martes, 24 de noviembre de 2015

Frambuesa




Parte utilizada:  Hojas y frutos

Principios activos:
Hojas: Tanino (10%), ácidos orgánicos, flavonoides, pectina.
Frutos: Vitaminas, ácidos málico, oxálico, tartárico, esencia, azúcares, vitaminas, ácido salícílico.

Acción farmacológica:
Hojas: astringente, diurético, antiinflamatorio. ligeramente laxante.
Frutos: vitamínicos, aromatizantes.

Indicaciones:
Hojas: Cistitis, oliguria, litiasis renal, faringitis, bronquitis, estomatitis, blefaritis, conjuntivitis.
Frutos: Escorbuto.

Formas galénicas / posología
Uso interno:
- Infusión: Una cucharada de postre por taza, infundir 10 minutos. Tres tazas al día.
- Frutos: Uso alimentario.
Uso externo:
Decocción: 30 a 50 gr/l., hervir 10 minutos e infundir durante otros 10. Añadir una cucharadita (café) de sal. Aplicar en forma de gargarismos, colutorios, colirios o baños oculares. 

El frambueso es depurativo del hígado, la sangre y los riñones. Por su abundancia en taninos pueden usarse las hojas para remediar las llagas de la boca y la inflamación de encías. Deben tener cuidado los que padezcan de gastritis pues los taninos empeorarán el problema.
Como todos los frutos rojos tiene antioxidantes, flavonoides, además de ser rico en vitamina C, lo que le confiere cualidades anticancerígenas y antienvejecimiento.

La mermelada de frambuesa es fácil de hacer; por cada kilo de fruto maduro se agrega medio de azúcar en una olla. Se calienta con calor suave. El fruto irá desprendiendo los líquidos; removemos para que no se pegue. Por ello el calentamiento ha de ser suave, removiéndose de vez en cuando, hasta que adquiera la consistencia deseada. 
Se reserva en frascos esterilizados y, cerrados boca abajo, se introducen en agua completamente y se calienta durante 20 minutos hirviendo el agua para su conservación.

En

 hay abundante información sobre esta planta.

sábado, 14 de noviembre de 2015

El gigante egoísta. Oscar Wilde

El gigante egoísta



      Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
      —¡Qué felices somos aquí! —se decían unos a otros.
      Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
      —¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz retumbante.
      Los niños escaparon corriendo en desbandada.
      —Este jardín es mío. Es mi jardín propio —dijo el Gigante—; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
      Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:


      “ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
      BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES“.
     
 Era un Gigante egoísta...
      Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
      —¡Qué dichosos éramos allí! —se decían unos a otros.
      Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
      Los únicos que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.
      —La Primavera se olvidó de este jardín —se dijeron—, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
      La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desbaratando las plantas y derribando las chimeneas.
      —¡Qué lugar más agradable! —dijo—. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
      Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
      —No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que pronto cambie el tiempo.
      Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
      —Es un gigante demasiado egoísta—decían los frutales.
      De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
      Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
      —¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la ventana.
      ¿Y qué es lo que vio?
      Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
      —¡Sube a mí, niñito! —decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
      El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
      —¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
      Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
      Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
      —Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
      Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
      Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
      —Pero, ¿dónde está el más pequeñito? —preguntó el Gigante—, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
      El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
      —No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.
      —Díganle que vuelva mañana —dijo el Gigante.
      Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
      Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
      —¡Cómo me gustaría volverle a ver! —repetía.
      Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
      —Tengo muchas flores hermosas —se decía—, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
      Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
      Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado y miró, miró…
      Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
      Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
      —¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
      Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
      —¿Pero, quién se atrevió a herirte? —gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
      —¡No! —respondió el niño—. Estas son las heridas del Amor.
      —¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? —preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
      Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
      —Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
      Y cuando los niños llegaron  esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.


Oscar Wilde

(Irlanda, 1854 - Francia, 1900)

lunes, 9 de noviembre de 2015

Manuel Rico

Manuel Rico Rego (nacido el 27 de octubre de 1952, Madrid), es un poeta, novelista y crítico literario español
Licenciado, 1982, en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha ocupado varios cargos políticos y es director de gabinete del Instituto Cervantes. Colabora en varios periódicos y revistas, ejerciendo la crítica literaria en Babelia, suplemento del periódico El País.
Sus novelas, giran en su mayoría en torno a la influencia en la sociedad española de la Guerra Civil y la posterior dictadura, caracterizándose por la precisión de sus descripciones. Su poesía es muy intensa y reflexiva, con un lenguaje muy personal.

Su labor literaria se inicia a principios de los años ochenta, participando del proceso rehumanizador que se produjo en la poesía española tras las corrientes culturalistas protagonizadas por la llamada “generación del 68”. En esa década publica sus dos primeros libros de poemas, Poco importa romper con las alondras (1980) y El vuelo liberado (1986), y su primera novela, Mar de octubre (1989) e inicia su colaboración en diversas revistas literarias.
En 1990 obtuvo, con su tercer libro de poemas, Papeles inciertos (1991), el Premio Ciudad de Irún. Su segunda novela, Los filos de la noche (1990), fue finalista del I premio de novela Feria del Libro de Madrid.
En 1992 publica poesía, El muro transparente. Después, Quebrada luz (1996), La densidad de los espejos (Premio Hispanoamericano Juan Ramón Jiménez de 1997), Donde nunca hubo ángeles (2003), y De viejas estaciones invernales (2006). Una amplia selección de su obra poética se recoge en la antología Monólogo del entreacto. 100 poemas (2007).
Premio Ciudad de Irún 1990 de poesía en castellano con su libro Papeles inciertos (Kutxa, San Sebastián, 1991)
Premio Esquío 1996 de poesía en castellano, con Quebrada luz (Colección Esquío. Ferrol, 1997). Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez, con La densidad de los espejos (Colección JRJ. Huelva, 1997).
Premio Andalucía de novela 2002, por Los días de Eisenhower (2002).
Premio Ramón Gómez de la Serna-Villa de Madrid de narrativa 2009, por Verano (2008)
Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández 2012, por Fugitiva ciudad (2012)
(De Wikipedia parcialmente).


Al fondo del espejo asoma el rostro.
Lo habías olvidado. Tanta alquimia,
su luz atenuó, su piel más virgen
te puso en cuarentena. Te ves. Amas
el mundo que, hondo cántaro, atesora
la mirada más cierta. Fueron muchos
los días de labor y fueron muchas
las palabras que dieron cierto tinte
de niebla a sus cabellos, las ciudades
que lo hicieron paisaje, esparto o mimbre
de un cesto donde ardían panes, huellas,
abiertos ventanales a la calle,
precipicios de luz, densos olores
a lluvia.
No te ocultes, no le dejes
en soledad al fondo de las tapias
y busca en el bolsillo sus esporas, lame
la miel que lo habitó, su paz, la génesis
que construyó sus formas con paciencia,
endureció su médula y contuvo
la tensión de sus curvas, lo hizo humano
continente, región de la experiencia,
cuévano de la noche o la alborada.




VISIÓN RECORDATORIA DE LA MUERTE

La amenaza del hueco de las cosas que fueron.
El dolor que en el hueco germina y se habitúa
añorando juguetes, presencias imposibles,
instalando en la estancia sus flores de papel,
el polvo y sus rescoldos. Llegan muertos en sombra,
muertos de estío en tardes amarillas, espectros
que la muerte dibujan en la piel de la vida.
Aquella frágil gasa en la ventana abierta
al temblor de la noche. Los rostros afilados
del desastre, los pómulos hundidos, derrotados
por un absurdo sueño interminable,
como abismos se abrieron frente al niño
de las tardes de fiebre, tosferinas y colchas,
y gritos callejeros y apacibles almohadas.
¡Qué torva llegas, muerte, a habitar esta estancia
abriendo entre los huecos espacio a tu dominio
de soles enfermizos y sueños en huida!
Muertos interminables como el padre de menta.
Un vendaval de muertos enturbiando sus ojos
muy jóvenes entonces mientras yo lo miraba
desde el lecho caliente donde ardía el verano.
Y él tocaba mi frente, mis axilas mojadas,
las mejillas vencidas por la fiebre.


*******

No desandes la senda, no te bebas
ese antiguo coñac, mantenlo intacto.
Mírate en el espejo cada noche:
todo sirvió, no hiciste mal con tanta
entrega.
Atravesaste las ciudades
lleno de certidumbres.
Allí quedó tu huella, ese temblor
que, cercano al asombro, hizo sendero.
Estuvo bien, no creas. Aunque afirmen
que fue inútil la fiebre, el tacto dado
con heredado empeño en la tarea.
Mírate en el espejo. No te rinda
la niebla de la edad, su calendario
negro, su patrimonio de azucenas
mustias. Sale el sol cada día. Hiere
con su garra el halcón, te desafía.
Contra el coñac antiguo te liberan.



LOS SESENTA. DESDE 1982

Entre las ruinas del presente muere
la vida que forjamos en un tiempo
que la niebla, la lluvia y la distancia
mudan en lejanía.
Los sesenta
y sus ubres cargadas de monedas de viento
se pudren en pasillos decorados
por el frágil cristal de la renuncia.
En callejas de frío empeñamos la luz.
Eran tardes de rosas y volcanes,
de avenidas sin ángeles y sueños construidos
en el canto, de noticias del norte
con sigilo escuchadas en tabernas de fiebre.
Las derrotas, entonces, eran sólo tropiezos
y era hermoso observar el horizonte
con la mirada virgen y el deseo,
inmune a sus secuelas, dibujando futuro.
Tanto tiempo y distancia, tanto olvido
se aposenta en la colchas, nos rodea,
que el sueño del reencuentro se dispone
a habitar nuestra casa, nos prepara
para la devoción de la memoria.
Sembramos aulas y tinteros, sendas
donde forjar la hazaña y desnudar
el amor heredado: eran los ecos
de George Brassens y era la lluvia
detrás de los cristales y era el miedo
vencido a contrasombra cada día.
Nuestra historia con alas, nuestra risa
crecida en tantos préstamos
de camas y canciones forjadas en el humo
de tabacos viejísimos,
aún tiñe las esquinas de esperanza.
Cálidos domicilios en la cuesta
de acceder a la luz, noches sin límite
afilando en papeles y escritura
sumergidas verdades: fue Vietnam
y su fuego. Fue también Barcelona:
una Europa cercana contemplándonos.
Y América cantando: norte y sur
confundían sus lenguas, sus metáforas.
Fumábamos sin pausa junto al fuego.
De prisiones hablábamos
en la España de octubre. Los domingos
sabían algo a sexo y su quimera
cruzaba la ciudad en los tranvías.
Maduramos aprisa: los espejos
otra edad ofrecían en cada amanecer.
Guardábamos el gozo en los baúles
de habitaciones clausuradas.
En los libros, subrayadas en rojo,
vivían las verdades. Años plenos
de promesas de hierba, de espejismos
de una luz inmortal en la palabra.
Crecimos sin saberlo. Los pupitres
menguaron en la misma proporción
y el encerado hervía de proclamas
que nutrían el frío de los años
con presagios y afanes.
Treinta octubres cumplidos. En su seno,
la herida de una pubertad forjada
sobre la espera inútil
del derrumbamiento.
Amábamos con fuerza y aprendíamos
senderos escondidos. Despertaban
nuestros antepasados
de viejas pesadillas al calor de la fruta.
En tazas de café bebidas en la niebla,
en rincones de sombra temblando en el suburbio,
en abrigos de paño y en barbas primerizas,
reinventamos la historia, dibujamos
praderas florecidas, ciudades luminosas,
hogueras.
Nuestras manos
construyeron palomas con la escarcha
heredada. Su vuelo emborronó los límites
impuestos.
Fue imparable.


*******

Pueblos varados en la noche espantan
tu sueño y te interrogan: ¿cuántas veces
cruzaste frente a ellos ignorándolos?
Con la alforja vacía fuiste lejos
en busca de océanos y cerezas:
en busca de océanos y cerezas:
era noche sin tregua por los campos
y luces, silenciosos
desfiles de fachadas de sombra.
Pesan sobre tu nuca y sobre el alma.
Tantos años dejándolos de lado
en senderos perdidos en la noche
justifican la tenaz pesadumbre
que amenaza por trigos y barbecho
con mojados aromas
de olvidados inviernos.
Y los hombres que sueñan, los aperos que duermen
son destellos que surgen de lo oscuro
como estrellas de nieve que iluminan
el coche detenido en un camino anónimo
donde intentas refugiar el cansancio,
meditar un instante, fijar cala en la noche.



PAPELES INCIERTOS (1990)

Jamás la certidumbre. Nunca
la posesión de lo absoluto.
Sí lo que abraza y reconstruye
tu frágil corazón con la materia
que forman las palabras, los apuntes,
las piezas de la vida
o de la muerte.
La tentación perenne que no evitas.
El tacto de la ropa acostumbrada
a tus vicios secretos.
La pasión de las horas entregadas
en bares derrotados y en bocas clandestinas.
La secreta función bajo la tinta
de esta pluma que adoras
por no ser sólo tuya, quién diría,
sino medio y cedazo
que recoge y que criba, selecciona
los datos, los temblores, las derrotas,
la luz difuminada de la tarde,
los aloja en el páramo
de esos folios vacíos, a la espera
de la letra y su luz,
del poder que los unge de un tizne diferente:
ser papeles inciertos, llanuras asequibles
a emociones difusas, a recuerdos y nubes,
a octubres memorables.




DONDE EL OTOÑO

I

Llueve con placidez.
En los campos de octubre, como lenta caricia,
el agua baña el tiempo,
llueve melancolía, nos ofrece
lo que siempre cantaron
los versos concebidos en otoño.
Brillan en la ciudad calles y aceras
y es gris la soledad bajo el asedio
de miradas que observan detrás de las ventanas.
Nunca gocé la opacidad
de esta luz fugitiva como ahora:
como en este refugio de la tarde.
Nunca la vida me ofreció las huellas,
los antiguos sucesos, las viejas devociones,
con tanto sentimiento.
Llueve con placidez y a lo lejos palpitan
claridades dudosas que iluminan
barros y yerbas, metales casi herrumbre.
En los parques lejanos
será la soledad luz apacible,
patria donde tocar la carne bajo el fieltro
del abrigo, en la resaca otoñal
que a la voz emociona y el sueño nos ablanda.

II

En toda la región la lluvia
disemina el otoño, se apodera
de campiñas, barbechos, cordilleras y alcobas.
Y te asaltan las brujas, los aceites, los untos ancestrales
que en aldeas perdidas sobreviven o sueñan.
Qué decir de los grajos
que rondan los conventos,
del ciprés o del álamo
que vela entre la lluvia cementerios
mientras camas viejísimas
reciben a alcahuetas y a putas miserables.
Qué decir de ese luto
eme avanza v entristece
e inunda las afueras de luces derrotadas.

III

No dejes que en la lluvia,
esa fuerza invisible que a tus ojos acerca
oleadas de noche, logre tu rendición.
Abraza la alegría
que fue tuya hace tiempo
a pesar del otoño.
Has de saber que el viento
que azota en esta noche la ventana
te quisiera ya preso,
conviviendo en sus pliegues,
desarmado y vencido.
Detrás de los cristales
late la resistencia
a este octubre de lluvia, crecen
lemas indecisos como versos ahogados
por la propia experiencia de otras lluvias:
del café donde la tarde se refugia
has de recuperar las viejas certidumbres
que brillaron un tiempo, sólo un tiempo.
Esa humedad de plata
que en la yedra dibuja destellos no previstos,
esa tapia maldita, ese guiño
de luces en declive, empujan a la huida,
a ensayar el repliegue
al caz donde el silencio te conmueve y te abate.

IV

En la lluvia, las voz de los ancestros.
En la lluvia, ecos de lejanías
alentando en la carne que anduvimos buscando
por cálidos cafés de madrugada.
Pero si amé la carne
tocada entre la ropa al filo de la lluvia,
si amé su tentación por los parques de otoño,
en esta tarde incierta de noviembre
quisiera acariciarla, marcarla con un beso,
apacible mensaje
de quien busca en el viento
su orilla y su prodigio, su hondo amparo.
Pero también la muerte.
Desde un tiempo prescrito, su presencia
con la lluvia se acerca invitando a la huida.
El deseo es a veces
negación del otoño en un cuerpo cercano.
Precipicio de niebla detrás de la ventana.



BARES DE MADRUGADA

Son como muelles cálidos viviendo entre la bruma.
Ensenadas pequeñas donde el vino reposa,
amaga y ennoblece como una novia antigua
recién recuperada.
Bares donde la noche
enlaza tanta angustia con músicas prescritas
y tiembla en lenta espera cuando el sol ha perdido
propiedad delatora y duermen sus rescoldos
hasta la amanecida.
En ellos, la ginebra a veces muda en llanto.
Las viejas sombras crecen. Y crece Lauren Bacall
—con luz en blanco y negro los labios entintados—
sobre el borde confuso de un amor imposible.
Bares donde la noche.
Donde el alcohol agrieta
a quienes fueron dioses y hoy son sólo memoria.
A la sombra del día. Tras la máscara mate
que un barniz desvaído establece en el rostro
el desorden más triste.
En ellos nadie adora.
Bares donde se esconden la pena y sus residuos.
Donde se observa el mundo tras un vidrio borroso.
Donde, a veces, los ojos, pintados de alegría,
ocultan los desastres de un antiguo naufragio.



VENTANAS

No sé si es el cristal.
Ese cristal que al campo
mira desde la casa como la evocación
de un invierno lejano. No sé de dónde acude
mi amor a las ventanas, a esas viejas ventanas
que refugian miradas que vigilan el aire
cuando llega el invierno y el crepúsculo crece.
No sé si el rostro visto, fugaz, como un destello,
tras el visillo azul de un balcón provinciano,
allá en la adolescencia. No sé si los contornos
de un cuerpo en desnudez cuando la amanecida
dejaba en la ciudad su mate transparencia
o el título de un libro de Jesús Izcaray:
Madam García tras los cristales.
Florecen en el folio ventanas y ventanas
cuando llega noviembre y el cuerpo tiende al hueco
y al calor de la casa.
Miradas peregrinas
viviendo atardeceres desde frías ventanas,
ojos que son testigos de una vida trenzada
en tanto ventanal, a cuya media luz
se exponen interiores apenas vislumbrados,
cuerpos pecaminosos, pupilas asombradas
ante súbitas lluvias, reductos del silencio
donde unas manos tientan escondites de lana
o la piel se somete a furtivas caricias.
Surgen de los desvanes donde la vida guarda
aromas no enterrados, miradas de voyeur
gozos casi perdidos, infecundas esperas,
mientras huyen los últimos borrachos del domingo
dejando en la ventana la huella de su paso.



I

¿Eran muro y audacia
la frontera?
¿Dónde entonces
su opacidad sin mella,
su piel indestructible, su antiguo
desafío?
¿Dónde su fin?
¿Dónde su destreza para robar mirada
a nuestros ojos?
¿Dónde la argamasa
que hizo suyos cuadernos, grapas, tizas,
enaguas y tinteros, sangre,
la palabra de William Carlos Williams
por ejemplo, los turbios pasadizos
que, allende el muro, aguardan,
por ejemplo?

II

¿Quién nos dijo que el muro
robaba el patio a la mirada, urdía
misterios y hermetismos, nos dejaba
sin el rostro de paso, sin el labio
de paso, sin el fuego
que en la noche crepita, al otro lado
de lo abarcable a ojo?
¿Acaso hay que pensarlo
en su versión de tapia
ya nunca transgredible?
¿No es el vicio
de la palabra escrita
el muro a levantar entre las sombras
y las luces, el muro
a construir entre el viajante
que hoy se cruza contigo, por ejemplo,
y su gris condición de humanidad vencida
lo que encuentra
algo más perdurable
que ese anuncio de números y fechas
que su presencia te convoca?

III

¿Quién nos dice
que un muro de palabras
oculta o desmorona
la realidad que nace
del aceite menguado o de la luz
estrecha?
Nada más poderoso
que la laica oración con que el lenguaje
nos redescubre el mar o la nevada,
nos hace confidencias,
habla de la memoria o del diario
que nos sirve el suceso
en la frágil bandeja del presente.
Nada más atrevido
que el pulso de la letra
que nos convierte en propietarios
de la mueca o del gesto
de ese viandante oscuro,
del agua que, a veces, nos habita,
del reto no consciente que brota en las muchachas,
de su luz en mudanza, poseída
por el rostro que, a veces, contemplamos
en la calle de siempre, donde el sueño
tiene cala también y nos visita.

IV

Por eso, el muro. El de la letra amiga,
el que nos llama y, al tiempo, nos destruye,
el que araña la puerta,
no nos deja tranquilos, nos sorprende
y nos cerca y quizá nos emborrache
un segundo quizá.

V

Oh muro transparente
que a la visión ayuda:
claridad del sendero,
lupa que agranda
el poder limitado
de mi conocimiento,
que enciende la hojarasca
y en su fuego es la luz
reverso de la luz.
Oh muro transparente,
luz en la madrugada,
tacto sobre las cosas,
clave de la experiencia.
Ardid de lo besado o roto
—un tango, un rizo, acaso
la multitud sin aire— ,
unión, convocatoria, empeño
para dar claridad, para dar vino,
para trenzar idioma: para dar.
Quién sabe.




MEMORIA DEL PRIMER POEMA
Oh goce inenarrable,
hundir la mano en tus entrañas,
remover tus estrellas.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

I

La ventana a la noche, como una inmensa boca,
trasladaba en su lengua
esa mezcla de aromas
y sonidos, ese piélago
del agosto nocturno, aquel agosto
ya nunca repetido
de obligados noctámbulos
abrazando jardines, apurando la brisa
con la fresca, extendiendo
inútilmente el día
más allá del violeta del crepúsculo,
más allá de los nudos invisibles
que enlazaban
la longitud del día a punto de apagarse
con el abismo de la bruma.

II

Era la noche al otro lado
de la luz amarilla de tu lámpara, era
la cercanía de las sombras
lo que daba
un tinte clandestino a aquella pluma
que extendía su incierto desafío
tras la puerta cerrada al resto de la casa
-largo sueño diario
de los seres amados, compartido paréntesis
con relojes, armarios, alacenas—
en lentos octosílabos que hablaban
del Juan Ramón violeta
que dormía también bajo aquel techo
en un libro de tapas bien gastadas
por roces y caricias de un muchacho,
no sabes si soñado, que buscaba en sus páginas
una luz intuida y, sobre todo,
el brillo inexplicable,
la fortaleza misteriosa
del arte.
Tú tenías
doce años tan sólo
y un desván de palabras
oculto en el tintero.

III

La noche se extendía
cruzada de rumores
bajo un cielo invisible de tan negro
que cruzaban caballos desbocados, voces
desconocidas, y un calor
que dejaba las puertas, las ventanas, la muerte,
abiertas a la calle como bocas insomnes.
En la noche, escribías —presa
de aquella fiebre, rehén de todo asombro—,
torpes imitaciones,
intentabas el robo de la luz
a la palabra ajena sin acierto.
No existían las horas.
Tan sólo tú y tu vicio
horadando la niebla, emborronando
cuanto papel llegaba a tus arenas.

IV

Tú y la noche y la pluma. Y el oficio
que construía métricas dudosas
donde se alzaban —imperfectos
también, titubeantes—
jardines decadentes, piedras ennoblecidas,
campos de invierno, y, sobre todo,
el corazón deshabitado
de quien nada sabía de la hoguera
que habrían de encender sus posteriores
inquilinos.
Doce años tan sólo
era tu edad entonces.
Y asumías la luz:
sus poderes, sus naves, sus playas, sus aceites,
sus mujeres en celo, sus novias prematuras,
te manchaban de vida
a la vez que escribías raros versos
como quien se masturba
a la temprana edad en que las horas
carecen del valor y del sentido
de bien perecedero que hoy mantienen.



REENCUENTRO

¿Hacia dónde la noche, esta noche
de reencuentros casuales,
donde al rescoldo de la fiesta
nuestros ojos, cansados, se sorprenden
descubriendo la magia algo apagada
de un instante feliz y muy lejano?
Alimenta el contacto y la palabra
el whisky que espera en la consola,
al lado de la última
traducción de los Cantos de Ezra Pound,
y el aliento regresa
desde una charla interrumpida
quién sabe si en el último setiembre, aquel encuentro
a la puerta de un cine en la Gran Vía,
“muchos años sin vernos, los hijos, no salimos
apenas”, y se amansa
la luz que fue destello, quizá euforia,
en los ojos
ligeramente envejecidos del reencuentro.




LLUVIA Y MEMORIA

¿Por qué bajo esta lluvia de la tarde
— una lluvia indecisa, a rachas, llena
de temblores, de signos—,
te hace suyo el recuerdo
de esos actos tal vez no repetibles
que vivimos en el viejo extrarradio
donde duermen gabardinas raídas,
labios, trenes últimos?
Las tabernas. Esas cuevas
donde huele a cerveza, a corcho
humedecido, a cuerpos que se rinden
tienen algo de ti, de aquel muchacho
que el pánico escondía en sus maderas
gastadas.
Las iglesias, oh refugio
del miedo y la amenaza, nunca
tierra donde el asombro, nunca
ladera para el pacto que la carne
exigía en la edad de los delitos.
Era un mundo cerrado, un predio
donde el azar hablaba, una pantalla
donde se dibujaban
prodigios que eran parte de la vida
como el corro infantil bajo la noche
de agosto, o la presencia
de unos hombres mordidos
por rebeldías que la historia
sembró en sus domicilios, como el miedo
que creció en la marea de sus ojos.




Recuerdo del poeta. El primer encuentro


                          A Manolo Vázquez Montalbán, que regresó a Bangkok
Fue en el Palace. No es fácil recordar
la ropa que llevabas. Sí tu estatura frágil,
tus ojos nunca azules, tu prestancia
poco convencional: bajo y sentimental,
amigo y memorioso, tenaz y periférico,
tierno y muy mala leche, también firme
cual la mirada amarga que en días vulnerables
nació en los autobuses que llevaban
de la ciudad burguesa a la desposeída.
Venías de la luz estrecha del Raval
al lector de poemas que fui siempre,
al joven que aguardaba,
en un Palace de espejos que reflejan distancias y carencias,
con ese temblor puro
que la proximidad del mito ablanda o desactiva.
Hoy me dicen que has muerto. Que en Bangkok
el viajero que huye fue inquilino
de todas las huidas y todos los espantos.
Con la noticia, como un baldón de fiebre y de memoria,
volvió el amigo que fue parte
de la ciudad sobrante y fronteriza.
El que escribió vengando la vida de los dioses
para trocarse en dios muy asequible.
El que no tuvo miedo aunque cruzara
su corazón el miedo del noi menesteroso
de la familia del sur y sin herencia.
Y regresó una noche de otoño en Barcelona:
la que aventó la niebla de antes de conocerte,
la que me dio tus claves, tus miedos, tus fantasmas.
Y entonces, durante aquellas horas
de whiskies imprudentes para tu corazón herido,
la sucia luz del barrio de tu infancia
se hizo mi propia luz y la noticia
de un padre desnortado y roto dibujó
mi orfandad de fieltro y de taberna,
la historia desolada de los padres
que vivieron muy poco, que jamás fueron jóvenes.




Hoy te miro y te sueño
de piel acariciable y medias negras,
de puta primeriza y sexo ineducado,
de habitación pequeña y colcha sin embozo,
de agridulce sonrisa y noche triste.
Tal vez porque el recuerdo pinte
a un mujer muy joven, esculpida
con la voz quebradiza junto a mesas ocultas
de perdidos cafés frente a innombrados parques
cercados por el ocre en la puerta de octubre,
te sueño de esa guisa y me estremezco
al oír tu pasado: la madera
del banco donde, a veces, nos hablaba
la soledad. La noticia del agua acariciando
puertos que te acogieron mientras leías
relatos de Cortázar o confusos informes
prescribiendo utopías y huelgas generales, la barraca
muriéndose en la tarde de un diciembre de hielo
mientras yo disparaba a inseguros muñecos
en un carrusel de invierno, justo al borde
de la ciudad que despertaba
de la más larga noche.
Pero hoy te miro. Los años
no te desdibujan ni te vencen.
Te han llenado de vida y de señales.
hablan de mí también, de nuestra historia
de perezas y dudas, de fiebres y de olvido,
de entregas algo fútiles
mas siempre generosas, casi ciegas
de juventud incandescente.



CASA DE CAMPO

Las mañanas de invierno,
esas mañanas frías,
sin llovizna ni niebla, cuando el aire
es pura transparencia y los objetos
muestran su forma y colorido
con la impudicia propia
del desnudo absoluto, extienden
por la Casa de Campo un anticipo
del tiempo posterior, una avalancha
de lo que el nuevo marzo
nos dejará en la mano cuando llegue.
Respiramos la luz. Hacemos propia
la duda que convive con la luz
en los ojos castaños de esa joven
que, con pausado ritmo, avanza
alrededor del lago y quizá busca
tu rostro entre los árboles.
Tal vez sea
el chándal amarillo,
o el salto leve y regular
de los senos ocultos e intuidos
—oh vaivén
de lo abundante, tenso e inmaduro
que su carne te ofrece—,
el hueco donde alienta
lo que te identifica con su duda.
Es la Casa de Campo
en la fría mañana de febrero.




OTRA MATERIA

I
Lo que es exactitud. Lo que perdura
entre el fárrago eterno de las horas,
lo que queda, en su brillo, en la mirada
en declive del hombre.
Su sonido
ya nunca intercambiable,
grabado en la palabra
con dolor construida, tal vez única
en su significado.
La mañana
o la tierra. Los ecos
de lo que no retorna, los ojos de otros ojos,
evocados con el temblor
de quien inventa
la nueva realidad, lo que es tangible
ya sólo en el papel por tinta herido,
al fin otra materia, trascendida
de la efímera hazaña del objeto
que observas a la luz de la mañana
con mirada común.
El viejo robo
de oficiantes sin nombre permanece
con intacto sentido, con idéntico azogue,
desde tiempos remotos. El mismo
esfuerzo siempre, el mismo empeño
que constituye el acto que eterniza
el segundo que muere entre tus dedos.

II
Y la memoria. El vino
donde la vida encuentra
pruebas de lo que muere,
briznas de la distancia
que hace de nuestros actos
oficio en despedida, zanja
donde la noche se hace omnipresencia.
Así también sorprende la palabra
la luz que recupera
de lo no perdurable, de lo ajado,
el súbito destello, la conjura
que atenúa el desastre
que el tiempo nos concede
trocando en vida intensa fotogramas
de todo lo que huye.
De nada sirven los relojes
cuando la vida encuentra
la contención del arte,
cuando las letras alzan
la dimensión de lo que anduvo
condicionando el gesto en otros años.
Juega con la memoria.
Tal vez inmortalice su oleaje.

III
El reverso del aire. El fulgor sometido
al vaivén que lo enmarca
o aclara. No es el verso
o el arte oficio oculto. Vive y nace y mantiene
su poder y su aroma
si sorprende la llama
en su fugacidad y la eterniza.
¿Quién podría, decidme,
arrancar de la vida y de su estela,
del caz contradictorio de unos hombres concretos
en un aire concreto
el acierto o la queja?
El poema tan sólo.
Esa luz donde el arte
de la luz se apodera.

IV
Escrita, nocturnidades al margen,
en los algo prosaicos —y medibles—
impulsos materiales.
Así desde el principio
de los siglos —si es que hubo
principio vez alguna—,
la pasión que transforma
lo visible tal vez en advertencia,
en percepción o música, en baranda
de contemplar el mundo en su reverso.
Por ello es el poema
la secreta ventana
que hará nuevo, inmortal, no destructible,
lo que sólo sería en otro caso
mortal alarde o gesto condenado.
Hay visiones que tienen
huecos inaccesibles,
esperas y recodos
ocultos, pliegues intuidos
de paso, rayas, sombras,
maleficios, ecos
de otras horas.
Es oficio del lápiz y su asedio
sorprender sus hogueras clandestinas,
su ansiedad o su noche amenazada.
Venga del hombre o venga
del vacío o la piedra la amenaza.


V
Lo que huye. Lo que ya no prescribe
a pesar de la huida. Lo atrapado.
La mesa o el jarrón, el labio o el diente,
la cabeza de ajo,
los ojos del terror y la amorosa
entrega de otros ojos. La ceja
enarcada de pronto, sorprendido gesto que remata
la duda indefinida.
La mano que te toca. También la que te rasga
las ropas interiores. La lluvia.
Los abrigos sombríos de la duda y del miedo.
Ese tren que atraviesa
la noche indiferente, tantas noches
también indiferentes.
El poema.
El arte.

VI
Donde asoma la tarde: en la ventana
o en el vaso de whisky, en ese engaño
que te aguarda en la mesa o te vigila.
En la piel que es temblor cuando los dedos
tocan las signos de la edad, tantean
territorios ocultos. En la ropa
tendida al sol que alguna vez fue tuya.
En la arena de agosto. En una playa
descubierta en Pavese aquel verano
de fiebres y lecturas. En la calle
del barrio que ya no nos espera.
En la lengua cortada en aquel tiempo
de la niebla. En la hora más triste, herida
de domingos. En los ojos del padre,
sembrados de hospitales y de muerte.
Siempre acecha esa luz que no prescribe.  

TORMENTA

Hace temblar el viento las tejas de la casa.
La luz se tiñe del gris de las tormentas.
Como las nervaduras
de una noche en la infancia, como antiguos
fantasmas o esqueletos, signo acaso
de una historia que es mía y que es de todos,
se voltean las ramas de los fresnos,
nos sorprende su danza
de sombras espectrales en el patio.
Invade nuestra casa un olor a humedad, a tierra ajada,
a pétalos marchitos, a hierba que fermenta.
Llora el viento a lo lejos. Una queja de siglos
deja su huella insomne por los campos.
Y la lluvia desciende racheada.
Humedece la luz y te recluye
en esta oscuridad de la deshora
que detrás del cristal y junto al fuego
te regresa a aquel miedo
que en los ojos del niño que siempre va contigo
otras veces dejaron tormentas como ésta,
fragmentos de la noche que negaban la luz
asomando, de pronto, como naves de frío y de zozobra,
en el cielo asombrado de las cumbres al norte.






LUZ DE LAS AFUERAS

Luz
que no fue nunca luz. Que no será tampoco
claridad. Sucia luz, papel de estraza
que, como un gris celaje, se despliega
por la espesura sin voz de las ciudades
cuando la tarde muere
y el invierno se extiende por sus frías tabernas,
en ese claroscuro
que llaman extrarradio.
En los ojos se amansa
esa luz que es huida y menoscabo,
que no es presencia o devoción, que es sólo
testimonio o memoria
de una existencia antigua y desterrada. 


HOPPER  





 




 




 








 




















Es una carretera solitaria. Un cable del telégrafo
poblado de vencejos. Una casa que, quizá, abandonaron
no hace mucho sus dueños. Un surtidor inútil, vencido por el polvo.
Un fugaz automóvil, el silencio.
La luz es amarilla. Como el trigo segado no hace mucho,
sus cabellos gastados al fin se desvanecen contra un cielo
donde el abismo alienta.
Hierve el asfalto. Mensajes invisibles
de fugaces neumáticos
crecen sobre el silencio.
Es una carretera prendida al amarillo
de un sueño sin memoria.
Cruza el águila el aire
y la luz, con sigilo, lo retiene.
En la casa, como fruto del tiempo
detenido, tal vez llegando del fondo de los siglos,
se pinta en la ventana la silueta sin rostro
de un fantasma. Ha surgido de pronto. Es como si el tiempo
ocupara un lugar al mediodía, un borroso lugar
hecho a la soledad y hecho al silencio que, terco, amarillea
la luz.
No existimos o sólo en el reflejo
de la llanura, del cable del telégrafo, del fugaz automóvil
o de la casa dejada
a merced del fantasma sin rostro por sus dueños
junto a una carretera
perdida en un lugar desconocido.
Pero es la soledad un universo. También el amarillo
de la luz aquietada, lo negro del asfalto
que hierve, el vuelo hecho sigilo del águila o la dura
desolación de julio.
¿Por qué la escena aturde?
¿Por qué el miedo nos deja
su barniz, su desastre?
¿Por qué, sobre la claridad, se impone
la callada amenaza del vacío, el asedio
de las cosas perdidas, la urdimbre gris del miedo,
su trampa inabarcable?
Es como si en el aire
jamás la noche se anunciase, como si sólo nos marcara
la extensa longitud que sobrecoge, como
si sólo el horizonte, con su color de teja, y el desierto
—un surtidor de polvo,
una casa vacía y un fantasma
detrás de los cristales—, fueran el aposento
de la pasión por detener las horas
que es el arte. 

*******
 1

Nunca fue intacta, pura.
Fue un claroscuro, una ciudad mellada,
una botella a medias, unos ojos abiertos
contemplando la muerte,
un recodo del parque, sus bancos sometidos
por viejos y memoria.
Llama iluminadora
de la sangre o la nieve, lupa
que te deforma,
luz que se prostituye, incierta luz
quebrada por la vida.

2

La luz tiene la noche
en su reverso. El diamante,
la densidad del luto o la antracita.
Y en tus ojos
bañados todavía por luz adolescente,
la claridad de todos los otoños, el desierto
de los días difíciles
juega a la oscuridad, te enseña
esos dientes de niebla
de un animal que bien conoces:
el viejo mensajero
de la desolación o la derrota.

3

La luz partida
por lo no perdurable.
Contradictorio espacio,
lámpara coja, territorio
de lo ya conocido, lecho turbio
donde la duda tiembla y duele la palabra.

4

La luz que enciende de improviso
imágenes deformes, trampas
que nos hicieron.
En la luz, la vida.
Las ciudades, las hebras
del tabaco que salva, las murallas
destruidas.
Pero la luz quebrada
es el lado imperfecto, la frontera
donde acecha la sombra
que tal vez nos consuele sin saberlo.

5

En su ruptura alientan
tardes que no se olvidan:
la ventana a la plaza
donde te descubriste
huésped de un mundo extraño.
Era la juventud y era
el tiempo sin conciencia
de la degradación.
O la pasión que por tu espalda
creció en mi mano entre los claustros
de aquella Salamanca
por la luz hecha exceso
en su piedra y tu noche.
Oh lugares vividos
que nos hicieron siervos
de la quebrada luz, atardeceres
que nos trocaron en amantes
de su lento descenso
hacia el violeta que anticipa
el rostro de la noche,
dura estación de paso
hacia la misma luz y hacia el origen
de una nueva derrota, un nuevo quiebro,
siempre la luz haciendo de las suyas.

6

Indecisos nos hace. Nos revela, a la larga,
tal como somos: dementes, suicidas
que buscamos
la mortandad pequeña, la que oculta
la palabra inventada, el juego peligroso
que es tan sólo disfraz,
patrimonio o reverso
de esa luz
que a traición nos enciende, nos deforma o nos forma,
nos deja a la intemperie
cuando no lo esperamos.
Tal vez nos salve
su parcial condición,
su derrota anunciada
cuando el día desciende al túnel de las sombras
Y buscamos el hueco
del coñac y la pipa,
de la historia en precario
que un verso constituye, fiel rescoldo
de lo que fuera luz momentos antes,
intensa luz al fin
quebrada en el poema.


TU LUZ ME OBLIGA

Vengo a la soledad porque tu luz me obliga.
Una tarde, ¿recuerdas?, de mil novecientos
setenta y dos, la lluvia
te sorprendió a la puerta de la noche.
Éramos
otros: inhábiles fantasmas que creíamos
que la luz era eterna, que las calles
serían, al fin, el lugar más propicio
de los zapatos subalternos, la tierra prometida
de los que nunca tuvieron
el brillo de la historia en la mirada.
Tal vez por eso
las horas no existían, y la luz era intensa,
y, al tocarte, esa humedad antigua
de la seda más íntima, ese refugio oscuro
donde la luz prohibida buscaba las esquinas
en sombra y los viejos pinares, aquellas cicatrices
de una ciudad inacabada y triste, era
la humedad que borraba la escarcha, el calor deseado
que dejaba en tu piel
un brillo de lealtad
a la luz insumisa, a aquella luz
que amansaba la voz rota de Jacques Brel,
la letra sumergida, Wilheim Reich o Erich Fromm,
leíamos a Marx y nos amábamos
con la urgencia que dicta la luz del descampado,
la ciudad lateral que nunca tuvo
otra pasión que la supervivencia,
ciudad callada entre escombreras
y barrios oficiales, ciudad nuestra y lejana,
ciudad de bares desolados de hora última.
Sí. Vengo a la soledad. Te busco en ella. Vuelve
aquella luz de habitación prestada, ¿no recuerdas
lechos fríos de amigos clandestinos?
¿No recuerdas
aquella pasión insuficiente, la delicia
a tiempo limitado de los cuerpos, el Che
Guevara en la pared mirándonos, aquella
complicidad que los mitos concedían,
la suciedad del aire
helado de tabacos y cenizas?
Vengo a la soledad desde la luz que abandonamos.
A la conciencia angosta de lo que no nos ama.
Vengo a ti, adolescente
a quien quise con esa fuerza inútil
de los veinte años, con quien bebí,
en el coñac caliente de las tardes breves,
el brebaje de todas las ciudades,
la historia toda
de nuestros precursores hechos
al tiempo de silencio y de la voz huidiza.
Tú venías
también de los días callados, venías
del lugar borroso donde la luz quebrada,
de la sumisión familiar, de la derrota.
Mi soledad es tuya, mujer de luz que sobrepasa
la veleidad de los días iguales, que asume la memoria
sin la mala conciencia que mi luz
otorga al tiempo que no vuelve.
Vengo a la soledad porque tu luz me obliga.
Afuera, llueve como aquel otoño. Huelo tu abrigo
donde aquel otoño
dejaba su luz húmeda y su aire. Huelo
todavía tu aliento de franela. Y te amo, mujer.
Desde la soledad, te amo. 




NIEVE

La nieve. La sorprendida nieve
cubre tu corazón, que es como el valle.
Como el valle de enero, luz helada. Aire en suspenso
como una larga duda
temblando bajo el humo de la tarde.
Llegamos de la nieve con los años al hombro. En esta tierra,
la de la eternidad imaginada, la infancia que perdimos
tiene en la nieve su más estricta luz, su posesión,
su amanecer, su aliento.
¿Quién olvida
esa luz fría que puso a nuestro alcance la mañana
de un enero perdido en la maleza? ¿No es acaso
parte de la memoria su fría longitud, tierra sin voz
su contextura?
Crecimos con su imagen
prendida a nuestros ojos, asediando la casa,
extenso territorio al que no se retorna.
No se vuelve a su luz. Tampoco a su silencio.
No se regresa al alba
que nos mostró la nieve un viejo enero.
La manchó el tiempo.
Como barro, los días
destruyeron su luz inmaculada, esa tierra sin voz
donde muere la aurora,
se afirma la pisada, busca el lodo, las hierbas ateridas,
la cruel posesión que fue el invierno
bajo la blanca luz que recordamos.




ESTADOS DE CONCIENCIA

Desde del lugar más alto de la ciudad contemplas
la humareda que, en lontananza, extienden las factorías. Ha cambiado mucho
en este tiempo. Apenas puedes reconocerte
en los lugares donde vivió la luz. La lluvia no es la misma.
Tampoco lo es la avena que, por abril, dejaba
su noticia de hierba y descampado en las afueras.
Ya no llueve como antes, dicen, con voz muy baja,
los más ancianos del lugar. No deseas hacer tuya su voz,
convertirte en vocero de una lluvia que nunca ha de volver
La ciudad es crepúsculo desde la altura. Llegan, desde el lugar del sueño,
los autobuses, y en tus ojos brilla
un resplandor molesto, una luz mate de tiempo clausurado.
Y recuerdas a aquel muchacho que en los amaneceres,
vacío el bolsillo y la mano huérfana,
oteaba en los rostros de los desconocidos
la sombra del dolor, el tedio de las horas,
la angustia de los días como un reptil de niebla que llegara, de pronto,
del lugar fronterizo donde solían alojarse las palabras prohibidas.
Pero también recuerdas que aquel muchacho
tenía en la ciudad su escondrijo y su senda, su refugio y su lámpara:
a veces sorprendía, entre los restos
de remotos desastres, grietas donde asomaba
la luz aún no vencida del porvenir.
Ahora, la ciudad que contemplas
tal vez no viva la lluvia como antes, quizá en los autobuses
ya no respire el tedio y la mirada de los desconocidos
haya, al fin, desterrado la sombra que aprendiste y sólo quede
un precario destello de cuanto huyera con los años.
Pero, ¿existe el futuro? ¿No es acaso el presente
el dios más venerado entre los dioses
a costa del futuro y la memoria?
La oscuridad, como un abismo lento,
va dejando sin contorno a las cosas,
va definiendo el hueco donde ocultar
tanta desavenencia con el tiempo.
Cierras los ojos, buscas
la ciudad que te niega la mirada, la ciudad que no existe,
la inaceptable geografía de los sueños intactos.
Pero nada distinto a este crepúsculo de niebla y factorías
se construye en tu mente, nada
alcanza a congraciarte con una realidad
que, a veces, te recibe con el abrazo frío
de quien acepta en casa la obligada presencia del extraño.


* * * * * * *

Bien podrías pensarte en la casa de campo,
perderte para siempre en un lugar al margen,
en esa fértil tierra donde en tantos momentos
creíste recobrar del musgo del olvido
atribuladas piezas de un corazón confuso.
Acaso sólo queden
las noches lentas frente al fuego, las palabras
antiguas, hechas de melancolía
y de aromas perdidos.
¿Por qué reclamas salvación tan frágil
si tú nunca creíste que en un lugar lejano
podrías descubrir el fondo del espejo,
el calor de las llamas o la ficticia paz
capaces de eludir las trampas de la muerte?
En ese territorio que muy pocos conocen,
en esa latitud donde el fresno y la zarza
conviven con el agua y con el sábado,
has reencontrado libros
que creíste prescritos, tal vez innecesarios,
recuerdas esta tarde la voz de William Blake contra la noche,
o el Rosales tardío, o las duras esencias de un San Juan
ardiente como el hielo, o el oscuro fulgor
del viejo Otero, oculto tantos años
en la urgencia humillada de otras vidas,
largas conversaciones cruzando madrugadas
con amigos curtidos en sueños diferentes,
en memorias crecidas en una latitud que te fue ajena.
Quizá sólo te salve ese refugio,
esa casa en el campo que fue un sueño del padre
y que hoy te espera, huérfana, detrás de las montañas,
custodiando los restos
de un universo roto por otras exigencias,
temblorosos vestigios de gestos y palabras
que hoy sientes inquilinas
de un tiempo que creíste perdido para siempre
entre la lluvia.




LA TORMENTA

Habíamos dejado la tarde a medias, la luz
a medias adensarse contra blancas paredes,
en jardines en sombra, en praderas heridas por la llama
de un verano sin paz, tan implacable
como el tono amarillo que hizo de ellas
sólo memoria de un verde amenazado.
Y fue entonces —agosto prescribía
en el pueblo remoto de todos los veranos de la infancia—
cuando la nube puso desolación al aire y vino
la primera tormenta a visitarnos
hasta llenarnos con su olor a distancia y olvido.
Nuestros padres guardaban las hamacas.
Se miraban, sombríos, pues la lluvia anunciaba el retorno
de un tiempo cotidiano sembrado de relojes.
Y nosotros, niños como aquel agua que ablandaba la paja,
corría en torrenteras por los montes y aromaba
de infancias más remotas nuestros ojos,
nos mirábamos tristes pues setiembre llegaba, inevitable,
y era el fin del verano y no podíamos
gozar de aquella oscuridad,
de aquella tarde llena de premoniciones,
de lentos exterminios de una farra apenas intuida, acaso
de un amor inseguro, breve y luminoso como todos
los vividos en aquellos veranos de nuestra pubertad.
Y llegaba la noche y no quedaba
más remedio que huir a la luz amarilla del cuarto de los niños
mientras ellos, los padres, nuestros padres,
jugaban a los naipes esperando
el fin de la tormenta para dar otra luz al verano, otro plazo
de gozo a aquellas horas implacables, más cortas, más huidizas
que todas las horas precedentes. 





AÑOS CONTIGO

Cada pequeño surco que en tu rostro
el tiempo conmemora
lleva carros de niebla y coincidencias, lleva
naves aclimatadas a tormentas y besos y a caricias difíciles,
lleva gozos, destellos, corredores y auroras,
lleva horas
algunas veces huecas, silenciadas,
otras muy movedizas, lleva crueldades y errores
y dolor, y a veces dudas.
Uno mira a la esquina que el tiempo
aún dibuja en las calles
que todavía permanecen, y te ve
frágil, vulnerable, atrapada en la noche
que a todos nos hacía más pobres y rebeldes,
infelices y tristes unas veces, otras raramente felices.
No supe dar calor, la torpeza
me acompañó. Y bebí tu memoria y la hice mía,
y manos, senos, la fragilísima piel de tus zonas recónditas
se abrieron a mi noche y mi ignorancia:
eras la que llegaba de la patria humillada,
de las adolescencias rotas, la que traía
la luz firme y poderosa de la sabiduría: la que amaría
contrapartidas al amador injusto, a veces ciego
de veleidad v suficiencia.
Hoy te toco, te miro, y avizoro
la herida mutua y las lecturas
que nos acogen todavía, que en los estantes viven
como ropa muy usada y muy habitable.
Estás. No te has ido. Eres pequeña
e interminable. La necesaria orilla
que emerge siempre al otro lado
del río de la vida.
O quizá de la muerte.




UNA MUJER CUALQUIERA
Esa mujer llega cuando amanece,
sale de entre las sombras con sus ropas
de un lujo desvaído, de una humildad avergonzada,
y visita
la imposible trastienda del supermercado.
En su bolsa resume la breve biografía
de la soledad. Huele a peladuras
podridas de naranja, a ceniza y a niebla,
a humedad matinal y a lejanos cafés
inalcanzables.
Busca entre lo sobrante
del domingo. La lluvia, lenta, desvanece
ecos de amaneceres parecidos,
hechos de otros lugares, de una felicidad muy rara,
la de la eternidad imaginaria
y apacible, cuando nadie
deshacía las puertas, dibujaba el abismo
e ignoraba las grietas que, de pronto,
en el salón dejaron hilachas de zozobra.
Y mucho miedo. 

MADRID, 11 DE MARZO

Marzo desnivelado por las cifras
del desaliento. Marzo de muerte,
triste marzo de trenes y extrarradios marchitos,
marzo de sueños rotos y niños deshabitados,
de pronombres sin nombre, de apellidos
quebrados y relojes sin hora, marzo de los teléfonos
enmudecidos.
Mi ciudad asolada. Mis tierras y mis trenes,
asolados, mis ojos y mis manos
y mis brazos,
asolados. Muerte sembrada bajo la luz
de un Madrid lateral
hecho de andenes periféricos, de seres menesterosos,
de mujeres crecidas en la sombra diaria
del tiempo inabarcable del trabajo,
de hombres cultivados
en el silencio anónimo de las factorías,
de humildes bachilleres y de párvulos,
de viejos azorados por noticias de muerte,
de bares conmovidos por la niebla y la sangre,
de juguetes sin niño,
de huérfanos sin ira,
de vacías acequias,
de fogatas sin lumbre.
Madrid de hospitales, de lutos y de marzo.
Capital de la niebla y del dolor. Ciudad de los estanques
del silencio.
Madrid desbaratado y mío. Madrid nuestro.
Como los muertos, nuestro.
Dueño de un mes de marzo
descolorido y turbio, pero nuestro.
Entre muertos y lágrimas,
es más nuestra y cercana la ciudad. También más triste.