domingo, 24 de julio de 2016

William Ospina

William Ospina Buitrago (Herveo, Tolima, 2 de marzo de 1954), es un escritor, periodista y traductor colombiano. Estudió derecho y ciencias políticas en la Universidad Santiago de Cali. Abandonó la carrera para dedicarse al periodismo y a la literatura.

Vivió en Europa de 1979 a 1981. Viajó por Alemania, Bélgica, Italia, Grecia y España. Ha publicado varios libros de ensayos: "Aurelio Arturo" (1991). "Es tarde para el hombre" "Años prófugos de Occidente"(1994)."Los dones y los méritos" (1995). "Un álgebra embrujada" (1996). "¿Dónde está la franja amarilla?" (1997). "Las auroras de sangre" (1999). "Los nuevos centros de la esfera" (2001). Publicó cuatro libros de poemas: "Hilo de Arena" (1986), "La luna del dragón" (1992), "El país del viento" (1992), "¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?" (1995). Fue redactor de la edición dominical del diario La Prensa de Bogotá (1988 a 1989).

En 1992 obtuvo el primer Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura. En 1999 recibió el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín. En 2005 el Doctorado Honoris Causa en Humanidades de la Universidad del Tolima.En 2008 recibió Doctorado Honoris causa de la Universidad de Santiago de Cali.

En el año 2006 publicó "Ursúa", su primera novela . Ha colaborado con el periódico El Espectador. Es socio fundador de la revista literaria "Número" y desde hace tres años escribe una columna semanal en la Revista Cromos. Fue galardonado con el Premio Rómulo Gallegos 2009 por "El país de la canela". William Ospina es considerado como uno de los poetas y ensayistas más destacados de las últimas generaciones y sus obras son mapas eruditos de sus amores literarios, acompañados de declaraciones ideológicas sobre la historia y el mundo moderno. En 1992 obtuvo el primer Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura.
Premio Nacional de Ensayo 1982
Premio Nacional de Poesía 1992
Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003
Premio Rómulo Gallegos 2009

De wikipedia  

William Ospina en el prólogo de El país del viento, afirma: «Me pareció sentir una voz muy antigua, en la que estaba de algún modo contenido un mundo».

Esa «voz muy antigua», esas muchas voces que contienen un mundo y hablan en los poemas de William Ospina nos susurran al oído: «Alguien nos oye, alguien siente que le hablamos, alguien ha sido tocado con nuestra real presencia y aquí estamos vivas en el poema».

El poeta siente que el universo es un ser vivo y fluye a través de su voz, que los muertos se desviven por decirnos lo que alguna vez callaron, que las piedras claman por expresarse, que la vastedad de los seres y de los objetos de aquí rebosan de espíritu, y sólo la ceguera y la oscuridad en que nos hemos sumido impiden que oigamos la infinita e inquietante ópera que nos circunda y habita.



William Ospina es un poeta religioso, en el sentido esencial de que para él todo está unido, ligado, hermanado por un mismo aliento, y como tal no puede sustraerse a las responsabilidades que ello exige. Él mismo lo ha expresado en hermosas palabras: «¡Ojalá perdure en estas páginas un poco de la emoción que las engendró! (éstas son palabras rituales). Ojalá unos cuantos versos de este libro cumplan con la sagrada función de la poesía. Con el antiguo deber de celebrar el mundo, de conservar la salud del lenguaje, de alentar en los hombres el deseo de vivir, la voluntad de permanecer en la Tierra».

Todos podemos sentir el eterno flujo de electricidad que mueve al mundo pero sólo a los poetas les es dado el poder fulminarse, y renacer, y convertirlo en luz para los otros.
Del prólogo de Alberto Quiroga en
La otra orilla una recopilación de sus poemas.


“Ahora sé, ahora creo saber, que destrezas, desorden, medida y frecuencias sonoras son sólo instrumentos posibles; que ningún recurso puede ser rechazado de antemano, porque cada poema es único y merece evolucionar por caminos propios hacia su forma singular.”
Del prólogo a HILO DE ARENA (1984)


Paul Valéry decía que no es el poeta el que hace al poema, sino el poema el que hace al poeta. Que no hay un ser llamado poeta, favorecido por el curioso don de que todo lo que escribe sea poesía, sino que hay poemas que convierten (bien fugazmente) en poeta a quien los escribe.




TANGO


Callaste, triste, y yo te odié.
Ya era indulgencia tu tristeza.
Así que el cielo también cesa…
Sentí dolor, o no sé qué.
(Y en una mesa de café).
El que nos une, el que nos besa,
el ebrio amor ¿se va?
-No sé.
Y el separado amor se fue:
tú a tu café, yo a mi cerveza.
(Y en una mesa de café).






EL TESTIGO

En los humildes campos de Judea
nací como los hombres. Un regazo
tibio acunó mis sueños infantiles.
Me hice amigo del remo y de la espada,
aprendiendo a partir y a ser valiente,
y vi el amor de Dios de entre las aguas
salir —temblor de plata— en nuestras redes.
No puedo referir qué hice en mis años,
los hechos se repiten y se borran,
en cada instante puse fe y empeño
y toda esa pasión ya es del olvido.
Mas hoy, de aquel pasado que se abisma,
el recuerdo de un muerto me estremece.
Hace años que murió, de su existencia
ya tengo más leyendas que recuerdos,
pero no olvido la mirada extraña,
las manos, las palabras fervorosas,
y el polvo del camino en sus sandalias.
Dicen que estaba loco. También dicen
que afirmaba ser Dios. Con delincuentes
alternaba, y con niños. Una tarde
lo prendieron, y en juicio numeroso
decidieron su muerte. Era frecuente,
entonces, ver las cruces en los montes,
los muertos secos en el viento helado,
con los brazos abiertos y los ojos,
con un grito final entre los dientes.
Yo presencié su muerte, en la hora última
hablaba con su madre y sus amigos,
después gritó como quien pierde el alma.
El dolor de la cruz es tan intenso
y es tanta la tensión del torturado
que el corazón se rompe. Sólo fue otro
cuya muerte viví. Pero una noche
desperté obsesionado por la historia
de su origen divino. Era algo absurdo.
Pero en la inmensa noche solitaria
toda fábula es real, es real el sueño,
y hay algo que amenaza en cada sombra.
Nuestra fe lleva siglos esperando
el príncipe que anuncian los profetas.
Ya es costumbre esperar, ya es imposible
creer en su llegada.
Sentí frío.
Sobre el campo había luna, y los collados
ondulaban de plata en la distancia.
Pensé en un Dios que deja el infinito,
la invisible extensión, la omnipotencia,
y que desciende a un vientre que han formado
largas generaciones dolorosas,
que se resigna a este vaivén de ausencias,
a un lugar, a un destino, a unos recuerdos,
a un cuerpo y a sus órganos sensibles,
a la incontable humillación del tiempo
que lo da todo y todo lo arrebata;
y nace entre mortales y camina
con fatigados pies firmes espacios,
y comparte la suerte de los hombres.
Un dios incomprensible que no viene
tonante y luminoso a sus criaturas,
que pide fe para reconocerle.
Fácil es ver en unos ojos de hombre
los destellos divinos.
Tuve miedo.
Miedo de que mis ojos desgastados
hubieran presenciado sin saberlo,
con frialdad habitual, el espectáculo
de un dios sacrificado por sus hijos
en la sórdida tierra.
Han pasado los años. Soy muy viejo.
Sin duda ya habrán muerto aquellas gentes
que en torno de esa cruz vieron a Cristo
entrar en la tiniebla que tememos
y acaso era hija suya. Estaré solo
con un tumulto ardiendo en mi recuerdo,
dilatando en la tierra esa agonía
que pudo conmover astros e infiernos.
En vano me interrogo. No hay respuesta.
Descenderé a la sombra irreversible
y la inquietud perdurará en mis huesos.
Nada pregunto. Nada. Pero siento
que algo divino tiembla en esa historia
que Cristo entretejió bajo los astros.
Con los años se extiende la leyenda,
y su hermosura aterra mi crepúsculo.






GATO

Lejos del verbo y lejos de la idea,
fatal en los designios de su especie,
sin nada en él que ame o que desprecie
por el mundo de Euclides se pasea
el gato, lenta, sigilosamente,
simulando pensar; o salta a un lado,
por súbitos impulsos acosado,
a mi dicha o mi pena indiferente.
¿Cómo verá este trágico teatro
que es para mí temor, ventura, enojos,
él, que ni sabe que son dos sus ojos,
dos sus colores y sus patas cuatro?
Bajo resurrecciones y agonías,
él es la eternidad, yo soy los días.









HILO DE ARENA (1984)



BARBADOS


Vi, a través de la indócil ventana del avión
bajo nubes macizas la estela de los barcos,
las proas apuntando hacia un puerto invisible.
Mi cuerpo, suspendido sobre la piel marina,
buscaba, por la espesa red de rumbos del aire
las orillas de Europa. Lejana, y a mi lado,
una joven británica recorría velozmente
las páginas de Tolkien. Su tersa piel dorada
por los soles de Australia ardía en la penumbra
de la nave, y abajo secos vientos atlánticos
fatigaban las curvas ciudades de las islas.

Esa tarde, en Barbados, Eileen y yo, en silencio,
porque ninguno hablaba el idioma del otro,
recorrimos la playa. Verdes casas inglesas
con espaciosos porches sombreados de cipreses,
desnudos pescadores y niños y muchachas
como una rebelión de sombras en la arena,
y el pequeño cangrejo de ojos verdes, curiosos,
y la fresca cerveza en sus botellas negras,
y aquel bar descubierto donde el ron reventaba
claras piedras de hielo. Era hermoso sentir
como una bruma blanca el resplandor violento
de la luz, y esa hora en que el agua y la arena
palidecen fundiéndose con el aire, esa hora
en la que todo es blanco y ardiente y la embriaguez
cruza como un herido galeón por las islas,
resucitando siglos, encendiendo los faros
y estremeciendo manos muertas en los escombros.
Silenciada la luz, junto al mar invisible,
cruzaban la autómata los buses rumbo al puerto
y una turbia taberna nos recibió en Bridgetown
cerca al verdoso estuario. Recuerdo, entre el licor,
las comidas de fuego, la cavernosa música.
Ya no sé cuántas noches oí cantar esas playas
y no sé si en su curso la vida imprevisible
me otorgará aquel don que reclamé en silencio
por las costas nocturnas: envejecer allí,
oyendo entre el rumor de las lenguas del mundo
el idioma del agua intemporal que anhela
cubrir la esfera toda como al principio; allí,
envejecer soñando con los viejos piratas
de Marcel Schwob, oyendo los crujidos del tiempo,
y ante el paciente océano que arroja sus reliquias
sentir cómo discurren poderosos los años
con ventiscas y extraños fuegos sobre los faros.

Vuelvo a mirar la roída moneda del imperio
que encontré en un cajón del hotel, horas antes
de abandonar la isla, y en el disco oxidado
regresa a mí el latido del mar, con negros ídolos,
el cuerpo de esa joven inglesa que dormita
mientras la brisa mueve las sombras en los porches,
frente a mí, en el denso sopor de los crepúsculos,
en las negras botellas de cerveza algo tiembla,
huyen de los marbetes las esbeltas fragatas
y avanzan decreciendo por el mar de los sueños
a hostigar galeones tripulados de espectros. 




SOLUS REX


Hay fuego en las murallas,
algún herido gime
bajo las nubes desgarradas del norte.

El rey mira sus botas
sucias de barro y sombra
y el reino oscila en torno
como un mar cuyas olas fueran negros cañones
y el rojo pasto de los cuervos.

Aún lo exalta la música de balas
que oyó al abandonar la barca de su infancia.
Recuerda sin nostalgia
la derrotada muchedumbre asiática,
el rojo y barbado rostro del Zar
capaz de seguir riendo en medio del banquete
tras degollar a un hombre
y el día en que entró solo en la ciudad de Augusto
ostentando su arrojo
ante perplejos cercos de enemigos.

Ningún dolor perdura,
pero intacto en el alma queda y crece el orgullo
de haber jugado entre ventiscas con las coronas de los reyes
y al azar de las guerras
arriesgar día a día la vida en cada juego,
el entero universo.

Bajo el pesado cielo de Finlandia
Carlos sigue jugando con sus dados de fuego.
Nada le importa el Papa, que en un salón de púrpuras
escucha su leyenda,
extrañado de aquella familia incomprensible
que en las glaciales orillas del mundo
arroja como leños los cetros,
por perseguir a Dios en libros silenciosos,
la gloria entre blasfemias;
nada le importa el fasto de Versalles,
ni el Rhin, por donde boga la barca del Emperador
entre gansos salvajes,
nada le importan Suecia o las pirámides
sino su ración diaria de zozobra,
el goce del peligro en los arcos del vértigo,
esa lujosa y frágil y divina demencia. 

Relumbran los cascos de bronce.
Alguna antorcha cae sobre el agua durísima
y la noche está llena de chispas y de asedios.

Sentado, cerca de un boscaje
del que huyeron los pájaros al llegar la batalla,
Carlos roza la espuela que, años antes,
desgarró el manto del Visir en esa tienda turca
orillas del desierto.
Sonríe. Ha recordado
que fue un molesto huésped del Sultán de la Puerta,
o los grandes caballos manchados
y las crines con cintas en el viento de arena. 

Carlos, en cuyos brazos sólo durmió la noche,
se yergue y mira la muralla asediada.
Oye lejanos estampidos, ve momentáneos fuegos,
oye pasos que quiebran los cristales de barro,
siente en torno la noche universal, la noche
por cuyos pedregales ruedan los grandes barcos
obedeciendo a un hombre que hablará con los ángeles. 

Carlos está de pie, mira al Oriente,
no ve que a sus espaldas
Suecia le dice adiós, tiemblan trenzas doradas,
le dice adiós la guerra. 

Lejos, sobrecogido,
Stanislás despierta pensando en el guerrero
que está de pie entre el cielo y la batalla. 

El último vikingo
ve un fulgor en las negras almenas que resisten,
un resplandor dorado que crece y devora la noche. 

Y Odín toca su frente con una rosa en llamas.







SAN JERÓNIMO
De una tela de Alberto Durero

La mano emerge de la roja tela
y acaricia la frente envejecida.
La mirada me alcanza desde ayeres
negados a mi cuerpo. Largamente
algo firme y fatal me anuncia y siento
que sólo para mí pintó Durero
a este anciano de barba luminosa
que alza los ojos del abierto libro
y exhorta a mi valor con su firmeza.

No es un santo varón, no es una imagen
para los vanos nichos de la iglesia;
su siniestra implacable me señala
un cráneo descarnado y tenebroso.
Soy digno de tu signo, duro anciano,
soy un cuerpo que viaja hacia su ruina
por el huidizo tiempo incontenible.
No un cráneo, un porvenir toca tu dedo
sin miedo y sin furor, serenamente.

Pienso en las arduas civilizaciones,
en las largas estirpes sucesivas
que son polvo en el polvo de los reinos.
Y siento que la vida me abandona,
que esta prestada inmensidad resbala,
llega, me colma, me deshace en ecos,
y para que yo sienta su riqueza
trae a mis ojos una forma eterna
que me recuerda sin cesar mi suerte.

Ante este hermoso lienzo amenazante
ya no soy yo. Ya soy la vida frágil
que desespera y teje su alabanza,
y traza breves huellas sobre un mundo
hospitalario, presuroso, ajeno.





EL ESPEJO


Una región del muro está hechizada.
Sólo el ojo lo sabe.
Un cristal incansable paso a paso repite
las rectas sombras que la tarde desplaza.

Terriblemente dócil, no desdeña
la vertical sinuosa de una hormiga extraviada
y al fondo de sus cámaras
también crecen las plantas.

A veces miro ese país extraño
cuyos hombres no tienen más lenguaje que el gesto,
ese país sin música.

Sé que no puedo ser ese hombre que me mira,
sé que a él no lo alcanzan el temor ni la idea.

Cuando la noche apaga las letras y los ángulos,
en su país de eclipses
él no te ama.






AHORA


Hace un instante apenas, por la ciudad hondísima,
oí pasar una noche de mi infancia en los campos,
un vuelo de caballos, de iluminadas granjas
y altos bosques de pájaros. Es como un pulso súbito
el recuerdo, una ola de sangre que no olvida
asciende de la bruma con ladridos de perros,
con salvajes ancianos que ven la luna alzándose
sobre la pleamar negra de las montañas.
Golpea al corazón ese puño secreto,
un viento que se burla de los años reanuda
su silbo en las agujas del pinar y derriba
de los negros ramajes las esferas maduras.

Tan lejos, de repente, vuelve ese viento antiguo
que desciende hacia el río, por los anchos cañones
del Tolima, curvando las cañas, despertando
voces sobresaltadas en los cuartos vecinos.

Tal vez no es más la infancia que un país ilusorio,
una raíz que hundimos en las previas penumbras
para sortear la vaga irrealidad del mundo,
pero su acre ventisca llega como un milagro,
hace crujir los muros de casas que no existen
y enciende sobre el páramo las increíbles voces
de los ángeles. Vivas y huyendo por los montes
veo las llamas indemnes. Veo el árbol temible
donde la enferma quiso que excavaran su tumba.
Oigo lejos gemir los camiones nocturnos
que cruzan rumbo a Caldas. Oigo las torpes bestias
que devoran el apio, que enferman los sembrados.
Y mi noche se llena de obliteradas noches,
se confunden en ella los pueblos de los riscos,
los entrevistos trenes, las iglesias monstruosas
y el sable de las fábulas vuela en fragmentos de oro
cuando truenan los cielos y los rifles. La noche
vasta de la ciudad asila esos espectros,
las bifurcadas noches que atesoran sus hombres,
ayeres que ya están en la sangre y, de pronto,
despiertan para hundirnos en el canto o el crimen.





BARRIO


Saliendo de la infancia como de un cuarto en sombras
vimos esas mujeres cantando en los umbrales,
respiramos el ácido olor de los talleres
en donde fuertes brazos del color del verano
quemaban los metales.
Al fulgor de un relámpago corrosivo y continuo
yacían en calendarios indolentes muchachas
y afuera, al sol, amamos miradas evasivas
mientras giraban, ebrias, las sombras de las palmas.

Llevo ese barrio en mí como se lleva un sueño,
siento el aroma espeso de las carpinterías
donde cambia el destino de los árboles.
Un cercado de guaduas, al final de la calle,
protegía un país de negros taciturnos,
de ancianas que fumaban en los atardeceres,
de jóvenes rufianes sigilosos y obscenos.

El miedo empezaría sus fiestas al crepúsculo
cuando en oro y en sangre se quemaban los cielos
y una radio alarmada efundía en los cuartos
espantosas historias. La sombra, dilatándose,
salía de los rincones, de los huecos zaguanes,
y como el brusco amor de ojos dorados
con cosas habituales inventaba otro mundo.

Era la hora inmensa
en que todo se vuelve ajeno y misterioso,
la hora en que cruzaban los cielos de la mente
navíos estelares,
la hora en que invencibles y enmascarados héroes
luchaban contra el mal en terrazas de plata.
Y el mundo, disgregándose, cedía ante otras fábulas.

El tiempo, que transforma todo en magia y leyenda,
va amonedando en oro esos largos veranos,
da al barrio y sus pobrezas condición de milagro.

También estaré allí cuando suene mi hora,
cuando, apurado todo lo que la vida ofrece,
me pidan que regrese.






LA LUNA DEL DRAGÓN   (1991)




UN GATO

Lejos de sus hermanos que son oro y violencia
y saltan en las selvas sobre el ciervo alelado,
ante esta raza atónita que se angustia a su lado
está en su cuerpo hermoso toda la indiferencia.

Se entiende con la noche que devora y silencia,
no sé qué le habrán dicho los astros que ha mirado,
yo soy el que interroga su rumbo y su pasado,
él es el que ha nacido dueño ya de su ciencia.

El hombre que se aleja no es ya el hombre que vino:
esta criatura nunca cambiará su destino…
no recuerda la tarde ni presiente la aurora.

Algo en mí envidia a veces su misteriosa suerte,
pero a los dos el tiempo nos perderá en la muerte
y asombrado agradezco no ser el que lo ignora.



POLVO


Esto que ves fue coronas fenicias,
fue un ánfora de Creta, fue entre gritos
la empuñadura de un cuchillo persa,
fue el griego que murió por el cuchillo,
fue una columna en un jardín, la oscura
madreselva abrazada a la columna,
fue la alondra y la voz que la maldijo,
fue mantos, búfalos, arados, rosas,
el papiro y sus tintas,
la dureza, el metal, la exacta forma
que laboriosos siglos disgregaron.

Arquitecto de escombros, lento, el tiempo
puso insolente herrumbre en las coronas,
vertió aridez en los trozos del ánfora,
gastó con blancas aguas los peñascos,
diezmó y diezmó la lima hasta la escoria,
tejió orificios en los viejos mantos
y devoró las fauces.

Quién sabe ya qué cosas fue este polvo.

Fuerte es el Dios. Cuando se inclina y besa,
vuela en arena el labio de la Esfinge.







ÁRBOL
A Fernando Herrera

No parece tan vivo ese ser silencioso
que mora en la colina,
pero sabe crecer, permanecer, surtiendo
delgadas, verdes láminas, que en el viento agonizan.
No parece capaz de asimilar lo externo,
de convertirlo en parte de sí mismo,
pero la sangre de la oscura tierra
fluye por este cuerpo sin corazón, sin finas
redecillas de nervios, sin cuerdas para el canto.
En él, un agua oscura
se convierte en vigor, en dureza, en impulso,
los verdes brazos beben el aire en que se agitan
y hacia la luz se vuelven ávidos los follajes.

No posee un idioma,
pero en él se complacen las locuaces criaturas:
el claro viento que habla cosas largas y antiguas,
la cigarra estridente,
las aves que reiteran sus pequeños dialectos.
Y en él construyen casas, dialogan al crepúsculo;
algo como una noble amistad acontece
entre el árbol sin ojos y esas criaturas frágiles
que temen a los hombres.

No ve girar en torno su ebria y ociosa sombra.
Ahí está, en la colina,
entre nubes de insectos que susurran,
siempre fiel a sí mismo, sin preguntas,
sin proyectar al cielo verdes ídolos,
divinamente libre de esperanza y memoria.

Esferas donde es dulce la sangre de la tierra
caen a sus pies, deshechas,
y a veces este huésped de los campos parece
pensar, pensar las nubes que no duran, la firme
luz de tantas estrellas que en esta luz se olvidan.

Un día exhala, lento, candelas de colores,
su vida poderosa quiere multiplicarse,
y esas formas ardientes, de un modo misterioso
alegran al que pasa.

Está firme en la tierra que lo sueña. No envidia
al potro que a su lado galopa resoplando,
pero en mi mente, a veces, emprende su camino,
con muchos pies recorre silenciosas distancias
y a su paso las vacas y los cuervos comprenden
que ese árbol va en busca de su Dios, y asombrados
van tras él, discutiendo, bulliciosos, los pájaros.








EL HUÉSPED


Mientras la tarde rueda con fuego hacia el Oeste
busco la imagen cierta que cruzó como un sueño
frente a mí en el urgente mediodía sin sombras.
Por declives del alma ya no es más que un recuerdo.
Ese que hace unas horas era un joven sereno
absolviendo una calle de tumulto y de estruendo,
ahora es un tejido de misteriosos símbolos,
una forma secreta que repaso y reinvento.

Yo sé que en la memoria nada es nuevo ni antiguo:
puedo soñarlo al lado de los centauros griegos,
está en mí con la rosa que vio el romano en Persia,
existe como existen mis sirenas, mis muertos,
pero no tiene nombre, ni pasado, ni origen,
lo hallé sólo un instante y detuve mis pasos
para verlo existir y pasar y perderse.

Oh, momentáneo amigo, don del azar, fragmento
de vida incomprensible que amé y perdí, qué normas,
¿qué secreto designio te impuso a mi destino,
me permitió al mirarte, fugaz como una nube,
saber que ya eras parte de mi vida en la tierra,
que pasaría las horas girando en torno tuyo,
creyendo hallar en ti lo que entregué a los vientos,
condensar en tu pérdida, pérdidas incontables?

Y sé que hay una zona de temblor en el alma
donde ya son lo mismo añoranzas y anhelos,
donde evadido al tiempo y actual como una música
lo mucho que he perdido ya es lo mucho que espero.

En ti estaba esa noche de hielo: la mansarda
donde un gato miraba las felinas estrellas,
y otra de hierba y ansia bajo un sauce invisible
y ese rostro inmediato que me asedia en la ausencia.
Y en ti estaban las claras esperanzas que brillan
como hermosos fantasmas en distancias de vértigo.

Aunque no puede estar tu substancia en los versos,
sólo para guardar ese instante perplejo,
para que no me pierda
la certeza de haber orillado un misterio
por una calle ajena,
para que no se pierda la huella de ese instante,
acaso inútilmente
persigo esta memoria de un don incalculable
resigno al poema
y pido al Dios que quiso dar zozobra a mi día
que estas pobres palabras puedan ser su elegía.







ÉL 

Una extraña criatura
que inventa y canta y vende,
en la noche madura
mira los hondos astros que no entiende.

Mira la tierra que se exalta en vida,
y se asombra en su ciencia
por el incienso de la carne encendida
que es lenguaje y conciencia.

Recio el recuerdo, vaga la esperanza,
falta el futuro y el pasado crece.
Mortal y solo avanza:
ningún otro animal adora o enloquece.

Denso el misterio y grave.
Mira con torpe amor la noche inmensa
el solo ser que sufre y que lo sabe,
el barro vivo que se mira y se piensa.

Para que reine y hable
la voz donde se funden ritmo y nombre,
el Dios indescifrable
no creó a nadie más después del hombre.

Desnudo ante la aurora,
feroz, hermoso y triste,
tiembla, se sabe efímero, y no ignora
que es todo lo que existe.

Y si con tal afán busca y olvida
es porque acaso advierte
que sólo es suya la cambiante vida
y que no sabrá nada de la muerte.




GÓNGORA


No es el potro andaluz sino el torrente,
el ojo en luz, la crin salvaje, el fuego;
del corazón desde su pecho ciego
el trote altivo interminablemente.

Lo que los alminares del Oriente
dan sin sentido al cielo en ritmo y ruego;
no el cascabel, sino el sinuoso juego
que en música y rigor gira en la mente.

No es por decir verdad que canto ahora,
húmedo en los cristales de la aurora,
sino por olvidar duelo y sentido.

Cuando colmado y cruel se abisma el día,
sólo el rumor sosiega el alma mía
y todo lo demás merece olvido. 






EL PAÍS DEL VIENTO (1992)




EL MONGOL


Nunca supimos cuándo la desesperante blancura se había convertido en otro imperio.
El idioma del lobo era el mismo, y no le repugnó nuestra carne.
Pero todo hombre sabe que a través de cada nuevo pinar es Otro el que envía sus rayos,
que son las angustias de la tierra las que determinan los nombres del cielo.

¿Descubridor de un mundo? Un fugitivo perseguido por las uñas del viento, amoratado por el odio del sol, escribiendo blancas palabras en el aire translúcido, luchando sólo por evitar que la blanda tierra bajo mis pies se enardeciera en tumba.

Muerte es el nombre azul del amanecer, allá donde los días flotan como muros de cuarzo.
Muerte es el nombre de los dientes amarillos del lobo.
Muerte es el nombre de la luna salpicada de escarcha y de sangre,
Cuando el guerrero cae a medianoche sobre la sorda estepa.

Hasta el amor cerca del fuego tenía un olor de frescas entrañas de morsa,
y el niño recién nacido bajo el cielo de pieles tenía olor de pez,
y en la tarde teñida de salmones veíamos aparecer los miles de ojos de coyote del cielo.

Oh noche en que los demonios aún no tienen nombre.
Oh estanques de labios de hielo donde se refleja un gris sin pájaros.
Oh la punta dentada del arpón codiciando la carne de los rojos planetas.

Allí donde el día está amurallado de hielo,
allí donde el ansia de amor no es más que frío en los labios,
allí donde las nubes de pelaje de oso se sumergen en la tiniebla,
estuvo un día mi corazón anudando los vientos,
estuvo mi carne sosteniendo las enormes montañas.

Los viejos están llorando junto a los grandes lagos azules,
los niños pintan de rojo tibio los vegetales cuernos del alce,
y la luna es un pez inmóvil que acaba de morir en el cielo,
y los delgados aullidos remotos llegan a través de la crepitación de la hoguera,
y ese largo camino blanco que nunca más desandaremos
tiene el color de los colmillos que no se han manchado en tres días









EN LA ISLA DE PASCUA


Olvidarías esta isla si no fuera por su atrocidad y su belleza,
por el furor de nuestros rituales y la pasión de nuestros cuerpos,
por sus estanques de fiebre y sus colinas embrujadas,
por esas enormes cabezas de piedra que miran a las estrellas,
por esos ojos de piedra cuyo horario es lo eterno
y que cada mil años parpadean.

Olvidarías la isla, porque no hay nada más lejano y más solo.
Este es el más perdido país de los mares.
Mucho tiempo navegarás alrededor sin encontrar una región con hombres,
sólo el extenso abismo del Pacífico
que efunde estrellas y devora estrellas
y que no explica sus borrascas.

Pero en esta remota cumbre, que apenas emerge del populoso abismo del mar,
una raza extraviada y solitaria labró esos desvelados seres de piedra
que son imagen del desamparo y son imagen de la esperanza.

Los poderes del turbio cielo sólo responden a una larga paciencia,
y el hombre es tan fugaz, que aunque mirara al cielo la vida entera,
con ojos de pez, con ojos sin párpados,
no alcanzaría a descifrar una sola palabra del cuádruple abismo.

Si te hicieras de piedra, si tu vida fuera tan lenta como la vida de la piedra,
si tu corazón sólo tuviera la imperceptible palpitación del peñasco,
quién sabe qué verían tus quietas pupilas en la vertiginosa danza del cielo.

Tal vez la piedra sabe todo ya, y por eso está inmóvil,
y tú te agitas en la nerviosa hoguera de la carne porque todo lo ignoras.

Estos seres de piedra miran a las estrellas
y su oficio es espera y acechanza,
porque la isla está sola, porque la ciñen sucesivas inmensidades,
ojo de pez en la extensión ilímite de las escamas de agua,
apenas recordado por el tiempo y la estrella.
Olvidarías ésta, la isla más sola, el rincón más distante,
si no fuera por su paciente rebaño de seres de piedra
que interminablemente esperan una señal del cielo,
una voz o una aniquilación o una nave,
pero la soledad que dicen sus rostros inmóviles
no es sólo la de un arrecife escondido en el amontonamiento de las borrascas,
es la angustiada espera de una raza perdida en un pequeño planeta solitario
bajo la inexpresiva niebla de las galaxias.








UNA SONRISA EN LA OSCURIDAD


Noche, cuando vuelvo de los algodonales,

cuando a pesar del ardor de los latigazos y la ulceración de las muñecas
soy el único rincón de la sombra que se arquea en sonrisas;
cuando miro la estrella nerviosa y solitaria
y entiendo que hay un lazo que une a mi corazón con la estrella
vuelve de pronto a vivir alguien que nunca ha sido,
unas tierras como hijas de la fiebre
parecen extender sus praderas en torno
y estoy despierto y sueño sin embargo.

Veo un reverberante país de enormes selvas
en donde hasta los dioses son negros.
Sueño con grandes perros de pelaje dorado
con melenas enormes,
sueño con recios potros visibles sólo a trechos,
con bestias imposibles de larguísimos cuellos
y otras cosas extrañas.

Una legión de hombres majestuosos y negros recorren mis pupilas,
y algo ha pasado con los trozos de árboles
que llevan en sus manos.
Siento que son mis padres, que son magos y príncipes,
y que la tierra les ha dado su poder más profundo
para limpiar de males cuerpos y almas,
para saltar como esos ágiles venados esbeltos
de cuernos que se arquean igual que negros trozos de agua,
y que escapan saltando por mi sueño.

No sé si es Dios el que así me consuela
con un alegre sueño sin cadenas
para que olvide el sol de tormentos que hierve sobre el campo,
para que olvide la lívida crueldad de los rostros blancos,
para que olvide el cerco de cuadrillas con rifles
que me separan de mi origen,
o si es verdad que alguna vez mi estirpe
fue reina de una tierra encantada
donde madres magníficas amasaron en barro
dioses capaces de alegría.

Pero tal vez lo que sonríe en mi rostro
son los trasnietos de mis nietos
ya danzando desnudos bajo el tambor sagrado de un cielo de truenos,
despertando la lluvia con la danza,
amansando a las bestias con el poder de su mirada
y recordando, como al paciente guardián del origen,
a ese hombre encadenado que soñaba hace siglos
en una tierra ajena,
en una tierra ajena poblada por demonios,
donde sólo le fueron amigas las estrellas.



LO QUE PIENSA EL VIAJERO EN UN CUARTO DE HOTEL


El mundo está callado esta noche,
las grandes rocas de la eternidad se yerguen entre las estrellas,
el pensativo enjambre de los mundos pasa sobre las ciudades dormidas,
en donde ansiosos y desnudos se desvelan los rojos amantes.

Estoy solo en mi lecho
y un ser hecho de arroyos y de selvas
asciende como un turbio oleaje, como una música,
del fondo de los valles y los años.

Rotas todas las lunas,
disgregadas las formas en un charco de tibia tiniebla,
se evade el pensamiento al cerco de esta lámpara
para husmear como un viento por las avenidas abiertas,
por los barrios que titilan sobre las cordilleras del sur,
por los grandes incendios que ascienden por los bosques,
por grandes playas de niebla que afantasman avisos de neón,
por las rutas silenciosas que ahondan faros de camiones,
por el peñasco con su estatua de piedra que abarca las aguas lejanas,
por las insomnes fábricas que bajo el cielo negro efunden nubes blancas,
por patios de cuarteles y un silbo de alas oscuras en cornisas de niebla,
y soy testigo de esta cosa infinita
a la que nada le importamos y sólo por nosotros existe.

¿Qué juego es éste de tinieblas y cielos?
¿Qué inexplicable juego así agravado por el amor y la muerte?
Dime, sombra, Dios mío, hermano del espejo,
agua, muro, durmientes,
dime, rosa y jardín de asesinos y estrellas,
¿piensas tú de verdad que el hombre puede

perder todo el milagro
y después de haber sido esta substancia impregnada de mundos y recuerdos
puede ser algo ajeno, arrojado en el caos de las disoluciones,
negado ya para toda esperanza?
Vasta es la noche y misteriosamente
la carne va hechizada por su ignorancia,
rueda sobre las cosas un enjambre
de alas ciegas y mágicas palabras,
y me sosiego en mi como un viajero
que no sabe qué montes ha cruzado,
que no sabe qué aldeas ayer lo despidieron,
que ignora qué criaturas lo guiaron en la sombra,
pero ya está en su habitación y está solo
y siente que está cerca todo aquello que quiso,
que no puede perderlo,
y lentamente rueda por las aguas del sueño. 







¿CON QUIEN HABLA VIRGINIA CAMINANDO HACIA EL AGUA? (1995)



UN ANARQUISTA


Yo no soy el que mata a distancia, escudado en el aire invisible.
Yo no soy el que hace inviolable su crimen bajo el ropaje de una ley o una iglesia.
Salgo de en medio de las multitudes, ebrio de indignación y de cólera;
no me importa morir, sé que mi muerte es poco comparada con esta empresa espléndida
de mostrar al tirano que su carne es mortal, que hasta el último esclavo
puede tocar la estrella con la frente, puede tomar el hacha de la justicia;
que no hay nadie tan mísero que no pueda despojar a un rey de su trono,
que hasta el último hombre puede ser en su hora el estruendo y el rayo de un dios de cólera.

Avanzo hacia el cortejo marcial; quedan atrás la multitud y el pasado.
Tomo las riendas del caballo del príncipe, miro su rostro elegante y perplejo.
Apunto el arma hacia su pecho cargado de medallas y emblemas.
Ya en vano corren hacia mí los sobresaltados esbirros.

El caballo me salpica de espuma. La barbada boca del príncipe intenta una maldición o una orden.
Este seco estampido se está escuchando hasta en los últimos confines del mundo.








OYENDO GEMIDOS DISTANTES EL ENFERMERO SE INYECTA


Allá va la luna recorriendo mudos cielos de angustia
y parecen de oro las ciudades bajo esta lluvia cruel
de saber y de fuego,
tiemblan y se destrozan los instantes, los árboles de vidrio
bajo el canto del mirlo,
y oigo a la nube estremecida escondiéndose bajo las barcas.
Porque aquí hasta la llama siente culpa,
siente que la pervierten nuestras manos,
y quisieran mirar hacia otro mundo las estrellas cansadas
de esta obsesión de heridas,
y ruedan lentas lágrimas de los ojos de bronce
entre el bosque que sufre y el cielo mutilado
y el agua atravesada de cuchillos.
Ojos de horror abriéndose en las zarzas,
la flor ha enloquecido, el día se alza en plagas
y el enfermo horizonte odia su cielo.
Los espejos azules expulsan a la hermana
y sólo queda una redoma fatídica
en este rojo caos de hospitales concéntricos
de sangre y sangre y gritos sobre gritos,
un infinito anhelo de ignorancia y de olvido.

Y el beso de la muerte en los tulipanes amargos
que ascienden de la savia de las trincheras.







¿CON QUIÉN HABLA VIRGINIA CAMINANDO HACIA EL AGUA?


Si tú me vieras caminando a esta hora hacia el río
me dirías: mujer ¿en dónde está tu hogar? ¿dónde tus hijos?
¿Dónde los sacos de lana, el tambor de bordar, la sartén en el fuego,
el té del atardecer, las cortinas de flores, las lámparas con su limitado crepúsculo?
¿Dónde las tardes sepia de las fotografías?
¿Dónde la soledad que el fonógrafo arrulla?
¿Y el cofre con las cartas y las blusas de seda
El gato que se ovilla sobre el piano como un pacto secreto con una selva antigua?

¿Y qué podría responderte yo, hermoso viajero invisible?
Hombre o Dios que imagino para que me interrogues en esta hora extrema.
Si sueño tus labios latinos, no habrá besos en ellos sino terribles preguntas.
Si sueño tus ojos de hogueras distantes no encontraré ternura en su mirada.
Si sueño desnudo tu pecho, y enorme en el cielo, sobre las dudas de la guerra y del Támesis,
oiré palpitar en el fondo un corazón valeroso y ausente.

Tú tienes el deber de ser valiente; la guerra cierra sus alas sobre Inglaterra.
Tú tienes el deber de vigilar las bandadas de hierro, la basura del cielo, los pájaros del Führer.
Tú tienes el deber de salvar a Inglaterra, de salvar de la peste del odio piedras y almas.
Para mí se han cerrado los caminos, se han cerrado los días, las flores;
en el jardín los picos de los últimos pájaros ya por última vez dialogaron en griego,
y entendí que algo más triste que la guerra, más triste que la codicia y el odio
se está cerrando lentamente sobre los mudos cielos de mi alma.

Tal vez todo está bien, tal vez así fue el mundo siempre.
Monstruosas cabalgatas con sus lunas de cráneos aplastando las pequeñas ciudades
que intentaron un poco de fe y un poco de belleza y un poco de orgullo
frente al sollozo interminable del mar.
Reyes y santos y pontífices que no sienten que hielan sus rostros los vientos inicuos.
Y un desamparo de jardines sin sol, cuya humedad recorren con sus corazas rotas los ciegos caracoles.
¿A quién le estarán explicando estas cosas mis labios?
¿Quién estará llenando con su forma ilusoria mis últimos instantes?

Oh piadoso testigo, resto tal vez de un sueño.

Ultimo moro de labios triunfales, ofrecedor del último violín de la noche.
Tú que no has existido jamás, y sin embargo,
llenas con tu presencia mi camino hacia el río,
la pesada labor de recoger estas cómplices piedras
que he puesto en mis bolsillos, las muchas, negras, firmes,
antiguas, prodigiosas, inexplicables piedras,
cuyo peso tasado por dioses ya imposibles
me retendrá en el fondo de las aguas.

Tú que incesantemente, sensual hijo de mi alma,
reiteras tus preguntas, tus gritos, tus reproches,
tratas de arrebatarme mi secreto que ignoro,
demorarme en la tierra
que se están disputando los verdes rojos ácidos venenos,
los sonoros cuchillos, los ángeles horrendos.

Tratas de retenerme pero ya nada soy
que pueda herir el mundo.
Fui el alma de mi patria una mañana;
hice sonar de estrella a estrella, hice sonar de espuma a espuma,
hice sonar de sueño a sueño la sensitiva lengua inglesa;
dije a las hondas madres sume
tan hermosos secretos,
que una a una se alzaron del mar con sus flores de púrpura,
y tremolaron hilarantes y hermosas entre las nubes de oro,
y perfumaron de hierbas salvajes las cavernas de agosto.

Pero ya nada soy, hombre o duende que enredas mis pasos
para que nunca encuentren la orilla del río que debe arrastrarme.
Las ninfas de las aguas morderán estas manos,
masticarán mis cabellos como una hierba misteriosa y nocturna.

Como el gato que escapa hacia la selva
escapó de la lámpara el crepúsculo;
el piano enloquecido cantó una tonada brutal al fulgor de las bombas
y va por las cortinas el incendio marchitando las rosas de Morris.

Ya sólo soy el peso de estas piedras,
las piedras que arrojaban las hondas de los padres antiguos,
restos despedazados de una ciudad de los tiempos de Alfredo,
piedras que hicieron tropezar a los potros romanos,
piedras de indescifrables inscripciones
que puso en estos bosques un dios inaccesible,
que sembró en estos bosques, antes que hubiera humanos,
un poderoso ser
para
ayudarme.






ORACIÓN DE ALBERT EINSTEIN


Advierto con profunda perplejidad
que el hermoso guijarro que abandono en el aire
se precipita recto hacia la tierra.
Tal vez para una hormiga que fuera en el guijarro
sería más bien la Tierra lo que cae,
verde planeta que se precipita.
Para el soldado inmóvil
antes de halar la cuerda de su paracaídas
vertiginosamente asciende el mundo.
Y si al pasar el tren ante su cobertizo
el mendigo no viera los vagones
sino al niño que en ellos deja caer la manzana,
vería que la manzana toca el suelo
lejos del sitio donde el niño la suelta,
que la manzana cae oblicuamente.

Advierto que la firme realidad de este mundo
cambia de ser a ser, de conciencia a conciencia.
El gato observa las felinas estrellas.
Nunca verá el astrónomo
que mira el arco de la medialuna
el sobrehumano rostro que esa luna diadema
o esos pies de una virgen que la huellan.
Es tan sincero el mundo
que ni una piedra olvida tener sombra.
La memoria del prado
recuerda el rojo de las amapolas
y al primer soplo tibio lo despliega.

¿Cómo agradeceré que el agua no se incendie
aunque asile en su rostro sereno las hogueras?
¿Cómo agradeceré que las alondras canten
aunque Julieta las maldiga a todas?
Sé que esta luz de estrellas es más vieja que el mundo.
Que estas constelaciones son como un plano fósil
de lo que fue hace siglos el firmamento.
Sé que la masa enorme de los cuerpos celestes
altera el curso de la luz de la estrella
y que ese punto inmóvil que brilla en las alturas
innumerables veces se retorció en su curso,
trazó letras de luz en la piel de los siglos.
Todo rayo de luz porta antiguas imágenes,
y la energía es la terrible victoria
de la materia sobre el tiempo.

Las caprichosas nubes einstenianas
fulminan con sus rayos einstenianos los árboles
y rota la ecuación del vapor leve y del líquido peso
dulcemente se perlan las llanuras.
Me gusta el mundo dócil donde atrapo mis peces
con el anzuelo de un interrogante,
y pregunto en mi alma
cómo agrava la música la substancia del mundo,
qué es lo que escapa del violín y nos hiere.

Se marchita la música
en las elipses de la sinagoga
y Castor envejece más que Pólux.

Señor, porque no tienes rostro.
porque eres rosa y dédalos de azufre
y muerte tras la herida y tras la muerte larvas
y previsibles astros tras los discos de eclipses.
Permíteme atrever mis inútiles fórmulas,
líricos mecanismos, serventesios de cuarzo,
trinos brotando de un vértigo de átomos.
¿Qué puedo hacer contra el ángel que altera?
¿Contra el que cambia todo azul en cianuro,
toda belleza en daño?

Algo mayor que el mal rige estos mundos.
Cada mañana pido a mi silencio
que el corazón gobierne al pensamiento,
y cada noche pido perdón a las estrellas.
Pero después olvido
y sé, mientras la luna danza en el pozo,
que Dios será sutil, pero no es malicioso.





Y LA TIERRA SERÁ EL PARAÍSO

El cisne llega a las regiones más altas
y vuela en torno a la cabeza de piedra.
El topo excava en las regiones más negras
y traza laberintos entre los pies de piedra.
El rojo halcón es casi imperceptible
sobre el pulgar de piedra.
Una nube morosa se ha dormido en su palma.
Bajo el titán inmenso el país silencioso
que idolatra al caudillo,
canta al amanecer su lealtad infinita,
su gratitud eterna.
Llenan el vasto día mansedumbre y trabajo.
El pueblo ama a su líder y a su patria.
El bien reina en el mundo.
Y del mal en la noche se encargan las mazmorras,
las sogas y los garfios,
las dóciles cuadrillas, las picanas eléctricas,
las fosas que devoran la carne atormentada,
los ríos que se llevan a los muertos sin nombre.


JORGE LUIS BORGES DESPIERTA PENSANDO EN LA MUERTE

El asombroso sueño aún no cesa,
una vez más la oscuridad me alumbra,
y alguien que calla vuelve en la penumbra
a urdir un talismán con su tristeza.
Una vez más en la infinita casa
que brevemente habita nuestra pena
vuelve como una blanca luna llena
a suspender el tiempo su amenaza.
¿Qué ciego ser que duda y tiembla y arde
viene por el ustorio laberinto?
Realizaré por fin algo distinto,
pero para saberlo será tarde.
Siempre esperando, y cuando al fin sea cierto,
nadie vendrá a decirme que estoy muerto. 

LO QUE DICE EN UN BANCO DE PARQUE UN ANCIANO AL QUE YA NADIE ESCUCHA

Si tú crees en el infierno, debes creer igualmente en el cielo.
Si crees en la desdicha, debes creer en la felicidad.
Si has visto a la hoja de arce, rojo-vino manchado por ocres estragos,
desprenderse del árbol y hundirse por confusas esquinas,
debes creer también en la hoja delicada y brillante que brota
cuando empieza a ser tibia la atmósfera,
cuando todo en la tierra y la luz vuelve a ser un camino.
Si has visto una noche caer al mediodía sobre el alma,
o abrirse un surco de sangre en la piel al paso de la espina de hierro,
o el futuro erizarse como una ciudad angustiosa,
o el rostro del amor endurecerse como la estatua de un tirano implacable;
si has visto a la ruina caer como lluvia que corroe y humilla,
y a la crueldad brotar como una camisa de espinas,
debes creer en el raudal que perfora las nubes,
debes creer en la cicatriz y en el olvido que se cierra como piel de agua,
debes creer en súbitos prados de música,
debes creer en ternuras inesperadas, en amores interminables,
la lealtad naciendo de la pobreza, el valor asombrando a su propia carne,
días sin mancha de miedo, cielos sin buitres,
labios llenos de hermosos consejos, corazones tan puros como pájaros
y sinceros abrazos desnudos que ennoblecen y amparan.
También lo hermoso puede ser, también está para ti lo divino.
Sólo un milagro no pidas, sólo un milagro no esperes,
que la pupila vuelta perla ya por la luz de la muerte
vuelva a ser transparente,
que esa mano, rígida como mármol, que ya atrapó el secreto,
vuelva rítmica y tibia a jugar en el viento.

PROFETAS

Hay mil profetas esperando los mensajes del firmamento,
la aparición de los jinetes, las nuevas letras en los astros,
el clarín que rompa en la noche las negras cavernas del cielo,
pero esos ansiosos profetas sin duda no son el profeta.

Si eres el profeta en verdad, leerás en mensaje en todo,
en los rostros que la humedad va dibujando sobre el muro,
en la forma de ese cordel que los albañiles arrojan,
en los avisos de los diarios donde van envueltos los víveres.

LA ALJAMA DE CÓRDOBA 
I
En estos bosques de piadosas columnas,
el sostenido cielo rojo y blanco
de los arcos moriscos
ya casi no menciona al Dios inmenso
de honduras misteriosas y delicadas simetrías
que dictó palmo a palmo, línea a línea,
su pura, minuciosa, vertiginosa rosa,
su sueño remotísimo.

Nadie hoy puede sentirlo,
pero yo sé que sopla bajo estos arcos dulces
el viento de un desierto donde florecen los milagros,
el ansia de un sentido,
cuando los ojos ven leguas y leguas
de despiadada arena,
la certidumbre en el confín del alma
de que no puede ser el mundo un caos
si un centro se insinúa,
si hay confines y orillas y horizontes,
altas regiones de ángeles,
recios ríos de música,
corazones ardiendo como crepúsculos,
labios, humanos labios,
que acaso inútilmente
siguen buscándose.

II
Al mediodía revivo
en la paz incansable de la mezquita
la inmensidad serena de la noche de Córdoba.
Iba el río barroso entre las hierbas altas,
el ángel custodiaba las estrellas,
el puente unía lo moro y lo cristiano,
lo antiguo y lo presente,
y era casi lo eterno no anhelar otro mundo,
no anhelar otro tiempo,
sino esos torreones bajo las blancas lámparas,
el ayer de leyendas
sitiado por las formas presurosas y sórdidas
de un tiempo de autorrutas y neón y comercios.

Un pájaro gritó desde lo oscuro
y el pasado volvió con sus turbantes,
las torcidas espadas, las sedientas legiones,
las águilas de bronce.

III
Como una Jerarquía de severos pontífices,
de ancianos imperiosos que una ley envenena,
pesa el hermoso pulpito tallado
con sus flores de sombra, su virgen y su arcángel,
sobre el pagano y doloroso toro blanco
de arqueado cuello y cuerno roto
que brama en vano y mira en vano al cielo.

Cuántos dioses lucharon en cuántas manos de hombres
para tejer esta exquisita discordia.

El toro blanco de la Roma pagana,
de Iberia y de Micenas,
agoniza en el centro.
Vuelan los falsos arcos, alabean las cruces
de oro y de luz de las sectas de Cristo,
y hacia el desierto inalcanzable avanzan
los incansablemente bellos
arcos árabes.
Y entiendo entonces las discordias de mi alma,
las guerras de mi carne:
soy hijo de estos arcos blancos y rojos,
y aún más hondas salas me reclaman:
selvas de orquídeas y montañas azules
donde bajo la niebla duermen tumbas doradas.

Nunca sabré quién soy
pero me iré acercando,
a través de mezquitas y trirremes y rostros.
No negaré las multitudes de mi sangre,
la humanidad brutal, laboriosa, extasiada,
que, para hacer posibles mi estupor y mi angustia,
siglo a siglo, día a día,
entre el bullicio de las blancas palomas
y el aleteo de las garzas,
hizo pausas de amor en su rutina
de belleza y de sangre.

IV
He dicho mi oración en tu penumbra,
burbuja del desierto, vasta flor innombrable,
mora luna cristiana,
y hecha de gratitud, no de certezas,
es mi oración mestiza como tu,
más pasión que armonía,
y hay en ella también nichos de sombra,
arcos indescifrables,
trozos de piedra en cuyos talismanes
tal vez reposa Dios,
sin nombre, sin historia,
efundiendo sin fin una paz inhumana,
una paz sobrehumana,
que alcanza a todo ser,
a toda encina o piedra,
y no promete nada pero enseña a vivir,
v no promete nada pero enseña a morir,
y mientras dure el tiempo
nos da en torno su rosa,
y a lo lejos su estrella,
y enseña a cada quien a estar solo con ella. 



LA PRISA DE LOS ÁRBOLES


Saltan gacelas rojas por el campo inundado
y sobre el puente cruzan los trenes altos.
¿Qué harás en un país lleno de dioses?
Ya sólo ves la prisa de los árboles
viajando hacia el ayer. Van a reunirse
con tus tardes de infancia.
No puedes detener estos bosques que corren
con duendes y con fénix
hacia el rumor de lo irrecuperable.
Cuántas cosas allí, qué rostros bellos
como flores de un sueño, qué casa en las colinas
custodiada por duendes ron cuerno humano.
Lo que temí y amaba,
el joven de oro con su extraña sonrisa
que no descifró el mundo,
y cada luna sobre cada amor
y un pez saltando entre palacios muertos.
Lo que quiero decir, lo que olvidé, y el sueño
de esos ríos de plata cruzando la llanura,
del tapiz verde que unas manos hunden,
del poeta en su barco de cristal por las selvas,
del árbol lleno de manzanas granate
que vino de Moldavia a recordarme un rostro,
lo que quiero nombrar y no halla nombre,
y ese pájaro azul, salido de una fábula
que vuela ante mis ojos, mientras el tren recorre
las llanuras del Ganges.
En todo está la prisa de los árboles,
en todo el rojo duende presuroso,
que da miedo a las piedras y dolor a las torres
y amor a las persianas de las casas vacías,
y sueño a las estatuas cuando el sol, cuando el cuervo.
Otra vez aquí está lo que no ha de decirse.
Estoy pensando ante los bosques en fuga
en una noche junto al río en Rosario,
en una noche lenta junto a la enredadera,
en esa tarde en que llovía en Cali
y tu tenias un traje rojo.
Hay nidos, hay canciones en los nidos,
hay miedo en las canciones,
hay belleza en el miedo,
misterio en la belleza,
misterio
en la belleza.