jueves, 25 de agosto de 2016

San Francisco. Santa Clara. Enseñanzas. Pedro Jesús Lasanta.


EDITORIAL HORIZONTE


San Francisco y Santa Clara. Testigos de Cristo.

Pedro Jesús Lasanta



Por tres veces le dijo el Señor Francisco, ve y repara mi casa,
que como ves, se está arruinando toda.
(SAN BUENAVENTURA: 
Leyenda de san Francisco de Asís, II, 1)


Vida de San Francisco



Francisco es, sin duda alguna, uno de los hombres más queridos y celebrados a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Personas e instituciones de todo tipo, de cualquier clase, se dirigen a él, encomendándose a sus oraciones y tomándolo por modelo excelso de vida cristiana.


Francisco nació en Asís, ciudad de la Umbría (Italia), en 1181 ó 1182. Hijo de un rico comerciante, dotado de gran poder e influencia social, llamado Pedro Bernardone. Su madre, Pica, fue una mujer piadosísima, y ejerció un gran influjo sobre él. Nació cuando su padre se hallaba de viaje en Francia. Le pusieron de nombre Juan, pero cuando su padre regresó, le fue dado el nombre de Francisco, nombre entonces desconocido en Asís.


Una vez aprendió las primeras letras, como era costumbre en aquel tiempo, su padre pensó en él, para que siguiera al frente del negocio familiar. Francisco era un joven alegre y amable, predispuesto para hacer amistades con suma facilidad; además era generoso y le gustaba festejar a menudo con sus amigos… Su nombre y alcurnia fueron conocidísimos y celebradísimos en Asís.


En medio de las luchas por alcanzar el poder, los habitantes de Asís soñaban con verse libres del poder del emperador y de los señores feudales. La burguesía adinerada iba ganando de día en día poder e influencia social. Y a Francisco le encantaba soñar con grandes aventuras y gozar de la libertad y de la esplendidez de las riquezas. Su sueño más querido: ser armado caballero. En una lucha que la ciudad de Asís sostuvo con la cercana Perusa, Francisco fue hecho prisionero en el combate. Debió permanecer un año en prisión hasta que fue pagado el rescate de su liberación. El encierro de la cárcel causó mella en su salud. A partir de ese momento, Francisco entró más en su propio mundo interior. La vida que había seguido hasta entonces no le satisfacía, su corazón estaba como vacío, sin norte que lo guiara… Pensó emprender, nuevamente, una batalla, una aventura más, enrolándose en las tropas pontificias, para luchar al Sur de Italia contra el emperador. Cuando iba de camino con tal objeto, sintió una llamada, una voz interior que le decía: “Francisco, ¿a quién hay que servir primero, al señor o al siervo?”. Esto le hizo recapacitar, por lo que desistió en su empeño y regreso a Asís.


Poco a poco, como sin darse cuenta, el corazón de Francisco fue cambiando. Ya no era tan superficial en sus consideraciones ni en su trato con los hombres. Conoció de cerca la vida de los pobres y sus necesidades. En la vida no era todo tan sencillo y regalado como él había considerado hasta entonces… Había otras realidades, otros hombres y mujeres que no vivían como él, con su liberalidad y desenfado. En cierta ocasión encontró a un pobre mal vestido, al que entregó parte de sus ropas: ¡la gracia iba haciendo mella en él!... Y así conoció a los leprosos, que en aquellos tiempos pululaban por doquier y malvivían. Francisco siempre había huido de ellos, pero ahora fue el Señor Jesús quien le impulsó a acercarse a ellos, para ayudarles y aliviar su sufrimiento. Venciendo temores, y reparos familiares de mil tipos, Francisco no dudó en convivir con ellos. Lo cual supuso un grandísimo bien para su alma, pues el amor a los hermanos necesitados y el seguir el mismo estilo de vida que Jesucristo comenzaba a abrirse paso en su conciencia.


Conducido por la mano providente de Dios, Francisco comenzó a gustar la compañía de la soledad, para encontrarse consigo mismo y con su Dios. Por ello emprendió una vida eremítica, de entrega a la oración y a la penitencia, implorando de la bondad divina que le mostrara cuál era su voluntad, qué divina que le mostrara cuál era su voluntad, qué esperaba Dios de él…


Entrando en este espacio sobrenatural, Francisco comenzó a comprender el valor de la humildad, que tanto habría de caracterizarle. Y la capacidad de comprender y disculpar al prójimo, siguiendo así las huellas de Cristo, manso y humilde de corazón, que no dudó en hacerse uno de nosotros, de bajar hasta nuestra miseria humana, para redimirnos y elevarnos a la dignidad de hijos de Dios.


Así, haciendo un día oración en la ermita de San Damián, Francisco oyó una voz interior, que le decía: “Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala”. El bueno de Francisco, entendió que restaurara la ermita, por lo que puso “manos a la obra”, sin saber todavía exactamente cuánto Dios esperaba de él… Entre tanto, su padre no podía comprender el nuevo estilo de vida que emprendiera Francisco. En varias ocasiones trató de disuadirlo. Como no lo consiguiera, ante el Obispo de la Ciudad le exigió que renunciara a lo que tenía, pues era de su propiedad… Presto a no tener más señor que a su Padre Dios, Francisco se despojó de cuanto tenía, quedando desnudo en presencia de todos. Gesto generoso y heroico por su parte, que despertó la admiración del Obispo, que lo cubrió con su manto. Podríamos decir que, a partir de ese momento, la Iglesia de Cristo comenzó a considerar positivamente los ideales de Francisco, acogiéndolo con espíritu maternal.


Un momento decisivo en la vida de Francisco fue el año 1208, cuando oyendo predicar en San Damián el Evangelio del envío de los setenta y dos discípulos, como no entendiera del todo su significado, Francisco acudió al sacerdote para que le explicase su contenido. Como el sacerdote le dijera que el Señor enviaba a sus discípulos por toda la faz de la tierra a predicar el Evangelio, sin dinero ni provisiones, más que con una túnica y sandalias… Francisco comprendió que eso mismo era lo que Dios esperaba de él. Así que, con gran convicción, dijo: “Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo de mi corazón anhelo poner en práctica”. ¡Así es como Francisco habría de reparar los males de la Iglesia de Cristo: promoviendo la pureza del Evangelio, en seguimiento de Cristo pobre y humilde, y llevando por el universo mundo su paz y alegría!...


Francisco inició su vida apostólica. Pronto se le unieron un grupo de hombres que, atraídos por su estilo de vida, querían compartir con él la existencia y sus vicisitudes apostólicas. Así surgió la fraternidad franciscana, hombres dispuestos a vivir el radicalismo evangélico, llevando la palabra de Dios por doquier y en pobreza absoluta. Como el grupo fuera creciendo, Francisco consideró la necesidad de establecer unas normas de vida y de actuación apostólica, que fueran referente objetivo para todos en su entrega a Dios y a! servicio de la Iglesia. Redactó la primera Regla, integrada con máximas y principios del Evangelio, y algún que otro comentario esclarecedor.


En 1210 la presentaron al Papa Inocencio III, para Pero se trataba de una cuestión sumamente compleja y difícil, pues abundaban los grupos heréticos, que pretendían ideales parecidos a los de Francisco. Luego, por otra parte, su estilo de vida, totalmente pobre, ofrecía muchas dudas, dado que renunciaban a tener un patrimonio que sirviera de sustento seguro a la fraternidad, confiriéndole estabilidad y orden en su desarrollo. Pero el ideal de Francisco era claro y concreto: no querían tener propiedades, a fin de no ocuparse en nada que fuera temporal, sino única y exclusivamente en el amor y en el servicio del apostolado. Por otra parte, Francisco introducía un nuevo estilo de vida religiosa, diverso de los hasta entonces existentes: destacaba el valor de la persona, la libertad, la igualdad, la fraternidad, el servicio, la movilidad… En orden a promover una vida religiosa equilibrada, Francisco compaginaba diversas vertientes: fraterna caridad y servicio.


El Papa Inocencio III aprobó la Regla de Francisco. Su iglesia madre será Santa María de los Ángeles. En 1212, Francisco recibió en la fraternidad a Clara, que con su sensibilidad y delicadeza femenina contribuyó notablemente a equilibrar la vida franciscana. 
Y Francisco envió a sus frailes a la misión evangelizadora. Los envió de dos en dos, conforme a la praxis del Evangelio. Ellos habrían de predicar el nombre de Cristo, anunciarlo con mansedumbre y humildad, con suma bondad y comprensión, sabiendo tener paciencia con los pobres y pecadores… Ellos habrían de ser artífices de paz y de reconciliación entre los pueblos y las ciudades enfrentadas, que se combatían incesantemente en medio de una cultura y ambiente de violencia y opresión.


Él mismo quiso ayudar a superar el enfrentamiento entre la Iglesia y el Islam, por lo que se dispuso a viajar a Siria, con el ideal de sufrir el martirio. Pero Dios no le concedió realizar tal proyecto, por lo que regresó nuevamente a Italia. Con renovado afán lo intentó nuevamente, tratando de alcanzar Marruecos, pero tampoco pudo lograr su objetivo. Como la Iglesia tratara de recuperar los Santos Lugares convocando una nueva cruzada, Francisco nunca permitió a sus frailes cooperar en esa tarea, a fin de evitar equívocos y enfrentamientos con los musulmanes. En 1219, nuevamente, trató de llegar a los países islámicos, ya sea con el objeto de sufrir el martirio –que tanto atraía a Francisco-, ya con el intento de frenar la guerra entre cristianos y musulmanes. Entablando contacto con el Sultán de Oriente, Francisco comprendió cómo debía ser el trabajo apostólico de sus misioneros entre infieles, dejando preciosas consideraciones sobre el apostolado ad gentes, que debía ser hecho en espíritu de diálogo y comprensión, hablando y predicando de Cristo –cuando fuera posible-con bond< dad y sencillez… Francisco también pudo considerar que el martirio que buscaba con tanto afán lo tendría: sería su lucha contra la enfermedad, la contradicción y los sufrimientos, que no le faltarían… 
Mientras tanto surgían nuevos problemas en la Orden, a los que Francisco hubo de hacer frente. Así en Pentecostés del año 1221, se celebró aquel celebre capítulo de los hermanos franciscanos: el llamado “capítulo de las esteras”, pues se congregaron unos cinco mil hermanos no teniendo otro lugar donde cobijarse que las esteras. En el mismo participó san Antonio de Padua y santo Domingo de Guzmán, como fundador de la Orden hermana de los Predicadores. A resultas del mismo fue la Regla no bulada o Regla de 1221, que contiene los principios vertebrales del espíritu franciscano. Destaca el valor de la pobreza, como elemento esencial, la humildad y fraternidad, la comunión eclesial, la libertad en el discernimiento del camino espiritual de los hermanos, la cercanía y solicitud especial para con los pobres…

Y en 1221 Francisco entregó la Regla para los Eremitorios, fruto de su amor y celo por la vida contemplativa. Y en 1223, de manos del Papa Honorio Francisco obtuvo una nueva Regla, mejor precisada y detallada jurídicamente. Su voluntad era que “el Espíritu Santo fuera el ministro general de la Orden”, pues él habría de animar e inspirar su vida y apostolado.

Como durante su viaje a Oriente, habrían surgido ¡versos conflictos entre los hermanos, a causa de la falta de obediencia, Francisco solicitó del Papa Honorio III que le fuera concedido un cardenal protector. Le fue asignado el cardenal Hugolino que, pasado el tiempo, sería el futuro Papa Gregorio IX. Así quedaron anuladas las reformas hechas en su ausencia. Y, como ya decayera la vitalidad y energía de Francisco a causa de la enfermedad (además quería vivir como uno más, igual a los otros en todo…), renunció al gobierno de los franciscanos. Le sucedió Pedro Catáneo.


Pero el sufrimiento de Francisco no acabaría en esto. Antes habría de pasar por la noche oscura del alma, cuestionándose a sí mismo, profundamente, su misión en la vida y la eficacia de su servicio a Dios. ¡Francisco debía vivir como hermano, el menor de los hermanos!... 
Y la segunda experiencia, fortísima, que tuvo Francisco fue la estigmatización en el monte Alverna, en septiembre de 1224. Y es que Francisco había contemplado tanto la Pasión ^ Señor, se había identificado tan profundamente con Cristo crucificado, que el Señor quiso bendecirle otorgándole sus llagas.


Poco después, además del dolor causado por los estigmas, la salud de Francisco empeoró. Además, arreciaron los sufrimientos espirituales que –sin duda alguna- ayudó a superar la compañía y el afecto de su hija Clara. Después de ser probado con muchos y acerbísimos sufrimientos, Francisco entregó el espíritu el 3 de octubre de 1226. El Papa Gregorio IX lo canonizó el 16 de julio de 1228, en Asís.


El Papa Benedicto XV, el 16 de septiembre de 1916, lo declaró patrón de la Acción Católica italiana. Y el Papa Pío XI, e!18 de junio de 1939, lo declaró patrón de Italia. El 13 de noviembre de 1979, el Papa Juan Pablo II lo declaró patrono de los ecologistas.


VIDA DE SANTA CLARA



Clara nació en Asís entre el año 1193-1194. De su nacimiento se ha escrito: “¿Para qué más? Por el fruto se conoce el árbol y por el árbol se recomienda el fruto. Tanta savia de dones divinos gestaba ya la raíz, que es natural que la ramita floreciera en abundancia de santidad. Estando encinta la mujer, muy próxima ya al alumbramiento, oraba en la iglesia ante la cruz al Crucificado para que la sacara con bien de los peligros del parto, cuando oyó una voz que le decía: A/o temas, mujer, porque alumbrarás felizmente una luz que hará más resplandeciente a la luz misma. Ilustrada con este oráculo, al llevar a la recién nacida a que renaciera en el santo bautismo, quiso que se la llamara Clara, confiando en que, de acuerdo con el beneplácito de la voluntad divina, de alguna manera se cumpliría la promesa de aquella luminosa claridad” (Documentos biográficos y parabiográfícos: Legenda sanctae Clarae, 2).


Sus biógrafos coinciden todos en considerar que fue una mujer del todo especial, hasta el punto de describirla como mujer nueva. Y es que en Clara, la santidad de Dios se manifestó con especial fulgor y claridad. Su nombre, sin duda alguna, hace honor a la transparencia y luminosidad de su alma, tan rica y llena de la gracia de Dios.


Clara fue una mujer de fuerte personalidad. Llena de valor, creativa y fascinante; además dotada de una gran afectividad, que la hacía tan capaz de comprender a las personas, de amar y ser querida por todos. Su delicadeza interior la dispuso favorablemente a todo lo referente a Dios y a dedicar su vida por entero a su santo servicio.


Todo ello la hizo idóneo instrumento en las manos de Dios para fundar la Orden de las Hermanas pobres o clarisas, extendidas por todo el mundo y que destacan por su vida de total entrega en amor a Dios, por medio de la oración y de la penitencia. Ella fue la primera mujer, tras muchos esfuerzos, en conseguir la aprobación pontificia de la Regla propia, además del privilegio de la pobreza, en estrecha sintonía con el ideal franciscano. Y es que Clara fue fruto del corazón paternal de Francisco de Asís, il Poverello, que tanto destacó también por su amor a la santa pobreza, con la que se desposó como Dama propia. Francisco y Clara presentan grandes parecidos en su fisonomía espiritual, como es propio en la relación padre-hija. Clara gozaba y se alegraba inmensamente de tener a Francisco como padre de su alma, al que estrechamente siempre estuvo tan vinculada y al que veneró profundamente.


Clara nació en Asís, pequeña ciudad de la región italiana de la Umbría, llamada así por el color parduzco de sus montes, tan poblados y extensos. Sus padres fueron Favarone de Offreduccio y Ortolana, de buena posición social. Su madre, que se distinguía por su profundo espíritu religioso, y por su gran devoción, influyó eficazmente en ella; además gustaba ayudar a los pobres, cosa que favoreció su espíritu religioso.


Clara, como las mujeres de su tiempo, fue educada en las labores propias de la mujer: hilar y tejer. Además recibió una esmerada educación, por lo que tenía una gran cultura. El pensamiento de sus padres era claro: mantenerla en el hogar hasta que llegara el momento oportuno de desposarla con algún miembro de la nobleza, o hacendado.


Pero mientras Clara crecía, algo especial aconteció en su vida. Tuvo noticia de la conversión del joven Francisco, hijo del rico comerciante Pedro Bernardone de Asís. El nuevo estilo de vida que emprendiera el joven causó fuerte impacto en la joven doncella, pues Francisco renunció a su patrimonio y riquezas, a sus privilegios sociales, para vivir entregado a la oración y a la penitencia, ayudando a los pobres y menesterosos con obras de caridad y asistencia. Pronto su nombre se hizo célebre, dado que muchos comenzaron a seguirle en su camino de entrega a Dios. Acontecimientos todos estos que su vida apartada y discreta, seguía con gran expectación.


Hasta que llegara el momento de entablar amistad con Francisco, Clara no permanecía ociosa ni pasiva. Su vida transcurría discretamente en el hogar familiar. Era una vida de intensa oración y generosa penitencia. Además, con suma habilidad y ocultamente, procuraba ayudar a los pobres en todo acuello que estaba a su alcance. Contando ya dieciocho años sus padres quisieron entregarla en matrimonio en varias ocasiones, cosa que rehusó siempre, pues deseaba permanecer virgen y vivir en pobreza.


Mientras tanto la gracia obraba en su alma. Ella sabía de la locución que tuvo Francisco, cuando oyó: “Francisco, ve, repara mi casa que, como ves, se desmorona toda” (Ibi, n.10). Impresionada gratamente por el testimonio del joven Francisco, el ideal de seguir su mismo estilo de vida fue abriéndose paso en ella. Habiendo logrado contactar con Francisco, ocultamente por temor a su familia, se decidió a dejar la casa paterna. Clara no dudó en vender la dote de su futuro matrimonio, y repartió todo entre los pobres. Luego abandonó la casa familiar, para unirse a Francisco y a sus compañeros, que la esperaban en la iglesia de Santa María de los Ángeles. Francisco, a fin de protegerla de su familia (que tomaría muy mal su entrega, tan radical a Dios), la llevó al monasterio benedictino de San Pablo de las Abadesas, en Bastía Umbra.


Posteriormente se acercó a Asís, permaneciendo entre las mujeres que vivían en comunidad en Santo Ángel de Panzo. Fue entonces cuando se le unió su hermana santa Inés de Asís, que también se consagró a Dios en presencia de Francisco. Poco después se les unieron otras mujeres, dispuestas a vivir totalmente entregadas al amor de Dios, asumiendo un estilo de vida pobre y obediente. Fue entonces cuando se establecieron en San Damián, por lo que fueron llamadas daimitas. Incorporadas a la familia franciscana, Francisco les otorgó la Regla religiosa, que habría de señalarles el rumbo de su vida espiritual.


Tomando la Regla de Francisco, la pobreza habría ser uno de sus principales compromisos. Por ello debieron luchar mucho y sufrir fuertes contradicciones. En orden a desarrollar su propia espiritualidad, como no fuera bien aceptado por la superioridad eclesiástica que vivieran la pobreza con tanto rigor, Clara aceptó la Regla benedictina, pero teniendo presenté el compromiso de vivir la pobreza conforme al estilo practicado hasta entonces en San Damián. Pero Clara siguió luchando hasta que el Papa Inocencio III le concedió el privilegio de la pobreza, por el que se comprometían a vivir su vocación contemplativa en la Iglesia de Dios, sin tener privilegios ni posesiones, ni rentas ni propiedades, a fin de identificarse lo más perfectamente posible con Cristo pobre. Francisco designó a Clara como la primera abadesa, cargo que ella asumió por obediencia a Francisco.


Cuando el cardenal Hugolino fue elegido Sumo Pontífice, tomando el nombre de Gregorio IX, dado que antes trató de favorecer a las clarisas de forma que pudieran construir sus casas y mediante las rentas que obtuvieran proveer al decoro de sus vidas, ahora –revestido de la suma autoridad- quiso que aceptaran propiedades. Pero Clara no cedió ante sus pretensiones. Como él adujera: “Si temes por el voto, nos te desligaremos del voto”, ella repuso: “Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo” Y fuera nuevamente reconocido el privilegio de pobreza


Con alegría, Clara recibió en la vida religiosa a su hermana Beatriz, y luego a su madre Ortolana. Mucho sufrió cuando los sarracenos invadieron la ciudad de Asís, a los que Clara expulsó con la Eucaristía: Jesucristo fue su defensor, y el de la ciudad, que desde entonces profesó inmenso agradecimiento a Clara y a sus hijas espirituales.


Tras diversas luchas y sufrimientos, en 1247, Clara consiguió del Papa Inocencio IV que fuera acogida bajo la Regla de san Francisco, abandonando, pues, la Regla benedictina. Posteriormente, ante las reformas introducidas en la Regla de san Francisco, por la que los franciscanos ya no se obligaban a vivir la pobreza conforme al espíritu de su Fundador, Clara siguió fiel al espíritu primitivo.


Prosiguiendo los forcejeos en torno a la Regla, en 1252 el cardenal Rainaldo, como protector de la Orden de los Hermanos Menores y de la Orden de San Damián, en nombre del Papa aprobó la Regla de Clara, que debería marcar la vida del monasterio de San Damián. Estando ya al borde de la muerte, dado que no pudiera participar con sus hermanas en la celebración de la Navidad, y como Clara se lamentara al Señor, le fue dado por un singular favor divino contemplar desde su cama cuanto acontecía en la iglesia celebrando el nacimiento del Señor. Razón por la que el Papa Pío XII, en 1958, la nombró patrona de la televisión.


Antes de morir, como en los primeros días de agosto de 7253. La visitara el Pana Inocencio IV. Le pidió que aprobara la Regla de la Orden de las Hermanas Pobres, cosa que le fue concedida por bula el 9 de agosto.


Ahora Clara ya podía descansar en paz, en la paz de Cristo al que siempre buscó con todas las fuerzas de su ser. Antes de exhalar el espíritu, Clara abrió los labios. Todos los que se hallaban presentes, acercándose a ella quisieron oír su último balbuceo. Clara musitó: “¡Mil gracias, Dios mío, por haberme creado!”. La que siempre vivió un amor claro y diáfano, entregada por entero al Esposo divino, cerró sus ojos a la luz de este mundo el 11 de agosto de 1253, para abrirlos definitivamente a la claridad celeste, participando de la felicidad y dicha de los bienaventurados. Murió en San Damián y fue enterrada en la iglesia de San Jorge de Asís. Fue el mismo papa Inocencio IV quien presidió los funerales. Fue canonizada en la catedral de Agnani en agosto de 1255. Y en 1260 sus restos fueron traslados a la basílica de santa Clara en Asís.


SAN FRANCISCO

  1. Misión de Francisco en la Iglesia
Por tres veces le dijo el Señor:  

Francisco, ve y repara mi casa, que como ves, se está arruinando toda (SAN FRANCISCO, en SAN BUENAVENTURA:  
Leyenda de san Francisco de Asís, II, 1).





  1. Consuelo en el sufrimiento, si es voluntad de Dios
San Francisco se arrojó sobre el suelo, lastimándose los huesos en la caída, y besando la tierra, dijo:
Te doy gracias, ¡oh Señor y Dios mío!, por todos estos dolores, y te pido que los centupliques, si place a tu divina voluntad; pues será para mí cosa en extremo agradable que, afligiéndome con dolores, no me tengas compasión, ya que en cumplir tu santísima voluntad encuentro yo los más inefables consuelos (Ibi, XIV, 2).

  1. Rechazos ante la Regla
Después que se perdió la segunda Regla redactada por el bienaventurado Francisco, subió éste a un monte acompañado de fray León de Asís y de fray Bonifacio de Bolonia, para componer otra Regla, que hizo escribir en la forma que le inspiró Jesucristo. Reunidos varios Ministros juntamente con fray Elías, que era Vicario del bienaventurado Francisco, le dijeron: “Hemos oído que este fray Francisco se empeña en redactar una nueva Regla; tememos que la haga más estrecha, de modo que no la podamos observar. Queremos, pues, que te presentes a él y le digas que no queremos estar obligados a la observancia de la tal Regla; que la escriba para sí y no para nosotros.

A los cuales respondió fray Elías que no se atrevía a ir, si no le acompañaban ellos, y entonces fueron todos juntos. Y como llegase fray Elías al lugar donde estaba el bienaventurado Francisco, le llamó. Acudió éste, y al ver a dichos Ministros, dijo: ¿Qué quieren estos frailes? A lo que contestó fray Elias: “Estos son Ministros, los cuales, al oír que tú estabas haciendo una Regla nueva, y con temor de que la redactes áspera en demasía, hablan y protestan que no quieren sujetarse a ella y que la redactes para ti y no para ellos”. Entonces Francisco elevó el rostro hacia el cielo y habló a Cristo de esta manera: Señor, ¿no te decía yo con razón que no me creerían? Al mismo instante oyeron todos la voz de Cristo en el aire, que respondía así: Francisco, todo cuanto tiene la Regla todo es mío y nada hay en ella que sea tuyo, y quiero que la Regla se observe así a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa y sin glosa. Y añadió: Yo sé muy bien hasta dónde llegan las fuerzas humanas y cuánto las quiero yo ayudar; por tanto, los que no la quieran observar, que se salgan de la Orden. Al oír esto el seráfico Padre se volvió a los religiosos y les dijo: ¿Oísteis, oísteis? ¿Queréis que haga que otra vez se os repita? En esto los Ministros, recriminándose, se marcharon confusos y aterrados (SAN FRANCISCO, en Espejo de perfección, I, I).

  1. Fuerte exigencia de la pobreza
Aconteció, al tiempo en que el bienaventurado Francisco regresó de su viaje a Oriente, que cierto Ministro andaba discurriendo dentro de sí mismo punto de la pobreza, y deseaba conocer cuál era la voluntad y el modo con que la entendía el Fundador, mucho más atendiendo a que entonces la Regla contenía un capítulo en el que se incluían varias prohibiciones evangélicas, como aquella que dice: No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni dinero, ni pan, etc. A lo cual respondió el bienaventurado Francisco: Yo entiendo por esto que los frailes no deben tener otra cosa sino el hábito con la cuerda y los paños menores conforme se dice en la Regla; y si algunos tuviesen necesidad, puedan traer calzado.

A esto añadió el Ministro: “¿Qué debo hacer yo, que tengo libros en tanto número que valen más de cincuenta libras?” Esto lo decía pretendiendo poseerlos con una conciencia tranquila, a pesar de que algo le remordía el tener tantos y saber que el seráfico Padre entendía muy estrechamente el voto de la pobreza. Le respondió el bienaventurado Francisco: No quiero ni debo ni puedo ir contra mi conciencia y la perfección del santo Evangelio que hemos profesado. Al oír esto el Ministro quedó entristecido. Como lo  observase el bienaventurado Francisco, le dijo con de espíritu, para que así lo entendiesen los demás frailes: ¡Vosotros queréis ser tenidos por los hombres como frailes Menores y que se os llame observantes del santo Evangelio; mas, en cambio, con las obras queréis tener bienes! (Ibi., II, III).

  1. Fuerte exigencia de observar la Regla
Aunque los Ministros sabían que los frailes estaban obligados a observar el santo Evangelio según la Regla, no obstante, hicieron desaparecer de la misma Regla aquello donde se decía: Nada llevaréis para el camino, etc., creyendo con esto no estar obligados a vivir según la perfección del Evangelio. Por lo cual, conociéndolo Francisco por inspiración divina, dijo delante de algunos religiosos: Paréceles a varios Ministros que el Señor y yo nos engañamos; mas, para que sepan los frailes estar obligados a vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero que se consignen al principio y fin de la Regla estas palabras: “Quod fratres teneantur sanctum Evangelium Domini Nostri lesu Christi firmiter observare”: que los frailes estén firmemente obligados a observar el santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Y a fin de que los religiosos sean siempre inexcusables desde el momento que les anuncié y vuelvo anunciar aquellas cosas que el Señor se dignó poner en mis labios para mi bien espiritual y el de ellos, quiero llevar a la práctica dichas cosas en presencia de Dios y con el auxilio de su gracia observarlas perpetuamente. Y así fue en verdad, pues él observó fidelísimamente todo el santo Evangelio desde el día que comenzó a tener discípulos hasta el instante de su muerte (Ibi., II).

  1. Ejemplar en todo para sus hermanos
Al terminar un día la oración, san Francisco dijo, lleno de alegría, a su compañero: Yo debo ser el modelo y ejemplo de todos nuestros hermanos, y, por lo tanto, aun cuando mi cuerpo tenga cierta necesidad de una túnica forrada, sin embargo, debo pensar que habrá otros varios hermanos míos que necesitarán de este mismo alivio, y acaso no lo tengan ni puedan proporcionárselo. Por lo cual debo yo someterme a las mismas necesidades que padecen, para que con este ejemplo se animen a sufrirlas con gran paciencia (Ibi., II, XVI).

  1. La gloria de san Francisco: premio a su humildad
Llegada la mañana, volvió fray Pacífico a la iglesia donde había quedado Francisco. Le encontró haciendo oración ante el altar y les esperó fuera del coro, orando también a los pies de un crucifijo. Al comenzar su oración fray Pacífico fue elevado en espíritu y arrebatado al cielo, con el cuerpo o sin él, sólo Dios lo sabe’, y vio allí gran número de tronos gloriosos, entre los cuales había uno mucho más alto que los entre los cuales había uno mucho más alto que los demás, glorioso sin comparación entre todos, resplandeciente y adornado con toda clase de piedras preciosas. Admirado al ver tanta hermosura, comenzó a discurrir dentro de sí para quién podría ser aquel trono; y al momento oyó una voz que le decía: “Este asiento fue de Lucifer, y en su lugar se sentará el humilde Francisco”.

Vuelto en sí de aquel éxtasis, al instante se le acercó el bienaventurado Francisco, y él se postró enseguida a sus pies, con los brazos cruzados; y considerándole cual si estuviese ya en el cielo sentado en aquel trono, le dijo: “Padre, ten compasión de mí y ruega al Señor que tenga piedad de mí y me perdone todos mis pecados”. Extendió entonces Francisco las manos, le levantó del suelo y comprendió, sin duda, que debía haber recibido algún favor especial en la oración. Parecía, en efecto, todo transformado y hablaba con el santo Padre no como si éste viviese en carne mortal, sino cual si estuviese ya reinando en el cielo.

Después, no atreviéndose a manifestar a Francisco la visión, comenzó a pronunciar en su interior algunas palabras imperceptibles, y al fin le dijo, entre otras: “¿Qué piensas de ti mismo, hermano?” Respondiendo a esta pregunta, Francisco le dijo: Me parece que soy el pecador más grande de cuantos hay en todo el mundo. Al momento oyó fray Pacífico una voz interior que decía: “En esto puedes conocer haber sido muy verdadera la visión que tuviste, pues así como Lucifer, por su gran soberbia, fue arrojado trono, así también Francisco, por su profunda humildad, merecerá ser elevado y sentado en él” Ibi., IV, LX).

  1. Predijo al futuro Papa
Viendo el bienaventurado Francisco la fe y el amor que el dicho señor cardenal Ostiense tenía a los frailes, le amaba afectuosísimamente en lo más íntimo del corazón. Y, sabedor, por revelación de Dios, que sería el futuro Sumo Pontífice, en las cartas que le escribía se lo anunciaba siempre, llamándole “Padre de todo el mundo”. La salutación era siempre en esta forma: Al venerable en Cristo, padre de todo el mundo (SAN FRANCISCO, en Leyenda de los tres compañeros, XVI, 67).




ENSEÑANZAS DE 

SAN FRANCISCO Y DE SANTA CLARA


ACCIONES DE GRACIAS

Las acciones de gracias son una de las vertientes más importantes de nuestro realizarnos como hombres o mujeres creyentes. Toda nuestra vida ha de ser una continua, e incesante, acción de gracias. Será así en la medida en que nos sepamos dependientes de Dios, como criaturas suyas. Mucho más si sabemos que Dios es Padre. Padre amoroso y providente, que cuida siempre de aquellos que le aman, especialmente si son hijos suyos, hijos entregados a su amor y a manifestar en medio de los hombres las maravillas y grandezas de Dios y el poder y el esplendor de su gloria.

Siempre hemos de dar gracias, pues toda nuestra vida es un incesante derroche del amor de Dios, de sus gracias y misericordias a favor nuestro, para así favorecer y bendecir a todas sus criaturas, los hijos de los hombres. Todo es gracia, vino a decir san Pablo. En efecto, todo es don del amor del Padre. La mayor y más grande de las gracias –además de la la otorgado- es su Hijo, Jesucristo, hecho hombre por nosotros, a fin de rescatarnos del poder del pecado y de la muerte eterna, al precio de Sangre, derramada a raudales por nosotros y por toda la humanidad.

Con la conciencia clara de que Dios nos ama, y que todo lo dispone a favor nuestro –pues no puede dejar de amarnos ni de favorecernos-, con espíritu de fe estamos llamados a asumir con agradecimiento las pruebas y aflicciones de la vida, los sufrimientos y desasosiegos que jalonan nuestro pasar por este mundo. En definitiva, cuanto en principio parece ser malo y contrario a nuestro bien: las cruces (enfermedades, sufrimientos,… muerte), las injusticias y contratiempos, los misterios de la vida que tanto nos hacen sufrir, y que –a menudo- nos resultan enigmas indescifrables, realidades que nos superan y que nos hacen tambalear, hasta el extremo de poner en cuestión la fe y la confianza en Dios…

En todas esas realidades, tan humanas y tan difíciles de encajar a menudo, hemos de saber descubrir la mano providente de nuestro Padre Dios, que dispone todo a favor nuestro, también lo que la gente llama “males” (la muerte, el dolor, la injusticia. Lo cual no significa que tengamos que recibir todo eso impávidamente, como espectadores impertérritos e inconmovibles. No. Dios nos ha dado inteligencia y medios adecuados para discurrir y tratar de superar  cuanto nos aflige y causa dolor. Y en ello, en orden a superarlo, habremos de poner lo mejor de nosotros mismos y de los talentos recibidos. Pero –con frecuencia- descubriremos, quizá después de mucho luchar, que ya no podemos más, que la realidad se nos impone, realidad dura y aplastante… Así, como desde el primer momento, hemos estado dispuestos a aceptar el querer de Dios sea cual sea, así después de mucho orar, después de rogar al Altísimo y poner en ejercicio lo mejor de nosotros mismos (que Dios nos ha dado para salir adelante en la vida), sabremos aceptar con espíritu manso y humilde aquello que se nos impone, sin poder evitarlo de ningún modo. Así lo daba a entender el justo Job, en el Antiguo Testamento, al escribir: Si aceptamos los bienes que Dios nos envía, ¿no sabremos aceptar también los males?...

Evidentemente, el mal no lo queremos por sí mismo, pues el mal no es digno de ser amado, ni somos masoquistas que se complacen en sufrir por sufrir. Si aceptamos los males es porque entendemos que Dios los permite en orden a nuestro bien. Así lo daba a entender san Pablo al escribir en la Carta a los Romanos: Todo es para bien para los que aman a Dios. Y fiel a este espíritu, positivo y optimista ante la vida (pues no hemos de olvidar que mientras permanezcamos en este mundo estamos sometidos a las pruebas y sufrimientos que forman parte de nuestra existencia terrena), san Agustín enseñó que Dios, siendo bueno y misericordioso como es, no permitiría el mal si de ello no fuera a obtener mayores bienes a favor nuestro y de la entera humanidad.

Pero, claro está, vivir con este talante, supone de nuestra parte fe en Dios, sus manos, aceptación alegre y resignada de su voluntad –amándola, asumiéndola como propia-, pues nada hay en el universo que escape al conocimiento y aprobación de Dios. El mal, es verdad, Él no lo quiere, pero si lo permite es porque así está estructurada nuestra existencia terrena y, porque de todo ello obtendrá bienes mayores. Bienes que, seguramente, nosotros jamás conoceremos en nuestra vida mortal. Pero, ¡seguro que están presentes en la mente divina!... ¡Ya tendremos tiempo de comprender todo, y mejor, cuando estemos en el cielo!. Entonces veremos todo con la perspectiva y alcance de la mirada de Dios, que tan extraña y misteriosa nos resulta en ocasiones.

Sí, hemos de dar gracias siempre. En lo bueno y en lo malo (entonces, además de aceptarlo, habremos de pedir a Dios el auxilio, la gracia necesaria para sobrellevarlo con auténtico espíritu cristiano, y así poder santificarnos, como Dios espera al permitirlo). Además, habremos de dar gracias por los éxitos y los fracasos, que también pueden ser un bien en cuanto que de ese modo no olvidaremos tan fácilmente que somos criaturas limitadas y que debemos ser humildes, siempre. Y daremos gracias en la salud y en la enfermedad; en la salud para poder trabajar y servir mejor a Dios y a los demás; y en la enfermedad para expiar por nuestros pecados y los del mundo entero, además de purificarnos interiormente e identificarnos más con Cristo sufriente y cooperar con El en la redención de otros hombres y mujeres, que alcancen de Dios la gracia de la fe y de la conversión, el perdón de sus culpas y la salvación eterna… Y daremos gracias por todo cuanto Dios nos ha concedido a lo largo de la vida, especialmente por los bienes sobrenaturales que son los más valiosos (la fe, la vocación, las diversas gracias que jalonan nuestro caminar cristiano, las gracias ordinarias de cada día…). Incluso daremos gracias por nuestros errores y pecados, pues de todo ello se ha servido Dios para conducirnos a su amor. Y daremos gracias en el momento de la muerte: ¡qué maravilla la vida, cuánto nos ha dado Dios a lo largo de la existencia y cuánto nos dará en el Reino de los cielos!...

Sí, es muy importante dar gradas siempre. Así lo hicieron los primeros cristianos. Y así rezamos siempre en la acción de gracias por excelencia, que es la celebración de la Misa, de la Eucaristía, donde damos gracias al Padre por Cristo: por el don de su redención, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado, porque somos hijos de Dios y herederos del Reino… Con este talante, cada día rezamos en la celebración eucarística: Demos gracias a Dios. Es justo y necesario. Realmente es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, a ti Dios Padre, por Cristo nuestro SeñorPorque… ¡Son tantos los motivos de fe, las razones sobrenaturales que tenemos para dar gracias a Dios!...

También daremos gracias, persuadidos de que esta es una buena manera de ganarnos el “favor y la amistad de Dios”, si hablar así se puede… Dios es bueno y misericordioso. Siempre dispuesto a darnos sus dones, y a hacernos partícipes de su amor y de sus beneficios. Pero –no cabe duda- si le damos gracias lo haremos más propicio a favor nuestro. Esa disposición que ya, inicialmente, está a nuestro favor, para otorgarnos sus bienes, se manifestará de un modo más claro y generoso, ¡porque sabemos darle gracias!

Sucede así en nuestra vida temporal. Si favorecemos a alguien, nos gusta –no por interés propio, sino como expresión de tener buena educación, “por buenos modales”-, que nos muestre su agradecimiento. Si lo hace, le manifestaremos nuestra complacencia, y nos sentiremos más satisfechos por nuestra magnanimidad. Lo cual nos dispondrá a favorecerle nuevamente, con vistas al futuro. Sin embargo, quien no es agradecido, deja como muy mala impresión, causa desazón y disgusto. Y uno acaba pensando: “bueno, pues ya nunca más te otorgaré mi favor”.

Y la mejor forma de dar gracias a Dios es corresponder a sus beneficios, a sus dones y gracias espirituales. Hemos de tratar de vivir entregados a su amor, siendo generosos, como El espera de nosotros. Pues se acostumbra decir que las gracias que Dios dispensa a los hombres vienen como en “catarata”, o en “cadena”… Si no correspondemos, se interrumpe el flujo del agua divina que vivifica nuestros corazones, se rompe la cadena… Y habrá que volver a comenzar. Cosa que siempre es posible, y que Dios espera que hagamos llenos de confianza, pues Él aguarda nuestro amor, ¡y nunca se cansa de perdonar y de bendecir!...

Pero –se comprende bien-, no es lo mismo decir siempre si a Dios (como hizo María Santísima), que tan sólo decirlo a veces, “cuando me viene bien o cuando me apetece”… No, hemos de procurar ¡con todas nuestras fuerzas!, decir sí siempre. De lo contrario, perderemos muchas gracias y beneficios de Dios, ¡y nuestra vida no resultará como Dios había previsto y querido desde toda la eternidad!...

La vida de san Francisco, penetrado de este espíritu propiamente cristiano, fue una entera acción de gracias a Dios. En todo supo descubrir la mano providente del Padre, y dar cumplido agradecimiento. Francisco daba gracias por todo: por lo bueno, lo menos bueno y lo “malo”… Daba gracias a Dios por la fe, por los dones de gracia y salvación que nos ha merecido Jesucristo. Y daba gracias por la creación y la naturaleza. Célebre es su Canto al hermano sol. Y célebres son sus conversaciones y trato amistoso con las avecillas, y los animales de los bosques, incluido el hermano lobo.

Suyas son estas palabras: Te damos gracias por Ti mismo y porque has criado todas las cosas espirituales y corporales por tu santa voluntad y por medio de tu único Hijo y del Espíritu Santo; y, criados a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el Paraíso, de donde por nuestra culpa caímos. Y, con igual espíritu sobrenatural, y lleno de gratitud y de reconocimiento a Dios por los dones de su misericordia y beneficios, así daba gracias por la fe y la esperanza de la vida inmortal que nos está reservada en el Señor.

También supo dar gracias por los sufrimientos y males que experimentó a lo largo de la vida. Entendió que todo fue permisión de Dios, como castigo purificador por sus pecados, y llamada amorosa al arrepentimiento y a una mayor entrega de santidad. Lejos, pues, maldecir o rebelarse, ni siquiera impacientarse o perder la paz interior. ¡Tratemos, pues, también nosotros de aprender y practicar tan magnífica lección para adelantar en la vida espiritual! ¡Así nos identificaremos con Cristo Jesús que, en todo momento, dio gracias al Padre!

  1. Gracias por la obra de la salvación
Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor Rey del cielo y de la tierra, te damos gracias por Ti mismo y porque has criado todas las cosas espirituales y corporales por tu santa voluntad y por medio de tu único Hijo y del Espíritu Santo; y, criados a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el Paraíso, de donde por nuestra culpa caímos. También te damos gracias porque así como nos criaste por medio de tu Hijo, así por el afecto con que nos amaste hiciste nacer de la beatísima, santa, gloriosa y siempre Virgen María a este mismo Dios y Hombre verdadero, y quisiste con su cruz, y sangre, y muerte rescatarnos a nosotros cautivos. Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo ha de venir luego en la gloria de su majestad a lanzar en el fuego eterno a todos los malditos que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a todos los que te conocieron y te adoraron y en penitencia te sirvieron: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo (Mt 25,34) (SAN FRANCISCO: Opúsculos: Primera Regla de los Frailes Menores, XXIII).

  1. Gracias en las aflicciones y sufrimientos
San Francisco, ya por el dolor de la enfermedad, ya por la multitud de ratones que le daban grandísima molestia, no pudo descansar nada ni de día ni de noche. Y como se prolongase este trabajo y tribulación, comenzó a pensar y reconocer que todo era castigo de Dios por sus pecados, y se puso a darle gracias de todo corazón y también de palabra, diciendo en alta voz:
¡Señor mío, digno soy de todo esto y de mucho más! Señor mío Jesucristo, pastor bueno que muestras tu misericordia con nosotros, indignos pecadores, en darnos diversas penas y aflicciones corporales, concede virtud y gracia a esta ovejuela tuya para que por ninguna enfermedad, aflicción ni dolor me separe de Ti (SAN FRANCISCO: Las Florecillas, XVIII).





ALEGRÍA

En la Salve a la Virgen María, le rogamos para que nos ayude y auxilie en este valle de lágrimas, en esta vida temporal nuestra, a lo largo de la cual experimentamos tantas pruebas y aflicciones, tantos sufrimientos y dolor…

Pese a ello, no podemos caer en la tristeza, pues de eso se sirve Satanás (que significa adversario: él es el gran enemigo nuestro), para alejar a las almas de Dios y del gusto por las cosas de Dios, para luego arrastrarlas al pecado y conducirlas a la perdición eterna.

¡Y es que un cristiano, jamás puede estar triste! ¡Que estén tristes los que no conocen, los que no aman a Dios; aquellos que viven sin esperanza, aquellos que no saben del amor de Dios por nosotros manifestado en Cristo Jesús!...

Podemos estar tristes, ni vivir cariacontecidos, como apesadumbrados y pesimistas, cabizbajos y derrotados!... El Señor Jesús ha vencido al demonio y ha derrotado el poder de la muerte y del pecado, que nos esclavizaban. En Él somos criaturas nuevas, hombres y mujeres nuevos, pues estamos vivificados por el Espíritu Santo. Él tiene que fructificar en nuestras almas, llenándonos de alegría, de paz y de gozo.

Sabiendo que somos amados por Dios, que Él se ha entregado por nosotros a la muerte, para librarnos de la muerte eterna, que Jesucristo desde el cielo aboga ante el Padre a favor nuestro para que alcancemos la eterna salvación y que nos otorga cuantas gracias y dones salvíficos necesitamos (sacramentos, oración, penitencia…), para ser santos y llegar al cielo… ¡Si consideramos todo esto, de ningún modo podemos caer en la tristeza!

Pero no basta con no estar tristes. De nosotros se espera algo más. Hemos de vivir en la alegría de los hijos de Dios, de aquellos que se saben liberados, redimidos, santificados y salvados en Cristo Jesús. ¡La victoria de Cristo Resucitado es nuestra victoria! ¡Su glorificación en el cielo es nuestra glorificación!... ¡Su Reino celeste, pronto será nuestro, cosa que ya es por la vida de la gracia que participamos, sabiéndonos divinizados, santificados!...

Por esto mismo, para no caer en la tristeza, hemos de vivir la fe con alegría, y hemos de celebrar la Redención de Cristo, que victorioso nos dice: ¡Ánimo, Yo he vencido al mundo!... ¡Y nosotros venceremos con Él, ahora, en este mundo, y después de la muerte, para siempre!

Vivamos, pues, con entusiasmo nuestra fe, ¡estemos firmemente seguros de nuestra victoria y salvación, y no habrá nada, ni nadie, que podrá apagar la alegría que Cristo ha suscitado en nuestros corazones!...  y si alguien está triste, que siga el consejo del Apóstol san Pablo, que escribió: ¿Alguno de vosotros está triste?... ¡Que haga oración!... Y, en otro pasaje, consciente de la importancia que tiene la alegría en la vida del cristiano escribió: Estad siempre alegres en el Señor. Os lo repito: estad alegres. Hemos de estarlo porque Cristo nos ama, y porque nos espera en el cielo. ¡Y porque ya, en Cristo, por la gracia, vivimos en el cielo!... ¡Y porque la alegría está presente en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado, y que nos comunica la Vida y santidad de Dios, su misma alegría!...

San Francisco, y sus seguidores, habiéndose entregado con todas las fuerzas de sus corazones al amor de Cristo, y en el servicio de su Iglesia santa, destacaban por su alegría. Destacaban, llamaban la atención por su alegría. Era una alegría contagiosa, y que transmitían a los demás como por ósmosis, sin apenas darse cuenta. De ahí que en pasando pocos años, desde que Francisco iniciara su camino de entrega a Dios, le siguieran tantos y tantos frailes, pues todos ellos anhelaban participar de la felicidad de Il Poverello, Pobrecillo de Jesús.

Es que Francisco v RUS hermanos religiosos vivían felices y alegres porque vivían para Dios, y para servir a sus hermanos los hombres. Su alegría, su felicidad era inmensa porque pertenecían por entero a Dios. Especialmente, porque Francisco se había desposado con la santa pobreza, que libera los corazones de tantos lazos y vanas inquietudes, que ahogan y esclavizan los corazones impidiendo amar y respirar el amor y la paz de Dios.

Además, gracias a su entrega a Dios, en perfecta castidad, Francisco se había transformado en juglar de Dios, enamorado profundamente de Cristo. De ahí que se lamentara tanto cuando, en sus caminatas por toda Italia y parte del extranjero, encontraba hombres y mujeres que no amaban a Dios. Él se dolía inmensamente, y a voz en grito exclamaba por todos los sitios, como queriendo consolar al Amado y reparar tantas ofensas y desprecios: ¡El Amor no es amado! ¡El Amor no es amado!... En verdad, Francisco era un hombre que sabía amar, y que había entregado su vida entera al Amor de los amores, a la causa del amor…

Y Francisco vivía feliz, liberado de sí mismo, porque no hacía aquello que pudiera venirle en gana, su capricho personal… Francisco, al igual que Cristo, no tenía otra voluntad que cumplir cuanto el Padre dispusiera de Él. Y así vivió en obediencia, liberado de sus pasiones y antojos, libre de sus veleidades.

Animado Francisco del espíritu genuinamente evangélico, decía a sus hijos y hermanos espirituales: Cuando el siervo de Dios se siente conturbado por alguna cosa, como puede suceder, debe acudir prontamente a la oración y permanecer en presencia del Padre celestial hasta recobrar su saludable alegría. La tristeza y la pesadumbre en el seguimiento del Señor sólo se superan con una renovada entrega, intensificando la oración y el espíritu de penitencia. Y si alguno, por haber pecado, está triste, acuda a reconciliarse con Dios por medio del sacramento de la Penitencia.

Y Francisco enseñó a sus discípulos que manteniendo el espíritu alegre, el maligno, el enemigo de nuestras aliñas –el demonio- no podrá causarnos daño. Y si, por debilidad, lo lograra, ¡todo tiene solución pidiendo humildemente perdón a Dios por las faltas o pecados cometidos!

Para Francisco, ver a un hermano suyo triste, a un religioso, a un hombre entregado a Dios, era algo incomprensible. Sin duda alguna, constituye un antitestimonio y un flaco servicio a la caridad debida al prójimo, pues quien está triste no hace otra cosa que generar mal ambiente en derredor suyo y entristecer a los demás. De ahí que, con prontitud de ánimo, Francisco exhortara a los tristes a superar las causas de su tristeza y a vivir en el gozo y en la alegría de saberse amados por el Señor, inmensamente queridos y siempre perdonados. Además de procurar Francisco que el mal ambiente no se filtrara en las comunidades religiosas, promovía con todas su fuerzas cuanto pudiera redundar en gozo y alegría de los hermanos. Y, él mismo, para superar posibles tentaciones de tristeza se apoyaba en la candad fraterna, sabiéndose amado y apoyado por sus hermanos religiosos.

Esta alegría que vivió siempre Francisco, también la tuvo santa Clara. No podía ser de otro modo. Ella, como hija espiritual suya, pronto se imbuyó del mismo espíritu alegre, fruto de la entrega radical del corazón hecha al amor de Dios y del amor a las hermanas. Al igual que su padre, Francisco, Clara de Asís siempre inculcó la alegría a sus hijas religiosas contemplativas, notando que la alegría es fruto del amor y del sacrificio, y de la fiel observancia del espíritu religioso, viviendo en todo momento una entrega ardiente al Esposo del alma.

  1. La tristeza, instrumento del demonio: dejar la oración
Decía: Cuando el siervo de Dios se siente conturbado por alguna cosa, como puede suceder, debe acudir prontamente a la oración y permanecer en presencia del Padre celestial hasta recobrar su saludable alegría. Pues si se entretiene en la tristeza, el habilísimo demonio se siente con fuerzas, tanto que, si no se aleja con lágrimas, engendra en el corazón una pereza continua (SAN FRANCISCO, en CELANO, T.: Vida de san Francisco de Asís, Vida segunda, II, XII, LXXXVIII, 125).

  1. Conservar la alegría siempre, tanto en lo próspero como en lo adverso
San Francisco dijo: Mientras el siervo de Dios conserve la alegría, tanto en las cosas prósperas como en las adversas, nos será imposible encontrar medio para apoderarnos de él o de causarle mal alguno. En cambio, se alegran los demonios cuando logran extinguir, o al menos impedir algún tanto, esa santa y piadosa alegría, que proviene de la fervorosa oración v rip> te práctica de otras obras buenas (SAN FRANCISCO, en Espejo de perfección, VIII, XCV).

  1. La alegría espiritual ahuyenta al demonio
Dijo san Francisco: Es cierto que si el enemigo infernal puede infiltrar algo de su malicia en el corazón de cualquier siervo de Dios, si éste no sabe ni procura rechazarlo de sí cuanto antes por medio de la oración y de una sincera confesión, pronto conseguirá aquel maligno tentador hacer de un delgado cabello una gruesa maroma con que ir arrastrándole hacia el mal. Por lo cual, hermanos míos carísimos, ya que esta alegría espiritual procede de la pureza del alma y del frecuente ejercicio de la oración, si queremos adquirir y conservar estas dos cosas, debemos procurar principalmente llegar a poseer en nuestro interior y exterior esta santa alegría espiritual, que tanto deseo y me complazco en ver y observar en mí y en vosotros, para edificación de los prójimos y vergüenza de nuestro enemigo infernal. A éste y a iodos sus compañeros pertenece estar tristes; a nosotros, en cambio, alegrarnos y regocijarnos siempre en el Señor (Ibi., VIII, XCV).

  1. Alegría y caridad fraterna para vencer al demonio
El bienaventurado Francisco solía decir: Sé que los demonios me tienen envidia por los beneficios que el Señor se ha dignado concederme. Observo que, no pudiendo dañarme ellos por sí mismos, se empeñan y procuran hacerlo por medio de mis compañeros. Y cuando, por ventura, ni por mí ni por mis religiosos consiguen hacerme daño alguno, entonces se ausentan llenos de confusión. Más aún, si alguna vez me siento tentado o entristecido, con sólo pensar en la alegría de un compañero, al momento y sin otra diligencia la tentación y tristeza se me cambian en la más perfecta alegría (Ibi., VIII, XCVI).

  1. Vivir con alegría y hacer alegre la vida de los demás
El santo Padre no dejaba de reprender a cuantos manifestaban exteriormente alguna tristeza. En efecto; en cierta ocasión reprendió a uno de sus compañeros, a quien notó triste y cabizbajo, y le preguntó: ¿Por qué te empeñas en manifestar exteriormente el dolor y tristeza que te producen tus culpas? Procura mostrar esa tristeza solamente a Dios, y ruégale encarecidamente que por su infinita misericordia se digne concederte el perdón y “devuelva a tu alma la alegría de su salud”, de la cual se vio privada por el pecado. Pero delante de mí y de los demás procura presentarte siempre alegre, pues al verdadero siervo de Dios no le conviene aparecer triste o cariacontecido, ni delante de sus hermanos ni de otra persona alguna (Ibi., VIII, XCVI).

  1. Dónde está la verdadera alegría

En una de sus amonestaciones hechas a los frailes enseñaba claramente cuál debe ser la verdadera alegría de un siervo de Dios, diciendo: Bienaventurado es aquel religioso que pone todo su gozo y alegría en meditar las palabras del Señor y en contemplar sus divinas maravillas, provocando de este modo a los hombres al amor de Dios con alegría y júbilo de corazón. En cambio, ¡ay de aquel religioso que se recrea con palabras ociosas e insustanciales, al objeto de provocar la risa en los demás! (Ibi., VIII, XCVI).

  1. Alegría por ser esposa de Cristo y corredentora

Te considero cooperadora del mismo Dios y sustentadora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable.

Dime: ¿quién no se alegraría de gozos tan envidiables. Pues alégrate también tú siempre en el Señor, carísima, y no te dejes envolver por ninguna tiniebla ni amargura (SANTA CLARA: Carta III a la beata Inés de Praga, 1238, 1-2).





ÁNGEL DE LA GUARDA

La presencia y acción de los ángeles está testimoniada en los escritos del Antiguo Testamento, pues Dios creó todo, lo visible e invisible. Además los espíritus angélicos, a menudo, actuaban como enviados de Dios a los hombres, servidores de sus órdenes y mandatos y presentes en el culto divino. Pero no se afirma explícitamente que Dios hubiera otorgado a los hombres un ángel propio, llamado custodio o ángel de la guarda.

Es a partir de la revelación hecha por Jesucristo cuando consideramos su existencia. No en vano, el Señor Jesús, hablando de los niños, afirmó que sus ángeles estaban en la presencia de su Padre Dios. Y el Señor fue reconfortado en el Huerto de los Olivos por un ángel, que bien pudo ser su ángel propio, en cuanto Hombre que es.

Nada más nacer la Iglesia, comenzaron las primeras persecuciones y Pedro fue encarcelado. La Iglesia entera temía por él (pues Santiago el Mayor había sido martirizado). Todos oraban por él, a fin de que Dios lo preservara de la muerte. Liberado de la cárcel, con la ayuda del ángel, Pedro va el encuentro de los cristianos. Al llamar a la puerta donde se encontraban, la sirvienta nada más reconocer la voz de Pedro fue corriendo al encuentro de los demás discípulos, preguntándose con toda naturalidad: partir de entonces, los primeros cristianos, trataron con suma naturalidad los ángeles de la guarda, o custodios, que tienen como fin ayudarnos en nuestra santificación y conducirnos hacia el cielo. De tal forma que esto ya llegado a ser una dimensión más de la vida de los discípulos de Cristo, constituyendo una fuente de devoción y de oración genuinamente cristianas. Y así es en nuestros días: ¿Qué niño hay que no invoque a su ángel?, ¿qué cristiano fervoroso que no acuda a su protección y amistad?, ¿quién que no pretenda ser librado de los enemigos de su santificación y alcanzar felizmente la vida eterna?...

Los testigos, y biógrafos de la vida de san Francisco testimonian su amor hacia el ángel de la guarda. De modo que: A los tales –decía Francisco– debemos siempre reverenciar como a compañeros; e invocarlos como a nuestros custodios.

Procuremos, pues, siguiendo las huellas y el ejemplo de san Francisco imitarle en esta devoción tan consolidada en la Iglesia de Dios. Hagámoslo con verdadero fervor espiritual, procurando el trato y amistad frecuente con el custodio. Su ayuda e intercesión ante Dios nos serán de gran valor a fin de sortear los peligros espirituales –además de los materiales, o simplemente humanos- que podamos experimentar en el transcurso de nuestras vidas. Ellos, además, como cómplices en la difícil labor de nuestra santificación nos ayudarán poderosísimamente. También nos ayudarán en nuestra labor apostólica, como cómplices y colaboradores en ese empeño constante que hemos de tener: ganar a otros para Cristo.

Vivamos, pues, de tal modo, en profunda unidad y sintonía con el ángel custodio, que en el día del juicio el Señor también le pueda felicitar por su labor bien hecha; y él mismo alegrarse inmensamente con nuestra salvación eterna. 

24. Reverenciarles: actuar bien ante ellos

Veneraba con grandísimo afecto a los ángeles, que permanecen junto a nosotros en la lucha y que en nuestra compañía caminan en medio de las sombras de la muerte. A los tales –decía- debemos siempre reverenciar como a compañeros; e invocarlos como a nuestros custodios. Enseñaba a no ofender su presencia y a no hacer ante ellos lo que no se haría ante los hombres. Por razón de que en el coro se cantaba en presencia de los ángeles, quería que cuantos pudieran asistiesen al oratorio y allí salmodiasen con atención. A menudo decía también que a San Miguel se le debía honrar con particular distinción, porque tiene el oficio de presentar las almas a juicio. Por esto, en honor de San Miguel, entre la fiesta de la Asunción y la del Arcángel, ayunaba devotamente cuarenta días. Aconsejaba que se debía tributar a Dios alabanza u oferta especial en honor de tan gran príncipe (SAN FRANCISCO, en CELANO, T.: Vida de san Francisco de Asís, Vida segunda, II, CXLIX, 197).  






CONFIANZA

Dios es Padre providente y amorosísimo. El gobierna y rige el universo. Nada hay que escape a su voluntad, ni a su poder. Es Todopoderoso, misericordiosísimo, bondadosísimo, justísimo… Sus hijos, cuantos creemos en Él, sabemos de su bondad, pues compadecido de nuestro extravío, a causa de los pecados, no dudó en sacrificar a su Hijo unigénito, Jesucristo nuestro Señor, para que en Él alcanzáramos el perdón y la salvación eterna.

Y Jesús nos habló tanto de su paternidad, que nos enseñó a orar para que no nos faltara el pan nuestro de cada día (Mt 6,11), y con él todos los bienes (tanto materiales como espirituales). El nos enseñó a confiar en su amor y en el poder de su gracia.

Por eso, invitándonos a vivir con la sencillez y confianza de los hijos de Dios, nos enseñó a abandonar nuestras inquietudes en el Padre, pues Él se ocupa de nosotros, sin que nada cuanto se refiera a nuestras necesidades se le pase oculto o desapercibido. Pero –claro está- para vivir así hemos de creer en Dios, sabernos hijos suyos y entregarnos al cumplimiento de su voluntad, conforme a su beneplácito.

Nada ha de oscurecer esta confianza en nuestras almas. Para ello habremos de vivir como hijos chiquitines, abandonados en las manos de su Padre, para que Él pueda hacer y disponer de nosotros a su capricho, sin límite alguno, como le parezca oportuno, teniendo presente el máximo bien posible: su glorificación y la salvación de las almas. ¡Esto es lo único que nos ha de interesar!... Y si Dios quiere servirse de nosotros, ¡que lo pueda hacer con entera libertad, pues somos suyos y para Él, ya que no nos pertenecemos, ni queremos vivir para nosotros ni para nuestros intereses!...

De ahí que el Buen Jesús nos inculcara tener esta confianza, diciéndonos que así como Dios se cuida de los pájaros del cielo y de las hierbas del campo, -con mucha más razón se ocupará de nosotros, pues le somos mucho más valiosos y queridos.

San Francisco, penetrado de este mismo espíritu, impulsó a sus religiosos a vivir fuertemente con esta confianza: atended tan sólo a orar y alabar a Dios, y dejadle a Él todo el cuidado del cuerpo; porque tiene especial providencia de vosotros. Él tenía conciencia clara de saberse hijo de Dios, hijo amado, a quien Dios no puede abandonar ni dejar desasistido. ¡Dios es buen Padre!, ¡el mejor de los padres! El nos ama con ternura y solicitud vigilante. Nada cuanto afecte a nuestra felicidad temporal, ni a nuestra santificación y salvación eterna, le puede ser extraño o indiferente.

31. Exhortación de san Francisco a confiar sólo en Dios

Dijo san Francisco:

-Por el mérito de la santa obediencia os mando a todos los que estáis aquí reunidos que ninguno se tome cuidado o solicitud por cosa alguna de comer o beber o de cuanto pueda ser necesario al cuerpo, sino atended tan sólo a orar y alabar a Dios, y dejadle a Él todo el cuidado del cuerpo; porque tiene especial providencia de vosotros (SAN FRANCISCO: Las Florecillas, I, XVII).

32. Confianza de san Francisco en la divina Providencia

Terminó la oración y de nuevo se presentó al Sumo Pontífice para hablarle de lo que el Señor le había manifestado, diciéndole san Francisco: Señor, yo soy aquella mujer pobrecilla, a quien el amoroso Señor hermoseó por su misericordia, y de la que quiso tener hijos legítimos. El Rey de reyes me ha dicho que Él alimentará todos los hijos legítimos que de mí tuviere, porque, si alimenta a los extraños, mucho más debe alimentar a los legítimos. Si es verdad que el Señor da a los pecadores e indignos las cosas temporales para que alimenten sus hijos, con mayor razón las dará a los varones que las hayan merecido (SAN FRANCISCO, en Leyenda de los tres compañeros, XII, 51).

33. Dios asiste a los que se le confían

Dijo a cada uno (de los que Francisco envió al apostolado): Pon todo tu pensamiento y cuidado en el Señor, y Él te asistirá (SAN FRANCISCO, en CELANO, T: Vida de san Francisco de Asís, Vida primera, I, XII, 29).




CONVERSIÓN

Llama la atención, fuertemente, cómo Francisco estaba firmemente convencido de ser un pecador, ¡el mayor de los pecadores!... Decía a menudo que si otros hubieran recibido las gracias que él alcanzó de Dios, le habrían servido mucho mejor…

Además, Francisco tenía memoria de su vida anterior, desde su más temprana juventud hasta el momento de su conversión. Sabía de sus pecados e infidelidades, de su vida alegre y ligera, sin sentido de responsabilidad… Jamás se le borraría de la mente cómo pasó tantos años viviendo una vida superficial, malgastando el dinero y viviendo entregado al placer y al disfrute sensual, sin otra preocupación que darse el gusto en todo y vivir muellemente.

¡Mucho hubo de trabajar Dios hasta convertir a Francisco!... Pero con paciencia divina, conforme a los plazos y tiempos divinos, la gracia de Cristo se fue filtrando en su alma. Y Francisco, como sin apenas darse cuenta, fue correspondiendo fiel y generosamente.

Sabía bien que no era bueno, que si amaba a Dios era por su bondad y misericordia y que pese a sus  innumerables pecados y falta de correspondencia, ¡Dios se había apiadado de él, se había compadecido de sus miserias!...

Una vez convertido el joven Francisco, ¡con que energía, con qué generosidad y celo se entregó al amor de Dios!... ¡Cómo deseaba prender fuego divino en las almas, de modo que el mundo universo ardiera en el amor de Dios!... ¡Con qué solicitud veló por el bien de la Iglesia, cuan a pecho tomó la recomendación que el Señor le encargara en la iglesia de san Damián: “Francisco, restaura mi Iglesia”! ¡Con qué celo y viva inquietud veló por la santidad de los religiosos y religiosas, encomendados a su cuidado de buen pastor!... Ciertamente, desde que conoció al Señor, y se entregara con todas sus fuerzas a su servicio, Francisco ya no supo –ni quiso saber- del descanso, de cuidarse, de procurar su bien y confort… ¡Ya no vivía sino para Dios y las almas!...

34. Arrepentimiento y conversión de Francisco

Postrado ante el Criador de todas las cosas, recordaba con indecible amargura de su alma los años anteriores, tan mal empleados, y repetía sin cesar aquellas palabras: “Señor, ten piedad de mí, pecador” (SAN FRANCISCO, en CELANO, T: Vida de san Francisco de Asís, Vida primera, I, XI, 26).




CRUZ

De entre las muchas realidades, o dimensiones de la vida espiritual, si en algo destaca Francisco es por su amor a la Cruz. En ello empleó buena parte de sus energías y de su tiempo. Sin duda alguna, si algo le gustaba contemplar era a Cristo inmolado en la Cruz por nuestros pecados. La Cruz, junto con los santos Evangelios, era el libro de su vida espiritual, donde se nutría y bebía incesantemente. Y de la contemplación del Crucificado extraía fuerzas para proseguir su vida de sufrimiento, de inmolación, en orden a alcanzar gracia de Dios a favor de otros hombres, para que se convirtieran y así alcanzaran la eterna salvación. Es célebre esa estampa, o escena, de la vida de san Francisco: lo representan “de puntillas” ante el Señor crucificado, hasta alcanzar con sus labios el costado de Jesús y succionar amorosamente la divina Sangre, que otorga el perdón de los pecados y enardece el alma en amor divino.

Por otra parte, la vida de Francisco –como la de todos los santos, de cuantos han querido seguir al Salvador- fue de Cruz. Ya lo señaló san Pablo escribiendo a su discípulo Timoteo: El que pretenda servir al Señor, dispóngase a sufrir (2 Tm 3,12). En otro pasaje escribió: ¿en qué me gloriaré si no es en la cruz de Cristo? (Gá 6,14) Y es que el mismo Señor Jesús, teniendo presente cuál iba a ser su destino, cómo habría de ser Sacrificado en el infame madero por la salvación de los hombres, dijo: El que quiera ser discípulo mío, cargue con su cruz de cada día y sígame (Mt 16,24). 

Esto es lo que hizo san Francisco. Lo hizo, lo vivió intensamente, pues era un auténtico enamorado de Cristo, ¡un juglar divino!, dedicado en alma y cuerpo a ensalzar a su Señor y trabajar por El y por su gloria. Toda la vida de Francisco, desde que comenzara a seguir al Maestro fue de Cruz, de renuncia y sacrificio. Múltiples y gravísimos fueron los obstáculos que hubo de superar para vivir su vocación. Y al igual que él, Clara de Asís, y su hermana santa Inés. Cruz fue todo su trabajo por recibir a los primeros discípulos, dispuestos a entregar todo para amar a Dios y servir al apostolado de la Iglesia. Cruz fue su vida pobre y austera, intensamente penitente, pues Francisco – siguiendo las huellas del Salvador- bien comprendió que así es como se ganan las almas para Dios, ¡no hay otro camino!... Cruz, y fuerte cruz, fueron sus luchas por sacar adelante la Orden de Frailes Menores, cosa que hubo de hacer con tanto sacrificio: ¡sólo en el amor a Cristo, y a los hermanos, pudo hallar la fuerza que le impulsara en ese empeño de amor!... Y cruz fueron los últimos años de su vida, cargado de enfermedades y sufrimientos en el cuerpo. Y más en el alma, padeciendo una fuerte noche oscura del alma, en la que sólo santa Clara pudo introducir cariño y estímulo fortaleciente.

¡Tanta Cruz, tanto sufrimiento, tanto dolor, tanta contradicción!... ¡Así de grande fue luego la cosecha de vocaciones y el fecundo apostolado que los franciscanos alcanzaron de Dios! Y, como colofón a su amor a la Cruz, los estigmas que el Crucificado, en forma de serafín, plasmó en Francisco sobre el monte Alvernia. ¡A partir de entonces, Francisco pasó a ser un Cristo viviente, “el Cristo de la Edad Media”, como fue llamado ya en su tiempo!

Verdaderamente, Francisco amó la cruz hasta el delirio, con pasión y fuerza, con todas las energías de su alma. ¡Y es que siempre quiso amar a Cristo Jesús hasta el extremo, a fin de dar la vida por Él, siendo inmolado en santo martirio!... De ahí las hermosas palabras suyas, que siguen a continuación. Clara de Asís, como buena discípula y hermana en Cristo, le siguió muy de cerca, a la zaga en esa locura divina por la cruz…

37. Amor a la Cruz de san Francisco

El día de la Cruz, San Francisco se levantó temprano, antes de amanecer, y se puso en oración delante de la puerta de la celda, mirando hacia el Oriente, y oró en esta forma:
-Señor mío Jesucristo, dos gracias te ruego que me concedas antes de morirme: la primera, que sienta yo en mi cuerpo y en mi alma, en cuanto sea pos/ble, el dolor que Tú, dulcísimo Jesús, sufriste en tu acerbísima pasión; la segunda, que sienta yo en mi corazón, en cuanto sea posible, aquel excesivo amor que a Ti, Hijo de Dios, te llevó a sufrir voluntariamenfe fanfos tormentos por nosotros, pecadores (SAN FRANCISCO: Las Florecillas. II. III).

38. Abyección: sus bienes

Mucho se gozó en el Señor el bienaventurado Francisco al ver que, aun siendo nosotras débiles y frágiles corporalmente, no rehusábamos indigencia alguna, pobreza, trabajo, tribulación, ni ignominia, ni desprecio del mundo, sino que más bien considerábamos estas cosas como grandes delicias según lo había comprobado frecuentemente examinándonos con los ejemplos de los santos y de sus hermanos. Y movido a piedad para con nosotras, como si de sus hermanos se tratara, se comprometió a tener por sí mismo y por su religión, un cuidado diligente y solicitud especial a favor nuestro (SANTA CLARA: Testamento de santa Clara, 4).




DEMONIO

El demonio es el enemigo. Adversario, de Dios y de los hombres. Que existe no hay duda, pues por sus asechanzas Adán y Eva pecaron (cf. Gen 3, 1-7). Él, lleno de envidia por haber caído en desgracia eterna al rebelarse contra Dios, quiso arrancar a nuestros primeros padres la felicidad que tenían viviendo en amistad y comunión con Dios. Adán y Eva pecaron, y en ellos pecamos todos nosotros.

Por el pecado original el hombre tiende incesantemente al mal y al pecado. El demonio se sigue valiendo de nuestra debilidad humana (pues aun cuando el pecado se borre por el santo Bautismo, permanece en nosotros la tendencia a pecar), para apartarnos de Dios. No en vano, la Iglesia reconoce en el demonio a nuestro rival y enemigo, que nos combate incesantemente a fin de apartarnos de Dios. Además de luchar contra él, hemos de vencer las inclinaciones desordenadas de la carne, la sensualidad. También hemos de procurar vencernos por resistir los halagos de un mundo que no conoce a Dios, y que pretende construirse al margen de su ley, cuando no en abierta oposición y rechazo. En definitiva, como sabemos por la doctrina católica, fres son los enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne.

Nuestro Señor Jesucristo, además de realizar la obra de nuestra redención, liberándonos del poder del demonio, quiso otorgarnos el perdón y la gracia de la filiación divina. Habiéndonos liberado del pecado, rompió las cadenas que nos esclavizaban a Satanás. Y los demonios fueron vencidos v derrotados.

Gracias al Señor, unidos íntimamente a Él, nosotros también podremos vencer al demonio. Es verdad que él siempre tratará combatirnos, pues no habiendo podido derrotar a la Inmaculada, María Santísima –como dice el autor del Apocalipsis-, el demonio se fue a combatir al resto de sus hijos (Ap 12,17). Unidos a María, también, podremos vencer fácilmente al demonio. Bastará que tengamos presenté el ejemplo y enseñanzas del Señor en los santos Evangelios: que vivamos una intensa vida de oración y de penitencia, que procuremos frecuentar los sacramentos…

Por la lectura de los libros del Nuevo Testamento, sabemos bien del poder y astucia del demonio, de sus insidias contra nosotros y de su profunda enemistad y odio hacia Dios. Él siempre está dispuesto a inducirnos al pecado, pues es como un león rugiente, que da vueltas en derredor nuestro, para echarnos el zarpazo y apartarnos del Señor, de su amor y de su Vida (cf.).

Teniendo presente todo esto, comprendemos bien que san Francisco tuviera que luchar tanto contra el demonio y sus asechanzas. Desde que se convirtiera a Dios, Francisco hubo de luchar por reafirmarse en su voluntad de servir al Señor y procurar con todas sus fuerzas alcanzar la santidad, la perfección del amor. ¡Y es que el demonio nunca da por perdida a un alma!... Siempre trata de ganarlo nuevamente para el pecado y la corrupción. El Pobrecillo de Asís mucho hubo de luchar contra el maligno. De su experiencia, de su lucha ascética, nos dejó algunos consejos, que nos servirán de gran ayuda en nuestro combate espiritual.

39. Paciencia del demonio en hacer caer en la tentación

Proseguía entonces el bienaventurado Padre: Cuando hay excesiva seguridad, se precave uno  menos del enemigo. El diablo, si puede llegar a coger al hombre por un cabello, hace que éste se convierta en maroma. Si durante muchos años no puede hacer caer al que tienta, no le molesta la tardanza, si logra que al fin caiga. Pues éste es su ofició, y ni de noche ni de día se ocupa en otra cosa (SAN FRANCISCO, en CELANO, T.: Vida de san Francisco de Asís, Vida segunda, II, IX, LXXIX, 113).

40. La tristeza, instrumento del demonio

Decía también: El diablo se alegra en gran manera cuando puede arrebatar la paz de espíritu a algún siervo de Dios. Lleva consigo como unos polvos, que procura esparcir en los pequeños poros de la conciencia por si puede manchar el candor de la mente y la pureza de la vida. Empero –añadía-, si la alegría espiritual llena los corazones, en vano esparce su veneno la infernal serpiente. No pueden los demonios dañar al servidor de Cristo cuando le ven rebosando alegría santa. Mas, si el ánimo está lloroso, desconsolado y triste, con facilidad es absorbido por la tristeza o se entrega con demasía a los goces vanos (Ibi., II, XII, LXXXVIII, 125).

41. Confianza de san Francisco en la lucha contra los demonios

Aparecía más sólido en la virtud y más fervoroso en la oración, diciendo lleno de confianza a Cristo aquello del Salmista: Defiéndeme, Señor, bajo la sombra de tus alas, de la presencia de aquellos que me llenaron de aflicción. Dirigíase después a los demonios, y les decía: Espíritus malignos y perversos, atormentadme cuanto podáis; que nunca podréis más de aquello que os conceda la mano del Señor. Por mi parte estoy dispuesto a sufrir con sumo gozo cuanto Él quiera consentiros. Y los demonios, ante tan admirable constancia, huían llenos de furor y de rabia (SAN FRANCISCO, en SAN BUENAVENTURA: Leyenda de san Francisco de Asís, X, 3).




DIOS

La vida de Francisco fue una vida amor de Dios. El Señor Jesús le salió al paso, le pidió que trabajara en la restauración de su Iglesia (es decir, que contribuyera a conferirle nuevo esplendor por medio de la santidad y el apostolado) y que diera nacimiento a una nueva familia religiosa, la Orden de los Frailes Menores.

Y Francisco puso en ello todo su empeño, todas sus cualidades, y toda su capacidad de trabajo y de sufrimiento… Verdaderamente, Francisco no vivió para sí mismo. Él entendió a la perfección el llamamiento del Señor: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderé; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará (Lc 9, 23-24).

Por esto, su vida fue de entrega y servicio a Dios, al único Dios existente. Al Dios revelado y testimoniado por Cristo Jesús: Uno y Trino. La vida de Francisco fue –como debe ser en todo cristiano- una vida realizada en proyección trinitaria: tratando a la Santísima Trinidad, y a cada una de sus Personas divinas.

Donde Francisco, especialmente, se encontró con Dios fue en el Crucificado y en la Eucaristía, manjar de los ángeles y alimento de los hijos de Dios. ¡Sublime es la presencia de Cristo en la Eucaristía! Si lo contemplamos en Belén, hecho Niño, ahí nos oculta su Divinidad. Pero en la Eucaristía también se oculta su Humanidad. Sin embargo, en la Sagrada Eucaristía está presente el Señor, todo Él, entero… Está con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y Divinidad… ¡Es el mismo Jesús que nació de María Virgen, que murió en la Cruz, que resucitó al tercer día y se ha sentado a la derecha del Padre en los cielos!... ¡Es el mismo ante quien compareceremos para ser juzgados! ¡Él es el Señor del universo!

46. Fe en el Dios revelado por Jesucristo: fe en la Eucaristía

Dijo el Señor a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por mí. Si me hubierais conocido a mí, hubierais sin duda conocido a mi Padre, y de hoy en adelante le conoceréis, y le habéis visto. Dícele Felipe: Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta. Jesús le responde: Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, quien me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14,6). Mi Padre habita en luz inaccesible (1 Tm 6,16). Y Dios es espíritu, y a Dios nadie le ha visto nunca (Jn 1,18; 4,24). Porque Dios es espíritu, por lo mismo no puede ser visto si no es en espíritu, ya que el espíritu es el que vivifica, mas la carne nada aprovecha (Jn 6,63). Pero ni el Hijo, en lo que es igual al Padre, es visto por alguno de distinto modo que el Padre o el Espíritu Santo. De donde todos aquellos que vieron al Señor Jesucristo según la humanidad y no vieron ni creyeron según el espíritu y la divinidad que Él era el verdadero Hijo de Dios, son condenados. Así también ahora todos los que ven el Sacramento que se consagra sobre el altar con las palabras del Señor, por las manos del sacerdote, en forma de pan y vino, y no ven y no creen según el espíritu y la divinidad que es verdaderamente el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, también son condenados, como lo atestigua el mismo Altísimo, que dice: Este es mi cuerpo y la sangre del Nuevo Testamento (Mc 14, 22-24), y quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna (SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos espirituales: Palabras de exhortación,I).

47. Aprecio de san Francisco por todas las religiones .

Cierto día preguntó un religioso a san Francisco por qué recogía con idéntico cuidado los escritos de los paganos donde no estaba escrito el sacrosanto nombre del Señor, a lo que respondió: Hijo mío, porque en ellos se contienen las letras con las cuales se forma el venerando nombre de Dios. Lo bueno que en ellos hay no pertenece a los paganos ni a algún hombre en particular, sino sólo a Dios, de quien procede todo bien (SAN FRANCISCO, en CELANO, TV. Vida de san Francisco de Asís, Vida primera, I, XXIX, 82). 




EUCARISTÍA

La Eucaristía es el gran invento de Jesús, la prueba de que nos ha amado hasta el extremo, Él que murió por nosotros. Su muerte ha sido nuestra vida; su resurrección, nuestra resurrección.

La celebración de la Sagrada Eucaristía es el memorial del amor de Cristo, de la Redención que realizó por nosotros. Celebrando la Eucaristía celebramos nuestra salvación, ¡gracias a la Eucaristía tenemos al Señor con nosotros y alcanzaremos la eterna salvación!...

La Sagrada Eucaristía es fruto del ingenio amoroso de Dios para con nosotros. Un sacramento que fue preparado desde la antigüedad: prefigurado en los panes ácimos que comieron los israelitas en Egipto, el maná del desierto y los panes del Arca de la Alianza (cf. Ex 13, 3-10; 16, 14-15; 25,30).

Y el Señor Jesús, queriendo preparar los ánimos de los discípulos para cuando instituyera la Eucaristía, multiplicó los panes y los peces en dos ocasiones (cf. Mt 14, 13-21; 15, 32-39) y la institución de la Eucaristía, dijo: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna (Jn 6,54). Cosa que realizó en la noche del Jueves Santo: el pan lo transformó en su Cuerpo y el vino en su Sangre. Luego, dijo a los discípulos: Haced esto en memoria de mía (Lc 22,19).

Pues Francisco, al igual que todos los santos de todos los tiempos en la Iglesia de Dios, fue un enamorado de la Eucaristía. Vivió la pobreza hasta el extremo, pues con ella se desposó a fin de identificarse lo más perfectamente posible con el Señor Jesús, pobre y obediente. Y todo cuanto recibía en limosnas y donativos lo entregaba para ayudar a los pobres y curar a los enfermos. Sin embargo, consciente de que el Señor se hace presente en la celebración eucarística, y que permanece con nosotros como compañero de camino en el Sagrario, el Pobrecillo de Asís no escatimó nada para que cuanto guardara relación con el Señor en la Eucaristía fuera digno y valioso. Consideraba que el Señor lo merece, y que  nosotros no podemos ofrecerle cualquier cosa. Sin duda alguna, obsequiar al Señor en la Eucaristía, tratarlo delicadamente, para él era una muestra inequívoca de fe y de amor. De ahí que diera indicaciones tan precisas a sus frailes y monjas de cómo deberían tratar al Señor, y procurar que todo aquello que se refiere al culto divino fuera noble y digno de Aquel que nos amó tanto, hasta el extremo (Jn 13,1). Mostró especial amor y devoción por la Sangre de Cristo. 

Clara de Asís fue otra mujer enamorada de la Eucaristía. Siguiendo las precisas indicaciones de san Francisco, dedicó muchos trabajos y esfuerzos a cuidar la Eucaristía, rodeándola de amor y de cariño (manteles, corporales…)- Muchas horas en adoración, callada y silenciosa, pasó junto al divino Tabernáculo. Como amara tanto al Señor escondido en las especies eucarísticas, cuando fue preciso, Jesús Sacramentado salió en defensa de sus esposas (las vírgenes consagradas en San Damián), encerradas en el convento, expulsando a los ¡nvasores sarracenos. Desde entonces, a santa Clara se la representa con la custodia en mano y los enemigos de Cristo huyendo despavoridos.

50. Recibirla en gracia

Contritos y confesados, reciban el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo, con gran humildad y veneración, recordando lo que dice el mismo Señor: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna (Jn 6,54). Y esto haced en memoria de mí (Le 22,19) (SAN FRANCISCO: Opúsculos: Primera Regla de los Frailes Menores, XX).

51. Amor a la Eucaristía, y a todo lo relacionado con el culto

Os ruego con el máximo interés que, cuando os pareciere conveniente, supliquéis humildemente a los clérigos, que veneren sobre todas las cosas el santísimo cuerpo y sangre de Muestro Señor Jesucristo y los santos nombres y palabras suyas escritas que santifican el cuerpo. Decidles que es deber suyo tener limpios y preciosos los cálices, los corporales,  los ornamentos del altar y todas las cosas que pertenecen al Sacrificio. Y si en algún lugar se hallare pobrísimamente colocado el santísimo Cuerpo del Señor, sea colocado en lugar precioso, según ordena la Iglesia, y con grande veneración y discreción lo lleven y administren a los demás. Dondequiera que hallaren en lugares inmundos los nombres del Señor y sus palabras escritas, deben recogerlos y colocarlos en lugar honesto (SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos espirituales: Cartas, A todos los Custodios).

52. Causa de nuestra salvación

Estemos firmemente convencidos de que nadie puede salvarse sino mediante la sangre de Nuestro Señor Jesucristo (SAN FRANCISCO: Avisos espirituales: Letras que envió a todos los fieles).

53. La Eucaristía les protegerá, y a la ciudad de Asís

Mandó que trajesen ante ella un cofrecito donde se guardaba santísimo Sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Y, postrándose en tierra en oración, rogó con lágrimas diciendo, entre otras, estas palabras: “Señor, guarda Tú a estas siervas tuyas, pues yo no las puedo guardar”. Entonces la testigo oyó una voz de maravillosa suavidad, que decía: “¡Yo te defenderé siempre!” Entonces la dicha madonna rogó también por ciudad, diciendo: “Señor, plázcate defender también a esta ciudad”. Y aquella misma voz sonó y dijo: “La ciudad sufrirá muchos peligros, pero será protegida”. Y entonces la dicha madonna se volvió a las hermanas y les dijo: “No temáis, porque yo soy fiadora de que no sufriréis mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los mandamientos de Dios”. Y entonces los sarracenos se marcharon sin causar mal ni daña alguno (SANTA CLARA: Documentos biográficos y parabiográficos: Proceso de canonización, novena testigo, n. 2).





HUMILDAD

La humildad, ¿quién es humilde?... Nadie de cuantos nos hallamos en este mundo somos verdaderamente humildes. Todos estamos heridos por el pecado original, que habiendo sido borrado en nosotros por el Bautismo, ha dejado una huella, una tendencia al mal, que permanece en nosotros. Y así pecamos una y otra vez…

Todos somos soberbios. Para ser verdaderamente humildes, hemos de esperar la muerte. Cuando muramos esa fuerza, la concupiscencia, la soberbia, morirá en nosotros. Y cuando llegue el día del juicio universal, y el Señor nos llame de nuevo a la vida, entonces nos otorgará un nuevo ser, en plena y perfecta unidad con Dios y con nosotros, de forma que entonces habrá desaparecido todo resto de soberbia y de orgullo. Pero mientras tanto, habremos de luchar por vencer, y vencernos…

En orden a aprender a ser humildes, lo que hemos de hacer es contemplar la vida del Señor Jesús. Él, siendo Dios, descendió de los cielos por amor y obediencia al Padre eterno. Bajó para salvarnos, muriendo en la Cruz por nosotros. Así, al subir al madero en lo alto del Calvario, el Señor canceló nuestros pecados y nos alcanzó la gracia de la filiación divina. Pero, para ello, hubo de abajarse, anonadarse (cf. Flp 2, 68).

Por eso, nosotros siempre hemos de estar aprendiendo de Él. Si contemplamos su vida, a lo largo de los Evangelios, quedaremos fuertemente admirados de cómo nos amó, de su paciencia y comprensión para con nuestras debilidades, de su abnegación y renuncia de Sí mismo… Además, realizó tantas maravillas, obró tantos prodigios a favor de la gente, especialmente de los más pobres y necesitados. Y sus palabras fueron tan santas, El tan amable, tan dulce, ¡tan digno de ser amado!... Sin embargo, pese a todo, le pagamos clavándolo en la Cruz.

Pero Él nos comprende, nos ama y perdona. Por eso, antes de morir, dijo: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23,34). Y luego, nos dio -como en testamento vital- lo que más quería, lo único que tenía en la tierra: su madre Santísima. Hablando desde la Cruz, le dijo pensando en Juan (en él todos estábamos presentes): Mujer, ahí tienes a tu Hijo (Jn 19,26).

Verdaderamente, el Señor pasó por este mundo haciendo el bien, ¡tanto bien!... ¡Y nosotros le pagamos con males!... ¡Pero Él no cesa de amarnos, de perdonarnos; siempre espera en nosotros, siempre tiene paciencia con nuestras debilidades y miserias!...

¡Qué admirable es Jesús! ¡Él es el Santo de los santos!, el Hijo de Dios hecho Hombre para santificarnos y salvarnos. Él –con infinita paciencia y amabilísima dulzura- nos dice: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,28).

Sí, de Jesús hemos de aprender a ser humildes. También de María Santísima, su Madre. Ella, siendo toda santa, llena de gracia (Le 1,28), no se ensoberbeció, no se llenó de vano orgullo cuando recibió la visita del arcángel san Gabriel, como si se considerara importante, o notable… Ella, con suma sencillez escuchó el mensaje celestial, y sin pedir explicaciones de ningún tipo, creyó, se fió de Dios y se entregó a sus planes de amor. Sus palabras son tan sencillas, tan llena de luz y claridad: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Le 1,38). Y, luego, cuando fue al encuentro de su pariente Isabel, a fin de ayudarla, María no se infla, no se llena de sí misma, de autosatisfacción por el milagro obrado (pues es Madre del Hijo de Dios, y Virgen),  tan sólo se limita a alabar a Dios, a glorificarlo por su inmensa grandeza y bondad, por las maravillas que ha obrado en su sierva, la más pequeña de las hijas de Sión. Estas fueron sus palabras:  Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava (Lc 1, 47-48). Dice: en la humildad, esto es: “en la pequeñez, en mi nada”…

Sí, debemos aprender a ser humildes de Jesús y de María. ¡Cuán humilde el Señor, que siendo Señor de cielos y tierra, quiso nacer humilde y pobre en Belén! Y pasar por tantas privaciones, sufrimientos y afrentas. Y ser entregado a la muerte, a muerte tan vil y cruel, rodeado de criminales en el Calvario; tan ultrajado y afrentado… ¡Y qué grande su humildad en la Eucaristía!... Se pone a nuestro alcance, para que lo comamos y lo bebamos, para que podamos hacer con Él como queramos… ¿Cómo le amaremos?..

Estas consideraciones –o parecidas- fueron, sin duda, las que estarían presentes en Francisco y en Clara de Asís. Esto lo que les movería a amar con todas sus fuerzas a Dios, y a despojarse de sí mismos, para ser humildes. Ambos comprendieron que sólo así podrían agradar a Dios, y propiciar que Él realizara sus maravillas en sus almas.  Francisco es el Pobrecillo de Dios, tan sencillo, y lleno de candor, de ingenuidad evangélica, que eso le confiere un aire tan popular, tan amable y atractivo… Y Clara lo mismo: ¡siempre fue tan transparente, tan clara para Dios!, ¡tan dispuesta a recibir sus gracias y a corresponder con plena docilidad!...

Por esto mismo, Francisco aconsejaba a sus religiosos que evitaran todo aquello que fuera destacar o sobresalir, que no se dejaran llevar por pensamientos vanos… Pero él no se contentaba con aconsejar: vivía la humildad, se humillaba y auto-despreciaba. Lo hacía por convencimiento, sin caer en una humildad fácil y aparente. Seguro de lo que decía, Francisco afirmaba ser el mayor pecador del mundo. Por esto mismo, nada de cuanto había hecho en el servicio de Dios y de su Iglesia santa, le parecía notable o digno de ser considerado. Decía que había que comenzar ahora: a servir a Dios, porque hasta el presente poco o nada hemos adelantado.

Como Francisco fuera alabado por el pueblo, y todos lo ensalzaran por su vida santa, él confesaba humildemente ser un pecador, y que si Dios le protegía podría caer en eterna desgracia. Pero, precisamente por ser humilde, Francisco todos sus dones y virtudes los atribuía a Dios; a su servicio los ponía con la total capacidad de su entrega, consciente de que todos los bienes proceden de Él, y que sin Él nada podría.

Por esto mismo, por su misma humildad, no quiso que sus religiosos alcanzaran las dignidades eclesiásticas, pues debían ser simplemente frailes menores, pues así es como mejor servirían a la Iglesia, al tiempo que se verían libres de tantos y tantos peligros… Además de esto, Francisco sabía encajar las humillaciones de sus superiores jerárquicos: los amaba y obedecía.

Encontraba algo encontraba contento, era en el desprecio y en la humillación, en el oprobio, y en sufrir por Cristo, ¡como Él!...

56. Soberbia de Adán, su pecado: pena y castigo

Dijo el Señor a Adán: Come de todo árbol del paraíso, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas (Gen 2, 16-17). Adán podía comer, por lo tanto, de todos los árboles del paraíso, y mientras no se alejó de la obediencia, no pecó. Ahora bien: come del árbol de la ciencia del bien y del mal el que se apropia su voluntad y se engríe de los bienes que el Señor le dio y obra en él. De este modo, por sugestión del diablo y trasgresión del mandamiento, se le convierten aquellos dones celestiales en manzana de la ciencia del mal. Y, por lo mismo, conviene que sufra la pena y castigo (SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos espirituales: Palabras de exhortación, II).

57. No pretender destacar: sumisión

Nunca debemos desear sobresalir entre los otros; al contrario, procuremos con empeño ser siervos y estar sujetos a toda criatura humana por amor de Dios (SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos espirituales: Letras que envió a todos los fieles).

58. Humildad de Francisco

En los primeros tiempos de la Orden estaba una vez San Francisco con fray León en un lugar donde no tenían libro para rezar el Oficio divino y cuando llegó la hora de maitines dijo San Francisco a fray León:

Carísimo, no tenemos breviario para rezar maitines; mas a fin de emplear el tiempo en alabar a Dios, hablaré yo y tú me responderás lo que yo te enseñe; pero guárdate de decir otras palabras que las que yo fe dicte. Yo diré así: “¡Oh fray Francisco, tú has hecho tantos males y pecados en el mundo, que eres digno del infierno!” Y tú, fray León, responderás: “Verdaderamente que mereces estar en lo más profundo del infierno” (SAN FRANCISCO: Las Florecillas, I, VIII).

59. Ejemplo de humildad

San Francisco con gran fervor de espíritu, se dirigió a fray Maseo y le dijo:

-¿Quieres saber de dónde a mí?, ¿quieres saber de dónde a mí?, ¿quieres saber de dónde a mí que todo el mundo me sigue? Pues esto me viene de los ojos del altísimo Dios, que en todas partes contemplan a buenos y a malos; porque aquellos ojos santísimos no han visto entre los pecadores ninguno más vil, ni más inútil, ni más grande pecador que yo; y no habiendo encontrado sobre la tierra criatura más vil para la obra maravillosa que se propone hacer, me escogió a mí, para confundir la nobleza, y la grandeza, y la belleza, y la fortaleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que se conozca que toda virtud y todo bien procede de Él, y no de la criatura, y ninguno pueda gloriarse en su presencia, sino que quien se gloría se gloríe en el Señor, al cual sea toda la honra y la gloria por siempre (Ibi., I, IX).

60. En el servicio de Dios

San Francisco exclamaba: Comencemos, hermanos, a servir a Dios, porque hasta el presente poco o nada hemos adelantado (SAN FRANCISCO, en CELANO, T.: Vida de san Francisco de Asís, Vida primera, II, VI, 103).

61. Opinión de san Francisco sobre sí mismo

Preguntó aquel religioso al bienaventurado Francisco: “Padre, ¿qué opinión tienes de ti mismo?” A lo que respondió: Yo me creo el mayor de los pecadores, porque si a otro cualquiera malvado Dios le hubiera concedido tanta misericordia como a mí, sería doblemente más espiritual que yo (SAN FRANCISCO, en CELANO, T: Vida de san Francisco de Asís, Vida segunda, II, XI, LXXXVI, 123).

62. Humildad de san Francisco en la Iglesia

Una vez, al llegar San Francisco a la ciudad de Imola, ciudad de la Romagna, se presentó al Obispo del lugar y le pidió licencia para predicar allí. A lo que objetó el Obispo: “Basta, hermano, que predique yo a mi pueblo”. Inclinó la cabeza San Francisco y con resignación salió fuera. Transcurrida una hora escasa, entró de nuevo. Preguntó el Obispo: “¿Qué quieres, hermano? ¿Qué solicitas esta vez?”. Y San Francisco contestó: Señor, si el padre cierra una puerta a su hijo, éste debe entrar por la otra. Vencido el Obispo por tanta humildad, con rostro alegre le abrazó y le dijo: “Tú y todos tus religiosos en adelante podréis predicar con mi general aprobación en te podréis predicar con mi general aprobación en todo mi obispado, porque la heroica humildad merece esta recompensa” (Ibi., II, XV, CVIII, 147).

63. Dónde está la verdadera grandeza del hombre

Acostumbraba también repetir frecuentemente estas palabras: Lo que es el hombre delante de Dios, tanto es y nada más (SAN FRANCISCO, en SAN BUENAVENTURA: Leyenda de san Francisco de Asís, VI, 1).

64. Francisco confiaba sólo en Dios, no en sí mismo

Cuantas veces se veía ensalzado por el pueblo, exclamaba: Todavía estoy en peligro de poder mudar de estado; no queráis, pues, alabarme como seguro (Ibi., VI, 3).

65. Francisco se despreciaba a sí mismo

Hablando consigo mismo, decía: Francisco, si el Señor hubiera conferido al más desalmado ladrón los dones que has recibido, sabría agradecerlos y correspondería mucho mejor que tú (Ibi., VI, 3).

66. Servir a Dios con humildad y fidelidad

En el trato familiar con sus religiosos, san Francisco se expresaba así: Nadie debe neciamente gloriarse de no caer en todas aquellas culpas en que puede incurrir un pecador. El pecador puede ayunar, hacer oración, llorar sus propias culpas y castigar con maceraciones las rebeldías de la propia carne. Una so/a cosa no puede hacer, y es la de ser fiel a su Señor. Sólo, pues, nos debemos gloriar en tributar al Señor el honor que se merece y en devolverle, sirviéndole con fidelidad, todos los bienes que nos ha concedido (Ibi, VI, 3).

67. Humildad de los religiosos franciscanos

Un día hablaba el siervo de Dios con el Cardenal Obispo Ostiense, protector y principal propagador de la Orden de Frailes Menores, que más tarde, según la profecía del Santo, llegó a ser Pontífice Romano con el nombre de Gregorio IX. Le preguntó éste si deseaba que sus religiosos fuesen promovidos a las dignidades eclesiásticas, y Francisco le respondió:  Señor, precisamente mis frailes se llaman Menores para que nunca presuman elevarse a cosas mayores. Si queréis, pues, que hagan fruto abundante en la Iglesia de Dios, dejadlos y conservadlos en el estado de su propia vocación, y no permitáis en modo alguno que sean promovidos a las honrosas prelacías de la Iglesia (Ibi., VI, 5).

68. Humildad de san Francisco

Respondió el humilde siervo de Cristo: Júzgome, hermano mío, y me tengo como el más grande de los pecadores (Ibi., VI, 6).

69. Humildad y agradecimiento de san Francisco

Añadió Francisco: Si Cristo Nuestro Señor se hubiera mostrado tan misericordioso con el hombre “° lo ha hecho conmigo, tengo por muy cierto que le sería mucho más agradecido (Ibi., VI, 6).

71. Francisco atribuía a Dios cuanto de bueno tenía

Francisco, cuando era alabado y tenido por santo, respondía a tales afirmaciones: Aún no estoy seguro de llegar a tener hijos e hijas; pues en cualquier momento en que el Señor me privase de la divina gracia que me ha concedido, ¿qué restaría en mí sino sólo el cuerno y el alma, cosas que también tienen los gentiles? Más aún: creo firmemente que si el Señor se dignase conceder a un hombre infiel, o a un desalmado ladrón, los muchos bienes espirituales que me concedió a mí, le corresponderían mucho más perfectamente que yo. Pues de igual modo que en una pintura de Dios o de la Virgen, trazada sobre un cuadro, se les venera y honra, sin que la pintura o el cuadro puedan atribuirse nada a sí mismos, así también el siervo de Dios viene a ser como una pintura o un cuadro, en el cual y por el cual es alabado el mismo Dios, a causa de sus divinos beneficios, sin que el siervo deba atribuirse nada a sí mismo. Porque, comparado con Dios, es menos que un cuadro o una pintura, o, mejor, es pura nada. A sólo Dios se debe dar el honor y la gloria, y a uno mismo la confusión e ignominia, mientras vive envuelto en las miserias de este mundo (SAN FRANCISCO, en Espejo de perfección, IV, XLVI).

72. Humildad en los desprecios

Se aproximaba una vez la celebración del Capítulo general, y el seráfico Padre dijo a su compañero: No me parece ser fraile Menor si no me encuentro en el estado que te voy a decir. He aquí que los religiosos, con gran consideración y respeto, me invitan al Capítulo al observar el interés que muestran, voy con ellos. Y todos reunidos, de común acuerdo, me convidan a que les predique y les anuncie la palabra de Dios. Acepto la invitación, y, levantándome, les predico en la forma que me inspirare el ido discurso, todos, disgustados, hablan contra mí y dicen: “No queremos que seas nuestro superior, pues no eres tan instruido como conviene; al contrario, eres demasiado simple e idiota; por lo cual nos avergonzamos de que sea nuestro Prelado un hombre tan rudo y despreciable. ¡No presumas, pues, llamarte nuestro superior!” De este modo me arrojan de sí, con desprecio lleno de vituperio. No creería yo ser verdadero fraile Menor si no me sintiese tan contento y alegre cuando de este modo me desprecian y desechan para que no sea Prelado, como cuando me Henan de estimación y de honra, siempre que en uno y otro caso resulte para ellos la misma utilidad temporal. Pues si me alegro por su piedad y provecho cuando me ensalzan y honran, con algún detrimento de mi alma, mucho más me debo alegrar y regocijar de la salud y provecho espiritual de mi alma cuando me desprecian, con evidente ganancia para el espíritu (Ibi., IV, LXIV).

73. Evitar todo lo que sea contrario

Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, preocupación y solicitud de este mundo, difamación y murmuración, disensión y división. Por el contrario, muéstrense siempre celosas por mantener entre todas la unidad del mutuo amor, que es vínculo de perfección (SANTA CLARA: Regla propia de santa Clara, X, 26).

74. Humildad en la persecución

No se preocupen de hacer estudios las que no los hayan hecho. Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación, orar continuamente al Señor con un corazón puro, y tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a los que nos persiguen y reprenden y acusan, porque dice el Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Y el que perseverare hasta el fin, éste será salvo (Ibi., X, 26).



ORACIÓN

La oración es la “piedra de toque” en la vida cristiana. Quien pretenda ser cristiano, vivir como Cristo Jesús, ha de ser hombre, mujer, de oración. En la vida del Señor Jesús no hay nada que fuera hecho sin orar. ¡Y eso que Él es el Hijo de Dios Encarnado, viviendo siempre unido al Padre y al Espíritu Santo!... Pero, si quiso orar, si tan generosamente se entregó a la oración es porque como Hombre debía orar. Más, para darnos ejemplo de vida, de modo que pudiéramos aprender de Él, Maestro de nuestras almas.

De la vida oculta del Señor, primero en su niñez en Egipto y, luego, en Nazaret, hasta emprender la vida apostólica, poco sabemos. Como es natural, Jesús viviría como los niños y los jóvenes de su tiempo: jugando, tratando con los amigos, leyendo y estudiando, gozando del amor de los padres, iniciándose en los primeros conocimientos y experiencias de la vida… Así hasta el momento, como a todos nos ha llegado, en que la edad y las primeras responsabilidades, te van situando, encauzándote, como sin darte cuenta… Todo con la máxima naturalidad y espontaneidad. Pero, claro está, Jesús en su Sabiduría divina y en su experiencia humana –tan rica, y tan llena del Espíritu de Dios-, a buen seguro, que sería consciente de toda esa evolución, de la meta hacia la que todo apuntaba… Esto es, la Redención de los hombres.

Por eso, no está de más contemplar a Jesús Niño en Nazaret orando con fervor las primeras oraciones que ya aprendiera durante el exilio vivido en Egipto. Además iría profundizando en todo ello, aprendiendo en cuanto Hombre más y más cosas, sabiendo de la historia sagrada, de las diversas etapas de la salvación de Dios. María, Trono de la Sabiduría, como buena y experta Maestra en las cosas de Dios fue su guía y ejemplo. Y con ella, san José, su esposo, varón justo (Mt 1,19).

Así transcurriría su vida sencilla y ordinaria en Nazaret. Entre el trabajo artesanal, ayudando en las labores del hogar, quizá trabajando la tierra en algún aprendizaje en la sinagoga del pueblo… Sin olvidar –claro está- los buenos ratos pasados con los amigos en franca camaradería, y las conversaciones serias y alegres, profundas y graves con los mayores del pueblo.

Luego, una vez lanzado a la aventura apostólica, el Señor, nada más despedirse de su Madre y alejarse de la casa, fue al encuentro del Bautista, para – confundido entre los pecadores- recibir el bautismo. Y, como Jesús, ya desde el primer momento quisiera testimoniarnos Quién es Él, nada más ser bautizado, se abrieron los cielos, y se oyó una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco (Mt 3,17). Y el Espíritu Santo vino sobre Él, ungiéndolo, a fin de darlo a conocer como el Mesías prometido, el Salvador del mundo.

Lleno del Espíritu en cuanto Hombre, pues en cuanto Hijo de Dios siempre estuvo en íntima unión con el Paráclito, el Señor se retiró al desierto. Allí, durante cuarenta días, se entregó generosamente al trato con Dios por medio de la oración y de la penitencia (cf. Mt 4, 1-11), a fin de implorar gracia abundante para la predicación evangélica que pronto iba a comenzar, en orden a la salvación de los hombres.
Una vez cumplió cuanto el Padre esperaba de Él, habiendo vencido al demonio, vino al encuentro de los primeros hombres, de aquellos que habrían de ser sus discípulos. Poco a poco se fue formando el grupo apostólico. Los apóstoles, su elección, fue fruto del amor del Señor, de su oración. Y todo cuanto hizo fue precedido de oración: los milagros, su predicación, el sermón de la montaña, su entrega a la muerte en Getsemaní… En efecto, nada hay en la vida de Jesús que no fuera precedida de oración.

Como tan buen orante fuera Jesús, enseñó a sus discípulos cómo habrían de orar, evitando la hipocresía y la vanidad, como pretendiendo ser admirados por la gente, como hacían los escribas y fariseos. Ellos no, ellos debían a Dios en lo oculto, calladamente, buscando la intimidad con Dios, sin otra pretensión que agradarle… Y, como son hijos, debían tratar a Dios como Padre. De ahí que, movidos por la admiración y el interés, como los apóstoles le preguntaran cómo habrían de orar, Jesús les enseñó diciendo: Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en los cielos… (Mt 6, 9-13). Además deberían orar llenos de confianza, sabiendo que Dios es Padre providente, que cuida de sus hijos pues los ama (cf. Mt 6, 25-34).

Además deberían orar seguros de alcanzar lo que pidieran. Lo alcanzarían si oraran con fe y movidos por el amor a Dios. Por eso, el Señor les dijo: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá (Mt 7, 7-8). Pues Dios es mejor que el más bueno de los padres, pues nadie da nada malo a su hijo, y eso siendo malos como sois los humanos (cf. Mt 7, 9-11),… dijo el Señor, invitando a la fe y a la confianza en Dios. Vuestro Padre-vino a decir el Señor- es mucho mejor que aquel señor que atendió a media noche a un amigo inoportuno: no lo hizo porque lo amara, sino por evitarse el incordio que le producía llamando con tanta insistencia (cf. Le 11, 5-7). ¡Dios es mucho mejor que el juez inicuo: terminó haciendo justicia a la viuda que le molestaba, no por amor a ella ni a la justicia, sino por quitarse de encima tanto incomodo! (cf. Lc 18, 1-8).  

Pues así, con espíritu de fe oró Francisco a Dios. ¡Bien sabía él que todos los dones y todas las gracias están en la mano de Dios! Y que Él los otorga a los hombres, conforme al beneplácito de su bondad y de su misericordia. Pero, en orden a alcanzarlos, la oración es el camino a seguir: orando el alma se hace grata a Dios, y Él bendice otorgando sus dones.

Francisco era un hombre que siempre hacía oración. Un verdadero contemplativo. Oraba en la soledad del desierto, en el yermo. Y oraba en lo alto del monte, o entre las hendiduras de las rocas o en el interior de las cuevas. Francisco oraba cuando pedía limosna, y cuando iba de camino para visitar pueblos y ciudades a fin de predicar el Evangelio de Jesucristo. También oraba en el interior de su celda, o recogido en oración, compartiendo la vida amigable y fraternalmente con sus frailes, siempre tratando de Dios, de las vicisitudes apostólicas, de la tarea a realizar, del amor y servicio a la Iglesia, de las almas conquistadas para Cristo…

Francisco oraba a Dios de diversos modos. En primer lugar, llorando sus pecados y los del mundo entero, para alcanzar el perdón de Dios, para sí y para todas las almas. Oraba para dar gracias, y enaltecer la bondad y misericordia infinita de Dios, que se entrega y bendice sin medida. Oraba para rogar al Altísimo que los pecadores e incrédulos se convirtieran, para que abrieran sus corazones al influjo vivificante de la gracia, que nos otorga ya, de un modo anticipado, la vida divina y la gloria del cielo. Oraba a favor de la paz entre las naciones y los pueblos, para que las ciudades que se batían en cruentísima lucha y los pueblos que vivían enemistados se reconciliaran contando con el amor de Dios, que trae paz y solaz a los corazones. Francisco alababa y glorificaba a Dios por tantas maravillas obradas por Él, por los portentos de amor y de gracia que nos dio en Cristo y el Espíritu Santo, por su Iglesia, nueva arca de la salvación, que nos santifica y nos conduce al puerto de la vida eterna. ¡Francisco oraba porque amaba, y porque deseaba amar más, “amar sin medida”, como él mismo fue amado por el Amor!...

Con toda verdad, podemos decir que la vida de san Francisco fue un continuo cántico de amor, de alabanza y de glorificación a Dios. ¡Y es que Francisco sabía descubrir a Dios en todo!... Lo encontraba en la palabra escrita, en su Iglesia santa, en la vida de tantos hombres y mujeres entregados a Dios –verdaderamente santos y apostólicos-, en los pobres y necesitados, en los árboles del bosque, en los peces del mar y el murmullo del arroyo… ¡Todo le llevaba a Dios!...

Y como maestro de oración, Francisco enseñó a los suyos a adorar a Dios, a darle gracias, alabarle v bendecirle, a pedir perdón, consciente de la gravedad del pecado y de su malicia, del mal que supone en la vida del hombre. Francisco nos enseñó a amar las Sagradas Escrituras, especialmente los Santos Evangelios. Y fue un enamorado de la Cruz, mejor: ¡del Crucificado! ¡Y de la Eucaristía! ¡Y del sacramento del perdón!... Además, nos enseñó a tratar a Dios  como hacía él mismo: con la sencillez y humildad de os pequeños, con su confianza y espontaneidad… ¡Cuánto le gustaba llamar a Dios Padre, e invocarlo con la oración de los hijos, la misma que nos enseñó Jesús, el Padrenuestro*…. Para Francisco, lo mías importante de cada día, era orar, estar con su Padre Dios, tratar a Jesucristo, el amor de su vida, invocar al Espíritu Santo, a quien tanto necesitaba para ser santo. Y, cómo no, tratar a la Santísima Virgen María, Madre de su Señor y Madre de su alma, por cuyas manos pasaban todas las gracias que Dios le concedía.

Este mismo fue el criterio seguido por santa Clara, y que con tanto esmero inculcó en las religiosas: lo primero de cada día es el trato con el Señor; luego, todo lo demás. La vida de oración merece todos sus cuidados y desvelos, pues gracias a ella es como podrán ser buenas esposas de Cristo, y alcanzar la divina unión. El trabajo, las actividades a desarrollar durante el día, no deben ser excusa para dejar la oración, sino motivo para cuidarla con más delicadeza, pues el alma que descuida la oración comienza a alejarse de Dios, pudiendo perderse, sin que podamos entrever cuál pueda ser su suerte fatal.

105. Oración intensa de san Francisco

San Francisco, creyendo que Bernardo dormía verdaderamente, dejó la cama al primer sueño y se puso en oración levantando los ojos y las manos al cielo y diciendo con grandísima devoción y fervor; ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y así estuvo hasta la mañana, llorando a lágrima viva y repitiendo siempre: ¡Dios mío!, sin añadir más. Y esto lo decía San Francisco contemplando y admirando la excelencia de la Divina Majestad (SAN ICISCO: Las Florecillas, I, I).

106. Oración que aconsejó san Francisco

Como le pedían insistentemente que les enseñase a orar, san Francisco les dijo: Cuando quisiereis orar, decid: “Padre nuestro”; y también diréis:  “Adorémoste, Cristo, en todas tus iglesias esparcidas por el mundo y te bendecimos, pues por tu santísima cruz redimiste al mundo” (SAN FRANCISCO, en SAN BUENAVENTURA: Leyenda de san Francisco de Asís, IV, 3).

107. Humildad en la oración y acción de gracias

Frecuentemente solía hablar con sus más íntimos familiares y les decía: Cuando el siervo del Señor, entregado a la oración, es visitado por el mismo Señor, debe decirle: “Dios mío, desde lo alto del cielo os habéis dignado enviar este consuelo a mí, indigno y pobre pecador; y yo lo confío a vuestros amorosos cuidados, pues de lo contrarío me consideraría ser ladrón de vuestros divinos tesoros”. Y cuándo termina su oración, de tal modo se debe reputar pobre y pecador, cual si ninguna nueva gracia hubiera recibido (Ibi, X, 4).

108. Cuidar la vida de oración, alimento del alma

Sucedió en cierta ocasión que llovía copiosamente y el Santo iba a caballo, obligado, como se ha dicho, por la enfermedad y necesidad. Empapado en agua, se apeó de la cabalgadura para cumplir con el rezo; y, a pesar de continuar lloviendo sobre él mientras estuvo en el camino, rezó con tanto fervor, devoción y reverencia, cual si estuviese recogido en la iglesia o en la celda. Terminado el rezo, dijo a su compañero: Hermano mío, si el cuerpo quiere tomar tranquila y reposadamente el manjar que le sustenta, y que junto con el mismo cuerpo se ha de convertir en pasto de gusanos, ¿con cuánta más quietud y tranquilidad, con cuánta mayor devoción y reverencia debe el alma tomar su propio alimento, que no es otro sino el mismo Dios? (SAN FRANCISCO, en Espejo de perfección, VIII, XCIV).

109. Es lo principal: todo debe ordenarse a ella

Todas las hermanas, en las horas y lugares señalados, tal como está ordenado, ocúpense en labores útiles y honestas, pero con esta precaución: que, excluida la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al que deben servir todas las demás cosas temporales; y a cuyo servicio debe consagrarse totalmente la esposa de Cristo, para gozar en ella de los coloquios y consolaciones de su Esposo (SANTA CLARA: Regla de las hermanas menores encerradas, n. 3).

110. El trabajo al servicio de la oración

Aquellas hermanas a quienes el Señor ha dado la gracia del trabajo, después de la hora de tercia, ocúpense fiel y devotamente en un trabajo honesto y de común utilidad, de tal forma que, evitando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales (SANTA CLARA: Regla propia de santa Clara, VI, 19).





PUREZA

En orden a vivir la vida evangélica, el Señor Jesús mostró a los suyos la importancia de la humildad y sencillez de vida. En esta misma línea se comprende la pureza, por la que los humanos vienen a ser como criaturas nuevas en Dios, volviendo a los orígenes de la Creación. En ella se muestra la potencia de la gracia de Dios, el poder de su amor, y de este modo se testimonia la vida futura que los bienaventurados tendrán en el Reino de los cielos.

Jesús es el Hombre nuevo, el Hijo de Dios Encarnado virginalmente en las entrañas de Santa María. Es ungido y santificado por el Espíritu Santo. En Él se nos muestra el prototipo e ideal del hombre de todos los tiempos. Y en orden a que viviéramos su misma vida proclamó las bienaventuranzas. Entre otras cosas, el Redentor de los hombres dijo: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). De este modo, poniendo en ejercicio esta excelsa virtud, que tanto nos habla del cielo, los cristianos serán sal y luz de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), testimoniando en sus vidas la verdad de Dios y el esplendor y potencia de su amor.

El Señor mostró la grandeza y dignidad de la persona humana. Y enseñó la belleza que entraña la pureza, y cómo esta es una cualidad interior de la persona: No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre, sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre (Mt 15,11). Con estas palabras enseñó que todos los alimentos son puros, dignos de ser tomados. Y que si el hombre es impuro es por como sea su corazón, pues del mismo brotan las acciones, los pensamientos y deseos.

Y en orden a impulsar que en la Iglesia de Dios hubiera hombres y mujeres que se entregaran a Él con un amor total, sin dividir el corazón, para ser más libres y estar más disponibles en el servicio a sus hermanos, el Maestro dijo: Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismo por el Reino de los Cielos (Mt 19,12). Para abrazar así la virginidad, la pureza de vida, es preciso tener alma y corazón de niños. Jesús se complace en ellos y les bendice con el don de su amor (cf. Mt19, 13-15).

Francisco tomó buena cuenta de esto. Y así introdujo en la vida de cuantos le seguían en la entrega a Dios, y en el apostolado, la observancia de la continencia por amor al Reino de los cielos. Sus religiosos, y las religiosas clarisas, deberían vivir en la Iglesia la castidad evangélica, profesada en forma de voto. Vivirían así llenos del amor de Dios y con alegría, sabiéndose predilectos de Dios y llamados a alcanzar la plenitud del amor. Así no tendrán otros intereses que los de amar a Dios, para glorificarle y salvar almas. Viviendo en pureza y castidad anticipan ya la vida del cielo, y participan de sus bienes. Los religiosos están llamados a vivir el matrimonio espiritual, los desposorios místicos con el Esposo del alma, hasta alcanzar la unión del amor.

149. Tener corazón limpio

Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son de corazón limpio los que desprecian las cosas terrenas y buscan las celestiales, y no cesan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con alma y corazón (SAN FRANCISCO: Opúsculos, Avisos espirituales: Palabras de exhortación, XVI).

150. Grandeza: como María, portar a Cristo

La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal; de ese modo contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos, y posees con Él el bien más seguro, en comparación con las demás posesiones, tan pasajeras, de este mundo (SANTA CLARA: Carta III a la beata Inés de Praga, 1238, 4).





SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

Jesucristo, el Hijo de Dios Encarnado, vino al mundo para dar cumplimiento al querer del Padre, que decretó la obra de la Redención de los hombres. Él le obedeció en todo momento, entregándose a la muerte por nosotros. Por esto, la víspera de ser inmolado, durante la celebración de la Cena pascual, dijo a sus discípulos: Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados (Mt 26, 26-28).

En efecto, el Señor se entregó a la muerte para borrar nuestros pecados y cancelar nuestras culpas, y así reconciliarnos con el Padre, haciéndonos hijos suyos y herederos del Reino de los cielos.

Y como el hombre es pecador, y siempre tiende al mal, y peca, ya antes de entregar su vida en la Cruz, en rescate por nosotros, el Señor Jesús adelantó que instituiría un sacramento para perdonar los pecados. Así lo vino a significar cuando dijo a Pedro, tras confesar su Divinidad: A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos (Mt 16,19).

En orden a este fin, pues el Señor quiere perdonar los pecados de los hombres, por ser la causa que estorba e impide nuestra salvación, el Redentor a lo largo de su apostolado buscaba a los pecadores, como a la oveja perdida, que deseaba llevar nuevamente al encuentro de Dios. Así perdonó al paralítico (cf. Mt 9, 1-8), para mostrar que Dios ha dado a los hombres poder de perdonar los pecados. Y perdonó al publicano Leví, luego será el apóstol Mateo, diciendo: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Lc 5,32). Y perdonó a la mujer adúltera, diciéndole: Tus pecados quedan perdonados (Lc 7,48).

Y como Jesús muriera para perdonar nuestros pecados, para dar muestra fehaciente de ello, y de que ésta era su voluntad, antes de morir colgado en la Cruz, elevando los ojos al cielo, rogó por nosotros: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.  (Lc 23, 34). Así, empeñado el Redentor en perdonar los pecados de los hombres, de todos los hombres que habrían de venir a lo largo de la historia, cuando Él salió glorioso del sepulcro y antes de marchar a los cielos, dijo a sus amigos: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20, 22-23). De este modo, instituyó el sacramento de la Penitencia, también llamado Confesión, que había adelantado en sus encuentros con los pecadores y anunciado como promesa de vida a Pedro.

Persuadido de la importancia de este sacramento, y del querer divino, san Francisco escribió: Mis benditos frailes, así clérigos como legos, confiesen sus pecados a los sacerdotes de nuestra Orden, y si no pueden, confiésense a otros sacerdotes discretos y católicos, sabiendo firmemente y teniendo fe que, de cualquier sacerdote católico que recibieran penitencia y absolución, sin duda alguna serán libres de sus pecados, si con fe y humildad procuraren cumplir la penitencia que les fuere impuesta. Para Francisco era manifiesto que no tenía buen espíritu religioso aquel que no amara el sacramento ni se confesara frecuentemente. Para el Santo, ¡Dios bendecía y santificaba a los que acudieran al sacramento! Pero, debían hacerlo con rectitud interior, esto es, con sinceridad de corazón: despreciando los pecados cometidos y con el firme propósito de no volver a pecar.

160. Confesar los pecados al sacerdote: obtener el perdón

Mis benditos frailes, así clérigos como legos, confiesen sus pecados a los sacerdotes de nuestra Orden, y si no pueden, confiésense a otros sacerdotes discretos y católicos, sabiendo firmemente y teniendo fe que, de cualquier sacerdote católico que recibieran penitencia y absolución, sin duda alguna serán libres de sus pecados, si con fe y humildad procuraren cumplir la penitencia que les fuere impuesta. Mas si entonces no pudieren tener sacerdotes, confiésense con su hermano, como lo dice el apóstol Santiago: Confesad unos a otros vuestros pecados (St 5,16). Mas no dejen por eso de recurrir a los sacerdotes, porque a ellos sólo es dado el poder de desligar y absolver (SAN FRANCISCO: Opúsculos: trímera Regla de los Frailes Menores, XX).

161. Amor a la confesión: un religioso que no quería confesarse…

Era tenido por todos como un santo extraordinario. El bienaventurado Padre fue a aquel lugar, a ver hermano y oír al santo. Como todos los religiosos lo elogiaban y engrandecían, el santo Padre les replicó: Dejad, hermanos, y no queráis hacerme elogios de su diabólica hipocresía. Sabed que en realidad eso no es más que tentación demoníaca y torpe engaño. Estoy firmemente convencido y para mí es evidente, porque éste no quiere confesarse. Se escandalizaron con esto los religiosos, y en especial el Vicario del Santo, y mutuamente se preguntaban: “¿Cómo puede haber engaño en tanta multitud de señales y pruebas de perfección?” A lo que repuso Francisco: Aconsejadle que se confiese dos o aún una sola vez a la semana; si no quiere ejecutarlo, conoceréis que es verdad cuanto acabo de afirmaros. El Vicario llamó por separado a aquel religioso y, después de tratar familiarmente con él, añadió, para terminar, el consejo de la confesión. La rechazó aquél tenazmente, y puesto el dedo sobre la boca y cubierta la cabeza, significó que él en manera alguna se confesaría. Guardaron silencio los religiosos, temerosos del escándalo del falso santo. A los pocos días él mismo abandonó voluntariamente la Religión, se dirigió al siglo y tornó de nuevo al vómito. Después, duplicados los crímenes, se vio privado a la vez de la penitencia y de la vida. Se ha de huir la singularidad, la cual no es más que un hermoso precipicio. Ello lo experimentaron muchos que se singularizaban, puesto que se elevaban primero hasta las nubes, precipitándose luego hasta los abismos. Por eso recúrrase a la devota confesión, que no sólo hace los santos, sino que también los manifiesta (SAN FRANCISCO, en CELANO, T: Vida de san Francisco de Asís, Vida segunda, II, I, II, 28).

162. La práctica de la confesión trae las bendiciones de Dios

Vivía el Santo en el plácido retiro de los religiosos de Greccio, ya porque lo juzgaba más conforme con la pobreza, ya porque, en la celda, construida en un picacho prominente, se entregaba con mayor libertad a los ejercicios espirituales. Este fue el lugar donde celebró el nacimiento del Niño de Belén, haciéndose pequeño con el pequeñito. Por aquel tiempo los naturales del país se veían sumamente atribulados, pues una multitud de lobos devoraba no sólo los animales, sino también los hombres, y, además, el granizo, con su anual tempestad, devastaba el trigo y los viñedos. Al predicarles un día Francisco les habló así: Para gloria y honor del omnipotente Dios, escuchad la verdad que os anuncio. Si cada uno de vosotros confiesa sus pecados y hace dignos frutos de penitencia, os aseguro y prometo que esta plaga se alejará de vosotros, y mirándoos el Señor con ojos de piedad, multiplicará vuestros intereses a favor vuestro. Pero atended –prosiguió: también os anuncio que si, ingratos a tales beneficios, volvierais al vómito, se renovará la plaga, se duplicará la pena y más terrible ira se cebará en vosotros (Ibi., II, I, Vil, 35).

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