel que tuviera la desgracia de mirarlas a los ojos. Por este motivo, en la actualidad se llama gorgonas a esas plantas acuáticas que se yerguen muy tiesas en el agua como si la mirada funesta de uno de estos tres monstruos las hubiera petrificado. Ahora bien, estas tres hermanas, si bien terroríficas para los humanos, se querían con ternura. Dos de ellas eran inmortales, pero la tercera, de nombre Medusa, no lo era. El héroe griego Perseo la matará en circunstancias que te contaré más adelante y, según Píndaro, al oír a las hermanas de Medusa aullar de dolor cuando Perseo exhibió la cabeza cortada de la Gorgona fue cuando Atenea tuvo la idea de la flauta. Hay que decir que este instrumento vio la luz en unas circunstancias como mínimo alejadas de la armonía y del civismo que caracterizarán a la lira de Apolo.

Conocemos la continuación de la historia a través de otro poeta, también del siglo V a.C., Melanípides de Melos.

Atenea, que como recuerdas no es solamente la diosa de la guerra, sino también la de las artes y las ciencias, está muy orgullosa de su nuevo invento. Y tiene por qué. Después de todo, no se inventa todos los días un instrumento musical que milenios después se toca todavía en todos los países del mundo. Pero al darse cuenta de que cuando toca su «aulos» sus mejillas se inflan de un modo ridículo y los ojos se le salen de las órbitas —y todos los que tocan el oboe, que me perdonen, conservan hoy todavía los mismos gestos extraños que debía de hacer Atenea— lo tira al suelo y lo pisotea con rabia. Lo que significa que este instrumento afea, rompe la armonía del rostro —segundo punto en contra—. Hera y Afrodita, que como sabemos no brillan por su caridad y nunca desperdician la ocasión de demostrar sus celos hacia Atenea, observan los ojos desorbitados y las mejillas infladas de la diosa y estallan en carcajadas de manera ostensible. Se burlan de ella y se mofan abiertamente de su aire estúpido cuando sopla por el tubo. Ofendida hasta la médula, Atenea huye lejos para comprobar el efecto que produce. Corre a buscar una fuente clara, un charco o un lago para ver el reflejo de su rostro. Una sola vez, a resguardo de la mirada de las dos malvadas, se inclina sobre el agua y, en efecto, no puede impedir constatar que, cuando toca, su cara se deforma por completo, hasta el punto de volverse grotesca. No sólo tira el instrumento a lo lejos, sino que lanza un hechizo al que lo encuentre y tuviera la audacia de utilizarlo.

Ahora bien, resulta que es Marsias quien encuentra la flauta de Atenea cuando recorría los bosques, como era su costumbre, persiguiendo alguna ninfa. Y por supuesto, cae bajo el hechizo del caramillo que le va de maravilla, a él que es tan poco armonioso. Y lo utiliza tanto y tan bien que acaba por creerse superior al propio Apolo hasta el punto de desafiarlo a un concurso en el que además comete el craso error de elegir a las Musas como jueces. Apolo aceptará el reto con una condición: el que gane podrá hacer con el vencido lo que quiera. Apolo es, desde luego, el vencedor —continuando la labor de Zeus contra Tifón y todas las fuerzas del caos: con su lira hace triunfar la armonía frente a la melodía ronca y tosca de la flauta—. Pero esta vez no se contenta, como lo había hecho con Midas, con un castigo leve y proporcionado al hurto cometido. Lo había avisado: el vencedor podrá disponer del vencido a su antojo, gracias a lo cual Apolo sencillamente hace despellejar vivo al desdichado Marsias. La sangre que brota de todas partes se transformará en río y su piel servirá para marcar el emplazamiento de la gruta en la que a partir de ahora nace el curso de agua...

En sus fábulas, Higinio resume así el asunto; como de costumbre, cito el texto original para que veas en qué términos se relataban los mitos en la Antigüedad:

Minerva (Atenea), dicen, fue la primera en fabricar una flauta con un hueso de ciervo y vino a tocar al banquete de los dioses. Como Juno (Hera) y Venus (Afrodita) se burlaban de ella porque tenía los ojos del todo inexpresivos y las mejillas hinchadas, Minerva (Atenea), de ese modo afeada y burlada durante su interpretación, se acercó a una fuente, en el bosque del Ida, se miró en el agua mientras tocaba y comprendió que con razón se habían burlado de ella. Entonces tiró ahí su flauta y juró que el que se apoderara de ella sufriría un suplicio horroroso. Uno de los Sátiros, Marsias, pastor, hijo de Olimpo, la encuentra y a fuerza de entrenamiento va obteniendo un sonido cada vez más agradable, hasta el punto de retar a Apolo y su cítara a un concurso musical. Cuando llegó Apolo tomaron a las Musas de jueces y como Marsias iba saliendo vencedor, Apolo dio la vuelta a la cítara y el sonido era igual. Pero Marsias no pudo hacer lo mismo con la flauta. Vencido Marsias, Apolo le envió a un Escites que le despellejó miembro a miembro... y su sangre dio nombre al río Marsias. 

 
Si Ovidio viviera en nuestros días le hubiera gustado escribir guiones de películas de terror, pues en estos términos relata el suplicio infligido por Apolo (como siempre, indico mis comentarios entre paréntesis y en cursiva):

Al Sátiro que él había vencido en el combate de la flauta ideada por la diosa del Tritón (es decir, Atenea, a quien Ovidio nombra así debido al río Tritón cerca del cual se supone que nació Atenea): «¿Por qué me arrancas de mí mismo?», preguntó (expresión que, claro está, significa que Apolo le arranca la piel al Sátiro y en cierto modo le separa así de sí mismo). Y gritaba: «¡ Ay, cuánto me arrepiento! ¡Ay, una flauta no merece pagar un precio tan alto!». A pesar de sus gritos le arrancan la piel de todo el cuerpo; no es más que una llaga. Su sangre corre por todas partes; sus músculos desnudos aparecen con toda claridad; un movimiento convulsivo hace estremecer sus venas, despojadas de la piel; se podrían contar sus vísceras palpitantes y las fibras que la luz ilumina en su pecho. Las faunas campestres, divinidades de los bosques, los Sátiros, sus hermanos, Olimpo (el padre de Marsias)... y las ninfas lo lloraran. Sus lágrimas, al caer, bañarán la tierra fértil... Así nació un río... al que llaman Marsias, el más límpido de Frigia.

Como ves, aquí el castigo es terrible, mil veces peor que el infligido a Midas. Las dos historias, la de Marsias en donde los jueces son unas Musas y la de Pan, en la que Midas y Tmolo ostentan esa función, no son por eso menos cercanas. Al parecer se las confunde a menudo. En los dos casos, la música, arte cósmico por excelencia, está hay que vérselas con un conflicto entre un dios que ante todo aspira a la armonía, y unos seres caóticos, dotados de instrumentos rústicos que no seducen más que a unas mentes mal desbastadas como las de Tifón y Midas. Por otra parte, Ovidio puntualiza en este sentido que Midas, después de sus desventuras en el Pactolo, sólo vive en los bosques, como Pan, en contacto, pues, con las realidades menos civilizadas: por esta razón prefiere, como un burro, los sonidos roncos y toscos de la flauta de Pan a los sonidos armoniosos y dulces de la lira de Apolo. Hay que decir que esta lira, de la que se extraen acordes tan armoniosos, posee toda una historia. No es un instrumento ordinario, sino que, según otro mito narrado sobre todo en los Himnos homéricos, probablemente desde el siglo VI a.C., es en verdad un instrumento divino: el propio Hermes lo ha inventado, lo ha fabricado y se lo ha regalado a Apolo al término de una aventura bastante singular que ahora te voy a contar...


La invención de la lira, instrumento cósmico, por parte de Hermes, y el contraste entre lo apolíneo y lo dionisiaco.

Hermes es uno de los hijos predilectos de Zeus. Incluso ha hecho de él su principal embajador, el que envía cuando tiene que transmitir un mensaje muy importante. Su madre es una ninfa bellísima, Maya, una de las siete Pléyades, hijas de una tal Pleíone y del Titán Atlas al que Zeus ha castigado obligándole a llevar el mundo sobre sus hombros. Es poco decir que el pequeño Hermes es increíblemente precoz. «Nacido por la mañana —nos dice el autor del himno homérico—, tocaba la cítara ya al mediodía y por la tarde robó las vacas del arquero Apolo...». Un primer día de existencia un tanto cargado: para ser un bebé que apenas tiene unas horas de existencia, Hermes es ya un músico consumado y un ladrón sin par. Figúrate que desde que abre el ojo, recién salido del vientre de su madre, el pequeño Hermes se pone enseguida a buscar las vacas del rebaño de Apolo. De camino, encuentra una tortuga que vive en la montaña y se parte de risa: desde el principio, sólo con ver al desdichado animal, ha comprendido todo el partido que le podía sacar. Vuelve enseguida a su casa, vacía al pobre animal, mata una vaca, extiende su piel sobre el contorno del caparazón, fabrica unas cuerdas con sus tripas y unas clavijas para tensarlas con unas cañas. Ha nacido la lira, con la cual puede producir sonidos de una gran precisión y más armoniosos que los de la flauta de Pan. No contento con este primer invento, vuelve a salir en busca de las vacas inmortales de su hermano mayor.

Al ver el rebaño, se lleva cincuenta animales y para que su robo pase desapercibido los conduce marcha atrás no sin antes haber atado a sus pezuñas una especie de raqueta de hierba que ha confeccionado a toda prisa para camuflar sus pisadas. Conduce los animales a una gruta. Unos minutos más y él solo reinventa el fuego. Sacrifica dos vacas a los dioses y el final de la noche lo pasa dispersando las cenizas del hogar... Luego entra en su propia cueva, donde Maya lo concibió, donde se halla su cuna, y se duerme poniendo cara de recién nacido inocente como un corderillo... Al regañarle su madre, responde sencillamente que está harto de su pobreza y que quiere ser rico. Ya se comprende por qué motivo llegará también a ser el dios de los comerciantes, de los periodistas y de los ladrones. Primer día de un bebé divino más bien muy cargado...

Apolo, por supuesto, acaba descubriendo el pastel. Cuando encuentra al bebé de Zeus, amenaza con tirarlo al Tártaro si no le devuelve sus vacas. Hermes jura por sus dioses mayores (y nunca mejor dicho) que es inocente. Apolo lo alza para tirarlo a lo lejos, pero Hermes le cuenta una trola para que lo suelte y finalmente el litigio se lleva ante el tribunal de Zeus... que también estalla en carcajadas ante tanta precocidad. De hecho está muy orgulioso de su hijo pequeño. El conflicto prosigue entre Apolo y Hermes, pero este último saca el arma definitiva, su lira, y la toca con tanto arte que Apolo, al igual que Zeus, acaba por derretirse y cae literalmente bajo el encanto del chiquillo. Apolo, dios de la música, está atónito y seducido por la belleza de los sonidos que salen de ese instrumento que no conoce todavía. A cambio de la lira, promete a Hermes que le hará rico y famoso. Pero el pequeño sigue negociando y regateando, y obtiene además la custodia de los rebaños de su hermano mayor. En un rasgo de generosidad, Apolo le regala incluso el látigo de pastor y la varita mágica de la riqueza y la opulencia, la que servirá para crear el emblema de Hermes, el famoso caduceo cuya historia te contaré enseguida...

En este contexto es donde aparece la lira como prototipo de instrumento divino, como el atributo por excelencia de Apolo. Para entender el alcance del mito de Midas —que en general se considera secundario, pero sin razón—, es necesario comprender que Apolo está de parte de Zeus, es decir, de los Olímpicos que luchan constantemente a favor de la instauración de un orden cósmico o de su mantenimiento. Este orden es al mismo tiempo justo (pues resulta del reparto original establecido por Zeus después de su victoria sobre los Titanes), espléndido, bueno y armonioso. Ahora bien, las fuerzas telúricas de Caos y de sus numerosos y variados descendientes desde Tifón amenazan constantemente esta armonía frágil. Apolo representa aquí una fuerza olímpica, anticaótica, antititánica y vinculada al célebre «Conócete a tí mismo» que adorna su templo en Belfos; es decir, como te he explicado: «Entérate de dónde está tu sitio, tu lugar natural, y quedate en él». Sin hybris, sin arrogancia ni desmesura que vengan a perturbar la buena ordenación cósmica. Si a Apolo le gusta la música es porque es una metáfora del cosmos. En muchos aspectos, Dioniso es lo contrario de Apolo. Evidentemente, Dioniso también es un Olímpico, un hijo de Zeus, y más adelante veremos cómo se unen en él el cosmos y el caos, la eternidad y el tiempo, la razón y la locura. Pero ante todo, lo que choca de él es su lado «acósmico»: le gusta la fiesta, el vino y el sexo hasta la locura asesina que se apodera de las mujeres que forman su cohorte. Dioniso es también, desde luego, un dios de la música, pero la música que le gusta no es la de Apolo: no es dulce de otro modo, no suaviza las costumbres, al contrario, expresa de una manera voluntariamente indecente el canto de las pasiones más antiguas. Lo que explica que su instrumento fetiche sea la flauta de Pan o de Marsias.

He aquí lo que el joven Nietzsche escribió, con mucha precisión y profundidad, sobre la diferencia entre Apolo y Dioniso:

Apolo, dios ético, demanda moderación de los suyos y, para poder mantenerla, conocimiento de sí mismos. Es por ello que el «Conócete a ti mismo» y el «Nada en exceso» marchan a la par que la exigencia estética, mientras que el exceso de orgullo y la desmesura, demonios entre todos los enemigos de la esfera apolínea, se consideraron atributos propios de los tiempos preapolíneos, de la era de los Titanes o del mundo extraapolíneo, es decir, bárbaro... El griego apolíneo debía sentir la acción de lo dionisiaco como titánica y bárbara, sin poder ocultarse no obstante que en el fondo de su ser él estaba emparentado con esos Titanes... Además, debía comprender que toda su existencia, con su belleza y su moderación, descansaba sobre un fondo velado de sufrimiento y de conocimiento que lo dionisiaco volvía a poner al descubierto. Y he aquí que Apolo no podía vivir sin Dioniso. El elemento titánico y bárbaro era en definitiva tan necesario como lo apolíneo. Imaginemos el efecto que la fiesta dionisíaca, con sus músicas embriagadoras, producía sobre ese mundo protegido artificialmente y edificado sobre la apariencia y la moderación... Imaginemos qué podía significar, frente a esos cantos populares demoníacos, el artista apolíneo con su salmodia y los sonidos exangües de su arpa... La desmesura se desveló como verdad, la contradicción, la alegría nacida del dolor hablaban un lenguaje que brotaba del corazón de la naturaleza. De modo que en todos los lugares conquistados por lo dionisíaco quedó abolido y destruido lo apolíneo. 

 
Nietzsche es por su parte un buen músico y ha comprendido perfectamente tres cosas fundamentales. La primera es que el tema del certamen musical no es anecdótico, sino esencial dentro de la mitología, y ello por una razón de fondo: ya que pone en el corazón del arte la idea de armonía, la música es un metáfora, un análogo del cosmos o, como él mismo escribió, «una réplica y una segunda versión del universo»; la segunda es que en el enfrentamiento entre Apolo y Dioniso —aquí son los representantes de este último, Pan o Marsias, los que salen a escena, pero todo el mundo comprende que se trata de narices postizas, personajes que sólo representan a Dioniso—, de nuevo, como siempre desde los orígenes del mundo, lo que está en juego es la cuestión del caos y del cosmos, de lo titánico caótico y de lo olímpico cósmico; y la tercera, es que si bien los dos universos divinos, el que simboliza Apolo, armonioso y tranquilo, y el que representa Dioniso, contradictorio y destrozado, se enfrentan al parecer de un modo absoluto, en realidad son inseparables: sin la armonía cósmica, el caos triunfa y todo se destruye, pero sin el caos, el orden cósmico se anquilosa y la vida y la historia desaparecen por completo.

En la época en la que escribe su libro sobre la tragedia griega, Nietzsche está profundamente influido por un filósofo, Schopenhauer, al que considera su maestro (y del acaba de publicar un libro importante cuyo título resulta a primera vista poco comprensible: Del mundo como voluntad y como representación. Sin pretender resumirlo aquí — un libro voluminoso y muy difícil—, puedo sin embargo hacer que comprendas uno de sus principales leit motivs: la convicción que impulsa a Schopenhauer, y de la que Nietzsche se va a servir para leer a los griegos, es que nuestro universo está dividido en dos. De un lado, hay un flujo caótico inmenso, desordenado, destrozado, absurdo y sin sentido, en su mayor parte inconsciente, que Schopenhauer denomina «la voluntad»; del otro, por el contrario, hay un intento desesperado de poner las cosas en claro, de poner orden, de volver a la tranquilidad, a la conciencia, de dar sentido, armonía: es lo que él llama «la representación». Nietzsche abandona esta distinción sobre el mundo griego: al universo de la voluntad, absurdo y destrozado, le corresponde el caos inicial de las fuerzas titánicas, y la divinidad que mejor lo encarna, al menos dentro del Olimpo, es Dioniso; al mundo de la representación le corresponde el orden cósmico instaurado por Zeus, con su armonía, su calma y su belleza. Está, claro que la lira de Apolo pertenece al mundo de la representación en opinión de Schopenhauer, y la flauta, dionisíaca, titánica, caótica, inculta y anticósmica, corresponde al otro mundo, al de la voluntad según Schopenhauer. Además, siempre habrá dos músicas enfrentadas: la armónica, dulce, cósmica y culta por una parte, y por otra la música disonante, caótica y ronca que imita las pasiones inconscientes de la voluntad en estado bruto. A decir verdad, toda música lograda, a imagen del cosmos griego, está obligada a mezclar los dos universos... Midas, ser grosero y cercano a la naturaleza, se inclina del lado de lo dionisíaco. No es una casualidad que Dioniso, al igual que Sileno y Pan, sea amigo suyo; tampoco es una casualidad que los miembros del séquito dionisíaco sean a menudo seres mitad animales, mitad hombres, rebosantes de apetito sexual y aficionados a las fiestas delirantes y carentes de moderación...

Dicho de otro modo, lo que se interpreta, o más bien se reinterpreta, en la pequeña fábula de Midas es, en apariencia, pero una apariencia anodina del todo, otra vez la victoria de Zeus contra los Titanes, y si Apolo se pone tan furioso no es porque esté «ofendido», como a veces se dice estúpidamente —¿qué más le da a él, divinidad sublime, la opinión de ese pobre imbécil de Midas?— sino porque debe luchar, por naturaleza, contra toda forma de hybris. Su misión divina, olímpica, es combatirla de raíz. Castigo para Midas, que recibe uno acorde con el origen de su pecado, en este caso los oídos, y proporcional a la gravedad de la falta. Suplicio atroz para Marsias: Midas es un cretino, un palurdo que no ha entendido en absoluto el envite cósmico del concurso musical. Merece que lo pongan en su sitio, el de un animal estúpido, un burro. Un simple castigo es suficiente para él. Pero en el caso de Marsias debe ser ejemplar: Marsias es una amenaza, a diferencia de Midas ha desafiado directamente a un dios y no se explica la violencia de su castigo si no se comprende que un desafío semejante es tanto más insoportable cuanto que el orden cósmico no es más que una conquista frágil, superficial mejor dicho: bajo esta superficie aparentemente ordenada y tranquila, el mar del caos amenaza siempre con resurgir.

Como no se comprendía la furia de Apolo, ciertos mitógrafos han llegado a inventar que después de haber matado a Marsias se había arrepentido, pero es una invención personal de estos autores, y no la verdad del mito.

Así que ya ves que la historia de Midas, que más bien empezaba de una manera cómica, sorprendentemente acaba en tragedia; después de todo, una de las competencias más seguras y poderosas de la tragedia griega residirá en esta brutalidad con la que el cosmos escarnecido en la persona de los dioses recupera sus derechos contra la hybris humana...

Pero no anticipemos demasiado. Como te he dicho, todavía no estamos ahí y a pesar de esta pequeña divagación a guisa de aperitivo, en la fase en la que nos encontramos todavía no se ha fijado el lugar de los mortales, y sobre todo de los hombres (puesto que también están los animales). Se sabe dónde están los Titanes y Tifón con ellos —en el Tártaro, fuertemente encadenados y custodiados por los Hecatónquiros—, pero la amenaza de caos que representan está en adelante bien delimitada. Igualmente se conoce el lugar o la misión que corresponde a cada dios en particular: el mar a Poseidón, los infiernos a Hades, la tierra a Gea, el cielo a Urano, el amor y la belleza a Afrodita, la violencia y la guerra a Ares, la comunicación a Hermes, la inteligencia, las artes y la astucia a Atenea, el fondo de las tinieblas a Tártaro, etcétera. Pero en este universo organizado bajo la égida de Zeus, ¿cuál es el lugar que les corresponde a los mortales? En esta fase nadie puede decirlo todavía.

Ahora bien, es evidente que la cuestión es fundamental, pues, una vez más, son por supuesto los seres humanos los que han inventado estas historias, todo este dispositivo teológico y cosmológico prodigiosamente sofisticado. Y si lo han inventado ellos, seguramente no ha sido en vano, sólo para divertirse, sino para dar sentido al universo que les rodea y a la vida que deben llevar en él, para tratar de comprender lo que hacen en esta tierra y tratar de fijar el sentido de su existencia. La cultura griega empezará a responder a este interrogante fundamental con tres mitos inseparables entre ellos: el mito de Prometeo, el de Pandora (la primera mujer) y el famoso mito de la edad de oro. En un poema titulado Los trabajos y los días, Hesíodo se ha ocupado de relacionar estrechamente estos tres relatos llamados a pasar a la posteridad tanto en la literatura como en el arte y la filosofía. Así que ahora te propongo que los sigas. Luego podremos dedicarnos a los grandes relatos míticos que se asientan sobre hybris y diké, sobre las desmesuras locas perpetradas por determinados seres o los actos heroicos y justos realizados por otros, los que generalmente se denominan héroes.

Luc Ferry
LA SABIDURÍA DE LOS MITOS 
APRENDER A VIVIR 2 
TAURUS 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Ángela Figuera Aymerich



Ángela Figuera Aymerich nació en Bilbao el 30 de octubre de 1902. La infancia de Ángela fue normal, sin traumas, pero como era la mayor de los nueve hermanos y su madre era una persona de carácter débil y de poca fortaleza física Ángela tuvo que dedicar bastante atención a los hermanos más pequeños, particularmente al menor, Diego.
Quizá esta circunstancia exageró en ella el innato instinto maternal y el amor a los niños que rezuma su poesía. Algunos de sus críticos dijo que Angela quería ser madre hasta de su propia madre.
Como toda su vida tuvo que enseñar a niños y muchachos desarrolló una especial habilidad para tratar con ellos sin la menor violencia. Escribió muchos cuentos para niños y poesías, pero después rompía todo lo que ya no le gustaba. Sólo se ha salvado un cuaderno de unas doscientas páginas de poemas de juventud que he conservado y no figuran en sus obras completas porque ella no quiso nunca publicarlo.
La toma de conciencia de las persecuciones, marginaciones y desigualdades de nuestra sociedad originó un cambio radical en la poesía de Angela, magistralmente expuesto en su tercer libro, Vencida por el ángel (1950). A éste siguieron El grito inútil (1952), Víspera de la vida (1953) y Los días duros (1953).
En 1958 se publicó en México su libro Belleza cruel, cuyo prólogo de León Felipe causó un gran revuelo en el mundo literario de toda España.
Julio Figuera Andú



MUJER DE BARRO
A Julio (1948)

MUJER

¡Cuán vanamente, cuán ligeramente
me llamaron poetas, flor, perfume!...

Flor, no: florezco. Exhalo sin mudarme.
Me entregan la simiente: doy el fruto.
El agua corre en mí: no soy el agua.
Arboles de la orilla, dulcemente
los acojo y reflejo: no soy árbol.
Ave que vuela, no: seguro nido.

Cauce propicio, cálido camino
para el fluir eterno de la especie.


HERMOSA

No me digáis que es mentira
¡Soy hermosa, soy hermosa!
Tampoco yo lo sabía.

Pero mi amante lo dijo
cuando mi rostro bebía,
y, entonces, me vi en sus ojos…

¡No me digáis que es mentira!



BARRO


Es barro mi carne… ¿Y qué?
Cuando mi amante la besa
le sabe a nardos y a miel.


AUSENCIA

Tacto delicado
sobre mi corazón. Algo caliente
y vivo aún… Como un beso por dentro.
Tus ojos sobre mí… Quizá tus labios…
Acaso un leve roce de tus dedos…

Puede que sólo sea una palabra
que me dijiste en sueños…



VIEJA

Porque el collar de mis días
ya desgranó muchas cuentas,
por eso, sólo por eso,
decís que soy vieja… ¿Vieja?...

Aún los senderos del campo
son gozo para mis piernas.
Aún gusto del sol que abrasa
y de la luna que sueña;
de nadar en las corrientes
y correr por las praderas
riendo bajo la lluvia
cuando estalla la tormenta…
Aún puedo llorar por nada
y canto sobre las penas…
Y en el hueco de mi mano
guardo una esperanza presa…
Decís, a pesar de todo,
decís que soy vieja… ¿Vieja?...
Mi carne morena aún tiene
sabores de primavera:
¿No veis los ojos en celo
de mi amante sobre ella?



POEMAS DE MI HIJO Y YO
A Juan Ramón, mi hijo

RUBIO

El padre, moreno;
la madre, morena,
y el niño más rubio que miel de colmena..

El padre, los ojos verdes;
la madre, los ojos negros,
y el niño, azules, azules…

¡Hijo del alma, lucero!
Nunca pensé que tuviera
dentro de mí, miel y cielo.



CARAMELO

Te di un caramelo.

Yo salí ganando:
tú me diste un beso.



ENFERMO

No quiere comer el niño:
pone un hociquito terco.

En la dulce leche tibia
las sopitas van cayendo
—Suaves manos de la madre
lloviendo flores de almendro…—
«Mira, niño, qué bonito:
aquí un barquito velero,
y un pececito, y un pato,
y un perrito, y un borrego…
Mamá come el pececito
y el nene come el cordero
y el barquito, rico, rico…
Todo para ti, mi cielo…»

No quiere comer el niño:
está pálido, está enfermo.

Los ojos de la mamá
están llorando en silencio…



MADRE

—Cuando se dice que no,
es que no. Lo dicho, dicho.
(Hay que tener energía
para educar a estos chicos…)

Se conforma… ¡Si es un ángel!
Y, al cabo de un momentito,
entre juegos y entre risas
ha olvidado su capricho.
¿Por qué, pues, mi corazón
está tan adolorido?...

El placer que le negué
me punza como un cilicio.



EL FRUTO REDONDO

CANCIÓN

La rama de almendro, de almendro florido,
córtala, amante,
y vente conmigo…

Amante, amantito, amante,
volvamos hoy donde ayer
que ayer perdí mi pañuelo
y he de encontrarlo otra vez.
A la orillita del río,
debajo de los almendros,
mi pañuelito bordado
que sabe cómo te quiero…

La rama de almendro, de almendro florido,
córtala, amante,
y vente conmigo..

Vente que vente conmigo
donde estuvimos ayer
que ayer me robaste un beso
y me lo has de devolver…
A la orillita del río,
debajo de los almendros,
el beso que me robaste
que me lo devuelvas quiero.

La rama de almendro, de almendro florido,
córtala, amante,
y vente conmigo…



SORIA PURA  (1949)
LA TIERRA

EN TIERRA

Caída sobre ti, vertida, floja,
en tu rugosa palma, verdecida
por un áspero vello de tomillos,
soy como un agua tibia derramada
que se te va adentrando lentamente.

No me recoja nadie. No me llame:
Hay un zumbido fiel de eternidades
que mis oídos cierra
al filo de los gritos turbadores.
Un sueño de perezas alcanzadas
que deshará en estáticos anillos
mis antiguos resortes.
Un polvo de cansancios que me ciega
el ansia alucinada de los ojos
bajo los párpados sin llave.

Nadie me mueva: Ya no soy. Aguardo,
blando terrón perdido, que la reja
viril de los arados me socave
en rojos surcos… ¡Qué morir sin lucha,
sin trance, sin espanto!... ¡Qué fecundo
brotar en tallo y en raíz: ¡eterna!



CALOR

Arden los pinos con jadeos acres.
El cielo baja, por beber, al río.
No hay pájaros. Tenaces, las chicharras
arrullan el sopor con su chirrido.

Una ceñida argolla incandescente
me asfixia los sentidos.





TORMENTA

La mano dura del viento
cañas y juncos doblega,
hace silbar los mimbrales
y sacude la arboleda.

La serpentina del rayo
rubrica las nubes densas.
Gotas enormes se aplastan.
sobre la desnuda arena,
dejando huellas oscuras
como redondas viruelas.

El río está gris y hierve.
El cielo está negro y truena.




EL RIO
RIO

Entro en el agua, dura de tan fría,
que me coge del talle;
que me ciñe y envuelve
con apremios de amante…

¡Qué grito por el aire esplendoroso
al tener que entregarme!



ANHELO DEL RIO

El río tenía peces
—oro y plata en sus meandros—,
El río tenía peces,
pero él amaba los pájaros.

Ojos de sus aguas verdes,
siempre mirando a lo alto.

¡Qué envidia siente del aire
cosido de vuelos raudos,
acribillado de picos,
estremecido de cantos!

El río tenía peces…
Pero él deseaba pájaros.





NIÑO EN LA ORILLA

¡Ay, los ojos del niño
en la orilla del río!

Las aguas pasan rodando
desde su cuna a su muerte:
los ojos del niño sueñan,
extáticos, su presente.

El río llega y se va
turbio de tierra y de peces:
los ojos del niño ignoran
las luces que los encienden;
cómo se llenan de vuelos,
de nubes, de ramas verdes.

Cuando lo sepan, caerán
perdidos en la corriente.


NADANDO

¡Cómo me abrazaba el río!
¡Ay, y cómo me abrazaba!

¡Qué beso total y único
con labios frescos de agua!




LOS ARBOLES

ÁLAMO

Sobre tu liso tronco, bien ceñida
al círculo gentil de tu cintura,
álamo, me estaré. Deja que pegue
mi carne sin raíces a tu cuerpo
quieto y callado, vivo sin
latido. Toma para tus venas de este zumo
caliente y agitado de mi sangre.
Que corra en ti, que baje a tu raigambre
recia y profunda… En otra primavera,
yo brotaré en tus hojas. Por el viento,
habrá un temblor de mí cuanto te muevas.



PINAR

Hasta la orilla del río,
pinos y pinos y pinos.

¡Qué calor siente el pinar!
Ni el Duero, que lo atraviesa,
lo consigue refrescar.

Un viento aromado y cálido
se trenza en el laberinto
de troncos contorsionados.
¡Ay, cómo sangran los pinos
la perfumada resina
por sus costados heridos!

jY cómo suena y resuena
entre las copas oscuras
el ruido de la marea!

Caídas sobre la hierba,
como estrellas apagadas,
las piñas secas.



INTIMO PAISAJE
ANULACIÓN

No ser ni yo. Ni nadie. Lo más, una pastora
perdida en tu silencio de largas soledades;
sentada en tus tomillos; la luz de la mirada
copiando, sin saberlo, los vuelos de las aves;
caída sin nostalgias sobre el
fluir del río;
con el desnudo rostro abierto a tu
paisaje, al viento los cabellos, y la tranquila frente
surcada por un ritmo de pensamientos fáciles…

En el regazo quieto, las manos inactivas
dibujarán un nido de vagas ansiedades.



MÚSICA

Se oye una música… ¿Dónde
suena esa música? ¿Dónde?..
No hay pajarillos en la noche.
No suenan flautas en la noche…
¿Dónde esa música? ¿Dónde?

Mi corazón canta en la noche.



NOCHE

Noche redonda, blanda, sin esquinas.
Hondo recodo en el zigzag eterno
de los despiertos días luminosos,
¡con qué desesperado parpadeo
los ojos se me caen en tu negrura,
buscándole horizontes a tu cerco!...
¡Qué caminar inútil, de tornillo
sin fin, por tu misterio,
perdido el rojo vivo de mi sangre,
anémica de luz, en tus senderos…
¡Qué naufragar en mares invisibles!
¡Qué manos extendidas en un tenso
deseo de contactos, de siluetas,
de contornos concretos!
Entre mis labios ávidos te viertes,
vino sin copa, sin sabor, sin fuego,
burbujeando trémulas estrellas
con una luna desolada en medio.





SOÑANDO EL MAR


INFANCIA MAR DE MI INFANCIA

Mar, yo estrené mis ojos al mirarte.
Toda yo me estrené. Nací en tu orilla.
Tallos gemelos de mi carne nueva,
iban mis pies pisándote los labios.
Mi sueño, no; mi ensueño se acunaba
en el vaivén antiguo de tus olas.
¡Qué gritos largos iban de mi boca,
inerme de palabras, a clavarse
como ávidos arpones en tu lomo!
Al penetrar en ti, ¡con qué violencia
de urgencia varonil me penetraste!
Lejos de ti, me inclino íntimamente
sobre tu hendido pecho, y en mis noches,
el recio golpear de tus arterias
me vivifica el alma.

Lejos de ti, pisando tierra seca
de la meseta adusta, entre altos pinos,
huelo tu vasto aroma, aprisionando
este menudo olor de río y hierba;
oigo tu enorme jadear, te veo,
mar de mi infancia, ¡mar!, siempre
esperándome.




REMANSO

Aquel recodo del río,
con una barca quieta y solitaria…

La sombra de los árboles trazando
rayas de azul, de oro y de esmeralda
sobre las aguas. Aromados pinos,
alamillos de plata,
erizados enebros,
chopos severos de robusta planta.
Y la tierra caliente, trasudando
el vaho de las hierbas aromáticas.
Y un cerro gris y pelado
con unas ruinas pintadas
sobre la seda del cielo.
Y una paz… Y una añoranza
de no sé qué… Yo me estuve,
hora tras hora, sentada
mirando, sólo mirando,
correr las nubes y el agua…
Al irme, hubiera querido
dejar el alma amarrada
en el recodo del río
como la barca quieta y solitaria.



VENCIDA POR EL ÁNGEL (1950)

Yo cerraba los ojos; yo apretaba los puños:
yo blindaba mi pecho con metales helados;
yo sorbía a raudales la alegría y el fuego
para escapar, bravía, al acoso del Ángel.

El Ángel era suave, silencioso y terrible.
llevaba una ancha copa de licores amargos,
y en su pálida frente se leía imborrable
la palabra tremenda.

He luchado con él. He luchado: He reído
sobre todas las flores de los mayos ingenuos;
cabalgando las nubes; fabricándome estrellas;
derramando canciones.

Me he apoyado en mis huesos; me he afirmado en mi sangre.
He caído en la sima de los besos sin límite.
He crujido en el trance de los duros abrazos.
He gritado el triunfo de mi carne aumentada
en la carne del hijo.

Me he proclamado limpia contra el asco y la ruina.
Me he declarado libre contra el tedio y la duda.
Me he creído excluida, separada, intocable.

Pero el Ángel llegaba. A pesar de mis puños,
de mis ojos cerrados, de mis labios tenaces,
con su vuelo impasible, con su copa colmada,
me ha tocado; me ha roto la coraza soberbia;
me ha deshecho los muros; me ha cortado la huida.

Sin espada, sin ruido, me ha vencido. En la entraña
me ha dejado clavada la raíz de la angustia
y ya siento en mi alma el dolor de los mundos.




ESTA PAZ

Aquella Paz de olivo y de paloma
lograda, en verde tierno y blanco puro
sobre el carmín violento de la sangre,
no es esta paz de ahora, enmascarada
entre papel y tinta mentirosa.

No es esta paz, de pecho acribillado
por viejas bayonetas oxidadas,
que se dejó por todos
los rincones del mundo
fusiles olvidados que disparan,
cañones que conservan su bramido
y buitres acerados con el buche
preñado de metralla.

No es esta paz de corzos asustados
pisando sucio barro movedizo.

No es esta paz de aturullados vuelos,
de afán desorientado, de planetas
sin órbita precisa.

Paz harapienta, coja, rotulada
con «ismos» y con «antis»;
gritada en altavoces,
gestada en asambleas y convenios
de turbia hipocresía.

Paz con hedor de muertos insepultos;
inquieta de presagios;
roída de psicosis y complejos.

Paz de niños con hambre
que no han sabido nunca
cómo se clavan los menudos dientes
en un mullido pan de blanca miga
bajo un crujir dorado de cortezas.

No. Nuestra paz, difícil, fermentada,
toda aristas y filos
como vidrio quebrado,
en que las manos duras, apretadas,
han de llevar el corazón en vilo
para que no se arrastre ni se hiera,
no es una paz de olivo y de paloma.

No es una paz de júbilo y descanso.





EL BARRO HUMILDE

Porque hoy, Señor, te hablo de esos muertos.
De los muertos más muertos, más hundidos;
de los muertos del todo.

Pasaron muchos, pero muchos quedan
en carne viva —suya— demorados.
Tú hiciste del aljibe de su pecho
polvo y basura, pero ya su sangre,
en generoso trance transfundida
hacia canales nuevos, permanece.

Otros, amordazada ya su boca
con lodo espeso, gritan, gritan, gritan…
Y todos los oímos. Tú los oyes.
Tú sabes que no están del todo muertos.

Y aquellos que apretaban en su mano
una semilla rubia, un bulbo henchido,
hoy se nos yerguen en presencia plena
de espigas o de nardos. No murieron.

Y los que caminaban, encendidos
los ojos en la almena de la frente,
borrachos de una estrella, tan ajenos
al suelo que les dabas por apoyo
¡qué huellas hondas de contorno puro
fueron dejando y cómo se llenaron
de agua y de cielo cuando Tú lloviste!
Sólo por eso, sólo, bien lo sabes,
esos no morirán eternamente.

Otros murieron. Otros: infinitos
como los granos de menuda arena
que el viento sopla, escupe y amontona.
Arena inútil, inconexa, estéril.
Que pierde el agua y ni concibe sueños
ni se levanta en torres
ni tolera caminos
ni grávidas semillas amamanta.
Tú los hiciste un día y así fueron.
Traídos y llevados,
giraron en absurdo remolino
entre el cielo y la tierra.
Jamás llegaron a tocar las nubes
sus cortos brazos ni sus pies cobardes
pesaron en el suelo.

Vivieron (¿se enteraron?). Eran dulces
y mansos. Y también eran amargos
y fieros. Porque sí. Porque lo eran.
Sus miembros se encresparon muchas veces
en lujurias sin fruto. Y otras tantas
ciñeron con un hielo de abstinencia
sus castigados lomos.
Nada brotó en su tronco. Fue su llanto
de lágrimas redondas que corrieron
sin trabajar sus almas. Fue su risa
espuma derramada.
Eran así. Murieron. ¿Lo sabían
en el preciso instante?... Y hoy, ¿lo saben?
¿Lo saben que están muertos, muertos, muertos;
borrados, aventados, desnacidos?...
¿Saben que ya no son, que no serán,
que no han sido jamás entre los hombres?

Señor, de ellos te hablo. Tú; los cuentas?
Yo, ni podría imaginar su nombre,
ni perfilar la curva de sus labios,
ni sospechar, mirando tu arco iris,
el color de sus ojos.
Conozco que estuvieron. Que ahora esconden
en cualquier parte su menguada ruina.
Sobre sus tristes miembros disgregados
la tierra, eterna parturienta, brota
vida infinita en tallos quebradizos.
Pero ellos, mudos, torpes, ni en la hierba
escribirán sus formas y colores.

Ni sombra serán nunca; ni recuerdo.

De ellos hablo, Señor. Tú, sin olvido;
Tú, centro de Ti mismo y tu horizonte,
Tú los tendrás los muertos olvidados.
Quizá los quieres más por más pequeños.
Su barro humilde, deleznable, sucio,
acaso moldearás con tus pulgares
en finos vasos de preciosa forma.
El muro de tu mano levantada
acaso abrigará piadosamente
esa llamita débil de su espíritu.
Acaso de tu aliento huracanado
un hilo compasivo se adelgace
para tañer la flauta de sus huesos.



BOMBARDEO
A Julio

Yo no iba sola entonces. Iba llena
de ti y de mí. Colmada, verdecida,
me erguía como grávida montaña
de tierra fértil donde la simiente
se esponja y apresura para el brote.
Era mi carne, tensa y ahuecada,
nido cerrado que abrigaba el vuelo
de un ala sin plumón y con grillete;
casi cristal y casi sueño. Tierna.

Iba llena de gracia por los días
desde la anunciación hasta la rosa.

Pero ellos no podían, ciegos, brutos,
respetar el portento.
Rugieron. Embistieron encrespados.
Lanzaron sobre mí y mi contenido
un huracán de rayos y metralla.

Del más bello horizonte, del más puro
cielo de otoño vomitaron lluvia
de ciegos mecanismos destructores
que desataban sobre el cauce seco
del callejero asfalto sorprendido
los ríos de la sangre.
Que apedreaban con cascote y hierro
la carne desarmada,
la risa de los niños, los cabellos
de las muchachas, los henchidos senos
de las nodrizas, la rugosa frente
de los viejos cansados,
los anchos ojos de los colegiales
y el tórax trepidante de los mozos.

Cuando el terrible estruendo mantenía
todo el horror en vilo, como un látigo,
sobre la vida inerme y el espanto
resquebrajaba en turbio terremoto
el aire sin palomas de la urbe,
yo colocaba, dulce, mis dos manos
sobre mi vientre que debió cubrirse
de lirios y de espumas y esas telas
que visten, recamadas, los altares.

Iba por la ciudad —llena de garras
y dientes erizando las esquinas—
como un bajel altivo que, repleta
la próvida sentina con tesoro
de gran fragilidad, se tambalea
entre una furia de olas y relámpagos.

Y, al encerrarme en casa, bien sabía
que no existía el puerto ni el abrigo.
Que las paredes recias, levantadas
en paz por manos sucias de trabajo,
se desharían como cera blanda
al fuego y al martillo gobernados
por otra mano, pulcra, encaramada
en máquina de presa y exterminio.

Noches de sueño incierto, triturado
por la tremenda sinfonía
del frente en erupción y los caballos
del miedo galopando en explosivos.

Y la sangre con hambre que se exprime
hasta la última esencia
para nutrir al hijo sazonándose.

Y la desnuda soledad del cuerpo
desorientado, desgajado en vivo
del cuerpo del amante.
Aquellas noches del pavor sin luces,
apelmazadas de odios y de ruinas,
yo te esperaba. Me llegaste a veces.
Del último bisel de la tragedia,
del borde mismo de la hirviente sima
venías hasta mí. Me contemplabas
con unos ojos llenos de agua sucia
donde asomaban rostros de cadáveres.
Ojos que procuraban ser risueños
y mansos al pasar por mi figura
y acariciar con luces de esperanza
la curva de mi vientre.

¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisas,
con qué vibrar de nervios y raíces,
nos quisimos entonces!

Yacíamos unidos, sin lujuria,
absortos en el hondo tableteo
de nuestros corazones. Escuchando
de vez en vez el tímido latido
del otro corazón encarcelado
que ya, para nosotros, gorjeaba.
Yo sonreía señalando el sitio
en que un talón menudo percutía
mis íntimas paredes en un ansia
gozosa de correr por los senderos
apenas presentidos.

Y, en medio del olvido refrescante,
en lo mejor del conseguido sueño,
surgía denso, alucinante, bronco,
el bélico zumbar de la escuadrilla.
Bramando, sacudiendo, despeñándose,
atropellándose los ecos,
iban las explosiones avanzando,
cada vez más cercanas,
hasta que, al fin, la muerte en torrentera,
en avalancha loca, transcurría
sobre nuestras cabezas sin refugio.

Entonces tú, imperioso, dominante,
con un impulso elemental de macho
que guarda la nidada, con un gesto
ardiente y violento como el acto
de la amorosa posesión, cubrías
mi cuerpo con tu cuerpo enteramente,
haciendo de tus largos huesos duros,
de tu apretada carne exacerbada,
un ilusorio escudo indestructible
para el hijo y la madre.

Así, unidas las bocas, transvasándonos
el tembloroso aliento, diluidos
en éxtasis de espanto y de delicia,
las almas contraídas, esperábamos…

No. Nunca nos quisimos como entonces.



LOS DIAS DUROS (1953)

No. Ya no puedo estar, como solía,
oculta en matorrales de madreselvas,
de musgo delicado, de jazmines
que perfumaban la ilusión precisa
de mi vivir aparte, preservada.

No puedo deslizarme por el fácil
canal de los ensueños sin escollo
con los alegres ojos enfocados
a un horizonte matizado en rosa.

Bien lo sabéis cómo era yo de tierna.
Cómo canté mi arcilla y mis claveles.

Cómo broté la luz y la sonrisa.
Cómo me di a la lluvia y a los vientos
y al fuego del varón y a la tarea
de concebir v de alumbrar con grito.

Siempre extasiada en descuidado gozo
como una niña al borde del sendero.

Hoy ya no puedo. He de salir. Alzarme
sobre mi dócil barro femenino.
Gritar hacia las cosas que me gritan
con labios erizados, con garganta
hostil y azuzadora.

Los días duros, agrios, se levantan
como árida montaña. Hay que treparlos
en puro afán, dejando bien ceñida
a su áspero contorno, viva, roja,
la hiedra de la sangre derramada.

Hay que vivir a pulso los minutos
sin rémora, sin miedo, cabalgando
en la delgada arista del presente.

Ya no es escudo el hijo entre los brazos.
Ya no es sagrado el seno desbordante
de generoso jugo, ni nos sirven
los rizos de blasón, ni nos protege
la condecoración de la sonrisa.
Está la miel, pero la miel no basta.
Ni el espejuelo sabio de los ojos.
Ni el círculo encantado que trazaron
siglos atrás en torno a la belleza.

Hoy nuestra vida, violenta, astuta,
avanza con estruendo de motores
de cientos, de millares de caballos
armados de pezuñas aceradas
bajo las cuales se hacen imposibles
frágiles vidrios y delgada hierba.

Inútil es la huida y el gemido.

Hay que luchar, rugir, sincronizarse
con el compás terrible de los hechos.
Crujir, arder, vibrar, abrir los ojos
con osadía firme y suficiente.

Temblar la fibra más sensible y mansa
de nuestros nervios y forjarla en hojas
de inquebrantable filo.

Hay que afianzar rotundos rompeolas
en este mar de trombas y huracanes.
A la embestida seca de los machos
que olvidan la pulida reverencia,
rosa, el madrigal y aquellos besos
en el extremo de la mano esquiva,
hay que oponer lo recio femenino.
El sexo puro, leal, íntegro, casto
a fuerza de arrancar viejas guirnaldas
de trapo con olor de hipocresía.

Ya no podemos acunar la débil
carne del hijo en un regazo tibio
de raso y plumas: Hay que sostenerla
con fuertes manos, apoyarla adrede
en el inquieto suelo, preparando
con firme decisión su andar futuro.

Los días duros se abren a mi quilla.
He de marchar por ellos renovada.

No mataré mi risa ni mis sueños.
No dejaré mis besos olvidados.
No perderé mi amor entre las ruinas.
Pero no puedo desmayarme blanda.




DE NADA A NADA

¡Qué dulce ser llevada de la mano
por fáciles senderos aprendidos!

Aquel seguro viento que condujo
las naves a los puertos apacibles
y mantenía las abiertas alas
en vuelo jubiloso hacia su nido
¿es este remolino polvoriento
que desconcierta en giros alocados
la rosa antigua de los navegantes?

Aquella pura estrella que guiaba
las almas a su clara epifanía,
¿qué noche torva o socavado abismo
la devoró caída de su altura?

Aquel amor maduro que alfombraba
de musgo fiel el pecho de los hombres
¿es este jadear de rojos tigres
que nos eriza de ásperos rugidos
la desprovista entraña y nos provoca
un escozor de ortigas en la sangre?

En idas y venidas sin sentido
pisoteamos la sufrida tierra.
Furor de nuestra prisa la sacude.
Guerreros terremotos la desgarran.
Y un bosque enmarañado y mar confuso
anegan y emborronan las fronteras
trazadas en los viejos mapamundis
donde se pudren gigantescas pilas
de muertos olvidados sin escrúpulo.

Vamos de nada a nada. Sin destino.




POETA

Más de un día me duele ser poeta. Me duele
tener labios, garganta, que se ordenan al canto.

Es tan fácil vivir cuando sólo se vive
mudo y simple, esquivando la pesquisa y el vértigo.

Pero aquel que es poeta ni en mitad del tumulto
ni emboscado en la orilla logrará su descanso.

Porque el ojo sin párpado no consigue la noche
y en acecho infinito se le enciende y afila.
Porque todo el misterio, despeñada gaviota,
le golpea el cantil de las sienes desnudas
y, en la boca, transidas de belleza imposible,
las enormes palabras se le agolpan y enredan.

Porque vive y lo sabe. Porque muere y lo sabe.
Pero el grito convulso de su vida y su muerte
es halcón insumiso que las nubes devoran.

Océanos, ciclones, bosques, astros habitan
en el ámbito estrecho que su cráneo circunda.
Olas, aves, raíces, pulsaciones, acordes,
por la red de los nervios se le enroscan vibrando.

¡Qué avidez de contornos le agudiza los dedos!
¡Qué avidez de caminos le estremece las plantas!
En el pecho le crece su imperioso destino.

Y, ni dentro ni fuera, en la fina tangente
que tan sólo en un punto a lo cierto se ajusta,
solitario y alerta, desvelado o sonámbulo,
el poeta mantiene su equilibrio difícil.




PRESENCIA DE DIOS

¡Oh Dios, mi pequeñez y tu grandeza!
¿Cómo creer que esta menguada forma
imagen tuya sea y semejanza?
¿He de soñar tu rostro por el mío
y levantarte gigantesco y vasto
sobre la base ruin de mi figura?

Yo sé que estás. Y tu presencia enorme
de ser único, impar, irrepetible,
me llena de terror, señoreándome.

En la redonda cárcel que me diste
no hay un rincón oscuro y recatado
donde sentirme sola, liberada
de tu mirar agudo, omnipresente.

Aunque quisiera huirte, dispararme
en vuelos velocísimos, tenderme
en puentes largos, navegando brumas,
talando bosques, perforando túneles,
Tú estás y estás, continuo, inesquivable.

Yo siento tu presencia en las raíces
más finas de mis nervios, en la tibia
corriente de mi sangre y en la médula
secreta que mantiene mi esqueleto.

A veces, perceptible, te dibujas,
agua sin fondo, monte sin ladera,
muro sin puerta, torre sin escala.
Tu frente dilatada se constela
con tus pupilas lúcidas, terribles
y el haz profuso de tu cabellera
desciende como lava incandescente
en lenta ondulación sobre tus hombros.

Tus manos se adelantan imperiosas
en un perpetuo fiat sobre el caos,
y la firmeza de tus pies se asienta,
libre de peso, sobre la corriente
del tiempo en que ni naces ni te agotas.




VÍSPERA DE LA VIDA

Hay que tener el recuerdo de
alaridos de mujeres en parto…
Es necesario haber estado al
lado de moribundos…
R. M. RILKE

Aguarda aún. Detente. Nada sabes.
Aún yaces en la víspera. No sueñes.
No cantes. No te llegues a las copas
de vino y llanto. No ardas en la ira.
No admires. No aborrezcas. No idolatres.
No toques las espinas ni las rosas.
No vueles con los pájaros. No sigas
la estela de los peces por el río.

No juzgues. No perdones. No condenes.
Aguarda, que aún no sabes, aún no has visto.

Acércate a una madre en el instante
de desgarrarse, distendida, rota
en un terrible chorrear de gritos,
de sangre, de sudor, de íntimos jugos
que corren brutalmente, macerando,
tundiendo, dilatando sin clemencia
las fibras más sensibles, sacudiendo
del arraigado tallo el fruto vivo
para lanzarlo, desprendido y solo,
por el herido cauce a la intemperie.
Escucha el alarido que, infrahumano,
tuerce los labios de la madre abierta
y pone al hijo exento ante los ojos:
Pella de carne informe, sucia, blanda,
con húmedo calor de entraña. Escucha
ese primer vagido con que el hombre
estrena el aire y se proclama cierto.
Inclínate. Con reverentes manos
la vida nueva toca. Luego vete.
Acércate a la turbia encrucijada
donde la muerte solapada obtiene
la segura victoria
de su callada, sórdida paciencia.
Mira la lucha inútil, degradante,
de lo que fuera un hombre y es apenas
res acabada, corroído fruto,
carroña anticipada que palpita.
Mira rodar abandonadas gotas
por el talud helado de la frente.
Mira los ojos cómo se desnudan
de todo su paisaje y desconocen
los próximos contornos y se ahondan
en pozos profundísimos abiertos
hacia el macizo espanto sin perfiles.
Mira los labios desteñidos, sucios
de salivas amargas
y escucha en ellos, lento, sibilante
el último jadeo de la vida
que los pulmones, ya sin ritmo, expelen.
Toca la rigidez y el frío donde
hubo un contacto cálido y suave.
Y junto a ese trágico puñado
de mísera materia que persiste, 
pregúntale, pregúntate a ti mismo,
qué aguarda, qué ha perdido, qué conserva,
qué signo monstruoso desentraña
su terca permanencia sin sentido.

Vete después, sumérgete de lleno
en la vital corriente de tus días.



NADIE SABE

Abre tus ojos anchos al asombro
cada mañana nueva y acompasa
en místico silencio tu latido
porque un día comienza su voluta
y nadie sabe nada de los días
que se nos dan y luego se deshacen
en polvo y sombra. Nadie sabe nada.

Pisa la tierra, vierte la simiente,
coge la flor y el fruto: sin palabras,
pues nadie sabe nada de la tierra
muda y fecunda que, en silencio, brota,
y nadie sabe nada de las flores
ni de los frutos ebrios de dulzura.

Mira la llamarada de los árboles,
bebiéndose lo azul; contempla, toca
la piedra inmóvil de alma intraductible
y el agua sin contornos que camina
por sus trazados cauces, ignorándolos.
Sueña sobre ellos. Sueña. Sin decirlo.
Pues nadie sabe nada de los árboles
ni de la piedra ni del agua en fuga.

Mira las aves altas, desprendidas,
limando el sol al golpe de sus alas;
toma del aire el trino y el gorjeo,
pero no quieras traducir su ritmo,
pues nadie sabe nada de los pájaros.

Mira la estrella, vuela hasta su altura,
toma su luz y enciéndete la frente,
pero no inquieras su remoto arcano
pues nadie sabe nada de la estrella.

Besa los labios y los ojos; goza
la carne del amante sazonada
secretamente para ti; acomete
con decisión humilde la tarea
del imperioso instinto: crece en ramas,
mas nada digas del tremendo rito
pues nadie sabe nada de los besos
ni del amor ni del placer, ni entiende
la ruda sacudida que nos pone
el hijo concluido entre los brazos.

Clama sin grito, llora sin estruendo
pues nadie sabe nada de las lágrimas.

Vete a hurtadillas. Con discreto paso.
Traspasa quedamente la frontera.
Pues nadie sabe nada de la muerte.






IGNORANCIA

Cuando caí de Ti a la dura tierra,
cuando me hallé, caliente de tus manos,
desnuda y con gemido entre los hombres,
era tu propio aliento el que llenaba
mis frágiles pulmones encerrados
hasta ese instante en soledad sin viento.
Era el reflejo de tu rostro en llamas
el que encendía mis pupilas nuevas.

Venía desde Ti. De Ti sabía
tu esencia, tu color y tu figura.

Sabía la razón de mi comienzo,
la causa de mi carne y el designio
que hizo brotar, precisa, mi simiente
entre infinitos gérmenes frustrados.

Entonces te sabía y me sabía.
Por eso, duro, hermético, borraste
al paso de los días la memoria
de aquel primer instante y me has dejado
como un sediento río que corriera
desde una oscura fuente inasequible
hacia ignorados mares sin orilla.




CAÍN

El no sabía nada. Era macizo, adusto.
Vivía en una ausencia de dulzuras y cantos.

Inclinado a la tierra, un ave negra, hirsuta,
le rondaba la frente, anegando sus ojos
mientras iban sus dedos en el suelo enemigo
desbravando terrones y raíces rebeldes.

Desterrado del gozo, oraba a un Dios terrible
y al dejar en el ara la mezquina cosecha
un rencor urticante le quemaba las palmas.

El no sabía nada. Un día —rama virgen,
fresco volumen, garza de intocada belleza—
el hermano reía junto al blanco balido
del rebaño inocente.

¿Por qué, de pronto, rayo, piedra lanzada, vértigo,
lobo rabioso, toro de ciega acometida?

Hubo un silencio súbito de fuentes y de pájaros
y los cielos supieron el color de la sangre.

El nada comprendía. Contemplaba sus manos.



ABEL

El no sabía nada. Era sencillo, dulce.
Vivía simplemente como vive la carne.

Viril de savia nueva, erguía bajo el cielo
su vertical gozosa de rubio adolescente.

Oraba a un dios terrible y aplacaba su cólera
con tiernos recentales y rizadas ovejas.

Nada sabía. Un día, en brusca llamarada
ardió pálida envidia frente a sus ojos mansos
y se abatió iracunda sobres1 su pecho núbil.
Y él se encontró, de pronto, sin saber cómo, muerto.

Y se encontró, sin saber cómo, sólo.
Con un áspero gusto de limo entre los labios
y un frío desamparo por los huesos y venas.

Porque nadie le dijo que estrenaba la muerte.
Que en la tierra profunda no encontraría al hombre.
Que habría de quedarse dócilmente en su sitio,
entregarse sin límites al oscuro silencio.
Porque nadie le dijo que las pardas raíces
se trenzarían ávidas a sus miembros helados
bebiendo de él sin prisa, agotándole el zumo.
Porque nadie le dijo que el romero crecía
agarrado a la piedra que pesaba en su vientre
y que el vivo carmín que adornaba la rosa
era más encendido a través de su sangre.

Él nada comprendía. Tan sólo estaba muerto.





EN LA MUERTE DE MI MADRE

 Ya tengo mi raíz bajo la tierra.
Un poco muerta ya contigo, madre,
hay algo de mi vida que se pudre
contigo, con tus huesos delicados,
con tus azules venas, con tu vientre
que cóncavo sufrió dándome forma.
En la ignorancia, madre, no en pecado
me hiciste tú. Como la vida brota.
Como la carne crece y se divide
en el sagrado centro de la hembra.
Pequeña y débil fuiste. Te pesaba
un hijo tras de otro en el regazo
con un humilde asombro de mirarte
continuamente llena y frutecida.

Y yo salí de ti con otra fuerza.
Con una ardiente audacia de preguntas
que tú jamás te habías formulado
cuando la vida se te daba en júbilo
o te acosaba en duro sufrimiento.
Que no estaban siquiera en la terrible
angustia suplicante de tus ojos
que sólo me pedían una tregua,
un imposible alivio
a ese dolor, a ese infinito miedo
de bestezuela en cepo sin huida
con que la muerte, madre, te llegaba.

Te veía ir. Sin retenerte.
Sin ayudarte. Nadie puede hacerlo
en esa hora. Todos vamos solos
a nuestra propia destrucción. No pude,
no pude acompañarte, madre mía.
Poner seguridad en tu camino
ni sonreírte desde el otro lado
de la pesada puerta silenciosa
que un día se nos abre bruscamente,
siempre hacia fuera, nunca hacia el retorno.

Y tuve que soltar, fría, indefensa,
tu mano que a la mía se acogía
mendiga de un calor y una esperanza
que habían desertado de tu sangre.
Yo sé que confiabas, suponiendo
en mí una vaga omnipotencia, un algo
capaz de sostenerte. Y yo tan sólo
sentía una blandísima ternura,
una tremenda compasión inútil
por tu absoluto, enorme desamparo.
Y nada pude hacer. Ni tan siquiera
quedarme junto a ti. Te me pusiste
horriblemente lejos. Separada.
Ajena. Casi hostil en tu misterio.
Indescifrable en tu quietud. Ahora
eso de mí que estaba en tus entrañas,
que fue principio mío y persistía en
tu secreta intimidad, se pudre
contigo —mi raíz— o acaso vive
como un tallo profundo, recatado,
en tierra que tú abonas aguardándome.




EL GRITO INÚTIL (1952)

¿Qué vale una mujer? ¿Para qué sirve
una mujer viviendo en puro grito?

¿Qué puede una mujer en la riada
donde naufragan tantos superhombres
y van desmoronándose las frentes
alzadas como diques orgullosos
cuando las aguas discurrían lentas?

¿Qué puedo yo con estos pies de arcilla
rondando las provincias del pecado,
trepando por las dunas, resbalándome
por todos los problemas sin remedio?

¿Qué puedo yo, menesterosa, incrédula,
con sólo esta canción, esta porfía
limando y escociéndome la boca?

¿Qué puedo yo perdida en el silencio
de Dios, desconectada de los hombres,
preñada ya tan sólo de mi muerte,
en una espera, lánguida y difícil,
edificando, terca, mis poemas
con argamasa de salitre y llanto?

Volvedme a aquel descuido, a aquel sosiego
en que era dable andar por los caminos
pastoreando ensueños como ovejas.
Volvedme al ruiseñor de aquel boscaje.
Al vuelo de aquel cisne por el lago
bajo la plata azul de aquella luna.
Volvedme a la andadura mesurada,
al tópico dulcísimo y sedante
de un verso con timón y cortesía
donde cantar cómo los bucles de oro
son cómplices del pájaro y la rosa,
porque eso, al fin, a nada compromete
y siempre suena bien y hace bonito.

Pero es en vano, amigos, nos cortaron
la retirada hacia seguras bases.

Están rotos los puentes,
los caminos confusos,
los túneles cegados. No sabemos
de cierto si avanzamos o si huimos
dejando por detrás tierra quemada.

Y yo pregunto, vadeando a solas
un río de aguas turbias y crueles,
¿qué puede una mujer, para qué sirve
una mujer gritando entre los muertos?





POSGUERRA

Alegraos, hermanos, porque vivos seguimos.
Verticales, calientes sobre tierra segura
persistente al estruendo y a la dura piqueta.
Aún nos queda la carne y un acero de huesos
nos mantiene flexibles bajo el cielo de siempre
que absorbió indiferente los agónicos gritos.

Alegraos, hermanos, porque es bueno quedarse
como espiga escapada a la hoz y a la muela.
Como res condenada que evadió la cuchilla.

Yo poeta, os lo digo: Tanta gracia borrada,
tanta hermosa mecánica, tantos arcos triunfales,
tantos techos humildes destruidos a ciegas.
Tantos cráneos hundidos, tantas bocas inmóviles
taponadas de arcilla, no interrumpen la serie
de los días ligeros que nos llevan en andas
porque vimos el caos y quedamos exentos.

Porque estamos enjutos transcurrido el diluvio,
alegrémonos, hijos. En las ruinas y grietas
que dejó el terremoto sembraremos el grano
y veremos crecer el tomillo y la rosa.

Yo, poeta, os lo digo: las corolas son dulces
bajo un sol sin careta de mortíferos gases,
y, olvidado el rugido de los huecos aceros,
un idilio de pájaros y de arroyos nos mece.

Cuando el ácido llanto de las madres sin hijo
se ha perdido en el polvo, una edénica savia
hinche en curva golosa las mejillas, los vientres
virginales y tibios que se rinden al hombre
prolongando su estirpe.

Somos, somos, amigos, más allá del desastre.
Continuemos. Hagamos cosas, hijos, sonetos,
sinfonías, retablos
donde Dios Padre oculte la sonrisa indulgente
en las barbas fluviales recamadas de plata.
…………………………….
He mirado a mi lado. Como sombras caminan.
Adherido a sus piernas, pesa un lodo de siglos.
Hay un resto de sangre que embadurna sus ojos.

Añorando el contorno de las duras culatas
cuelgan lacias sus manos. Y los labios abiertos
a su antigua congoja, desconocen la hartura.

No me escuchan. ¿Qué largas resonancias tremendas
ensordecen sus almas? No me miran. ¿Son alguien?
¿Son los mismos? ¿Son todo lo que hoy día subsiste?
¿Esto queda del hombre tras la furia del hombre?
Y yo sé que no puedo darles nada. Como ellos
soy un resto, una fuga,
una angustia cercada de horizontes difíciles,
un pulmón oprimido por tiránicos puños,
una estancia, vacía de divinas presencias,
cuyos muros gotean de sudor y de llanto.

La venganza callada de millones de muertos.




REGRESO

Salió a sembrar. Salió de madrugada.
Volvió al anochecido. Traía la simiente
intacta y una sombra de plomo le seguía.

Salió a sembrar. Dijeron que era tiempo
de regresar y uncirse a la costumbre.

El era sólo un rudo campesino.
Los ojos y las manos pegados a la tierra.
Y también la esperanza.
Su pequeña esperanza, justo para ir tirando
de un año para otro, de cosecha a cosecha.

Sudaba largamente. Deseaba la lluvia
o el sol según los casos. Maldecía a menudo.
Y cantaba otras veces.
Cuando el aire era dulce y obediente el ganado.

Un día vio en sus manos una dura culata.
Vio el fuego, el miedo, el odio, limándole los huesos.
La carne troceada. El aire al rojo
metiéndose debajo de sus párpados.
La furia repetida del acero y la pólvora.
La sangre despreciada.

Aquello era la guerra, le dijeron.
Luego, otro día, le ordenaron: Alto.

Volvió. Pensó primero que era hermoso.
La paz debía ser como una aurora.
Un oloroso aceite derramado.
Un vino alegre dentro de las venas.

Volvió. Salió a sembrar de madrugada.
Salió a sembrar. No pudo.
Le faltaba el silencio.
Sus oídos alerta
seguían escuchando los cañones,
la brama del motor entre las nubes,
la piedra dividida en estallidos,
el lento gotear de las heridas.

Y dejó solo el campo.
Y devolvió a sus arcas la simiente.
Porque no había silencio.
Porque no había fe ni existía el mañana.
Porque se había roto
el ritmo primitivo que movía sus brazos.





BELLEZA CRUEL (1958)

PALABRAS…


Con estas palabras quiero arrepentirme y desdecirme. Ángela Figuera Aymerich… de cosas que uno ha dicho, de versos que uno ha escrito…

Porque yo fui el que dijo al hermano voraz y vengativo, cuando, aquel día, nosotros, los españoles del éxodo y del llanto, salimos al viento y al mar, arrojados de la casa paterna por el último postigo del huerto… Yo fui el que dijo:


Hermano… tuya es la hacienda…
La casa, el caballo y la pistola…
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo…
Mas yo te dejo mudo… ¡mudo!...
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?



Fue éste un triste reparto caprichoso que yo hice, entonces, dolorido, para consolarme. Ahora estoy avergonzado. Yo no me llevé la canción. Nosotros no nos llevamos la canción. Tal vez era lo único que no nos podíamos llevar: la canción, la canción de la tierra, la canción que nace de la tierra, la canción inalienable de la tierra. Y nosotros, los españoles del éxodo y del viento… ¡ya no teníamos tierral

Vosotros os quedasteis con todo: con la tierra y la canción.

Nuestro debió haber sido el salmo, el salmo del desierto, que vive sin tierra, bajo el llanto, y que sin garfios ni raíces se prende, se agarra, anhelante, de la luz y del viento.

Yo hablé también un día del salmo. «El salmo es mío», dije, «el salmo es una joya que les dimos en prenda los poetas a los sacerdotes… y ahora lo rescato, me lo llevo, me lo llevo del templo, me lo llevo en mi garganta rota y desesperada…» Y dije también: «El salmo fugitivo y vagabundo es el lenguaje justo del español del éxodo y del llanto»… Palabras, palabras nada i más. Yo no me llevé el salmo tampoco. Nosotros no nos llevamos el salmo.

Al final todo se hizo grito vano, lamento hinchado, blasfemia sin sentido, palabras de un idiota llenas de estrépito y de fuña que se perdieron como burbujas de hiél en el vacío… Y nos quedamos luego todos mudos… Los mudos fuimos nosotros… ¡Los desterrados y los mudos!

De este lado nadie dijo la palabra justa y vibrante. Hay que confesarlo: de tanta sangre a cuestas, de tanto caminar, de tanto llanto y de tanta injusticia… no brotó el poeta.

Y ahora estamos aquí, del otro lado del mar, nosotros, los españoles del éxodo y del viento, asombrados y atónitos oyéndoos a vosotros cantar: con esperanza, con ira, sin miedos…

Dos a vosotros cantar: con esperanza, con ira, sin miedos…

Esa voz… esas voces… Dámaso, Otero, Celaya, Hierro, Crémer, Nora, de Luis, Ángela Figuera Aymerich… los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada… Vuestros son el salmo y la canción. 

México, D. F., junio, 1958.
LEÓN FELIPE 



BELLEZA CRUEL

Dadme un espeso corazón de barro,
dadme unos ojos de diamante enjuto,
boca de amianto, congeladas venas,
duras espaldas que acaricie el aire.
Quiero dormir a gusto cada noche.
Quiero cantar a estilo de jilguero.
Quiero vivir y amar sin que me pese
ese saber y oír y darme cuenta;
este mirar a diario de hito en hito
todo el revés atroz de la medalla.
Quiero reír al sol sin que me asombre
que este existir de balde, sobreviva,
con tanta muerte suelta por las calles.

Quiero cruzar alegre entre la gente
sin que me cause miedo la mirada
de los que labran tierra golpe a golpe,
de los que roen tiempo palmo a palmo,
de los que llenan pozos gota a gota.

Porque es lo cierto que me da vergüenza,
que se me para el pulso y la sonrisa
cuando contemplo el rostro y el vestido
de tantos hombres con el miedo al hombro,
de tantos hombres con el hambre a cuestas,
de tantas frentes con la piel quemada
por la escondida rabia de la sangre.

Porque es lo cierto que me asusta verme
las manos limpias persiguiendo a tontas
mis mariposas de papel o versos.
I Porque es lo cierto que empecé cantando
para poner a salvo mis juguetes,
pero ahora estoy aquí mordiendo el polvo,
y me confieso y pido a los que pasan
que me perdonen pronto tantas cosas.

Que me perdonen esta miel tan dulce
sobre los labios, y el silencio noble
de mis almohadas;’ y mi Dios tan fácil
y este llorar con arte y preceptiva
penas de quita y pon prefabricadas.

Que me perdonen todos este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza.




MIEDO

También yo tendría miedo de los ángeles.
Son demasiado puros para mi.
ERNST WIECHERT

Señor, guarda tus ángeles contigo.
Son demasiado puros para mí. Me dan miedo.
No pesan. No vacilan. Tienen cuerpos sin hambre,
sin fiebre, sin lujuria. Pies que no dejan huella.
Labios sin sed que saben tu palabra.
Sus ojos que no lloran son atroces.
En sus cándidas manos
llevan cálices, palmas, incensarios, coronas,
pavorosas espadas con el filo candente.

Me dan miedo tus ángeles. Los pienso luminosos.
Terribles de pureza. Crueles de hermosura.
Impávidos, ungidos por suavísima sangre.
Sus alas sobre todo, sus alas, ¿te das cuenta,
Señor que me soldaste los pies a esta montaña,
de cómo me dan miedo sus alas poderosas?
Y Tú, que me humillaste la frente con ceniza,
¿no ves cómo me espantan sus frentes inmortales?

Te alabo por tus ángeles, Señor, pero los temo.
Consérvalos contigo. Son tus pájaros, cantan
en tu oído el hosanna de la dicha perfecta.
Te rodean y giran decorando tu gloria.
Movilizan la brisa que perfuma tu trono.
Pero Tú solo puedes contemplarlos sin miedo.
Sólo Tú disciplinas sus magníficas huestes.

Me dan miedo tus ángeles. Si yo encontrara alguno.
Si un día, al despertarme,
Lo viera intacto y fúlgido a los pies de mi cama,
yo carne castigada, llorosa podredumbre,
pecado repetido hacia la muerte,
tendría que clavarme las uñas en los ojos.




SOLO ANTE EL HOMBRE

Sí, yo me inclinaría
ante el definitivo contorno de los lirios.

Sí, yo me extasiaría
con el trino del pájaro.

Sí, yo dilataría
mis ojos ante el mar y la montaña.

Sí, yo suspendería
el soplo de mi pecho ante un arcángel.

Sí, yo me inclinaría
ante la faz de Dios, tocando el polvo,
si con su mano convocara el trueno.

Pero sólo ante el hombre, hijo del hombre,
reo de origen, ciego, maniatado,
los pies clavados y la espalda herida,
sucio de llanto y de sudor, impuro,
comiéndose, gastándose, pecando
setenta veces siete cada día,
sólo ante el hombre me comprendo y mido
mi altura por su altura y reconozco
su sangre por mis venas y le entrego
mi vaso de esperanza, y le bendigo,
y junto a él me pongo y le acompaño. 






EL DÍA QUE ME MUERA


El día que me muera
no quiero el llanto al uso ni las flores
cortadas al efecto ni los cirios
de lento gotear en los sufragios.
No quiero el luto inútil de las ropas
ni las miradas tristes ni el silencio
ni el ramo de laurel correspondiente.
No quiero que la vida se detenga
cual si algo extraño hubiera sucedido
y el mundo ya no fuera como antes.


El día que me muera,
quiero que todo viva y continúe:
que broten flores en los mismos sitios,
que corra el agua por la misma acequia,
que los amantes trencen sus abrazos,
que nazca un niño en el portal de enfrente,
que mi vecino vaya a la oficina,
que los obreros entren en la fábrica,
que salgan a la mar los pescadores,
que las mujeres vuelvan de la compra
con un ramo de acelgas en los brazos;
que el labrador entierre su semilla
cuando amanezca el sol y el estudiante
cierre sus libros cuando el sol se ponga;
que se oigan las sirenas de los buques,
los golpes del martillo, los motores,
las voces de los niños en el patio,
los ruidos de la calle, los jilgueros.


Y quiero que, a la hora de costumbre,
los míos se reúnan en la mesa,
partan el pan y cambien la sonrisa.


Que mis amigos beban unos chatos
y escriban un poema por la noche.





ANTOLOGÍA TOTAL (1973)


A LEÓN FELIPE. YA DEL OTRO LADO
«Podrán hacer entonces con el Hombre
el pan ázimo
donde el Cristo se albergue.»
LEÓN FELIPE


YA estás al otro lado de la última lágrima
del mundo. Ya te has muerto,
hermano León Felipe, caminante
infatigable y solo de todos los senderos
doloridos y áridos;
el de los ojos sucios mas no ciegos;
el trágico payaso;
el loco terco
vocero de verdades sin adorno;
el crudo farmacéutico
de píldoras amargas sin dorado;
el conductor indómito y blasfemo
de la carroza; el hombre de la tralla
que fustigó al ladrón y al fariseo;
al cómitre, al tirano, al egoísta,
al charlatán y astuto buhonero
que vende baratijas y mentiras;
al gángster y al banquero;
al juez de un solo oído
y al poeta antiséptico;
al sabio pusilánime;
al que prostituyó el salmo y el templo;
al héroe de la espalda enrojecida
con sangre de su pueblo.


Te has ido, León Felipe. Te ha llevado
el viento amigo y trajinero,
a ti que preguntabas:
«¿Será la muerte el viento?»
A ti que suplicabas:
«quiero dormir… morir. Siembra mis sueños.»
Quedaste ya dormido en la montaña.



EN LA ARDIENTE OSCURIDAD

A Ignacio, el ciego de Buero Vallejo.


En noche sin aurora y negra ira,
arcángel de ceniza, derribado
por una mano dura a ese camino
—dado a los pies, negado a las miradas—
donde, insumiso, Ignacio, gritas, bates,
testuz de obstinación contra la piedra;
muñón de hiél, cuchillo enarbolado,
odio en clamor y floración de ortigas,
tú quieres ver… Tú quieres ver. Tan sólo
eso, que hubiera sido tan sencillo
si del confuso vientre de tu madre
no hubieran abortado tus dos ojos
cuajados en opaca gelatina,
helados peces en borroso llanto,
medusas muertas fermentando rabia
debajo de los párpados inútiles.
Tú quieres ver. Tú quieres ver, sabiendo
que no verás jamás, y el imposible
que sube su acidez hasta la boca.

Habitas en un caos de rumores.
Escuchas las palabras. Y los besos
te caen por los oídos cual guijarros
turbando el pozo amargo de tu sangre.
El pájaro y el niño y los violines
son para ti tan sólo un dulce trino.
El agua, derramada incertidumbre,
frescor en fuga, nada entre los dedos.
La brisa te aletea por las sienes.
El sol te guillotina con sus rayos.
Conoces que hay un cielo y que la luna,
de lejos, te aureola sin posarte.
Mezquina referencia. No te basta
el tacto vacilante de tus manos
siguiendo una engañosa geografía
de aristas y contornos. Vagas formas
en que los labios y las rosas tienen
un húmedo misterio que te inquieta.
No es suficiente un mundo que se oculta
privado del color y la distancia.
No quieres ir por él a tropezones
contra la hostilidad de los objetos.
No quieres que el amor sea un volumen
de carne femenina entre tus brazos.

Deliberadamente, rechazando
la necia dulcedumbre del consuelo,
cerrado a cal y canto, terco, erguido
en tu erizada y seca arquitectura
de sombra y soledad, Ignacio, sufres.

Porque quizá una noche en tus entrañas,
con bárbaro tesón, estrangulaste
a un niño triste que pedía sueños
con hambre de piedad y de caricias
para seguir, soberbio, la difícil
jornada del dolor sin anestesia.

Y morirás, Ignacio, es necesario
para tranquilidad de los corderos.
Son dóciles y tímidos. Se abrevan
en la resignación y la esperanza.
Se aturden con el ruido de su risa.
Se abrigan mutuamente en el aprisco
que trabajosamente construyeron
y tú, cruel, pretendes destruirlos
a golpes de verdad y de sarcasmo.
Debes morir, Ignacio. Nadie puede
dejar sin su vendaje las heridas.
Llegar a los que duermen, sacudirles
y darles de beber hiel y vinagre.

Has de morir, Ignacio. Pero, escucha:
Antes que, adivinando las estrellas,
maltrates el cristal de tu ventana
aullando tu terrible despedida;
Antes que el pobre cuerpo se te rompa
—vaso de maldición— contra la tierra,
escucha, hermano mío; no estás solo
en ese infierno antiguo. Todos ciegos,
vivimos como tú. Todos lloramos
con estos ojos vivos y lucientes
que, como a ti los tuyos sin retina,
 jamás nos han servido para nada.

Todos queremos ver. Todos queremos
ver de verdad, desesperadamente.
Igual que para ti, para nosotros
las cosas y los seres se agazapan
en un recinto espeso, impenetrable.
Están a oscuras todos los caminos
y nadie sabe a dónde nos conducen
ni quién puso la hierba en sus orillas
ni qué nos dice el río que atraviesan
ni qué hay bajo las máscaras iguales
de tantos hombres yendo a nuestro lado.
Todos queremos ver. Todos queremos
ver, con aquella luz del primer día,
un mundo transparente en su inocencia.
Y vamos ciegos corno tú. Más ciegos
que tú. Queriendo ver. Y, al fin, vencidos,
igual que tú, seremos solamente
un muerto sin preguntas ni respuestas.




CUENTOS TONTOS PARA NIÑOS LISTOS
Dedicado a mis nietos,
Ana y Gabriel,
con cariño interminable,
Su yaya
Angela (1979)



CUENTO TONTO DE UN CIEMPIÉS 
A QUIEN NOMBRARON CARTERO


1

VERANO

Por tener fama de listo
y por ser el que más corre,
a don Ciempiés le nombraron
cartero Oficial del Bosque.

Día a día se le ve
yendo de acá para allá,
con su gran cartera al hombro,
repartiendo sin cesar
cartas, libros y paquetes;
cuentos, chismes y demás.
Va descalzo y sin vestido
porque el sol suele brillar
que es un gusto y no hay peligro
de poderse resfriar.

Doña Ciempiés le reprende:
—¿Cómo vas tan desastrado
todo el día por ahí
sin vestido y sin zapatos?
¿Te parece que está bien
en un señor con un cargo
tan importante como es
el de cartero?
—¡Canastos!
—dice el marido— ¿No ves
que no tengo tiempo? ¿Acaso
crees que lleva diez minutos
el probarse cien zapatos?
—¡No me grites! Ya lo sé…
Sé que no es moco de pavo
tener tantísimos pies.
Pero, ¡mira que ir descalzo
un señor cartero, igual
que si fuera un pelagatos!
-¡Repanocha! ¡Qué manía
con los dichosos zapatos!
¿No ves que se me hace tarde?

Y allá se fue como un rayo
nuestro amigo don Ciempiés
para empezar el reparto.

II
OTOÑO

En éstas y otras cosas,
pasó pronto el verano
y apareció el otoño
sin flores y mojado.
Nuestro Ciempiés seguía
feliz y atareado
distribuyendo cartas,
cumpliendo mil encargos,
sin importarle un pito
lloviznas ni chubascos.
Lloviznas m cnubascos.
¡Cálzate al fin, so zafio!
¿No ves qué tiempo hace?
¿Que está lloviendo a jarros?
—¡Déjate de pamplinas!
Siempre sermoneando…
—Verás tú cómo acabas
cogiendo un buen catarro.
—Pues, tomo una aspirina
y está todo arreglado.
¡Cabezota!
—¡Pelmaza!
—¡Qué te zurzan!
—Me marcho.
Y, si llueve, que llueva…
Si me pilla debajo,
ya verás cómo vuelvo
de limpito y de guapo
con la ducha…
—¡Gamberro!
Ya me estoy figurando
como vas y te metes
en toditos los charcos…
—¡Por mi abuelo, que aciertas!
¿No ves que así me lavo
los pinreles? Y, ahora,
ahí te quedas, encanto.
Y, marcándose un chotis,
se las pira tan Pancho.

III
INVIERNO

Pero, al fin, cierto día,
nada más despertarse,
don Ciempiés dio un respingo…
—¡Huyuyuy! ¡Qué frío hace!
Se asomó a la ventana
Y se asustó: —¡Mi madre!
Si está todo nevado…
Esto ya es alarmante.
Inviernito tenemos…
¿Cómo voy a arreglarme
sin zapatos ahora?
Los pies van a quedárseme
congelados del todo…
Nada. Ya no hay escape.
¡A comprarme zapatos!
Y me voy al instante
sin que nadie me vea
y sin desayunarme
pues, si no, mi señora…
¡Uf! No quiero que me arme
la gran bronca… Me largo
antes de que sea tarde.
Y, a la chita callando,
se escapó. Ya en la calle,
vio a unos perros jugando
con la nieve… —Chavales,
si mi esposa pregunta
por mí, que he ido a comprarme
los zapatos… y corro…
¡Me parece que sale!

Cien pies son muchos «pieses».
Era ya mediodía
y aún estaba el cartero
en la zapatería
venga y venga probarse,
con la tripa vacía,
tan cansado y rabioso
que los ojos le ardían,
cuando, desde la puerta,
se oye una vocecilla:
—Dice madre que vengas
que la sopa se enfría…
—¡Ah! ¿Sí? Mira, monada,
Dile a tu mamaíta
que aún voy por el zapato
treinta y nueve. Que siga
con la sopa caliente
y, de paso, me fría
por lo menos un kilo
de chorizo y cecina
y, después, que me haga
una buena tortilla
y… que espere sentada
que termino en seguida.

A fuerza de probaturas
y derrochando paciencia,
don Ciempiés quedó calzado
de la cola a la cabeza.
Llegó a su casa a las tantas
con un hambre tan tremenda
que, dejando a su mujer
que riera a rienda suelta,
se zampó todo el almuerzo,
comida, merienda y cena
sin olvidar vino y postres…
Por milagro no revienta…
Pero, ¡quiá! Feliz al fin,
dio un abrazo a la parienta
y le dijo: —Ciempiesita,
ríe todo lo que quieras.
Ahora que tengo zapatos,
me alegra verte contenta.
Pero es tarde. Vámonos
a dormir. ¡Basta de juerga!
Que hoy no ha tenido correo
la gente y estará negra.
Mañana madrugaré
y ¡a repartir las tarjetas
de Navidad que, este año,
ya están llegando a docenas!
 
Se marcharon a acostar
y aquí acaba la historieta.
 (Aviles, agosto, 1969)