lunes, 14 de marzo de 2016

No nos dejes caer en la tentación mas libranos del mal. FERNANDO SEBASTIAN Obispo de León

Juan de Flandes. La tentación de Cristo
(Washington, National Gallery)
 
No nos dejes caer en la tentación mas libranos del mal. Amén.

El hecho de que Jesús incluya esta petición en el modelo de oración que transmite a sus discípulos, nos lleva a pensar que la tentación no es en la vida cristiana algo ocasional y pasajero. Tiene que tratarse, más bien, de una situación permanente, con la cual ha de verse el cristiano a lo largo de su vida.

La Biblia, que es, o por lo menos refleja, el mundo espiritual de Jesús, destaca sobremanera este aspecto de riesgo y de lucha que tiene la vida y la fidelidad del creyente. La respuesta del hombre al Dios de la salvación no es una respuesta fácil, no es una respuesta pacífica. El hombre es probado en su fe, tiene que resistir y superar tentaciones, no puede dejarse vencer por los enemigos de su salvación, por los engaños y astucias del enemigo (cf. Mc 4,13-20).

Hay relatos típicos de estas pruebas y tentaciones, como puede ser la tentación de Eva y Adán, la tentación o prueba de Abrahán, las tentaciones del pueblo en el desierto o en el exilio, las tentaciones del mismo Jesús, las tentaciones escatológicas de la Iglesia y de los cristianos que presenta el Apocalipsis.

En vez de seguir literalmente o cronológicamente los relatos de la Biblia, que nos proporcionarían multitud de sugerencias interesantes, podemos también tratar de organizar de manera más bien sistemática lo que nos dice la Biblia, la doctrina de la Iglesia y la experiencia cristiana de cada día sobre este aspecto de la vida cristiana.

Para comenzar, quiero subrayar la idea ya expresada de que la vida cristiana no está nunca presentada como algo fácil, algo que discurra suavemente con naturalidad por sí mismo. La vida cristiana tiene su lucha, padece una violencia, es un combate que requiere de nosotros concentración, entrenamiento, esfuerzos, renuncias, fortaleza de ánimo. Y, por encima de todo, requiere ayuda, iluminación, fortaleza, asistencia del Señor que venció en su vida y en su muerte. De una vez por todas, las fuerzas del pecado, del mal y de la muerte. Con demasiada frecuencia nos hacemos la ilusión, una ilusión cómoda, de que podemos ser buenos cristianos dejándonos llevar de nuestra vida espontánea sin empeñarnos a fondo en el esfuerzo de este combate espiritual, combate de nuestra fidelidad, de nuestra purificación, del continuo discernimiento y de la continua conversión, del continuo recurso a Dios por la oración y la penitencia (cf. Hb 10,32-39).

Los hombres, respecto de Dios, vivimos en este mundo en una continua situación de prueba. Prueba que proviene, radicalmente, de nuestra misma naturaleza humana. Tanto las dificultades adversas como las favorables, ponen a prueba nuestra fe en Dios, nuestra fidelidad. El sufrimiento, la soledad, las persecuciones o la simple incomprensión y, por encima de todo, la muerte nos ponen en situaciones difíciles, en las que resulta arduo creer de verdad que Dios, el Dios padre y misericordioso de Jesús, está a nuestro lado. De siempre el dolor humano ha sido una tentación para el hombre contra la bondad, la providencia y la misma existencia de Dios (cf. Job, 10).

Lo mismo que estas situaciones de sufrimiento y de prueba pueden provenir de la misma naturaleza humana, de su debilidad frente a los cataclismos ciegos de la naturaleza, de su propia debilidad y caducidad interior, pueden también provenir de la equivocación o de la malicia de los hombres: el abandono, la calumnia, la persecución, etc.

El desierto y el exilio son las grandes experiencias, los grandes símbolos bíblicos de esta condición humana. En el desierto el hombre descubre su propia debilidad, sus profundas carencias, vive dolorosamente el silencio y la inactividad de Dios. En esta situación nace la desconfianza contra el Dios que nos eligió, la búsqueda de otros dioses que nos salven más rápidamente, sin tantas demoras, la añoranza de lo que uno podía tener antes de salir a la búsqueda de la tierra prometida, las falsas alianzas con los poderes y los bienes de este mundo. El desierto es el lugar de la prueba y el lugar de la tentación. El lugar del combate con el diablo (cf. Mt 4,1).

Digamos antes de seguir adelante que este período de prueba, la Biblia y la simple experiencia humana lo descubren como algo necesario para provocar la autenticidad de la fe, para que el hombre dé cuenta de sí con verdad, al margen y por encima de las apariencias y de las conveniencias. En la historia de Israel, como en la historia de cada uno de nosotros, las grandes pruebas son momentos de dificultad y de riesgos, pero son también los momentos del mayor crecimiento, de la mayor purificación, del avance y de la profundidad en nuestras actitudes religiosas, que se llaman fe, desprendimiento, confianza en Dios, entrega de sí, experiencia de la paz y del gozo de sentir al Señor cerca de nosotros, o de sentirnos nosotros cerca de Él. (cf. 1 Pe 1 7).

A lo largo de esta exposición las palabras prueba y tentación fácilmente se intercambian. Y es que la prueba se convierte fácilmente en tentación. Y la tentación es también prueba. Pero para ser finos en nuestros pensamientos tendríamos que decir que Dios prueba, solamente el demonio tienta. Dios permite situaciones dolorosas o difíciles donde tengamos que recurrir a El afianzando y manteniendo nuestra fe contra todas las apariencias, porque El quiere nuestro crecimiento en la comunicación con El, verdaderamente libre y amorosa. Pero estas situaciones se convierten o se pueden convertir en positivas inducciones al mal, al pecado y a la perdición, por obra de un personaje siniestro del cual la Biblia, el evangelio y el propio Jesús nos hablan con bastante más frecuencia y dramatismo del que se podría pensar a la vista del silencio que ahora se guarda respecto de él.

Efectivamente, la Biblia, los evangelios, Jesucristo, nos hablan de Satán (el adversario), del demonio (el calumniador, el acusador, el mentiroso), como de un ser espiritual, opuesto a los planes de Dios. El aprovecha la debilidad del hombre, las dificultades de la vida, el temor a la muerte, la oscuridad de nuestra fe, para apartarnos de Dios y hacernos entrar por otros caminos: los caminos de la rebeldía, la impiedad, la desconfianza, la idolatría de las cosas de este mundo, la adoración y autosuficiencia más o menos disimulada, las esperanzas mentirosas de una salvación a corto plazo que constituye la tentación de la impaciencia. Luego resulta que esta esperanza es mentirosa y falsa y da lugar a nuevas búsquedas afanosas y angustiadas. Y uno se enreda cada vez más en sus propios laberintos y se aleja progresivamente de la claridad, de la simplicidad, de la bondad y de la paz del que vive de cara a Dios. La muerte, como siempre, es la que deja al descubierto la falsedad de estos caminos, la inutilidad de estos esfuerzos, la imposibilidad de una vida verdadera fuera de la alianza con Dios y de su gracia.

Dejemos a un lado las representaciones más o menos imaginativas e infantiles del demonio. Quedémonos con la sustancia de las cosas. Según la doctrina de Cristo y de la Iglesia existe el demonio y existe su misteriosa influencia sobre nosotros. No querer pensar en ello puede ser un síntoma sutil de autosuficiencia, de secularismo espiritual, de no vivir nuestra vida en un clima auténticamente religioso. Con el infantilismo de las exageraciones imaginativas hemos perdido también algo de la profundidad y de la intensidad de nuestra fe (cf. 1 Pe 5,8). 


Con esto hemos comenzado ya a comentar la segunda parte de la petición que estamos meditando: mas líbranos del mal, o del maligno, como dicen otras versiones.

Pero el mal no viene solamente del demonio. Encuentra en nosotros una cierta complicidad. Me refiero al pecado original, algo que es también importante en la visión cristiana del hombre y de la vida, y que ahora algunos corren el peligro de olvidar. Dejando otras cuestiones más técnicas que no son aquí del caso, yo creo que esta afirmación de la doctrina de la Iglesia es tan importante que, sin ella, no se puede apreciar ni comprender lo que significa la gracia de Dios. El dogma del pecado original no es más que el reverso del dogma de la gracia. No se trata de un pecado personal, es más bien un estado original que llevamos con nosotros mismos, que consiste en el original desconocimiento, miedo y desconfianza de Dios, en la original resistencia a dejarnos llevar más allá de nosotros mismos, de nuestras propias seguridades.

Este pecado se perdona y se destruye por el bautismo, el sacramento de la fe, que es exactamente su negación. Pero mientras la fe no es perfecta, el pecado, aunque sustancialmente vencido, sigue pesando en nosotros, dificultando nuestra entrega a Dios, favoreciendo desde dentro, como una quinta columna espiritual y moral, la obra y la seducción de Satanás: la vida del espíritu se nos hace oscura, sacrificada, incierta; y, en cambio, las cosas y los bienes de este mundo se nos presentan como más atractivos, más seguros, más verdaderos y más salvíficos. Podríamos repasar el capítulo séptimo de la carta de San Pablo a los Romanos, como un testimonio dramático de esta lucha interior que todos llevamos con nosotros.

Después de este recorrido, podría alguno sentir la angustia de encontrarse ante una situación irremediable. Ese es un buen camino. Porque es verdad que para nosotros mismos la salvación es una cosa imposible. Necesitamos la salvación venida desde fuera, necesitamos sentirnos necesitados de salvación. Sin esta experiencia no puede haber vida cristiana auténtica ni profunda. Pero afortunadamente esta salvación está junto a nosotros.

A partir de estos datos cobra fuerza la consideración de Jesús como vencedor del Dolor y del sufrimiento, vencedor de la muerte, vencedor del pecado, vencedor del demonio. El maligno ha visto quebrado su poder sobre los hombres por la piedad de Jesús en la adversidad, por su confianza y obediencia en la muerte, por el poder de su resurrección (cf. Jn 12,31).

Quedan las luchas escatológicas, los asedios del mal contra la Iglesia, contra los creyentes, contra la auténtica realización del hombre, de los cuales hablan simbólicamente las profecías del Apocalipsis. Pero la victoria está ya conseguida en Jesucristo y por Jesucristo para todos los que crean en El. No hay otro nombre en el que los hombres puedan ser salvados (cf. Ef 6,10-20).

Si después de terminar la exposición de esta última petición del padrenuestro, lo recitamos de nuevo, en él encontramos todos los elementos y las garantías de nuestra victoria.

Pedimos que no nos deje caer —o entrar— en la tentación, que nos libre del mal. Y El nos libra ya mientras estamos haciendo esta súplica, porque nuestra misma oración es antídoto contra la tentación y contra el mal.

Somos fuertes cuando invocamos a Dios como Padre, sintiéndolo cerca de nosotros acogedor, misericordioso, fuente y garantía de nuestra vida: Padre mío y Padre de todos mis hermanos, de todos los demás hombres que son hermanos míos a la sombra del mismo Padre.

Somos fuertes, cuando lo sentimos y lo proclamamos santo, es decir diferente y vivo, sólido y auténtico, permanente y definitivo. Porque El es santo, podemos nosotros ser también santos; o, por lo menos, no resignarnos al pecado, no sucumbir al engaño del pecado.

Su reino, que viene sin cesar desde Jesús, por su Palabra, por los sacramentos, por el poder de su gracia y su espíritu, es salvación, libertad verdadera, vida auténtica, santidad.

Su voluntad que sólo se cumple del todo en el Cielo, es en definitiva su amor glorificante, liberador y salvador.

Todas las peticiones del padrenuestro son vehículos de salvación, peldaños de esa victoria permanente contra la tentación y contra el mal, contra el pecado y contra el poder de la muerte. ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por Nuestro Señor Jesucristo! (1 Cor 15,57).

Del libro:
Fernando Sebastian
Abba. Padre nuestro.
Marcea ediciones
1981

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