lunes, 14 de marzo de 2016

No nos dejes caer en la tentación mas libranos del mal. FERNANDO SEBASTIAN Obispo de León

Juan de Flandes. La tentación de Cristo
(Washington, National Gallery)
 
No nos dejes caer en la tentación mas libranos del mal. Amén.

El hecho de que Jesús incluya esta petición en el modelo de oración que transmite a sus discípulos, nos lleva a pensar que la tentación no es en la vida cristiana algo ocasional y pasajero. Tiene que tratarse, más bien, de una situación permanente, con la cual ha de verse el cristiano a lo largo de su vida.

La Biblia, que es, o por lo menos refleja, el mundo espiritual de Jesús, destaca sobremanera este aspecto de riesgo y de lucha que tiene la vida y la fidelidad del creyente. La respuesta del hombre al Dios de la salvación no es una respuesta fácil, no es una respuesta pacífica. El hombre es probado en su fe, tiene que resistir y superar tentaciones, no puede dejarse vencer por los enemigos de su salvación, por los engaños y astucias del enemigo (cf. Mc 4,13-20).

Hay relatos típicos de estas pruebas y tentaciones, como puede ser la tentación de Eva y Adán, la tentación o prueba de Abrahán, las tentaciones del pueblo en el desierto o en el exilio, las tentaciones del mismo Jesús, las tentaciones escatológicas de la Iglesia y de los cristianos que presenta el Apocalipsis.

En vez de seguir literalmente o cronológicamente los relatos de la Biblia, que nos proporcionarían multitud de sugerencias interesantes, podemos también tratar de organizar de manera más bien sistemática lo que nos dice la Biblia, la doctrina de la Iglesia y la experiencia cristiana de cada día sobre este aspecto de la vida cristiana.

Para comenzar, quiero subrayar la idea ya expresada de que la vida cristiana no está nunca presentada como algo fácil, algo que discurra suavemente con naturalidad por sí mismo. La vida cristiana tiene su lucha, padece una violencia, es un combate que requiere de nosotros concentración, entrenamiento, esfuerzos, renuncias, fortaleza de ánimo. Y, por encima de todo, requiere ayuda, iluminación, fortaleza, asistencia del Señor que venció en su vida y en su muerte. De una vez por todas, las fuerzas del pecado, del mal y de la muerte. Con demasiada frecuencia nos hacemos la ilusión, una ilusión cómoda, de que podemos ser buenos cristianos dejándonos llevar de nuestra vida espontánea sin empeñarnos a fondo en el esfuerzo de este combate espiritual, combate de nuestra fidelidad, de nuestra purificación, del continuo discernimiento y de la continua conversión, del continuo recurso a Dios por la oración y la penitencia (cf. Hb 10,32-39).

Los hombres, respecto de Dios, vivimos en este mundo en una continua situación de prueba. Prueba que proviene, radicalmente, de nuestra misma naturaleza humana. Tanto las dificultades adversas como las favorables, ponen a prueba nuestra fe en Dios, nuestra fidelidad. El sufrimiento, la soledad, las persecuciones o la simple incomprensión y, por encima de todo, la muerte nos ponen en situaciones difíciles, en las que resulta arduo creer de verdad que Dios, el Dios padre y misericordioso de Jesús, está a nuestro lado. De siempre el dolor humano ha sido una tentación para el hombre contra la bondad, la providencia y la misma existencia de Dios (cf. Job, 10).

Lo mismo que estas situaciones de sufrimiento y de prueba pueden provenir de la misma naturaleza humana, de su debilidad frente a los cataclismos ciegos de la naturaleza, de su propia debilidad y caducidad interior, pueden también provenir de la equivocación o de la malicia de los hombres: el abandono, la calumnia, la persecución, etc.

El desierto y el exilio son las grandes experiencias, los grandes símbolos bíblicos de esta condición humana. En el desierto el hombre descubre su propia debilidad, sus profundas carencias, vive dolorosamente el silencio y la inactividad de Dios. En esta situación nace la desconfianza contra el Dios que nos eligió, la búsqueda de otros dioses que nos salven más rápidamente, sin tantas demoras, la añoranza de lo que uno podía tener antes de salir a la búsqueda de la tierra prometida, las falsas alianzas con los poderes y los bienes de este mundo. El desierto es el lugar de la prueba y el lugar de la tentación. El lugar del combate con el diablo (cf. Mt 4,1).

Digamos antes de seguir adelante que este período de prueba, la Biblia y la simple experiencia humana lo descubren como algo necesario para provocar la autenticidad de la fe, para que el hombre dé cuenta de sí con verdad, al margen y por encima de las apariencias y de las conveniencias. En la historia de Israel, como en la historia de cada uno de nosotros, las grandes pruebas son momentos de dificultad y de riesgos, pero son también los momentos del mayor crecimiento, de la mayor purificación, del avance y de la profundidad en nuestras actitudes religiosas, que se llaman fe, desprendimiento, confianza en Dios, entrega de sí, experiencia de la paz y del gozo de sentir al Señor cerca de nosotros, o de sentirnos nosotros cerca de Él. (cf. 1 Pe 1 7).

A lo largo de esta exposición las palabras prueba y tentación fácilmente se intercambian. Y es que la prueba se convierte fácilmente en tentación. Y la tentación es también prueba. Pero para ser finos en nuestros pensamientos tendríamos que decir que Dios prueba, solamente el demonio tienta. Dios permite situaciones dolorosas o difíciles donde tengamos que recurrir a El afianzando y manteniendo nuestra fe contra todas las apariencias, porque El quiere nuestro crecimiento en la comunicación con El, verdaderamente libre y amorosa. Pero estas situaciones se convierten o se pueden convertir en positivas inducciones al mal, al pecado y a la perdición, por obra de un personaje siniestro del cual la Biblia, el evangelio y el propio Jesús nos hablan con bastante más frecuencia y dramatismo del que se podría pensar a la vista del silencio que ahora se guarda respecto de él.

Efectivamente, la Biblia, los evangelios, Jesucristo, nos hablan de Satán (el adversario), del demonio (el calumniador, el acusador, el mentiroso), como de un ser espiritual, opuesto a los planes de Dios. El aprovecha la debilidad del hombre, las dificultades de la vida, el temor a la muerte, la oscuridad de nuestra fe, para apartarnos de Dios y hacernos entrar por otros caminos: los caminos de la rebeldía, la impiedad, la desconfianza, la idolatría de las cosas de este mundo, la adoración y autosuficiencia más o menos disimulada, las esperanzas mentirosas de una salvación a corto plazo que constituye la tentación de la impaciencia. Luego resulta que esta esperanza es mentirosa y falsa y da lugar a nuevas búsquedas afanosas y angustiadas. Y uno se enreda cada vez más en sus propios laberintos y se aleja progresivamente de la claridad, de la simplicidad, de la bondad y de la paz del que vive de cara a Dios. La muerte, como siempre, es la que deja al descubierto la falsedad de estos caminos, la inutilidad de estos esfuerzos, la imposibilidad de una vida verdadera fuera de la alianza con Dios y de su gracia.

Dejemos a un lado las representaciones más o menos imaginativas e infantiles del demonio. Quedémonos con la sustancia de las cosas. Según la doctrina de Cristo y de la Iglesia existe el demonio y existe su misteriosa influencia sobre nosotros. No querer pensar en ello puede ser un síntoma sutil de autosuficiencia, de secularismo espiritual, de no vivir nuestra vida en un clima auténticamente religioso. Con el infantilismo de las exageraciones imaginativas hemos perdido también algo de la profundidad y de la intensidad de nuestra fe (cf. 1 Pe 5,8). 


Con esto hemos comenzado ya a comentar la segunda parte de la petición que estamos meditando: mas líbranos del mal, o del maligno, como dicen otras versiones.

Pero el mal no viene solamente del demonio. Encuentra en nosotros una cierta complicidad. Me refiero al pecado original, algo que es también importante en la visión cristiana del hombre y de la vida, y que ahora algunos corren el peligro de olvidar. Dejando otras cuestiones más técnicas que no son aquí del caso, yo creo que esta afirmación de la doctrina de la Iglesia es tan importante que, sin ella, no se puede apreciar ni comprender lo que significa la gracia de Dios. El dogma del pecado original no es más que el reverso del dogma de la gracia. No se trata de un pecado personal, es más bien un estado original que llevamos con nosotros mismos, que consiste en el original desconocimiento, miedo y desconfianza de Dios, en la original resistencia a dejarnos llevar más allá de nosotros mismos, de nuestras propias seguridades.

Este pecado se perdona y se destruye por el bautismo, el sacramento de la fe, que es exactamente su negación. Pero mientras la fe no es perfecta, el pecado, aunque sustancialmente vencido, sigue pesando en nosotros, dificultando nuestra entrega a Dios, favoreciendo desde dentro, como una quinta columna espiritual y moral, la obra y la seducción de Satanás: la vida del espíritu se nos hace oscura, sacrificada, incierta; y, en cambio, las cosas y los bienes de este mundo se nos presentan como más atractivos, más seguros, más verdaderos y más salvíficos. Podríamos repasar el capítulo séptimo de la carta de San Pablo a los Romanos, como un testimonio dramático de esta lucha interior que todos llevamos con nosotros.

Después de este recorrido, podría alguno sentir la angustia de encontrarse ante una situación irremediable. Ese es un buen camino. Porque es verdad que para nosotros mismos la salvación es una cosa imposible. Necesitamos la salvación venida desde fuera, necesitamos sentirnos necesitados de salvación. Sin esta experiencia no puede haber vida cristiana auténtica ni profunda. Pero afortunadamente esta salvación está junto a nosotros.

A partir de estos datos cobra fuerza la consideración de Jesús como vencedor del Dolor y del sufrimiento, vencedor de la muerte, vencedor del pecado, vencedor del demonio. El maligno ha visto quebrado su poder sobre los hombres por la piedad de Jesús en la adversidad, por su confianza y obediencia en la muerte, por el poder de su resurrección (cf. Jn 12,31).

Quedan las luchas escatológicas, los asedios del mal contra la Iglesia, contra los creyentes, contra la auténtica realización del hombre, de los cuales hablan simbólicamente las profecías del Apocalipsis. Pero la victoria está ya conseguida en Jesucristo y por Jesucristo para todos los que crean en El. No hay otro nombre en el que los hombres puedan ser salvados (cf. Ef 6,10-20).

Si después de terminar la exposición de esta última petición del padrenuestro, lo recitamos de nuevo, en él encontramos todos los elementos y las garantías de nuestra victoria.

Pedimos que no nos deje caer —o entrar— en la tentación, que nos libre del mal. Y El nos libra ya mientras estamos haciendo esta súplica, porque nuestra misma oración es antídoto contra la tentación y contra el mal.

Somos fuertes cuando invocamos a Dios como Padre, sintiéndolo cerca de nosotros acogedor, misericordioso, fuente y garantía de nuestra vida: Padre mío y Padre de todos mis hermanos, de todos los demás hombres que son hermanos míos a la sombra del mismo Padre.

Somos fuertes, cuando lo sentimos y lo proclamamos santo, es decir diferente y vivo, sólido y auténtico, permanente y definitivo. Porque El es santo, podemos nosotros ser también santos; o, por lo menos, no resignarnos al pecado, no sucumbir al engaño del pecado.

Su reino, que viene sin cesar desde Jesús, por su Palabra, por los sacramentos, por el poder de su gracia y su espíritu, es salvación, libertad verdadera, vida auténtica, santidad.

Su voluntad que sólo se cumple del todo en el Cielo, es en definitiva su amor glorificante, liberador y salvador.

Todas las peticiones del padrenuestro son vehículos de salvación, peldaños de esa victoria permanente contra la tentación y contra el mal, contra el pecado y contra el poder de la muerte. ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por Nuestro Señor Jesucristo! (1 Cor 15,57).

Del libro:
Fernando Sebastian
Abba. Padre nuestro.
Marcea ediciones
1981

El pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Esteban Tejedor.



El pan nuestro de cada día, 
dánosle hoy
ESTEBAN TEJEDOR

Al rezar el padrenuestro, una de las tantas veces que lo he rezado en mi vida, y al preguntarme cuál era mi tentación del momento, pude comprobar que era, entre otras, la de la vanidad.
Y entonces, tomando el Evangelio en mis manos me puse a la escucha de la Palabra de Dios. Ha sido una especie de oración contemplativa. Me esforzaba —en un clima de oración— por escuchar y recoger los latidos del corazón de Dios en las palabras de su Hijo Jesús. Pero a la vez, quería recoger el palpitar del corazón de todos los hombres con sus problemas de hambre, de paro, de marginación, de violencia y de explotación injusta. Y así, rumiando y rezando, yo mismo me hacía mil preguntas y cuestionamientos a mi propia vida, y a la de todos aquellos que con tanta ligereza y superficialidad rezamos el padrenuestro. Me sentí fuertemente interpelado por esa Palabra viva y exigente.
Y de todo eso, y de algunas notas espigadas de aquí y de allá ha salido esta catequesis que quiero compartir con vosotros como un pedazo de pan caliente que vamos a comer juntos en esta mesa de la amistad y de la confianza.
Por eso, sin presunción de ningún género ni arrogancia de ninguna clase, os puedo asegurar que todo esto que vamos a compartir, antes lo he intentado digerir, hacerlo muy mío, vivencia personal y experiencia enriquecedora.
F dio sobre el tema del padrenuestro —aparentemente tan conocido- ha producido en mí vida. Somos muy propensos a cosas novedosas y doctrinas sensacionalistas, olvidando o, al menos, no aprovechando suficientemente la riqueza inmensa que tenemos en cualquiera de las expresiones de nuestra fe cristiana. Confieso sinceramente que jamás me había detenido a reflexionar en profundidad sobre esa oración que todos aprendimos de niños de labios de nuestra madre. Y la conclusión a la que estoy llegando es que todos necesitamos profundizar más y más en los contenidos y exigencias de lo que decimos creer. 

Y a este propósito quiero traer aquí algunas expresiones de Fernando Sebastián, nuestro obispo, extraídas de una de sus cartas desde la fe, que sobre la catequesis nos dirigía en noviembre de 1979.

”La situación de la Iglesia ante las exigencias de los nuevos tiempos hace que la catequesis pase a un primer plano de la atención y de la importancia… El ambiente social y cultural en que vivimos no nos ayuda a descubrir la fe ni a mantenerla… Se hace imprescindible un esfuerzo mayor de formación… Todos necesitamos renovar y profundizar nuestra comprensión de la fe, conocer mejor las exigencias morales de la vida cristiana, fundamentar nuestros criterios de conducta ante los nuevos problemas que se plantean en nuestra sociedad… Tenemos que ser capaces de presentar el evangelio y el mensaje de Jesús de Nazaret a las nuevas generaciones a la vez con fidelidad y con actualidad.” 

Y es que la vida cristiana sólo puede vivirse con autenticidad y fecundidad sí se es claramente consciente, tanto de sus contenidos teóricos como de sus exigencias éticas y evangélicas, y de sus responsabilidades históricas. Y a la vez que, comprendida y reasumida intelectualmente nuestra fe cristiana, celebrada comunitariamente, y expresada mediante acciones en la existencia personal de cada creyente y de la comunidad que la celebra. 

Contenidos intelectuales, celebraciones comunitarias y expresiones encarnativas que hay que reasumir en cada situación nueva, ya que cada hombre, cada grupo humano, cada generación ha de saber hacer una lectura creyente de la existencia humana, de la sociedad en que vive y de las esperanzas que sobre una y otra se proyectan.
Si a esta necesidad permanente de asumir la fe desde la propia biografía individual y desde la situación histórica de cada creyente, añadimos las convulsiones que está sufriendo la conciencia espiritual contemporánea y el rápido giro que, tanto en el orden cultural y social como en el económico y religioso, está tomando nuestra sociedad, entonces, es manifiesto para cualquier creyente, medianamente responsable, que estamos ante un reto histórico. Por lo que hemos de tomar conciencia clara de nuestra identidad cristiana y de obrar en consecuencia, o desistir de seguir manifestándonos como tales. 

Porque hoy no es posible arrastrar una fe cristiana de cuyo valor intelectual no se esté plenamente convencido, a la vez que no se la reconozca una fuerza humanizadora para la vida humana y liberadora para la vida social.
Sólo esta conciencia ciara de lo que la fe es, de lo que la fe vale y de lo que la fe puede aportar al hombre de hoy y de siempre, sólo una conciencia así, puede permitir al cristiano estar confiada y alegremente presente en este concierto o desconcierto de ideologías, de grupos y de programas que protagoniza nuestra sociedad actual.
En el primer capítulo Felipe F. Ramos, al decirnos cómo había nacido el padrenuestro, nos lo presentaba como el carnet de identidad de cualquier discípulo de Jesús de Nazaret. Si los que rezamos con frecuencia esta oración profundizáramos y viviéramos sus contenidos y exigencias, caminaríamos alegres y seguros por los senderos de nuestra vida cristiana. 

Los discípulos de Jesús, como cualquier otro grupo religioso, buscan su identidad, se quieren definir y aparecer con sus características propias y peculiares. Todos los grupos religiosos tienen su oración propia, que los define y a la vez les da una concepción del Dios en quien creen, del hombre y de la historia. También los discípulos de Jesús tienen una oración que es expresión de vida y de comunicación o diálogo con el Dios que Jesús les ha revelado. 

Pero al referirme a las razones por las que Jesús enseña el padrenuestro, como expresión de oración y de vida, pienso que El nos quiere hacer ver quién es Dios Padre y cómo El lo refleja en sus relaciones íntimas con Dios. Jesús es el espejo del Padre. Y El quiere que sus discípulos, a su vez, lo sean como El lo es. De ahí que sea conveniente reflexionar, aunque sea de una manera transitoria en las relaciones íntimas de Jesús con Dios. Pues en la medida que más ahondemos en este conocimiento, nuestra referencia a Dios, si pasa por la referencia a Jesús, será más auténtica y transparente.
Los evangelios nos recuerdan la experiencia que tenía Jesús del Padre y cómo vivió su existencia humana a partir, precisamente, de su intimidad con Dios. El Padre era para Jesús la norma, el centro, el eje y la medida de su existencia. Jesús experimentaba a Dios como algo absolutamente trascendente, santo e inmutable, y al mismo tiempo como Padre. 

Por la lectura de los evangelios deducimos la concepción que Jesús tenía de Dios, como exigencia de su religiosidad, de su fe y de su conducta vital. Era como una síntesis de las tradiciones más puras y elevadas, sobre Dios, y que latían en la conciencia del pueblo de Israel, y que habían sido transmitidas a través de la historia del pueblo de Dios por los patriarcas, profetas, salmos… 

A partir de esa experiencia y de esa síntesis personal Cristo vivió siempre desde el Padre y para el Padre su vida de fe y de oración. La fe bíblica es una actitud integral del hombre ante Dios que comprende un reconocimiento del Dios trascendente, una confianza plena en el Dios salvador y una fidelidad absoluta a su voluntad. Y el evangelio nos ofrece una síntesis de esa fe de Jesús en Dios Padre, su conocimiento, su confianza y su esperanza, así como su obediencia abnegada y generosa. 

Y así vemos cómo toda la vida de Jesús se desarrolla en intimidad de oración y diálogo amoroso con su Padre Dios. Recurre a la oración como búsqueda de la voluntad del Padre. Su oración-era comunicación efusiva con el Padre, búsqueda de su voluntad, ofrenda a favor de los hombres, petición ferviente de la llegada del reino de Dios, alabanza y acción de gracias al Padre. La oración de Jesús no era un ejercicio ascético en un mundo paralelo. La oración lo era todo en la vida de Jesús: el motor y el corazón de su compromiso con la voluntad del Padre y la instauración de su reino. La oración de Jesús desencadenó la historia de su fe como anuncio y realización del plan de Dios sobre la humanidad. La historia de Jesús, como hombre profundamente religioso y como creyente, como proclamador y realizador del reino de Dios es la historia que se realizó en la intimidad con el Padre a través de la más profunda, constante y generosa vida de oración. Desde esta experiencia de oración pura y fecunda, denunció los defectos y deformaciones de la oración de los hombres de su época, y enseñó a sus discípulos la oración de su reino, es decir la oración del padrenuestro (Mt 6,5-13). 

Los discípulos le piden a Jesús que les enseñe a rezar al estilo de cómo ven que lo hace El, que se dirigía con frecuencia a su Padre en cualquier lugar y por cualquier motivo, pero siempre con naturalidad y como una actividad totalmente normal y permanente en su vida. Y la gran sorpresa que la oración de Jesús nos produce es la ausencia total de palabras raras, frases elocuentes y, sobre todo, de contenidos incomprensibles. Todas son cosas directas y necesidades humanas importantes, en las que el interés del hombre no se desplaza a esferas ultraterrenas ni a mundos sobrehumanos. 

Dios y el hombre se encuentran en la necesidad que el hombre tiene de verse acogido, ayudado, perdonado y todo para que el mundo sea un lugar más habitable, un lugar de encuentro entre Dios y los hombres. 

Cada expresión, cada petición del padrenuestro es como una llamada de acercamiento del hombre hacia Dios y de los hombres entre sí. Pues el “santificado sea tu nombre” no se trata tan sólo de un título que dirigimos a Dios. Es una exigencia para conseguir una forma de vida que deje bien patente ante los hombres que Dios no es un ser extraño ni ausente, sino el Padre bueno, cercano e interesado por los hombres sus hijos. Pero esta experiencia sólo es posible en una realidad de hermanos. Sólo cuando los hombres vivimos como hermanos es como se hace presente la experiencia de la paternidad común. Hablar de Dios como Padre es algo vacío si no se ve reflejado en la vida fraterna de quienes lo invocamos como tal. Si no somos hermanos, aunque recemos el padrenuestro, Dios seguirá siendo un ser extraño para los hombres. 

Pedimos que “venga su reino” como la aspiración profunda del corazón humano hacia una convivencia distinta a la actual y en la que prevalezcan los valores del reino que son la libertad, la justicia, la sinceridad, el amor, la fraternidad y la paz. La petición dirigida a Dios Padre indica la urgente necesidad que tenemos por lograrlo, cansados ya de un mundo violento e injusto. Pero indica también el urgente compromiso nuestro, de los que rezamos el padrenuestro, por tratar de hacerlo realidad. Debemos trabajar y hacer posible un mundo mejor, porque es posible hacerlo, y porque Dios está empeñado con nosotros en su realización, y así cumpliremos su voluntad. 

De ahí que, al tomar el padrenuestro en nuestros labios, hemos de ser conscientes de que es una expresión de vida y de oración. Es la oración por antonomasia del Cristiano. Es afirmación de lo trascendente pero a la vez compromiso con el reino y sus exigencias. Rezar el padrenuestro sin sentirse implicado en lo que se dice, pienso que es falsedad, y pedir sin sentirse comprometido con lo que se pide, es hipocresía. Reflexionar religiosamente sobre el padrenuestro, tal y como salió del corazón y de los labios de Jesús de Nazaret, necesariamente ha de llevarnos a revisar, profunda y responsablemente, nuestra vida de creyentes cristianos.

Pero vayamos a la petición específica, “el pan nuestro de cada día dánosle hoy” para que nadie piense, ante esta introducción tan prolongada que esté intentando escamotear el tema concreto. Y es que pienso que la aplicación y concreción de todas y cada una de las peticiones han de estar, necesariamente, enmarcadas en el sentido y contexto del padrenuestro.
Es fácil para todos nosotros entender el sentido de la palabra pan, pues estamos plenamente familiarizados con él. Lo mismo ocurrió cuando Jesús pronunció esta palabra. Pues para Israel, como para todos los pueblos mediterráneos, el pan ha sido siempre el producto base de la alimentación. Así el autor sagrado, al interpretar el castigo de Dios al primer hombre pecador, le condena a “comer el pan con el sudor de su frente”, como expresión totalitaria para indicar el esfuerzo que requiere la subsistencia. En la interpretación religiosa de la historia de los orígenes de la humanidad, el pan compendia el logro de todos los esfuerzos y afanes del varón, como los dolores de la maternidad resumen las penalidades de la mujer.
Esa primera mención del pan en la Biblia sigue vigente en todos los relatos históricos que aluden al mantenimiento del hombre como individuo y como comunidad tribal o nacional: carecer de pan es padecer necesidad, no disponer de los medios imprescindibles para una vida dignamente humana. 

La religión ya vista, siempre atenta a lo esencial, tiene en cuenta esta necesidad del pan, y exige al creyente partir el pan con el necesitado, “saciándole el apetito como prueba de religiosidad auténtica”. “El ayuno que yo quiero es que partas tu pan con el hambriento…” (Is 58,7). La fe en la soberanía y providencia de Dios sobre el hombre tiene su expresión en el hecho de que da el pan y lo quita, según que bendice o castiga al hombre agradecido o infiel. Abundancia de pan es abundancia de protección y favor divinos, y escasez de pan es duro castigo del pecado (Ex 23-25). “Vosotros servid al Señor vuestro Dios y El bendecirá vuestro pan…”. 

Por ello, en la felicidad mesiánica, el pan abundará y Dios proveerá para que todos se harten sin esfuerzo penoso (Is 30,23). Podíamos también ver el amplio uso que ha tenido el pan en el culto litúrgico, actuando como parte integrante de muchos sacrificios y como reconocimiento del poder divino que da la fertilidad a los campos.
Jesús ha mantenido en su mensaje toda la importancia del pan en la vida del hombre. Y al tiempo que ha excluido de sus seguidores toda solicitud desmedida por los bienes de la tierra, ha enseñado a sus discípulos a pedir al Padre  ”el pan nuestro de cada día”, que sin duda alguna tiene en primer término un sentido directo y vigoroso del pan material, necesario para poder vivir. Respondiendo a esta necesidad ha realizado el milagro de la multiplicación de los panes para saciar el hambre de las muchedumbres que le seguían en el desierto.
Y con ocasión de uno de estos milagros, Jesús promete el verdadero “pan de vida” que es la fe y la aceptación de su persona y su mensaje, y la recepción del misterio eucarístico, partiendo de una realidad cercana y bien conocida del hombre, para facilitar la comprensión de los misterios de la nueva revelación. Y la trascendencia decisiva de su persona para el hombre la ha compendiado en su proclama: ’Yo soy el pan del cielo que Dios os da… Yo soy el pan de vida, que quien me come no tendrá hambre ni morirá.. ”

‘El pan nuestro” está llamado a crear comunión con Dios y comunión con los hermanos. 

Ambos evangelistas usan el adjetivo “nuestro”. Y se puede tomar en doble sentido: Nuestro, porque el pan que comemos es de Dios y del hombre. Y porque el pan que comemos es mío y de los demás hermanos. Hay todo un lenguaje simbólico, expresivo y palpitante sobre el vocablo “pan”. Me gustaría hacer una referencia a una de las muchas simbologías sobre la palabra pan.
El pan llega a la mesa mediante un largo y penoso proceso de trabajo y de elaboración. El pan sale del trigo… 

Se me antoja ver en el pan un símbolo del misterio pascual. El pan nos da vida, pero solamente después de sufrir todo un proceso de muerte. Primero tiene que morir el grano enterrado en las entrañas de la madre tierra, donde necesita del calor y de esa especie de espíritu nuevo para convertirse en dorada y apretada espiga. Jesús mismo nos dice que si no morimos como el grano de trigo… Luego esos granos dorados y limpios que llevan en sí todos los esfuerzos, sudores y fatigas del labrador, han de pasar por otro proceso de muerte sometiéndose a la rueda del molino y ofreciendo su propia identidad y su protagonismo para fundirse en un puñado de harina, que luego sufrirá la fuerza de la levadura y del fuego para transformarse en pan de vida.
Y el pan hay que comerlo en trozos, para ser compartido, creando amistad y fraternidad entre los que comen del mismo pan. El pan está llamado a unir a los hombres, a crear familias, comunión entre el hombre y Dios, y entre los hombres entre sí. Y es que el pan es fruto de la providencia de Dios y del trabajo de los hombres: “bendito seas Señor Dios del universo por este pan, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres”. 

Pero si bien es maravilloso reconocer todas estas aplicaciones y simbolismos que podemos expresar con el pan, lo que intentamos es aplicar esta expresión a las necesidades del hombre para su digna existencia. Este pan que somete a todos los hombres a la ley del trabajo, les impone también observar las leyes de la justicia y de la caridad, únicas leyes capaces de garantizar un reparto equitativo de los bienes de la tierra. 

Y es bien conocido de todos nosotros que, cuando decimos que uno no tiene pan, es que está carente de lo más elemental para una vida digna. Y al llegar aquí podríamos situarnos en distintos planos o niveles: Uno que es, lo que podíamos llamar estado de derecho, es decir, ¿cuál será la voluntad de Dios con respecto a que todos los hombres tengan o no tengan lo suficiente para vivir dignamente? Otro puede ser, y pienso que llegamos al punto álgido de la cuestión, la situación de hecho, es decir, si todos los hombres tienen el pan de cada día. Y otro sería, ¿cuál debe ser la postura de uno que reza el padrenuestro ante esta situación alarmante de hambre en el mundo? 

En otra ocasión Jesús nos hace ver que Dios no nos hubiera llamado a la vida si no hubiera previsto nuestros medios de subsistencia. Y al decir “danos nuestro pan”, no estamos haciendo a Dios la afrenta de suponer que fuera necesario espolear su providencia para que vele por nosotros, pues sabemos que no se la niega ni a los que no se la piden, ni a los lirios del campo, ni a los pájaros del cielo. 

Lo que hacemos es confesar que de El es de quien reciben los hombres lo que necesitan para vivir: alimento, vestido, salud, techo… Y cuando Dios distribuye todos estos bienes a los miembros de la familia humana, quiere que ellos se los distribuyan equitativa y justamente, de modo que la opulencia de unos no sea el precio de la miseria y del hambre de otros.
Dios quiere que el hombre gane dignamente el pan con el sudor de su frente, lo que implica el primer derecho del hombre a un trabajo digno y remunerado.

Pero ¿cómo se están cumpliendo los planes de Dios sobre los hombres? 

El hombre es un animal de costumbres. Y la “fuerza de la costumbre” acaba por adormecer su conciencia y cegar su espíritu crítico, de modo que llegue a considerar normal y aceptable lo que en otro contexto consideraría intolerable y aberrante.
Así nos hemos acostumbrado a que en nuestra sociedad y en nuestro mundo coexistan, como la cosa más normal pobres y ricos, a que haya millones de seres que carecen de pan, de lo más elemental para su vida, mientras otros nadan en la mayor y más escandalosa abundancia. No vemos que en la desproporción existente entre pobres y ricos —a niveles personales, de clases sociales o de países— es una intolerable injusticia y una negación rotunda y escandalosa al plan de Dios.
Lo cierto es que las mayores desigualdades dividen al mundo y a la humanidad en dos enfrentados bloques.
El pobre es quien pide pan. Pero pobres son quienes carecen de recursos y posibilidades, los que viven al margen del poder político y del reparto económico, en la periferia de la cultura, de la vida social imperante, e incluso de la misma religión, carentes de una mínima seguridad económica, faltos de reconocimiento social y de posibilidades de defensa, y viven en permanente dependencia, caprichosa y tiranizante.
No son, como algunos piensan ingenuamente, personas claramente individualizadas y aisladas, fruto del azar, la pereza o el destino. Todo lo contrario, son una realidad colectiva, subproducto del sistema social que vivimos y del que todos somos responsables. 

El verdadero problema de la pobreza no se entiende simplemente con una mirada espontánea, ni siquiera con ojos de buena voluntad. Requiere un análisis objetivo y estructural de la sociedad. Los pobres son el último peldaño de una sociedad intencionadamente jerarquizada en la que los hombres se agrupan en diferentes clases sociales. El pobre, pues, no es una realidad individualizable y sin contextura.  Es alguien que, colectivamente, cuestiona el orden social imperante y denuncia la injusticia del sistema. 

Pero el creyente, el que reza el padrenuestro, no tiene sólo una mirada socio-analítica del pobre, identificando su pasión y las causas que generan los mecanismos de la pobreza. Supuesto todo esto, mira la clase de los empobrecidos con ojos de fe y descubre en ellos el rostro sufriente del Siervo de Yahvé. Y esta mirada no se queda en lo contemplativo, como usando del pobre para unirse al Señor. Cristo se encuentra identificado con ellos y quiere ser ahí servido y acogido. Visión socio-política y visión de fe que demanda de todos nosotros una solución.
Pero la verdadera pobreza no se remedia con un sistema de relaciones interpersonales de buena voluntad, ni por la simple ayuda de los que tienen más a los que tienen menos. Eso contribuirá, tal vez, a paliar necesidades urgentes y aisladas. Es quizá lo que resulta posible para muchos; pero no ataca la raíz del árbol social que, por tanto, seguirá produciendo frutos de miseria y de pobreza, de injusticia y de violencia. A veces no se podrá hacer otra cosa. Pero que eso no sirva para crear una conciencia tranquilizante en quienes ofrecen su ayuda, y de satisfacción y gratitud quienes reciben, reforzando así los mecanismos de dominación de unos y de dependencia de otros. 

Son escalofriantes las cifras de miseria y de hambre que todos los días vemos en la prensa y en los medios informativos. Valga como síntesis esta afirmación recogida hace pocos días en las páginas de uno de nuestros periódicos: “cincuenta millones de hombres mueren de hambre cada año en el mundo”; “en Latinoamérica mueren diariamente unos mil niños por desnutrición…” No podemos meternos en análisis de estadísticas sobre rentas per cepita, etc., pero en la conciencia de todos nosotros están aflorando ahora mismo los millones de parados, minusválidos, ancianos, marginados… Todos aquellos que carecen de lo imprescindible para una vida digna de un ser humano. Cuando pedimos el pan “nuestro” de cada día hemos de tener muy presente que se lo pedimos a Dios nuestro Padre para nosotros y para todos estos hermanos que no lo tienen. 

Y son muchos los que no tienen ese mínimo vital para vivir dignamente. Y no lo tienen porque el adjetivo “nuestro ha perdido su sentido, para traducirse en “mío” egoísta y cerrado. Decíamos que, rezar el padrenuestro sin sentirse implicado en lo que se dice, es una falsedad, y pedir sin sentirse comprometido con lo que se pide es una hipocresía. Cada vez que rezamos el padrenuestro, dada la situación alarmante, escandalosa y espeluznante de tantos miñones que se mueren de hambre, ha de ser una interpelación muy fuerte para nuestra condición de creyentes. Estamos en plena cuaresma. Tiempo de conversión. Y éste es nuestro objetivo. Todas y cada una de las peticiones del padrenuestro han de llevarnos a la conversión. Pero dudo que pueda haber expresión más exigente, más acuciante y más concreta que ésta del “pan nuestro”.

El padrenuestro fue la catequesis fundamental y fundamentante de las primeras comunidades cristianas. Vemos en el libro de los Hechos cómo, efectivamente, cristalizó esta expresión de vida y oración en una puesta en común de bienes. Y ese talante original de vida y de comunión de bienes fue su verdadero carnet de identidad. 

Al llegar aquí surgen muchos interrogantes y cuestionamientos para nuestra vida de creyentes. Una de ellas es ¿qué Dios estamos revelando cuando rezamos el padrenuestro? Jesús aparece como la identificación con el Padre, de tal suerte que quien ve a Jesús puede ver al Padre. Mediante sus dichos y sus hechos, Jesús hace presente al Padre —que es amor— entre los hombres. Dice Juan Pablo II en la Dives in misericordia que “Cristo se convierte en signo legible de Dios que es amor, se hace signo del Padre. En tal signo visible, al igual que los hombres de aquel entonces, también los hombres de nuestros tiempos pueden ver al Padre”. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías. 

El cristiano es el discípulo de Cristo que sigue su doctrina e intenta imitar su vida, y se esfuerza por reproducir su imagen y su presencia entre los hombres de su tiempo, y llama a Dios Padre, como El. 

Coherentemente todo cristiano que reza el padrenuestro ha de ser un espejo del Padre. Y la mayor incoherencia nuestra es “pedir a Dios el pan nuestro, y despreocuparnos de los que no lo tienen, cerrando nuestras entrañas al pobre y al necesitado.” No sé con qué audacia o irresponsabilidad nos atrevemos a decir el padrenuestro, cuando nuestros comportamientos son la negación de esa paternidad de Dios ai no reconocer en la vida la paternidad y la solidaridad con los demás hombres que, siendo también hijos del mismo Padre, no participan del reparto de los bienes comunes, porque los demás hombres los excluimos de sentarse a la misma mesa.
Esta petición es la encarnación de una verdad, o de una mentira. Es como la huella dactilar de nuestro carnet de identidad. Es la expresión concreta, real e inconfundible de nuestra autenticidad religiosa, de la verdad o de la mentira de nuestra condición de creyentes, verdaderos o hipócritas, según sea nuestro compartir el pan con el hambriento, o nuestro cerrarnos a los demás.
Si nuestro pan no es compartido, sabemos que, por mucho que recemos el padrenuestro, lejos de crear comunión, nuestras actitudes egoístas y cerradas son la negación más absoluta de la paternidad de Dios y de la fraternidad entre los hombres. Dejemos, pues, estas formas de comportamiento para los que dicen que Dios no existe; más los que le llamamos Padre de todos, demostrémoslo compartiendo ese pan que le pedimos para todos los hombres, y luchemos, desde nuestro compromiso de creyentes, para que en el mundo exista la justicia, la fraternidad, el amor y la paz, que patenticen el reino de Dios entre nosotros.
Un reino que está aquí; pero que es don y tarea, es gracia de Dios y compromiso del creyente.

Cuaresma es tiempo de conversión, de arrepentimiento. El reino —anunciado y hecho ya presente en la historia por Jesús, pero cuya definitiva realización todavía esperamos— es urgencia de conversión.
“Se ha cumplido el plazo, el reino de Dios está cerca. Arrepentíos, y creed el evangelio” (Me 1,15). “Arrepentíos, que el Reino de Dios está cerca.”
La conversión cristiana es siempre y fundamentalmente conversión al reino, y es un ponerse incondicionalmente, como Jesús, al servicio del reino.
A través del Antiguo Testamento vemos que el pueblo de Israel recibe la buena noticia de un futuro reino de Dios, traducido y articulado en promesas de libertad, justicia, paz y de reconciliación verdaderas. Son los profetas los heraldos de esa buena noticia que polariza las esperanzas del pueblo.
Entre las promesas del Antiguo Testamento sobre el reino de Dios, junto a la promesa de la paz (Is 24) y la de la nueva creación (Is 65,17), está la promesa de una justicia intrahumana (Is 61,1-3) que bíblicamente se concreta en defender a los débiles, en liberar a los oprimidos. En el pórtico de la cuaresma, la Iglesia, nos invita a la conversión. Para ello nos presenta el pasaje de Isaías (58,1-9) en el que hace una denuncia violenta del formalismo religioso. El pueblo acude a Dios, le consulta, le invoca, guarda el ayuno prescrito. Pero todo lo realiza sin espíritu, sin comprometer el corazón. Las prácticas piadosas son expresión del egoísmo. Y la penitencia que Dios quiere, la única que tiene sentido, es aquella que se traduce en servicio a los hermanos: 

“El ayuno que yo quiero es éste —oráculo del Señor—: Abrir las prisiones injustas partir el pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne.” 

Cada vez que aflore a nuestros labios esta petición del padrenuestro: “El pan de cada día dánosle hoy”, no podemos silenciar este sentido dinámico del reino de Dios que supone fundamentalmente el actuar salvífico y liberador de Dios, que exige modificar el estado actual de un mundo de muchos pobres y pocos ricos, para establecer la justicia, la libertad, la reconciliación, la fraternidad, la paz eterna y el amor inquebrantable.
Una de las características del reino de Dios en el que todo cristiano está comprometido, es la de abarcar y comprender al hombre en su totalidad, es decir, en tanto es un ser corpóreo, social e histórico.
Lo que precisamente distingue el reino de la tradición bíblica de los llamados “reinos místicos” propios de las religiones místicas o platónicas, es su dimensión terrenal, social e histórica. 

El reino anunciado por Jesús, aunque su definitiva realización es claro que trasciende la historia y dice relación al futuro absoluto, tiene sin embargo que ser anunciado, significado, preparado y hasta inicial y parcialmente realizado en esta historia terrena.
Toda concepción unilateralmente espiritualizada del reino, que prescinde de las implicaciones terrenas e históricas que hemos apuntado anteriormente, no es bíblica, y cristianamente debe ser descalificada.
Y el gran escándalo para nosotros es que, siendo el reino de Dios, el reino preferentemente de los pobres, de los oprimidos y de los que sufren (bienaventuranzas), éstos han sido desechados por los ricos y los poderosos de este mundo. 

Termino con esta traducción, quizá un poco libre y caprichosa del padrenuestro, pero que me gustaría que fuera una plasmación real y concreta de esa presencia de Dios en la vida, en nuestra vida, como don de Dios y tarea de lucha y de compromiso cristiano.

Padre nuestro que estás en la tierra,
en el surco, en el huerto, en la mina,
en el puerto, en el cine y en el vino,
en la casa del médico.
Padre nuestro que estás en la tierra,
en un banco del Prado leyendo,
en el cigarro, en el beso,
en la espiga, en el pecho,
de todos los que son buenos.
Padre que habitas en cualquier sitio
Dios que penetras en cualquier hueco
Tú, que quitas la angustia, que estás en la tierra,
Padre nuestro, que sí que te vemos,
los que luego te hemos de ver,
donde sea, o ahí, en el cielo.
(Gloria Fuertes)

domingo, 13 de marzo de 2016

Oración por la curación interior



Oración por la curación interior 

Señor Jesús, tú has venido a curar los corazones heridos y atribulados; te ruego que cures los traumas que provocan turbaciones en mi corazón; te ruego, en especial, que cures aquellos que son causa de pecado. 

Te pido que entres en mi vida, que me cures de los traumas psíquicos que me han afectado en tierna edad y de aquellas heridas que me los han provocado a lo largo de toda la vida.

Señor Jesús, tú conoces mis problemas, los pongo todos en tu corazón de Buen Pastor. Te ruego, en virtud de aquella gran llaga abierta en tu corazón, que cures las pequeñas heridas que hay en el mío. Cura las heridas de mis recuerdos, a fin de que nada de cuanto me ha acaecido me haga permanecer en el dolor, en la angustia, en la preocupación. 

Cura, Señor, todas esas heridas que, en mi vida, han sido causa de raíces de pecado. Quiero perdonar a todas las personas que me han ofendido, mira esas heridas interiores que me hacen incapaz de perdonar. Tú que has venido a curar los corazones afligidos, cura mi corazón. 

Cura, Señor, mis heridas íntimas que son causa de enfermedades. Yo te ofrezco mi corazón, acéptalo, Señor, purifícalo y dame los sentimientos de tu Corazón divino. Ayúdame a ser humilde y benigno. 

Concédeme, Señor, la curación del dolor que me oprime por la muerte de las personas queridas. Haz que pueda recuperar la paz y la alegría por la certeza de que tú eres la Resurrección y la Vida. Hazme testigo auténtico de tu Resurrección, de tu victoria sobre el pecado y la muerte, de tu presencia viviente entre nosotros. 

Amén.