martes, 27 de septiembre de 2016

Midas. Marsias. Hybris y sus consecuencias.

DEL NACIMIENTO DE LOS DIOSES AL DE LOS HOMBRES

El cosmos, el universo ordenado y equilibrado que Gea y Zeus deseaban, ha sido instaurado. Las fuerzas del desorden y del caos que encarnan al menos una parte de los Titanes, y más aún Tifón y los Gigantes, han sido sometidas, destruidas o devueltas al Tártaro y encadenadas en lo más recóndito y profundo de la tierra. Zeus no sólo ha dado pruebas de una fuerza colosal y una inteligencia fuera de lo común durante los distintos conflictos, sino que además ha repartido el universo de forma equitativa y justa, de modo que cada uno conoce sus privilegios, los honores que se le deben, sus misiones y sus funciones. Y como Zeus es desde ahora el dios más poderoso, el más astuto y el más justo de todos, no hay más que hablar: él es el señor del cosmos, el eterno garante del orden armonioso que ahora debe ser la regla del mundo.

De este relato primordial se deducen, en el terreno filosófico, tres ideas fundamentales que debes tener presente para comprender mejor lo que sigue. Tienen un gran interés en sí mismas y, además, son las que van a animar secretamente la mayoría de los grandes relatos míticos que son escenificaciones sutiles, inspiradas y llenas de imágenes. De modo que en realidad es imposible comprender las aventuras de Ulises, Heracles o Jasón y las desdichas de Edipo, Sísifo o Midas si no se entiende que, por así decirlo, constituyen el hilo conductor.

La primera es que la vida buena, aun para los dioses, puede definirse como una vida en armonía con el orden cósmico. Nada hay superior a una existencia justa, en el sentido que la justicia —en griego diké— es en primer lugar la rectitud, es decir, el hecho de estar en conformidad con el mundo organizado, bien repartido, que a duras penas ha salido del caos. Tal es desde ahora la ley del universo, una ley tan fundamental que los propios dioses están sometidos a ella, pues, como ya han demostrado en repetidas ocasiones, a menudo son poco razonables. Sucede incluso que se pelean como niños. Cuando ocurre que la discordia, eris, surge entre ellos y que para arreglar sus diferencias uno u otro empieza a mentir, es decir, a proferir palabras que no son justas ni se ajustan al orden cósmico, corre un gran riesgo. Entre otras cosas, Zeus puede pedirle que preste juramento sobre el agua del Estige, el río divino que corre por los infiernos. Y si su juramento es contrario a la verdad, al dios se le pone en su sitio, aunque sea olímpico: durante todo un año, según nos cuenta la Teogonia de Hesíodo, se le «priva de aliento», yace en el suelo sin poder respirar, sin resuello en el sentido literal del término. Se le prohíbe acercarse al néctar y a la ambrosía, los alimentos divinos reservados exclusivamente a los Inmortales. Un «mal sueño» se apodera de él durante todo ese año y cuando ha terminado con este primer lote de sufrimientos, aún se le «priva del Olimpo», tiene prohibido estar en compañía de los demás dioses durante nueve años, durante los cuales debe cumplir con tareas ingratas y penosas. Por ejemplo, según ciertos relatos mitológicos, ocurrió que Apolo se rebeló contra su padre, Zeus, amenazando así con perturbar el orden del mundo al atentar contra su garante. Como castigo, Apolo se ve rebajado a la esclavitud, puesto al servicio de un simple mortal, en este caso un rey de Troya, Laomedonte, cuyos rebaños debe guardar como un pastorcillo cualquiera. Pues Apolo , término del que ya te he hablado y que puede traducirse de varias mañeras —arrogancia, insolencia, orgullo, desmesura—, si bien todas ellas hablan de un aspecto de esta hybris, de este pecado contra el orden cósmico o contra los que son sus artesanos, empezando por Zeus. Caracteriza a quien se malogra o se rebela hasta el punto de dejar de respetar la jerarquía y el reparto del universo instaurados tras la guerra contra Tifón y los Titanes. Y en estas circunstancias, el dios que ha cometido una falta es «llamado al orden» como un vulgar mortal y, por así decirlo, reinsertado mediante el castigo que Zeus le inflige. Como ves, no sólo la ley del mundo, la justicia cósmica derivada del reparto original, se aplica a todos los seres, sean divinos o mortales, sino que además nada está ganado: el desorden amenaza siempre. Puede venir de cualquier sitio, hasta de Apolo o de otro dios que se malogre por pasión, de modo que el trabajo de Zeus y de los distintos héroes que persiguen el mismo objetivo no se acaba nunca del todo: por esta razón, los relatos mitológicos son infinitos en potencia. Siempre hay un desorden que arreglar, un monstruo que combatir, una injusticia —una «imperfección»— que corregir.

La segunda idea deriva directamente de la primera. Por así decirlo no es más que el reverso: si la edificación del orden cósmico es la conquista más preciada de los Olímpicos, entonces ni que decir tiene que la falta más grave que se puede cometer a los ojos de los griegos, y de la que la mitología no deja en el fondo de hablarnos, es, precisamente, esa famosa hybris, esa desmesura orgullosa que empuja a los seres, tanto mortales como inmortales, a no saber quedarse en su sitio en el seno del universo. Si vamos a lo esencial, la hybris no es al final más que un regreso de las fuerzas oscuras del caos, o por hablar como los ecologistas actuales, una especie de «crimen contra el cosmos».

En contraste, y ésta es la tercera idea, la virtud más grande se denomina diké, la justicia, que se define exactamente a la inversa como una concordancia con el orden cósmico. Se dice que sobre el templo de Delfos —el templo de Apolo— está inscrito uno de los lemas más celebres de la cultura griega: «Conócete a ti mismo». La frase no significa de ninguna manera, como a veces se cree hoy día, que se deba practicar lo que se llama la introspección, es decir, tratar de conocer los pensamientos más secretos y procurar, por ejemplo, revelar el inconsciente. No se trata de psicoanálisis. El significado es otro: la expresión quiere decir que se deben conocer los límites. Saber quién es uno es conocer el propio «lugar natural» en el orden cósmico. El lema nos invita a encontrar ese lugar exacto en el seno del gran lodo y sobre todo a quedarnos, a no pecar nunca de hybris, de arrogancia y desmesura. Además se asocia a menudo a otro, «Nada en exceso» —igualmente inscrito sobre el templo de Belfos—, que tiene el mismo sentido.

Para el hombre, la hybris más grande consiste en desafiar a los dioses o, peor que peor, creerse igual a ellos. Numerosos relatos mitológicos giran, como vas a ver, alrededor de este tema central. Entre otros lo atestigua esa versión del famoso mito de Tántalo: como se ha acostumbrado a frecuentar a los dioses, a ser invitado a compartir sus comidas en el Olimpo, Tántalo acaba pensando que, después de todo, no es tan distinto como podría imaginarse. Hasta empieza a dudar de que los dioses, empezando por Zeus, sean en verdad tan perspicaces como pretenden y, sobre todo, que sepan en realidad todo sobre todos los mortales. Entonces los invita a comer a su casa —lo que ya es de por sí una falta de gusto especial, que podría tolerarse si en último extremo fuera una invitación llena de modestia y humildad—. Pero todo lo contrario: para asegurarse de que no son omniscientes ni más sabios que él, trata de engañarlos de la peor manera que existe, sirviéndoles a su propio hijo Pélope guisado. Mala suerte: los dioses son completamente omniscientes. Saben todo sobre nosotros, desdichados mortales, por lo que Tántalo se ha equivocado más allá de lo que podía imaginar. Se dan cuenta enseguida de la maniobra miserable y se horrorizan. El castigo, como siempre en la mitología, está en consonancia con la desmesura del delito cometido. ¿Tántalo ha pecado por una cuestión de comida? Por ella también será castigado: encadenado a los infiernos, en el Tártaro, será condenado a padecer hambre y sed toda la eternidad, pero también miedo, que le recordará precisamente que no es inmortal, pues una roca enorme suspendida sobre su cabeza amenaza con caerse sobre él y aplastarlo...

Cosmos, el orden armonioso, diké, la justicia, es decir, la conformidad con este orden cósmico, e hybris, el contraste o la desmesura por excelencia, son las tres palabras maestras del mensaje filosófico que comienza poco a poco a desprenderse de la mitología.

Sin embargo, estamos lejos, muy lejos, de haber hecho todo el recorrido de este mensaje. No estamos más que en los principios abstractos, tan primitivos todavía y tan rústicos que podrían dar la imagen de que Zeus es un superrepresentante del orden, por no decir un agente de tráfico: cosmos contra caos, armonía contra disonancia, cultura contra naturaleza, civismo contra fuerza bruta, etcétera. Será necesario complicar las cosas poco a poco
y por una razón muy sencilla: de momento toda esta historia se ha contado sólo desde el punto de vista de los dioses. En otras palabras, en la fase en la que nos encontramos, los hombres, al no existir todavía, no tienen aún su lugar en este sistema regulado que se ha situado bajo la égida de los Inmortales. Toda la cuestión que la mitología va a empezar a abordar y luego a legar a la filosofía es doble a este respecto. En primer lugar: ¿por qué hombres? ¿Por qué diablos, y perdón por la expresión, los dioses han sentido la necesidad de crear esta humanidad que con toda seguridad va a introducir inmediatamente una gran cantidad de desorden y de confusión en ese cosmos que tanto les ha costado conquistar? Y luego, si invertimos la perspectiva y lo examinamos desde nuestro punto de vista de mortales —y una vez más hay que tener en cuenta que los que han inventado estas historias, Homero, Hesíodo, Esquilo, Platón, etcétera, son hombres—, ¿cómo vamos a situarnos con respecto a la visión del mundo que emana poco a poco de esta construcción grandiosa? ¿Cuál cósmico que parece hecho más para ellos que para nosotros, humildes humanos? Y más aún: ¿cómo deberá cada uno de nosotros conducir su existencia, con sus particularidades, sus gustos, sus defectos, su contexto familiar, social, geográfico, en suma, con todo lo que hace que un individuo sea singular, si quiere encontrar un poco de felicidad y de sabiduría en este universo divino?

A estas preguntas van a responder los mitos que voy a narrarte en este capítulo. Pero antes de llegar a estos grandes relatos y para no quedarnos en las abstracciones, te voy a dar una primera imagen de las tres ideas que acabamos de ver contándote el mito genial de Midas. Después, podremos retomar el hilo principal de nuestro relato y volver a la historia fabulosa de la creación de la humanidad. El mito, al menos en apariencia, es francamente cómico. Es uno de esos en los que, sencillamente, la hybris, la desmesura, rivaliza con la estupidez. La mayoría de las obras dedicadas a la mitología lo pasan por alto o bien lo consideran tan secundario que lo cuentan de pasada, como una trova sin gran relevancia ni verdadero significado. Como verás, es un error importante: el caso Midas, como se diría en la actualidad, es por el contrario uno de los más profundos que existen, con tal de que nos tomemos la molestia de volver a situarlo en el contexto cosmológico que acabo de describirte.


HYBRIS Y COSMOS: EL REY MIDAS Y EL «TOQUE DORADO»

Midas es rey. Más exactamente, es uno de los que reinan en una región llamada Frigia. Algunos pretenden que es hijo de una diosa y de un mortal... Es muy posible, pero lo que en cambio es cierto es que Midas no ha inventado la pólvora. Es, todo hay que decirlo, un cretino redomado. Piensa despacio, «con retraso», demasiado tarde. Actúa sin pensar y su estupidez, como vas a ver, le juega a veces muy malas pasadas.

El caso que nos interesa comienza con las desventuras de otro personaje importante de la mitología griega, Sileno, un dios de segunda fila, una divinidad secundaria que así y todo es hijo de Hermes. Además, se denomina «Silenos» a todos los de su raza. Posee dos características notables. La primera es que tiene una cabeza horripilante y es feísimo: grande, grueso, calvo y barrigudo, muestra una nariz monstruosamente aplastada y unas orejas de caballo, peludas y puntiagudas, que le dan un aspecto espantoso. Pero por otro lado es un ser inteligente y sagaz. No en balde Zeus le confió la educación de su hijo Dioniso cuando lo extrajo de su propio muslo. Con el correr del tiempo se hace amigo de quien ha sido su hijo putativo y se inicia en los secretos más profundos que el dios del vino y de la fiesta guarda y, a pesar de las apariencias, es un sabio auténtico... Salvo que, al pertenecer al séquito de juerguistas que acompañan siempre a Dioniso, suele pasarse de rosca con las libaciones y abusar de la botella. Dicho de otro modo, en el momento de empezar nuestra historia Sileno estaba borracho como una cuba o, si lo prefieres, lo bastante ebrio como para no acordarse ni de su nombre. Como dice Ovidio, se tambalea bajo el peso de la edad y el vino, y al ver ebrio a esa especie de mendigo de aspecto espantoso, los criados de Midas se apresuran a prenderlo y atarlo con fuertes ligaduras para conducirlo enseguida ante su señor.

Pero sucede que Midas reconoce a Sileno, pues él también ha participado en algunas orgías y otras fiestas bien regadas. Y como lo sabe todo acerca de sus relaciones paternales y amistosas con Dioniso —un dios muy poderoso con el que más vale estar a buenas— le hace soltar inmediatamente. Además, con la esperanza de granjearse los favores del dios, celebra como es debido la llegada de su huésped con fiestas fastuosas que duran al menos diez días con sus noches, tras lo cual devuelve a su nuevo mejor amigo al joven, aunque muy poderoso, Dioniso. Este último, agradecido, otorga a Midas la gracia de elegir una recompensa a su gusto. «Gracia agradable, pero perniciosa», según la afortunada expresión de Ovidio. Pues Midas, como te he dicho, no es muy listo. Además, es avaro y muy ambicioso, de modo que abusará —aquí empieza su hybris— del regalo que le promete Dioniso. Pronuncia un deseo exorbitante, desmesurado: pide al dios que todo lo que toque se convierta en oro. Ahí está el famoso «toque dorado». Imagina un poco lo que esto significa: dondequiera que ponga la mano, todo lo que toca, planta, piedra, líquido, animal o ser humano, al instante se transforma en el metal amarillo y precioso. En un primer momento, el imbécil está feliz y hasta loco de alegría. De regreso a su palacio, Midas se divierte como un niño transformando por el camino todo tipo de cosas en un precioso tesoro. Divisa una rama de olivo y, ¡hala!, las hermosas hojas verdes se vuelven de un rojizo anaranjado resplandeciente. Coge una piedra, un miserable terrón, corta unas espigas secas y todo se convierte en oro. «Rico, soy rico, el más rico del mundo», exclama sin cesar el desdichado que todavía no ve venir lo que le espera.

Porque, sin duda ya lo has adivinado, lo que toma por una felicidad absoluta se va a transformar en una desgracia funesta en sentido literal, que trae la muerte y anuncia los funerales de su alegría estúpida. En efecto, en cuanto Midas se instala cómodamente en su palacio suntuoso —es evidente que enseguida se ocupa de transformar en oro fino las paredes, los muebles y los suelos—, pide que le sirvan de comer y beber. Su alegría le ha abierto el apetito. Pero tan pronto como agarra la copa de vino fresco para calmar su sed, lo que corre por su boca es un polvo amarillo asqueroso. El oro no es bueno para beber... Y cuando coge el muslo de pollo que le tiende su criado y empieza a morderlo con entusiasmo, por poco se rompe los dientes. Midas comprende ahora, aunque un poco tarde, que si no se desprende de su nuevo don, morirá de hambre y sed. Y empieza a maldecir todo ese oro que le rodea, a odiarlo como odia también la estupidez y la ambición que le han empujado a actuar sin reflexionar. Afortunadamente para él, Dioniso lo tenía todo previsto y es buen príncipe. Acepta quitarle el don que se ha transformado en maldición. He aquí, según Ovidio, los términos en los que se dirige a él:

«No puedes seguir embadurnado de ese oro que con tanta imprudencia has deseado. Ve hacia el vecino río de la gran ciudad de Sardes y, remontando su curso por la orilla, continúa tu camino hasta que llegues al lugar de su nacimiento; entonces, cuando estés delante de su manantial espumoso, allí donde brota en abundantes raudales, hunde tu cabeza bajo las aguas y lava al mismo tiempo tu cuerpo y tu culpa». El rey acata la orden dócilmente y se zambulle en el manantial; la virtud que posee de transformar todo en oro da un color nuevo a las aguas y del cuerpo del hombre pasa al río. Actualmente todavía, por haber recibido el germen del antiguo filón, el suelo de esas campiñas está endurecido por el oro que lanza sus pálidos reflejos sobre la gleba húmeda.

Midas recupera su estado normal bañándose en el río. Bonito símbolo: el agua pura del río, como sugiere Ovidio, le limpia a la vez su oro y su culpa. Pero el curso del agua se ve afectado por ello: se dice que desde aquella época no deja de transportar magníficas pepitas de oro. ¿Y sabes cómo se llama este río? Su nombre es Pactolo.

Sin embargo, no estoy seguro de que siempre comprendamos el verdadero sentido de este mito. Con nuestros ojos modernos, marcados por veinte siglos de cristianismo, tenemos tendencia a pensar que el significado de la fábula, en líneas generales, es que Midas ha pecado ante todo de avaricia y ambición. En nuestra opinión, la lección de historia podría enunciarse poco más o menos de la siguiente manera: Midas ha tomado lo superficial por lo fundamental, ha creído que la riqueza, el oro, el poder y las posesiones que proporciona constituían el objetivo ultimo de la vida humana. Por lo que ha confundido el haber y el tener, la apariencia y la verdad. Y se le castiga con mucha razón. Bien está lo que bien acaba. Pero en realidad el mito griego va mucho más lejos. Posee una dimensión cósmica, aunque secreta, y no se reduce de ningún modo a la trivialidad según la cual «el dinero no da la felicidad».

Con su toque dorado, Midas se ha convertido en una especie de monstruo. Aunque parezca imposible constituye una amenaza potencial para todo el orden cósmico: todo lo que toca muere, pues su poder aterrador llega a transformar lo orgánico en inorgánico, lo vivo en materia inanimada. En cierto modo es lo contrario a un creador del mundo, una especie de antidiós, por no decir un demonio. Las hojas, las ramas de los árboles, las flores, los pájaros y demás animales que agarra dejan de ocupar su lugar y su función en el seno del universo con el que un instante antes vivían todavía en perfecta armonía. Basta con que Midas los toque para que su naturaleza cambie; su poder devastador puede ser infinito, no tener límite: nadie sabe hasta dónde puede llegar. En último extremo, todo el cosmos podría encontrarse alterado: imagina que Midas viaja, que consigue transformar nuestro planeta en una bola metálica gigantesca, dorada pero muerta, desprovista por completo de las cualidades que los dioses habían logrado conferirle al principio, en el momento del reparto primitivo del mundo que Zeus realiza después de su victoria sobre las fuerzas caóticas de los Titanes, los Gigantes y de Tifón. Eso habría sido el fin de toda vida y toda armonía.

Si a pesar de lo anterior se quiere hacer una comparación con el cristianismo, se debe profundizar mucho más de lo que se piensa espontáneamente. Como el mito del doctor Frankenstein, que se inspira en leyendas antiguas nacidas en la Alemania del siglo XVI, las desventuras del rey Midas nos cuentan en realidad la historia de un desposeimiento trágico.

El doctor Frankenstein querría también ser un igual de los dioses. Sueña con dar la vida, como lo ha hecho el creador. Pasa toda su existencia buscando cómo lograr reanimar a los muertos. Y un buen día lo consigue. Ha hecho acopio de cadáveres que roba del depósito del hospital y, utilizando la electricidad del cielo, logra reavivar al monstruo que ha fabricado a partir de los cuerpos en descomposición. Al principio todo va bien y Frankenstein se cree un verdadero genio de la medicina. Pero poco a poco el monstruo se independiza y logra escaparse. Como su aspecto es abominable, siembra el terror y la desolación allá por donde pasa, de modo que de rebote se vuelve malvado y amenaza con destruir la tierra y sus habitantes. Desposeimiento trágico: la criatura ha escapado de su creador que, por así decirlo, se queda frustrado. Ha perdido el control, lo que, dentro de la perspectiva cristiana que domina este mito, significa que el hombre que se cree Dios está abocado al desastre.

El mito de Midas se debe entender en un sentido análogo, incluso si el dios, o mejor dicho los dioses griegos de que se trate, no son los de los cristianos. Al igual que Frankenstein, Midas ha querido atribuirse con el toque dorado un poder divino, una capacidad que sobrepasa con mucho toda sabiduría humana, empezando por la suya, ya tan reducida de por sí: la de trastornar el orden cósmico. Y lo mismo que el doctor Frankenstein, pronto pierde el control sobre sus nuevas atribuciones. Lo que creía dominar se le escapa por todas partes, de modo que no le queda más remedio que suplicar a la divinidad, en este caso Dioniso, que le devuelva su condición de simple humano.

De una manera muy significativa, esta misma amenaza de caos a causa de la hybris es la que aparece de nuevo en la segunda parte del mito de Midas, en el transcurso de la cual Apolo castigará sin piedad a este pobre pánfilo. 



De cómo Midas recibe unas orejas de burro: un concurso musical entre la flauta de Pan y la lira de Apolo. 
 
Continuemos el relato del mito en la versión de Ovidio.

Al parecer Midas se ha calmado después de haberse estrellado con su desgraciado toque dorado. Parece que al final se ha vuelto más humilde, casi modesto. Lejos de los fastos y del lujo que esperaba de su oro, vive retirado en el bosque. Alejado de su espléndido palacio, se contenta con una vida rústica y sencilla, en los campos y las praderas que le gusta recorrer solo o a veces en compañía de Pan, el dios de los pastores y de los bosques. Debes saber que Pan se parece extrañamente a Sileno y a los Sátiros. En efecto, es también un dios de una fealdad horrorosa en sentido literal: todo el que lo ve se queda espantado, paralizado por ese miedo denominado «pánico» en honor a su nombre, pero el homenaje que se le rinde es muy negativo. Por su aspecto, Pan es mitad hombre, mitad animal: muy velludo, deforme, posee la cornamenta y las piernas, o mejor dicho las patas, de un macho cabrío. De nariz aplastada, como Sileno, barbilla prominente, orejas enormes y peludas como las de un caballo, el pelo erizado y sucio como el de un mendigo... A veces se afirma que su propia madre, una ninfa, se horrorizó tanto el día de su nacimiento que lo abandonó. Hermes lo habría recogido y conducido al Olimpo para mostrárselo a los demás dioses, que literalmente habrían estallado en carcajadas, divertidos a más no poder ante tanta fealdad. Sus deformidades seducen a Dioniso, al que por principio le gusta todo lo que es extraño y diferente, por lo que decide que más adelante haría de él uno de sus compañeros de juegos y de viajes... Es un prodigio de fuerza y rapidez, y pasa la mayor parte de su tiempo persiguiendo ninfas, pero también muchachos jóvenes de los que trata por todos los medios de obtener favores. Se afirma incluso que un día que perseguía a una joven ninfa llamada Siringe, ésta prefirió suicidarse tirándose a un río antes que ceder a su acoso... Entonces, Siringe se transformó en una caña ribereña; Pan agarró el tallo todavía tembloroso y lo transformó en flauta, que en adelante será su instrumento fetiche, la famosa «flauta de Pan» que hoy día todavía se toca. Muchos siglos después, Debussy, uno de nuestros compositores más importantes, escribirá una obra para este instrumento (en realidad una flauta travesera), obra que llamará precisamente Siringe en recuerdo de la desdichada ninfa... A menudo se ve al dios Pan, como a Sileno y a los Sátiros, en compañía de Dioniso, bailando como un demonio, con cara de pocos amigos y bebiendo vino hasta el delirio: hay que decir que este dios no tiene nada de mico». No es un artesano del orden, sino más bien un ferviente aficionado a todos los desórdenes. Está claro que pertenece a la estirpe de las fuerzas del caos hasta el punto de que ciertos relatos no dudan en afirmar que es hijo de Hybris, la diosa de la desmesura...

De ahí la sospecha de que Midas, a juzgar por sus compañías, tal vez no ha sentado tanto la cabeza como podría parecer. Sin contar con que su estupidez y su torpeza mental siguen bien ancladas en su pobre cabeza. Un día que Pan está tocando su famosa flauta con la intención de seducir a unas muchachas, el dios se deja llevar por la soberbia, como es normal en este tipo de circunstancias, y declara que su talento para la música supera incluso al de Apolo. Y no pudiendo soportarlo más, en el colmo de la hybris, llega hasta el punto de desafiar a ese señor del Olimpo. Enseguida se organiza un concurso entre la lira de Apolo y la flauta de Pan. Y se elige a Tmolo, una divinidad de la montaña, como juez. Pan empieza a soplar su instrumento: los sonidos que salen de él son roncos, toscos, a imagen de quien lo toca. Está claro que tiene su encanto, pero un encanto bruto por no decir bestial: el sonido que el soplo hace salir de los tubos de caña es idéntico al del viento. En cambio, la lira de Apolo es un instrumento muy sofisticado: explota con exactitud matemática la relación entre la longitud de las cuerdas sus tensiones respectivas, asegurando una gran precisión de las cuerdas y un rendimiento que es como un símbolo de la armonía, también muy sofisticada, que los dioses han instituido a escala del universo. Es un instrumento delicado y a la vez culto: al contrario de la rusticidad de la flauta, la seducción que suscita está repleta de dulzura.

El público se queda embelesado y elige a Apolo por unanimidad... menos una voz: la de ese gran zoquete de Midas, que eleva una opinión disonante dentro del coro de elogios que rodea a Apolo. Acostumbrado a la vida del bosque y del campo, y amigo de Pan, Midas ha perdido el sentido de la educación y declara alto y claro que prefiere, con mucho, el sonido gutural de la flauta a las armonías delicadas de la lira. ¡Ay de él!. No se desafía a Apolo impunemente, y como siempre en estos casos, el castigo estará en conformidad con la naturaleza del «delito» cometido por el infortunado Midas: su pecado es de oído y de inteligencia al mismo tiempo, luego entonces será castigado por las orejas y la mente.

He aquí de qué manera, de nuevo según Ovidio:

El dios de Delos (Apolo) no quiere que orejas tan vulgares conserven la forma humana: las alarga, las llena de pelos grises. Hace la raíz flexible y les da la facultad de moverse en todos los sentidos. Midas tiene todo el resto de un hombre. El castigo sólo atañe a esa parte de su cuerpo. Está rematado con las orejas de un burro de paso lento...

Con sus nuevas orejas de burro, Midas se muere de vergüenza. Ya no sabe qué hacer para disimular a los ojos del mundo la fealdad que desde ahora lo envuelve, fealdad que lo muestra ante los otros no sólo como un ser desprovisto de oído y de sentido musical, sino también como un imbécil que no tiene más cabeza que un rumiante. Trata de ocultar sus nuevos atributos bajo diferentes tocas, gorros y cintas con las que se envuelve la cabeza cuidadosamente. No tiene suerte, su peluquero se da cuenta y no puede evitar hacerle el comentario: «Majestad, ¿pero qué le ocurre? Se diría que tiene usted orejas de burro...». Midas se lo toma a mal, pues tampoco brilla por su simpatía: acto seguido le jura que si por casualidad se le ocurre desvelar a los demás lo que acaba de descubrir, lo torturará y lo matará. El desdichado peluquero hace todo por conservar el secreto para sí. Pero al mismo tiempo —ponte en su lugar— se muere de ganas de contárselo a sus amigos, a su familia, y tiembla ante la idea de que un día, sin darse cuenta, se le escape una palabra de más. Para descargarse de ese peso tiene una idea: «Voy a cavar», se dice, «una gran fosa, luego confiaré mi secreto a las profundidades de la tierra y la volveré a tapar enseguida. Así me quitaré una carga demasiado pesada para mí». Dicho y hecho. Nuestro peluquero encuentra un rincón alejado de la ciudad, cava la tierra y grita y hasta aúlla su mensaje, vuelve a tapar el agujero con cuidado y regresa a su casa con el corazón al fin ligero. Pero en primavera un tupido bosque de cañas crece sobre la tierra recién removida. Y cuando el viento sopla se oye una voz formidable que se eleva, se ahueca y aúlla a quien quiere oírla: «El rey Midas tiene orejas de buuuurro, el rey Midas tiene orejas de buuuurro...».

Y así es cómo Apolo castiga a Midas por su falta de discernimiento. Tal vez me dirás que esta vez no se comprende muy bien en qué amenazaba el pobre Midas el orden del mundo. La verdad es que ha desafiado a un dios, y a uno de los principales, ya que Apolo, que es el dios de la música y de la medicina, es uno de los Olímpicos. Pero en fin, después de todo sólo se trataba de una cuestión de gusto en la que cada uno tiene perfecto derecho a decir lo que piensa, y sí Apolo se ha sentido herido ha sido en su amor propio, incluso en su vanidad. Por eso su reacción parece excesiva, por no decir un poco ridícula... Sin embargo, esta impresión sólo se mantiene si no prestamos atención a los detalles de la historia y nos contentamos con juzgarla desde un punto de vista moderno. Porque si reparamos en esos detalles, se trata aquí, como en la conclusión del combate de Zeus contra Tifón, de una disciplina, la música, con la cual no se bromea: ella pone en juego directamente nuestra relación con la armonía del mundo. Como te he explicado, la lira es un instrumento armónico, mientras que con la flauta sólo se puede tocar una nota a la vez y por eso es «melódica»: con la lira, como con una guitarra, se puede acompañar un canto, y aunque los griegos ignoran la armonía en el sentido en que la entenderán compositores como Rameau o Bach, así y todo empiezan a crear consonancia combinando más o menos sonidos diferentes, mientras que con la flauta esta armonización de la diversidad resulta del todo imposible. Bajo la apariencia de un certamen únicamente musical, en realidad se representa la oposición frontal entre dos mundos, el de Apolo, culto y armonioso, y el de Dioniso, de quien Pan es muy amigo, caótico y desordenado como una de sus fiestas que en un instante puede pasar al horror. En las famosas bacanales que organizan Dioniso y los suyos —así es como se denominan las fiestas dionisíacas— ocurre que las mujeres que rodean al dios, las «bacantes», se entregan a orgías que sobrepasan el entendimiento: bajo la influencia del delirio dionisíaco, persiguen a animales jóvenes y los despedazan vivos, los devoran crudos y, a veces, no son sólo animales a los que hacen sufrir las peores abominaciones, sino a niños e incluso a adultos como Penteo, rey de Tebas, que acabará destrozado por sus garras y devorado con sus dientes. Para que calibres lo brutal que puede ser la oposición de esos dos mundos, el cósmico de Apolo y el caótico de Dioniso, sería útil que te contara una versión más dura de este mismo certamen musical: la que representa el suplicio atroz del desdichado Marsias.
   
Una versión sádica del certamen musical: 
el suplicio atroz del Sátiro Marsias
Un mito análogo al que acabamos de descubrir cuenta, en efecto, una historia muy parecida a la del certamen que enfrenta a Apolo y a Pan. Salvo que aquí se trata de un sátiro, Marsias (o un sueno: a decir verdad, qué más da, pues esos dos tipos de seres que pertenecen al séquito de Dioniso son casi semejantes, los dos se caracterizan por un cuerpo mitad humano, mitad animal, así como por una fealdad que sólo es comparable a su apetito sexual...); Marsias es el que aquí desempeña el papel de competidor de Apolo. Ahora bien, al igual que Pan, pasa también por ser el inventor de un instrumento musical, el «aulos» (una especie de oboe de dos tubos con el que sin embargo no se tocaba más que una sola nota a la vez). Si hemos de creer al poeta griego Píndaro (siglo v a.C.), el primero en mencionar esta historia, en realidad fue la diosa Atenea la primera en idear y fabricar este instrumento. Merece la pena contar la historia de cómo tiene la idea y luego la rechaza: indica lo maldito que está el sonido de la flauta a los ojos de la diosa.

El asunto comienza con la muerte de Medusa. Según la mitología, existían tres seres extraños y maléficos denominados Gorgonas. Su aspecto era espantoso, mucho peor que el de Pan, el de los Sueños y el de los Sátiros: su cabellera estaba hecha de serpientes, unos colmillos enormes de jabalí les salían de la boca, sus manos con garras eran de bronce y sobre la espalda portaban unas alas de oro que les permitían atrapar a sus presas en cualquier circunstancia.. Lo peor de todo es que de una sola mirada podían transformar en estatua de piedra a todo aquel que tuviera la desgracia de mirarlas a los ojos. Por este motivo, en la actualidad se llama gorgonas a esas plantas acuáticas que se yerguen muy tiesas en el agua como si la mirada funesta de uno de estos tres monstruos las hubiera petrificado. Ahora bien, estas tres hermanas, si bien terroríficas para los humanos, se querían con ternura. Dos de ellas eran inmortales, pero la tercera, de nombre Medusa, no lo era. El héroe griego Perseo la matará en circunstancias que te contaré más adelante y, según Píndaro, al oír a las hermanas de Medusa aullar de dolor cuando Perseo exhibió la cabeza cortada de la Gorgona fue cuando Atenea tuvo la idea de la flauta. Hay que decir que este instrumento vio la luz en unas circunstancias como mínimo alejadas de la armonía y del civismo que caracterizarán a la lira de Apolo.

Conocemos la continuación de la historia a través de otro poeta, también del siglo V a.C., Melanípides de Melos.

Atenea, que como recuerdas no es solamente la diosa de la guerra, sino también la de las artes y las ciencias, está muy orgullosa de su nuevo invento. Y tiene por qué. Después de todo, no se inventa todos los días un instrumento musical que milenios después se toca todavía en todos los países del mundo. Pero al darse cuenta de que cuando toca su «aulos» sus mejillas se inflan de un modo ridículo y los ojos se le salen de las órbitas —y todos los que tocan el oboe, que me perdonen, conservan hoy todavía los mismos gestos extraños que debía de hacer Atenea— lo tira al suelo y lo pisotea con rabia. Lo que significa que este instrumento afea, rompe la armonía del rostro —segundo punto en contra—. Hera y Afrodita, que como sabemos no brillan por su caridad y nunca desperdician la ocasión de demostrar sus celos hacia Atenea, observan los ojos desorbitados y las mejillas infladas de la diosa y estallan en carcajadas de manera ostensible. Se burlan de ella y se mofan abiertamente de su aire estúpido cuando sopla por el tubo. Ofendida hasta la médula, Atenea huye lejos para comprobar el efecto que produce. Corre a buscar una fuente clara, un charco o un lago para ver el reflejo de su rostro. Una sola vez, a resguardo de la mirada de las dos malvadas, se inclina sobre el agua y, en efecto, no puede impedir constatar que, cuando toca, su cara se deforma por completo, hasta el punto de volverse grotesca. No sólo tira el instrumento a lo lejos, sino que lanza un hechizo al que lo encuentre y tuviera la audacia de utilizarlo.

Ahora bien, resulta que es Marsias quien encuentra la flauta de Atenea cuando recorría los bosques, como era su costumbre, persiguiendo alguna ninfa. Y por supuesto, cae bajo el hechizo del caramillo que le va de maravilla, a él que es tan poco armonioso. Y lo utiliza tanto y tan bien que acaba por creerse superior al propio Apolo hasta el punto de desafiarlo a un concurso en el que además comete el craso error de elegir a las Musas como jueces. Apolo aceptará el reto con una condición: el que gane podrá hacer con el vencido lo que quiera. Apolo es, desde luego, el vencedor —continuando la labor de Zeus contra Tifón y todas las fuerzas del caos: con su lira hace triunfar la armonía frente a la melodía ronca y tosca de la flauta—. Pero esta vez no se contenta, como lo había hecho con Midas, con un castigo leve y proporcionado al hurto cometido. Lo había avisado: el vencedor podrá disponer del vencido a su antojo, gracias a lo cual Apolo sencillamente hace despellejar vivo al desdichado Marsias. La sangre que brota de todas partes se transformará en río y su piel servirá para marcar el emplazamiento de la gruta en la que a partir de ahora nace el curso de agua...

En sus fábulas, Higinio resume así el asunto; como de costumbre, cito el texto original para que veas en qué términos se relataban los mitos en la Antigüedad:

Minerva (Atenea), dicen, fue la primera en fabricar una flauta con un hueso de ciervo y vino a tocar al banquete de los dioses. Como Juno (Hera) y Venus (Afrodita) se burlaban de ella porque tenía los ojos del todo inexpresivos y las mejillas hinchadas, Minerva (Atenea), de ese modo afeada y burlada durante su interpretación, se acercó a una fuente, en el bosque del Ida, se miró en el agua mientras tocaba y comprendió que con razón se habían burlado de ella. Entonces tiró ahí su flauta y juró que el que se apoderara de ella sufriría un suplicio horroroso. Uno de los Sátiros, Marsias, pastor, hijo de Olimpo, la encuentra y a fuerza de entrenamiento va obteniendo un sonido cada vez más agradable, hasta el punto de retar a Apolo y su cítara a un concurso musical. Cuando llegó Apolo tomaron a las Musas de jueces y como Marsias iba saliendo vencedor, Apolo dio la vuelta a la cítara y el sonido era igual. Pero Marsias no pudo hacer lo mismo con la flauta. Vencido Marsias, Apolo le envió a un Escites que le despellejó miembro a miembro... y su sangre dio nombre al río Marsias. 

 
Si Ovidio viviera en nuestros días le hubiera gustado escribir guiones de películas de terror, pues en estos términos relata el suplicio infligido por Apolo (como siempre, indico mis comentarios entre paréntesis y en cursiva):

Al Sátiro que él había vencido en el combate de la flauta ideada por la diosa del Tritón (es decir, Atenea, a quien Ovidio nombra así debido al río Tritón cerca del cual se supone que nació Atenea): «¿Por qué me arrancas de mí mismo?», preguntó (expresión que, claro está, significa que Apolo le arranca la piel al Sátiro y en cierto modo le separa así de sí mismo). Y gritaba: «¡ Ay, cuánto me arrepiento! ¡Ay, una flauta no merece pagar un precio tan alto!». A pesar de sus gritos le arrancan la piel de todo el cuerpo; no es más que una llaga. Su sangre corre por todas partes; sus músculos desnudos aparecen con toda claridad; un movimiento convulsivo hace estremecer sus venas, despojadas de la piel; se podrían contar sus vísceras palpitantes y las fibras que la luz ilumina en su pecho. Las faunas campestres, divinidades de los bosques, los Sátiros, sus hermanos, Olimpo (el padre de Marsias)... y las ninfas lo lloraran. Sus lágrimas, al caer, bañarán la tierra fértil... Así nació un río... al que llaman Marsias, el más límpido de Frigia.

Como ves, aquí el castigo es terrible, mil veces peor que el infligido a Midas. Las dos historias, la de Marsias en donde los jueces son unas Musas y la de Pan, en la que Midas y Tmolo ostentan esa función, no son por eso menos cercanas. Al parecer se las confunde a menudo. En los dos casos, la música, arte cósmico por excelencia, está hay que vérselas con un conflicto entre un dios que ante todo aspira a la armonía, y unos seres caóticos, dotados de instrumentos rústicos que no seducen más que a unas mentes mal desbastadas como las de Tifón y Midas. Por otra parte, Ovidio puntualiza en este sentido que Midas, después de sus desventuras en el Pactolo, sólo vive en los bosques, como Pan, en contacto, pues, con las realidades menos civilizadas: por esta razón prefiere, como un burro, los sonidos roncos y toscos de la flauta de Pan a los sonidos armoniosos y dulces de la lira de Apolo. Hay que decir que esta lira, de la que se extraen acordes tan armoniosos, posee toda una historia. No es un instrumento ordinario, sino que, según otro mito narrado sobre todo en los Himnos homéricos, probablemente desde el siglo VI a.C., es en verdad un instrumento divino: el propio Hermes lo ha inventado, lo ha fabricado y se lo ha regalado a Apolo al término de una aventura bastante singular que ahora te voy a contar...


La invención de la lira, instrumento cósmico, por parte de Hermes, y el contraste entre lo apolíneo y lo dionisiaco.

Hermes es uno de los hijos predilectos de Zeus. Incluso ha hecho de él su principal embajador, el que envía cuando tiene que transmitir un mensaje muy importante. Su madre es una ninfa bellísima, Maya, una de las siete Pléyades, hijas de una tal Pleíone y del Titán Atlas al que Zeus ha castigado obligándole a llevar el mundo sobre sus hombros. Es poco decir que el pequeño Hermes es increíblemente precoz. «Nacido por la mañana —nos dice el autor del himno homérico—, tocaba la cítara ya al mediodía y por la tarde robó las vacas del arquero Apolo...». Un primer día de existencia un tanto cargado: para ser un bebé que apenas tiene unas horas de existencia, Hermes es ya un músico consumado y un ladrón sin par. Figúrate que desde que abre el ojo, recién salido del vientre de su madre, el pequeño Hermes se pone enseguida a buscar las vacas del rebaño de Apolo. De camino, encuentra una tortuga que vive en la montaña y se parte de risa: desde el principio, sólo con ver al desdichado animal, ha comprendido todo el partido que le podía sacar. Vuelve enseguida a su casa, vacía al pobre animal, mata una vaca, extiende su piel sobre el contorno del caparazón, fabrica unas cuerdas con sus tripas y unas clavijas para tensarlas con unas cañas. Ha nacido la lira, con la cual puede producir sonidos de una gran precisión y más armoniosos que los de la flauta de Pan. No contento con este primer invento, vuelve a salir en busca de las vacas inmortales de su hermano mayor.

Al ver el rebaño, se lleva cincuenta animales y para que su robo pase desapercibido los conduce marcha atrás no sin antes haber atado a sus pezuñas una especie de raqueta de hierba que ha confeccionado a toda prisa para camuflar sus pisadas. Conduce los animales a una gruta. Unos minutos más y él solo reinventa el fuego. Sacrifica dos vacas a los dioses y el final de la noche lo pasa dispersando las cenizas del hogar... Luego entra en su propia cueva, donde Maya lo concibió, donde se halla su cuna, y se duerme poniendo cara de recién nacido inocente como un corderillo... Al regañarle su madre, responde sencillamente que está harto de su pobreza y que quiere ser rico. Ya se comprende por qué motivo llegará también a ser el dios de los comerciantes, de los periodistas y de los ladrones. Primer día de un bebé divino más bien muy cargado...

Apolo, por supuesto, acaba descubriendo el pastel. Cuando encuentra al bebé de Zeus, amenaza con tirarlo al Tártaro si no le devuelve sus vacas. Hermes jura por sus dioses mayores (y nunca mejor dicho) que es inocente. Apolo lo alza para tirarlo a lo lejos, pero Hermes le cuenta una trola para que lo suelte y finalmente el litigio se lleva ante el tribunal de Zeus... que también estalla en carcajadas ante tanta precocidad. De hecho está muy orgulioso de su hijo pequeño. El conflicto prosigue entre Apolo y Hermes, pero este último saca el arma definitiva, su lira, y la toca con tanto arte que Apolo, al igual que Zeus, acaba por derretirse y cae literalmente bajo el encanto del chiquillo. Apolo, dios de la música, está atónito y seducido por la belleza de los sonidos que salen de ese instrumento que no conoce todavía. A cambio de la lira, promete a Hermes que le hará rico y famoso. Pero el pequeño sigue negociando y regateando, y obtiene además la custodia de los rebaños de su hermano mayor. En un rasgo de generosidad, Apolo le regala incluso el látigo de pastor y la varita mágica de la riqueza y la opulencia, la que servirá para crear el emblema de Hermes, el famoso caduceo cuya historia te contaré enseguida...

En este contexto es donde aparece la lira como prototipo de instrumento divino, como el atributo por excelencia de Apolo. Para entender el alcance del mito de Midas —que en general se considera secundario, pero sin razón—, es necesario comprender que Apolo está de parte de Zeus, es decir, de los Olímpicos que luchan constantemente a favor de la instauración de un orden cósmico o de su mantenimiento. Este orden es al mismo tiempo justo (pues resulta del reparto original establecido por Zeus después de su victoria sobre los Titanes), espléndido, bueno y armonioso. Ahora bien, las fuerzas telúricas de Caos y de sus numerosos y variados descendientes desde Tifón amenazan constantemente esta armonía frágil. Apolo representa aquí una fuerza olímpica, anticaótica, antititánica y vinculada al célebre «Conócete a tí mismo» que adorna su templo en Belfos; es decir, como te he explicado: «Entérate de dónde está tu sitio, tu lugar natural, y quedate en él». Sin hybris, sin arrogancia ni desmesura que vengan a perturbar la buena ordenación cósmica. Si a Apolo le gusta la música es porque es una metáfora del cosmos. En muchos aspectos, Dioniso es lo contrario de Apolo. Evidentemente, Dioniso también es un Olímpico, un hijo de Zeus, y más adelante veremos cómo se unen en él el cosmos y el caos, la eternidad y el tiempo, la razón y la locura. Pero ante todo, lo que choca de él es su lado «acósmico»: le gusta la fiesta, el vino y el sexo hasta la locura asesina que se apodera de las mujeres que forman su cohorte. Dioniso es también, desde luego, un dios de la música, pero la música que le gusta no es la de Apolo: no es dulce de otro modo, no suaviza las costumbres, al contrario, expresa de una manera voluntariamente indecente el canto de las pasiones más antiguas. Lo que explica que su instrumento fetiche sea la flauta de Pan o de Marsias.

He aquí lo que el joven Nietzsche escribió, con mucha precisión y profundidad, sobre la diferencia entre Apolo y Dioniso:

Apolo, dios ético, demanda moderación de los suyos y, para poder mantenerla, conocimiento de sí mismos. Es por ello que el «Conócete a ti mismo» y el «Nada en exceso» marchan a la par que la exigencia estética, mientras que el exceso de orgullo y la desmesura, demonios entre todos los enemigos de la esfera apolínea, se consideraron atributos propios de los tiempos preapolíneos, de la era de los Titanes o del mundo extraapolíneo, es decir, bárbaro... El griego apolíneo debía sentir la acción de lo dionisiaco como titánica y bárbara, sin poder ocultarse no obstante que en el fondo de su ser él estaba emparentado con esos Titanes... Además, debía comprender que toda su existencia, con su belleza y su moderación, descansaba sobre un fondo velado de sufrimiento y de conocimiento que lo dionisiaco volvía a poner al descubierto. Y he aquí que Apolo no podía vivir sin Dioniso. El elemento titánico y bárbaro era en definitiva tan necesario como lo apolíneo. Imaginemos el efecto que la fiesta dionisíaca, con sus músicas embriagadoras, producía sobre ese mundo protegido artificialmente y edificado sobre la apariencia y la moderación... Imaginemos qué podía significar, frente a esos cantos populares demoníacos, el artista apolíneo con su salmodia y los sonidos exangües de su arpa... La desmesura se desveló como verdad, la contradicción, la alegría nacida del dolor hablaban un lenguaje que brotaba del corazón de la naturaleza. De modo que en todos los lugares conquistados por lo dionisíaco quedó abolido y destruido lo apolíneo. 

 
Nietzsche es por su parte un buen músico y ha comprendido perfectamente tres cosas fundamentales. La primera es que el tema del certamen musical no es anecdótico, sino esencial dentro de la mitología, y ello por una razón de fondo: ya que pone en el corazón del arte la idea de armonía, la música es un metáfora, un análogo del cosmos o, como él mismo escribió, «una réplica y una segunda versión del universo»; la segunda es que en el enfrentamiento entre Apolo y Dioniso —aquí son los representantes de este último, Pan o Marsias, los que salen a escena, pero todo el mundo comprende que se trata de narices postizas, personajes que sólo representan a Dioniso—, de nuevo, como siempre desde los orígenes del mundo, lo que está en juego es la cuestión del caos y del cosmos, de lo titánico caótico y de lo olímpico cósmico; y la tercera, es que si bien los dos universos divinos, el que simboliza Apolo, armonioso y tranquilo, y el que representa Dioniso, contradictorio y destrozado, se enfrentan al parecer de un modo absoluto, en realidad son inseparables: sin la armonía cósmica, el caos triunfa y todo se destruye, pero sin el caos, el orden cósmico se anquilosa y la vida y la historia desaparecen por completo.

En la época en la que escribe su libro sobre la tragedia griega, Nietzsche está profundamente influido por un filósofo, Schopenhauer, al que considera su maestro (y del acaba de publicar un libro importante cuyo título resulta a primera vista poco comprensible: Del mundo como voluntad y como representación. Sin pretender resumirlo aquí — un libro voluminoso y muy difícil—, puedo sin embargo hacer que comprendas uno de sus principales leit motivs: la convicción que impulsa a Schopenhauer, y de la que Nietzsche se va a servir para leer a los griegos, es que nuestro universo está dividido en dos. De un lado, hay un flujo caótico inmenso, desordenado, destrozado, absurdo y sin sentido, en su mayor parte inconsciente, que Schopenhauer denomina «la voluntad»; del otro, por el contrario, hay un intento desesperado de poner las cosas en claro, de poner orden, de volver a la tranquilidad, a la conciencia, de dar sentido, armonía: es lo que él llama «la representación». Nietzsche abandona esta distinción sobre el mundo griego: al universo de la voluntad, absurdo y destrozado, le corresponde el caos inicial de las fuerzas titánicas, y la divinidad que mejor lo encarna, al menos dentro del Olimpo, es Dioniso; al mundo de la representación le corresponde el orden cósmico instaurado por Zeus, con su armonía, su calma y su belleza. Está, claro que la lira de Apolo pertenece al mundo de la representación en opinión de Schopenhauer, y la flauta, dionisíaca, titánica, caótica, inculta y anticósmica, corresponde al otro mundo, al de la voluntad según Schopenhauer. Además, siempre habrá dos músicas enfrentadas: la armónica, dulce, cósmica y culta por una parte, y por otra la música disonante, caótica y ronca que imita las pasiones inconscientes de la voluntad en estado bruto. A decir verdad, toda música lograda, a imagen del cosmos griego, está obligada a mezclar los dos universos... Midas, ser grosero y cercano a la naturaleza, se inclina del lado de lo dionisíaco. No es una casualidad que Dioniso, al igual que Sileno y Pan, sea amigo suyo; tampoco es una casualidad que los miembros del séquito dionisíaco sean a menudo seres mitad animales, mitad hombres, rebosantes de apetito sexual y aficionados a las fiestas delirantes y carentes de moderación...

Dicho de otro modo, lo que se interpreta, o más bien se reinterpreta, en la pequeña fábula de Midas es, en apariencia, pero una apariencia anodina del todo, otra vez la victoria de Zeus contra los Titanes, y si Apolo se pone tan furioso no es porque esté «ofendido», como a veces se dice estúpidamente —¿qué más le da a él, divinidad sublime, la opinión de ese pobre imbécil de Midas?— sino porque debe luchar, por naturaleza, contra toda forma de hybris. Su misión divina, olímpica, es combatirla de raíz. Castigo para Midas, que recibe uno acorde con el origen de su pecado, en este caso los oídos, y proporcional a la gravedad de la falta. Suplicio atroz para Marsias: Midas es un cretino, un palurdo que no ha entendido en absoluto el envite cósmico del concurso musical. Merece que lo pongan en su sitio, el de un animal estúpido, un burro. Un simple castigo es suficiente para él. Pero en el caso de Marsias debe ser ejemplar: Marsias es una amenaza, a diferencia de Midas ha desafiado directamente a un dios y no se explica la violencia de su castigo si no se comprende que un desafío semejante es tanto más insoportable cuanto que el orden cósmico no es más que una conquista frágil, superficial mejor dicho: bajo esta superficie aparentemente ordenada y tranquila, el mar del caos amenaza siempre con resurgir.

Como no se comprendía la furia de Apolo, ciertos mitógrafos han llegado a inventar que después de haber matado a Marsias se había arrepentido, pero es una invención personal de estos autores, y no la verdad del mito.

Así que ya ves que la historia de Midas, que más bien empezaba de una manera cómica, sorprendentemente acaba en tragedia; después de todo, una de las competencias más seguras y poderosas de la tragedia griega residirá en esta brutalidad con la que el cosmos escarnecido en la persona de los dioses recupera sus derechos contra la hybris humana...

Pero no anticipemos demasiado. Como te he dicho, todavía no estamos ahí y a pesar de esta pequeña divagación a guisa de aperitivo, en la fase en la que nos encontramos todavía no se ha fijado el lugar de los mortales, y sobre todo de los hombres (puesto que también están los animales). Se sabe dónde están los Titanes y Tifón con ellos —en el Tártaro, fuertemente encadenados y custodiados por los Hecatónquiros—, pero la amenaza de caos que representan está en adelante bien delimitada. Igualmente se conoce el lugar o la misión que corresponde a cada dios en particular: el mar a Poseidón, los infiernos a Hades, la tierra a Gea, el cielo a Urano, el amor y la belleza a Afrodita, la violencia y la guerra a Ares, la comunicación a Hermes, la inteligencia, las artes y la astucia a Atenea, el fondo de las tinieblas a Tártaro, etcétera. Pero en este universo organizado bajo la égida de Zeus, ¿cuál es el lugar que les corresponde a los mortales? En esta fase nadie puede decirlo todavía.

Ahora bien, es evidente que la cuestión es fundamental, pues, una vez más, son por supuesto los seres humanos los que han inventado estas historias, todo este dispositivo teológico y cosmológico prodigiosamente sofisticado. Y si lo han inventado ellos, seguramente no ha sido en vano, sólo para divertirse, sino para dar sentido al universo que les rodea y a la vida que deben llevar en él, para tratar de comprender lo que hacen en esta tierra y tratar de fijar el sentido de su existencia. La cultura griega empezará a responder a este interrogante fundamental con tres mitos inseparables entre ellos: el mito de Prometeo, el de Pandora (la primera mujer) y el famoso mito de la edad de oro. En un poema titulado Los trabajos y los días, Hesíodo se ha ocupado de relacionar estrechamente estos tres relatos llamados a pasar a la posteridad tanto en la literatura como en el arte y la filosofía. Así que ahora te propongo que los sigas. Luego podremos dedicarnos a los grandes relatos míticos que se asientan sobre hybris y diké, sobre las desmesuras locas perpetradas por determinados seres o los actos heroicos y justos realizados por otros, los que generalmente se denominan héroes.

Luc Ferry
LA SABIDURÍA DE LOS MITOS 
APRENDER A VIVIR 2 
TAURUS