domingo, 10 de mayo de 2015

Manuel Ríos Ruiz

http://manuelriosruiz.org/

Durante quince años mantuvo en Radio Nacional de España el programa de flamenco, El Cuarto de los Cabales. Actualmente es crítico de flamenco del diario ABC de Madrid y columnista de Diario de Jerez.
Está reconocido unánimemente como uno de los más hondos y cabales conocedores del arte flamenco. Miembro fundador de la Cátedra de Flamencología de Jerez (adscrita a la Universidad de Cádiz), miembro del Jurado Calificador del Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba y de los Premios Nacionales de Flamenco de la mencionada Cátedra.
Por su libro de poemas El oboe, mereció el Premio Nacional de Literatura en 1972. Y por el conjunto de su obra poética elPremio Hispania de las Letras del Club Universitario Hesperia de Nueva York. Otros premios de poesía en su haber son Bécquer, Adonáis (accésit), Boscán, Ciudad de Irún, Rafael Morales, Lacalle, Villa de Rota, Alcaraván, Ciudad de Martorell,Juan Ramón Jiménez, Juan Alcaide y José Hierro. Entre sus libros de poemas destacan Dolor de Sur, Amores con la tierra, El oboe, Los arriates, La paz de los escándalos, Vasijas y deidades, Razón, vigilia y elegía de Manuel Torre, Los predios del jaramago, Cartas a una madrina de guerra, Una inefable presencia, Plazoleta de los ojos, Piedra de amolar, Figuraciones y Juratorio. Ha sido traducido a varios idiomas. (De Wikipedia).





Dejadme solo esta tarde,
Que tengo que hablar conmigo,
Y tiene Dios que escucharme...

LA CHOZA 
A Carlos Murciano
y Luis Jiménez Martas

Ya no está. Estuvo. Era
rocosamente polvorienta y gris.
Habitada por hombres y animales.
Nosotros, los demás... De todos era
cobijo y amplitud, ronco respiro
cuando el sol o la lluvia sacudían.
Encarada hacia el norte, atravesada
sobre el cerro, clavada en la ladera
donde el viento batía y claudicaba.
Allí se concentraba todo, ancha
rendija del trabajo y del abrigo,
almacén de ilusiones y prestezas.
En ella desperté una tarde libre
de humanidad y regocijo. Todas
las piedras limitaban con el campo,
los pájaros volaban por encima.
Por allí estuve, años o siglos, no lo dudo;
aquí hay un pozo en mi memoria,
para beber o fatigarme de saberlo.
Mas canté y me cantaron, me dijeron, dije...
hablé con las estrellas muchas tardes,
y fui amigo de nadie, casi siempre.
Tan inmenso era todo, tan solemne,
que tuve que vestirme de añoranzas,
si apenas disfrutaba de recuerdos.
Entonces inventaba lugares para un hombre,
en la breve vida que pasaba.
Un fuego: una voz, la misma esquila,
con este corazón junto a mi madre,
la nube o la niebla, o bien la tierra misma,
y un redil con ovejas balando en la mañana.
Son cosas que recuerdo, que las sufro,
que las llevo conmigo para sangre,
cavilando una infancia, deshaciéndome
el acento, los glóbulos, la savia,
por lo que fue y será y conmovido arrastro.
El tiempo, ilimitado tiempo, asociado
con la frente y el paso, con la pausa,
me fueron diciendo allí, en aquel mundo,
en aquella potestad del equilibrio,
en aquella forma de vivir sin conseguirlo,
una intuición de amor, una odisea,
una ansiedad de luz inexplicable.
Ya no está. Estuvo. Era
rocosamente polvorienta y gris;
de noche se encendía bajo un candil espeso
y desde entonces sueño con algo que soñar.
 



LA BÚSQUEDA 

Doy mis vueltas por la vida
buscando mi propio tiempo,
y cada vez que suspiro
pongo mi sangre en consejo.
Por aquí, encuentro una flor;
por allá, un fruto reseco;
y donde menos quisiera
hallo olvido que supero
como quien sube pendiente
gastando todo el aliento.
El amor. ¿Quién no lo ha visto?
Es una guerra que llevo.
Lo demás. ;Quién no lo sabe?
Es lo que sobra por dentro.
Y en lo alto de mi frente
—como un nido— el pensamiento.
Todo lo enseño, lo digo,
no me callo nada nuevo.
Beso, rosa, testimonio,
mi rudo paso sin cuerpo...
¡Esta lucha de quererme
encontrar con mis empeños!
Doy mis vueltas por la vida
Doy mis vueltas
pues quiero saber si soy 

 el hombre que yo me siento.


SONETO PARA PODER VIVIR 


Que se aleje de mí la fantasía.
Que no quiero salir de mi tangente.
Porque soy tan real que mi simiente
florecerá en la piedra cierto día.
Dejad, dejad que viva mi poesía
y dejad que acaricie mi presente.
Que delante de mí tengo el poniente
y vivo plenamente un mediodía.
Lo vivo con certeza de mi sino,
y lo calibro entero con mi abrazo,
y con mi propia sangre lo defino.
De Dios es tan palpable la presencia,
que alumbra mi destino a cada paso,
llamando con su amor mi conciencia.



LAS ESTACIONES DEL HOMBRE 


A Rodrigo de Molina,
Francisco Toledano,
Antonio Murciano
y José Luis Tejada 
I
(Guitarra de primavera)
ME quedo aquí por ahora.
No es que calle, ni que duerma.
Ni tengo mi alma enferma,
si todavía me llora.
Acabo de oír sonora
y solemne campanada.
Otra vez ensangrentada
esta fragua, donde tiemple
le veleta para un templo
de Dios, que tengo empezada.


2
(Pensamiento de verano)
EN la arena de la playa:
pensando que el hombre es
ola continua que brama.
Entre las olas del mar:
pensando que el hombre es
frágil musicalidad.
Bajo los rayos del sol:
pensando que el hombre es
tiempo concreto de Dios.

3
(Carta de Otoño a Florencio Montes)
Es otoño, Florencio, buen amigo;
otoño, y ha llovido suavemente;
mas, luego vino el viento de repente
a llevarse la lluvia que te digo.
Es otoño, Florencio, se levanta
una turbia tristeza por mi mente,
una grave tristeza que, silente,
me abraza emocionada la garganta.
Es otoño, Florencio, ¿desde cuándo?,
¿desde que hizo Dios viento para el mundo?
;Por eso este poder, porque me hundo
en un lejano otoño, recordando?
Es otoño, Florencio, ¡desde todo!,
Pero mi lucha es vida contra olvido.
Renacer nuevamente lo vivido
es otoño también, a nuestro modo.

4
(Invitación de Invierno)
PONED la mano sobre mi barbecho,
y tocadme esta tierra que promete:
esta tierra es la lumbre de mi pecho
donde persiste el ascua de un juguete.
Poned la mano sobre la besana
de esta vena tan triste que me late:
es fuego persistente que me mana
de un pequeño rescoldo que combate.
Poned la mano aquí, sobre esta loma
estrecha de mi sien tan dolorida:
hallaréis el calor que se le toma
a sostener el peso de la vida.
Poned la mano sobre la vereda
soñada que se traza por mi frente,
donde toda fogata pasa y queda
aunque sea de ceniza solamente.



LA ROSA Y EL HOMBRE 


DECÍA el hombre, hablando solo y quedo:
Ya sé que es así, tal como nace.
Que su color es sol, efímera sustancia,
dulce su presencia, dulce
maravilla, diosa interrogada
e invitada a pasar, un sueño de la tierra..
La rosa, desde su pedestal de espinas,
crecida la luz para la luz,
me mata al verbo soterrado, íntimo,
a imposibles palabras
con destinos a sus pétalos...
A la rosa no debo entristecerla
contándole las últimas noticias,
ni tan siquiera prometerle otra visita...
Tendría que poseerla,
que acompañarle el tiempo, cobijarla,
mayear con ella este aire monótono
de sureña provincia,
salvando así la primavera...
y la rosa tendría que conocerme,
envigiliar por mi ámbito,
alargando su clausura de arriate
constantemente roja, resistentemente alta...
Pero cruzaron niños, un aro, una pelota,
una ráfaga de levante,
turistas con cámaras, soldados,
no sé qué gritos entre los pasos,
violando los secretos del aroma:
se hizo añicos tanto celo.
Entonces el hombre, sin rezar al cadáver,
se alejó con su libro y con su lápiz.




EL TÁLAMO
 


La junta de los siglos 
exprimiendo su jugo 
en nuestras venas. 
PABLO NERUDA

¿Redoblamos la vida?,
¿descansamos de la nada?
En el tálamo,
en el puro aposento de la sangre,
el unánime corazón varonihembrado
—oh litigio del gozo
y única verdad paladeada—,
abarca su hondura inagotable,
intensifica la modulación de lo eterno.
En el tálamo, el instante coloquial
de la sangre empavesada,
la más precisa comprensión sobre la tierra,
la adánica ambición de florecer
se hace luz suprema,
un clamor agitado en cada hueso.
Por el tálamo se renace,
se toma la túnica designada,
la piel,
la piel misma,
la primitiva
piel que nos envuelve.
Y con ella la esencia,
la natura,
nuestra verdadera manera de sentirnos.
En el tálamo queda
—claramente latiendo—
la palpable razón de lo que somos
y la fibra más íntima
de nuestra real levadura.



EL ABUELO
A mi madre y a mi padre

Lo sueño aún conmigo, lo recobro
a toda sangre abierta por la frente,
con su barba compacta, oscureciendo
la faz que los secanos andaluces
adobaron con sol, con duros tiempos,
a través de las viñas, los cortijos,
la azada, la mancera y la besana.
Con la hoz, la coyunda y con los bieldos:
curtido capataz de años y faenas.
(Herniado del trabajo, y por la vida
herido el corazón, hasta la entraña.)
Sus manos secas, como el seco monte,
cicatrizadas lágrima a lágrima,
tenían el vigor de los olivos
y el halo estremecido del sarmiento.
En sus ojos vibraba el campo todo
con su pureza o brisa, cabalgando
por todas las imágenes del trigo,
por todas las promesas de los surcos...
Con ellos aprendí a ver las rosas,
a plantar un peral, a enamorarme
de la alta golondrina eme llegaba
con la misma canción por primavera.
Era un hombre tan dueño de sus voces
que sonaban a tierra sus palabras.
Vivió como un árbol desprendido
de su carne, tan digno y tan sensible
que tue no más que un fruto desgajado.
Preguntadme por él, sabré deciros
—desde este pozo ciego de mí mismo—
de la noble semblanza de su alma.
Porque yo estaré siempre, como ahora,
liándole emocionado su cigarro.



APARTE CON UNAMUNO


Porque todo continúa igual, lo mismo
que en su edad de naturaleza
y en su edad de razón,
don Miguel de Unamuno —le hablo de usted—,
tengo que luchar,
                         que debatirme
en cada duda suya,
                         en cada idea,
en cada dura palabra,
                         y peligrosa,
para comprender mi fuero de español
y vivir más solo cada día.
No sé adonde irá mi ideocracia:
la lógica no ocupa mi camino,
aunque me asalte de repente su ademán.
Yo, don Miguel, ni espero, ni desespero: ¿pienso?,
yo, levanto mi fe en cuanto puedo
y no sé si oirán en algún sitio
la clase de voz que estoy buscando.
Mas si lo que importa es sostener
por todos los regazos—
un poco de uno mismo y un tanto de ideal,
esa es mi canción: un darme para todos
sin escoger destinos de antemano.
Usted, don Miguel, acérrimo inconforme
de todo lo imposible,
devoto de lo verídico hasta más no poder,
ahora viviría de la misma consecuencia:
sin dejar de escribir soledades escuetas.
Nosotros, los que estamos,
los que ponemos interés en sentir,
tan sólo nos sostiene pensar que moriremos.
Y usted comprenderá, don Miguel de Unamuno,
esta inquietud de intemporalismo,
o esta loca poética de vida.
Pero si usted, por fin, después de muerto,
de leído y criticado, se siente conmovido
en cada calibrada partícula de polvo,
será que pudo encontrarse con la paz
cuando menos esperaba tal suceso.



OFRENDA Y SUPLICA AL MAR


A Fernando Quiñones 

y Antonio Hernández 

Heme aquí uncido a tu violencia, sintiendo o adivinando
con el escorpión de tu espuma las reglas oníricas de tus olas,
dándote con mi pecho el marasmo de mi sien, todo el velamen
que acucia el corazón —absoluto poblador de tu hermosura—
y rindiéndote la pleitesía que los sueños te deben; mas pidiéndote
un pictórico baile de sirenas, no sé qué internas tempestades,
tu vejez al sol, tu juventud de dios enardecido, esta sal
que conmueve en su grandeza y quédase en gota cincelada.
La tarde tiene cruzados tus caminos, pero mucho es tu retumbo
y andaluces tus confines, tu lengua o tu batalla de este instante.
La atlántida que acercas y trasluces, los redobles sonoros
que avivan los atunes, este remo perdido que remonta mi palabra,
la almeja redonda que siembras en la arena, cuanta vida
de alea corona tu última glorieta, cada húmero o fósil o germen
que encarna tu misterio, el dolor de los hombres que te aman,
los vientos que ensortijan tus bríos y donaires, los locos rumbos
de los ojos por tu azul, los prehistóricos brazos de Telhotussa
en cada ave llegada de los cielos a tu yodo, a tu tendida música.
Son tus integrales tesoros, tus eternos atributos fantásticos.
Déjame en ti conocer lo dúctil, lo inefable, el mensaje
de los mundos que separas, bandurrias y bandolinas, sumergidos
cancioneros de combates y pecados, banderías aventureras
que desafiaron el tiempo, turbulentos carnavales de pasión
diluidos en el espasmo de tus entrañas, oh pura biología del universo.
Y ahora que Conil despierta entre los siglos y ya levanta
alegres tenderetes en tu orilla, festeja verano y pleamares,
rotula estrellas o besa un cuerpo de mujer sobre la playa,
bautízame con tu clamor, hazme ilusorio marinero, navegar
del recuerdo de tu halo, hoy que tengo, mar, hoy que tengo
el alma a toda vela en esta punta tuya y de la tierra.




CARTA DEL ALMA

Estarás con tus remiendos, manejando tu aguja de zurcir, dulce,
entrañada en el dolor y los recuerdos,
                                    con la sonrisa
limitando con la lágrima, incorporando tus sueños, la santa
pena acelerando el corazón de la alegría nunca consumada.
Los retratos —presentes a la mirada— son tus rosas, te acompañan;
beso desde ellos tu frente, te abrazo el pensamiento,
                                     me cercioro
de que vives, agradezco a Undivé tanta pureza por mi origen.
Pones, lo sé, en la ventana la imagen de un niño que creció.
Y por tus ojos permanece la figura del hombre que se fue.
Ya me hablas o acaricias, te escucho por las venas, por nuestra
vieja sangre campesina, tomada su fuerza del mantillo cada alba
Y amasijo, cada enero y primavera, en todo gozo y toda muerte.
Óyeme también. Es mi pulso, la hora de mis sienes, la cresta
del alma siempre conmovida, a pique de estallar con la quimera.
Sí, estoy donde siempre,
                                          más allá de las paredes y los kilómetros,
andariego náufrago de mis mundos, herido de tristeza, alucinado
por algún recóndito deseo, aventurando la aventura.
Sábeme el mismo y el poeta, el niño distraído por los cerros,
el muchacho que luego pecaría, aquel que nadie comprendió, aquel,
un hombre solo —que solo peregrina— esperando aún a la esperanza.
Y esta tarde, al evocar aquellas otras de mi infancia, perplejo,
adivino tus gestos, el quehacer delicado de tus manos cansadas,
tus canastas de ropa por hilar, tu fe en el hijo, perenne
deuda de mi vida, y razón de estar aquí, amando cada granulo
de tierra, madre como tú, madre mía, hecho y dicho, novio y galán.



IMAGEN Y RONDA DEL JAZMÍN 


Miniado entre las hojas, oriflama mi sur.
Inmacula el pensamiento, trepa por las paredes del corral
de los ensueños, empina y propicia rasgos y temblores, encarna
la gota de la esencia, acrisola la memoria, salpica
la mirada de destellos, cautiva tanta palidez musitada,
endosa en el alma su efímera estrella, condecora la comba
de la tarde y cilicia el frenesí de los deseos...
Sedúceme:
Llámase jazmín y toma su perfume del rocío.




CINCO HALOS EN UNA TALEGA
 

Viaje a medianoche

Voy divisando luces, circos de la noche, tanagras
o aleluyas, usadas petacas y mecheros, retratos de odiseas,
la frente de un poeta —portal de su cabana— añorando
el corzo del amor que nunca se detuvo, los hombro;
que le caen penitentes, manos que acercan lilas, pilistras
a los ojos, esos que ven gañanadas, molinos, talabarteros,
palaustres para artistas, goces de una gente ventanera.
Los grillos me elevan tanto llano, una senda, la patria
de mi amigo, mancha de la flor, ancha y sancha
ilusión para quijotes, donde se aguarda, se amanece,
como si el tiempo y el poeta nacieran al paso del tren,
entraran por este cristal o contrafuego —sereno, inverosímil—
hasta una faltriquera que tiene el garrido corazón.

Momento de la tarde


Hoy debo escribir una carta destinada al eco, al viento
azul de los jardines, para decir que tengo sangrando,
ardiendo, la puñalada del amor, la imagen de un cuerpo
transfigurado en el columpio —¿la riparia y su mecido?
La fuerza del levante incitando remolinos y cabalgatas,
la pila de mi barrio rodeada de mi gente, el cura Corona
ensatando mi destino, los gritos de la guerra
atravesando mi infancia, los llantos de mi madre
por sus muertos, este coraje de ser que me nació repentino
con la nacarada primavera, todo lo que dejo floreciendo
entre mis hijos, los besos, la conmoción de un pase y un dibujo,
esta libertad castiza de creer o de negar, tanto quedarme
quieto y envuelto en el vivir, como si ios ríos no se terminaran
y el coran de mi persona fuera contemplar un volar golondrinero.

Iris del crepúsculo


A tiempo todavía te traigo cinco rosas, aguas en la mano.
Teresa cuya risa era catarata, madre absoluta, mujer
de bendición.
Te rezo cada día, te llevo sobre el hombro,
tata múltiple, fuente de cariño para toda mi sangre.
Gardenia abierta fuiste, eres halo, y enciendo para verte
las velas de mi noche, un costal derramo de luciérnagas,
animando el sabor de antiguas madreselvas.
                                   Tú tenias, Teresa,
macetas que cuidar, claveles reventones, un nido y su pájaro,
un amor desde niña sublimado.
                                   La muerte, el tiempo
no me engaña, perece que se fue pero espera y encandila:
miro tu casa y te contiene, tu hijo y tu esposo velan tu suspiro,
cuantos somos tuyos poseemos tu imagen, caricia de pañuelo.

Profecía y razón


Embrión de mañana es tanta resonancia, perdura, os digo,
esta crencha, este esqueje de zulla, el miramelindo
fiel rosal sobre la gavia, aquella dulce caña o flauta
que triné cuando era niño.
Hay que gozar esta sencilla
heredad que limita en el silencio, aprender, saber
vivir sobre la nada, ver pasar y volver libélulas
entre juncos, la idea hecha colgadura, sentirse
heraldo de tanta paz, saludar al sol con un poema.
La guzla del sarmiento, el laúd del ramo, el ángel
centinela de la mata, su deidad, barruntan eterna vibración,
se sienten algo más que perfiles y embrujos, me recitan
salmos, atraen la brújula del pulso, inculcan en mi voz
una púrpura que asumo y trabajo a santa voluntad.


Itinerario del alma.

A ti te la enseño. Es el alma una espora invisible,
una flor cuyo aroma envuelve la existencia, preconiza
lo insondable, augura lo que será espino o espuma,
rincón o estancia, salina o mar.
La llevo por las venas,
la inclino hacia Rubén, paseo su cresta, pregono sus canastos
por los predios de la copla, deslumbro su rostro
de doncella con un cariño de doncel, dejo, sí, en este azulejo
razón de que la siento en cada hueso y a Góngora
la envío camino de Neruda: espérola en Jerez.



ORACIÓN DEL CRÉDULO


1
Aquí espero la ilusión, un volver a los tesoros
que los sirocos corrompieran, a las noches entronadas,
a los vinos que subliman los cariños,
oh calavera de la hermosura,
aquellos diablos
de la juventud, sus quiebros y sus picaduras
de alacrán,
las serpientes de la vocación,
cuánta dureza hube de consumir, alado
y vivido,
total emulación ruégote,
poder
que eres, y sálvame de resquicios, de cortas
singladuras, arrójame ese pan,
ay,
eme deseamos tengas en tu mano.


2
Te pido por el hijo de mi amigo Juan, pequeño
mausoleo, piedra de escándalo su muerte,
sabía
jugar y crecer, aspiraba a ser hombre
jugar y crecer,
Ponle de custodia
a todo el santoral,
hazlo ángel heredero
vida que perdió, recréalo en ti,
de la vida que perdió, recréalo en ti,
dinos; que sonríe y alza su cometa.


3
Perdóname por cuanto hube de apropiarme,
hacerlo mío: petacas, denarios, aires de poesía,
vocablos de faeneros, estudios del prójimo,
ajenas camas, besos que a otros pertenecen, las flores
en sus matas,
hícelo hacia la luz,
buscándome, citando al toro en todos los terrenos,
levantando la voz y el gesto, exponiendo
mi trepanación por delante, audaz y álgido,
qué puedo descubrirte, si tan sólo y siempre
la intuición fue mi único recinto y baluarte.



CARA Y CRUZ


Buscaba negras rosas, medallas de fuego, rojas
suites, jaramagos eternos, corazones de los labios,
sagrados rumores, hombres de pie, calcinadas
sustancias de la brisa, siempre por los adentros
de la sangre, embelesado con su propia miel,
fugitivo de lo externo,
rememorando
un tránsito lírico por los cerros,
algún pozo de amistad, las claves
y los clavos de su existencia.
Murió de amor, galán
quizá sobre la yerba, entre la alameda
de olmos y de álamos, y ahora vive —constancia deja—
en una atlántida perdida por los santos,
paredes donde espera que la muerte que vive
le perdone y bendiga su morbosa osadía.



EVOCACIÓN DEL CEMENTO


En recuerdo de Sebastián,
mi maestro ferrallista

Vivo o muerto, alentarás, tendrás, ¿tendremos?, qué gubia,
algún vino fresco para bañar los labios y el alma,
una mano arriba, tabaco o madriguera que dejarle al aire,
aquella fuerza que nos enardecía pujando las gavillas,
el laberinto entendido de los tochos clavados en el banco, la fe
en lo que podíamos, los nervios que nos hacían navíos,
la cara —de verdad— amarrada al sol, los alienos de unos perdones
para el hambre y la alegría y el trueno de una copla
—rompimiento y pasión—;
ira sudada desembocando
en el mosto, en el tibio rato de un nuestro más allá,
un dolor por ser, la corbata anhelada, los sueños
de un tren como pan en candela.
Fueron, amigo,
mañanas y tardes armando el hierro, la dureza que se hacía
teta en el ventorrillo —vaso colmado de expansión—,
los abanicos del trabajo, escape o fuga de los planos o brazos;
medianeras, pilares, vigas, salientes y entrantes sostenidos.
Éramos estrechos de caderas, propensos al vinagre y a la luz,
vivíamos acaparando cíclopes en cada respiración, dejándonos
—por cinco dineros— los flecos del pecho en cada cimiento
y urna, en cada fundada ciudad, anónimos creadores, victoriosos vencidos,
hombres o sótanos, ignorados peones del capital.



INVOCACIÓN A LA ESPERANZA


Fijemos la vista: las horas pasan —desfiladero
y carrusel— y no vinieron aún los estetas,
aquellos que murieron naciendo entre abulagas,
para escucharlos pensar y anteponerlos
a toda octava de espectáculos, álgidos
con sus sermones a cuestas —oh alforjas de pericia
y ensimismamiento—, ocluidos
en sus entrañas milenarias de tan recientísimas...
Sí, es un merecer que exijo, o una vacuna
de saciedad, quien me obliga al no
o a la indiferencia si puedo combatir.
Dícenme que atosigar deprime, pero busco
—candil, antorcha, farol, alcuza, fiebre—
tempranidad, el aliento de un sueño,
la grafía de un suspiro, cuanto meridiano
señale y preconice sustento lírico...
De ahí que invite a los estetas, los contorsione
y me los atribuya, espíritus son de alados heléchos,
saltaderos donde posar las palomas nuestras,
fermentativas alegorías y definiciones,
países que se conquistan con espirales de voz, con rosas
pujando por florecer allá en la conciencia...
Que vengan los estetas, vengan y socorran
tanto campo violado y plaza derruida;
resuciten pues, pie adelante, prestos y erguidos,
caligramas de carne o viento, con papiros
y buriles, conjurados de candor, surtidores
junto al trigo; flechas en el ojo desorbitado
de un faro, estrellas desde los espasmos...
Los espero:
avizoro que huyen las culebras,
los falsos presagios del delirio, que nacen
capiteles y arcoiris y un gallo de nácar
se quiebra cantando de alegría porque la mano
del hombre traza de nuevo —ungida de libros—
una cruz y raya en la anchura mundial de la ceniza.



APUNTE BIOGRÁFICO DE UN NOVILUNIO


En el lleno de la luna estuvo, vivióle, atizó
su espasmo
quiso sorber todo un ungüento
y crisol,
la repercusión del cuerpo entre tarajes
y torviscas,
repleto el pulmón de aves soñando,
de ríos corintos y mapas exaltados por la frente
y el deseo.
La luna,
dueña del predio más insólito
y espléndido,
parecíale el recinto del júbilo,
la garganta del mundo.
Y su coral de aire
-tan dormido y exánime—
un mágico resplandor donde envolver la carne
y sembrar su sombra.
Era joven y ya narciso,
aquilataba su fábula,
le iba naciendo su adonáis, el desvarío
y el calvario,
una felicidad o endecha
con forma de clarín o profecía en cada gesto
y pensamiento,
turbado jugo por su remota
conciencia,
lúcida fe en la cruz de la noche.
Aquél que así fuera,
sonámbulo muchacho
o peráclito ángel, dejó por los campos
—¡quién sería!— los primeros suspiros y entendimientos.
Una razón de amor a boca llena,
la lágrima
más pura que el corazón contiene, mientras la luna
-volcán y flama—
sentía morir su único habitante.




CELEBRACIÓN Y FIESTA DE LA VIDA


Esclavos, no maldigamos la vida. 
JEAN ARTHUR RIMBAUD

Acuérdate, la vida es un volumen de resonancias.
Un clamor donde gritar y establecerse.
Un odre que solivianta anhelos de liberación
que promociona plumas o paradojas
componiendo temblores ardorosos como acacias.
Y en ella, cuando los hombres despiertan
y se cruzan con sus pretensiones de reinar,
encuéntrase —picara siembra—
la redoma de la historia, sus acertijos
comunales, ojos que miran lisos y rudos
los sueños que hay por conminar.
Pero la vida —aguja enhebrada de alicientes—,
es un panal también, una moneda
acuñada de ingastables suspiros, flor
de todos donde llorar o reír
tiene su música empedernida,
su antiguo rizo en la frente, un labio
dulce, una prieta galaxia que sorber.
Acúnale ahora y siempre, vigila
su amor, le gusta arrenguindarse
a lo más enrejado, empújala
para que llegue a las veletas, es tuya
cuanta ilusión te dio en hogueras y mármoles,
la posibilidad que tienes por preñar.
Después conserva el don, el aliento
que ejerciste, no descuides su membrana,
ínflala, campea su predio, ofréndale
tus fuerzas, bendícela y cántale. 





Mal te perdonarán a ti las horas,
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.
LUIS DE GÓNGORA
PLIEGO DE CONSTELACIONES Y OTRAS PLEGARIAS ÍNTIMAS 

Cuando yo era libre, oh amor y prodigio, almibaraba
tropelías, calostros de la fe, aconteceres fugitivos,
días de varonía, los apostólicos trinos del trabajo,
las primas noches estrelladas como láminas
de esmeril, los culantros creciendo, silogismos
míos, aquellas madrugadas con dehesas
y olivares que se prendaban entre la retina
y la sien, la paternidad secreta y fabulosa
del lar nativo como paraíso
y esencia, una cruz besada en cada boca
que riega sutilezas y afanes, glorias
que uno cree, aposento y prisión
del jaramago calcinado y sumiso,
flor mínima alumbrando
lagartijas y gorriones, tesoros
sueltos por los tejados, azufres
y brillos de azotea, pueblos y mares
fermentando sus taninos y luciérnagas...
Cuánta candelería y ornamento
en disturbio por el alma.
Deja que te cuente, amor y sino,
de aquella heredad de cerros y cañadas,
arroyos y madrigueras,
que me legaron este perenne, horizonte
injertado por frente y paladar,
bifurcada raíz
que ensancha y apuntala el corazón.
Su disparo, oh maravilla de tiniebla,
candil parpadeante, loco
Y reflexionando, alcancía
llena de espinas y de pétalos,
desposorio mío con la tierra,
morena su carne y su aureola,
empavesada la túnica,
moza arrancándose la medalla
pura del seno y la salud,
coollo vivo,
tierno predicamento
que le di, efusión
que nunca dejó de relucir
por mi garganta, orégano y órgano
que enlira cada célula y loor.
Después, mi amor y condimento, gocé y sufrí cuantos firmamentos
alcanzaba y sostenía: mieras, alabastros, esfuerzos
del diablo, barrenas de dioses, juicios
del prójimo, necedades y crímenes
que se cruzan y explosionan,
estorbos del vivir,
titirimundi
de pasión y encelo, años como templos invadidos,
alquimia
de cada culebrina y vaso de resol,
donde hallé vibrando
el escándalo de la piedra y su incógnita.
Avenía así, amor y tiranía, el jugo
de mi cal, los dijes en los espejos
líricos, fanegas de la confianza
sin alquez —vida en pos
y otros poemas—,
sublimando la pobreza
con los vahos de mi casta,
reivindicando el dolor y odisea de su cintura fustigada,
sus gritos sin atril ni paraninfo,
liturgia padecida en el ánima, telúrica
llaga, reventada quemadura,
saldehiguera
o
rebeldía
transitando el juramento,
ungiendo la canción a quemarropa.
Ahora, amor o cárcel, cuando el tiempo
abre una zanja en mi pejugal
—cuánto golpe de azada redoblado
y raja de bisturí escarnecida—,
tiemblo internamente cuando pienso,
cuido el azumbre de sol
—ínclito tragaluz—
que alguien —¿quién?— me regala,
para dejar escrita
de una santa vez y con toda consecuencia
—peso,
sangre,
albura,
significado
y poesía—,
la palabra piedad,
razón que vivo, plegaria que ejecuto,
jaramago austral cuyo donaire
consiste en resistir y proclamar
la tuerca y sus seis lados opresores.




FRAGMENTO DE UNA DESILUSIÓN CUALQUIERA

A Celso Sciacalitga 

Las grietas brillaban como crines, lucían
sangre y musgos aventados, siluetas vírgenes
eran, orígenes y pósitos, atrayendo la vista
y el sentido de las manos;
enamorábanme
sus descalabros, el grito hirsuto de su silencio,
quise entender desde ellas la lógica
del disturbio y la teoría del génesis, el amor
y el odio, su hermandad terrenal, y averigüé
que soñaba con Dios en un trapecio.



PLAZOLETA DE LOS OJOS


XXV 


Hay un relumbre de oro en tu nombre
o yo me lo imagino
porque al decirlo me estoy defendiendo de la muerte
y me monto en la vida y sus espuelas
sin miedo a volver a desafiarla esparciéndola por mi ámbito,
por mi causa.
Tu nombre es un perdón.
Tu nombre es una mesa.
Tu nombre
es un rincón y un manto.
No sé decir otra palabra más diamantina
ni llamar a nadie.
Si se
no sabría rezar,
por eso digo tu nombre cantándolo,
para no caerme al pozo y enterrarme en llamas y azogues.
El día que no brille tu nombre así
la noche que no suene a tilo y génesis
habrá desaparecido la eternidad mismísima
y su perpleja esfinge volaría
de esta plazoleta de los ojos. 


XXXI 

Una noche sin sueño
ni algarabía,
en el sentido último
de ser hombre.
Te estuve contemplando tan largamente como quiso Dios
para poder imaginarte al llegar el día penetrante y rápido
que te acomete con quehaceres por bordar
y luces por encender,
y viéndote en la oscuridad al rosicler del aliento desvaído
te pensé más calidecida que una dalia en celo y granazón,
fue cuando habías entrañado
y te estallaba
la piel a pedazos de hermosura y trasparencia,
brillábate
la lucidez que eres
y sobre la sábana ardida y nieve
se acumulaba lo único que tengo dentro de mi cuerpo.
Y una visión así,
una certeza tan aglutinada en los entresijos
saliendo a chorros por los ojos sálvica y festejada
es algo que se queda para siempre viviendo en la memoria
y en el corazón impróvido:
un sueño permanente que no conoce sosiego
porque todo lo que es cúmulo y oráculo
sugestiona y confirma
el silencio más puro de un hombre encandilado.


XXXV 

A la hora de consignar
y de referir la miniatura y vidriera
de nuestro envolvimiento y adagio
me acompañó el mar,
la memoria del vino y del tabaco,
el encuentro continuo,
más una avispa del varano apuntalando
el papel para que pudiera mantener la conjura
del asombro.
Y fui ensalando cada palabra y rito
como si encurtiera la vejiga del habla y el pellejo del sentimiento.
Yo no sé dónde he encontrado el tono ni la tarantela
me dilucidó cuanto fui tirándote a pelú sobre tu barcarola
permanente y cristalina
de tanto sueño fuera de cacho y de techo
y sin embargo embarcado en nuestras carnes desde aquella tarde
carmesí y plazoleta de los ojos.
Quisiera adivinar qué latido quedó más profundo y alto:
¿la sed sin término,
el semibeso nítido o saludo de los labios,
la constante quemazón de los abrazos,
la vida en ciernes trompicándonos,
la ebullida serenidad que nos ha dejado esta almendra
sembrada y flor?
Quizás la dádiva se deba a algo más determinante que el destino
y el milagro,
que naciéramos atribuidos entre sí
en el más remoto cáliz de la purificación del mundo
y nada pudo quebrar la telaraña.



SOLAMENTE LA EVOCACIÓN NOS RESUCITA 


Hace muchos años que no veo una pulga
y es que siempre hay cosas que desaparecen de una vida.
Ahora recuerdo que una vez quise verme el perfil
entre el agua y el cielo y perdí la pista de mi silueta.
Se quedaría enganchada en un garfio del viento
esperando la amistad siempre cierta de las moscas.
Digo yo que sería eso, o tal vez alguna otra equivocación de las pestañas.
Pero las pulgas eran una pejiguera,
martirizaban el cuerpo y puntuaban con sangre las camisas:
una sobre otra eran un saco dando saltos.
Con el paso del tiempo se pierde todo: desde la vanidad hasta la envidia,
así que si las pulgas no están, pues no tiene importancia,
no hay que sulfurarse,
más se perdió en Cuba y sigue habiendo ricos.
A mí lo que me preocupa es otra cosa más machucha
aunque parezca un raro y contorsionado pensamiento:
quisiera tener de vez en cuando una pulga rondándome las túrdigas
para no olvidarme de una primigenia picazón. 



SALUD Y GESTA DEL TORERO Y SUS CÓDICES


La plaza es un planeta detenido en su piedra, al que aprieta y rodea una astral muchedumbre.
Fermentan en el albero locas y santas memorias de entrañados momentos,
mitos sublimados, delirios que se fundieron en fraguas atestiguadas por voces y carteles.
Fluye un ardor etéreo hasta el sol que cae como un costal de cisco encendido y hecho estrella.
El torero no es allí en su gesta y salud, un héroe espartano, ni siquiera un diablo de la ilusión en plena égloga.
Es genuinamente corazón y esqueje pensativo, un hombre quemándose en su propia bengala.
La sabiduría pura del génesis hízosele cairel al costado y al hombro, fue bordada la luz.
El arte de la seda, espejo cóncavo, alisa su corva, entalla y fija la cintura en peligro.
Y no hay oro que sea más oro metiéndose en el cuerpo, luciendo su paz en la preñada batalla.
El paso es de rey, va de cepa en cepa, como viniendo del campo o de más atrás de la brisa y sus siglos.
Una mano se conmueve injertada en el cuadril, la otra es un enigma para posar el alma.
Así, tan sólo con el sudario escarlata y único, el torero invoca la certeza lebrel del abismo en acecho.
No, no es un cíclope, ni un trono, es un artista incitador de mundos y equilibrios sutiles.
Cuando el toro embiste, cada cuerno un veneno volando, se erige en garbo el rito ya río salvado en su adivinanza,
el que había dibujado ceremoniosamente en el vaso del tiempo, para que el temple tenga su tórtola y su música.
La suerte dicen que se llama ese quiebro de la majestad por cada vena y sus profundos meandros tremolines.
Cuantos miran sienten la cornada colgada del aire y la gracia del juego comiéndole los párpados.
El torero vuelve, sin irse, hasta el sitio en que estaba igual que un abanico se plisa y se abre.
Sustenta su planta en el riesgo que vive para que el arte le nazca desde la mismísima frente.
Dicen que es valiente aunque se le salten las lágrimas, que tiene en los adentros un dragón relinchando,
pero él apercibe un jazmín abriendo su delicadeza por el pecho cada vez que el toro sube y baja por su vida.
Y sigue allá, en su soledad aljibe, lorquianamente creciendo con el sabor de la muerte.
El clamor del gentío —qué coro más distante— va dando cuenta y razón de su inefable liturgia.
El toro, en su jonda negrura, asume el son de la guitarra humana, su lúcida estética.
Ya no es más en su fiereza que un paso de ballet sumiso a las falsetas y sus chorros manantiales.
El torero se adorna en su íntima cadencia mientras un sombrero rueda armoniosamente desde un ole quejado.
Después relía la reliquia que le sirvió de pincel y de rondador milagro en su pasturaje de ensueño,
para clavar con la espada una cruz, una firma en la zahína umbría del pozomorrillo.
El toro, derrumbado como una sombra de nube encima del redor de los soles lucientes retirándose,
y el torero mira al sin fin de alamares: ni una raya, ni chispa de la enfrentada sangre.
AI alzar la montera y al saludar al pueblo recogiendo los vítores, el torero es un dios, tan dios como fue Adán.



DEIDAD FLAMENCA 

Es la gracia alada que bien suena
desde los pies repiques hasta el pelo.
Ella pinta vibrando por su vuelo
la alegría que nace de la pena.
Merche Esmeralda baila y surte y llena
un mundo de arte y magia, tierra y cielo.
Baila y baila. Remonta por su encelo
el alma que bailando se serena.
Ay, bailaora tan tórtola y aljibe
bailando tanta muerte que revive
en cada copla súbita y quebrada.
Llama, mujer o diosa consumada
por el sentir levantado en concierto.
Su cuerpo baila a corazón abierto.

 


ESCRITO EN EL AGUA 

Deslúmbrame
escribir una carta sobre la yedra memoriosa.
Lo haría en un papel tan espíritu como los huesos de mi padre.
O en el aire alisio de los esteros.
La carta sería para explicarle a quien corresponda y escuche
cómo ha crecido el imperio de los relojes
y cómo se han prodigado las musas de las pócimas,
para decirle al decididor y a sus preámbulos
que los niños ya no tienen sangre de flores
ni confianza en los garabatos,
que se ríen a chorros de los pájaros cautivos
y le hablan de tú a los planetas con sus ciencias digitales.
Mas también le contaría al don de los partos y de los panteones que esta mañana,
cuando desperté nacido
en la íntima periferia de mi atávica alegría,
le puse nombre a cuanto estuve viendo repetirse,
queriendo emparejarme con los árboles que impávidos perduran y hablan aún de sus bacanales.
Luego firmaría la carta con una cruz que todo lo borrara
en señal de que no sé de otra cosa más esclarecida.
Pero escribir tamaña carta no tiene razón
ni azadura ni templanza,
sería un soliloquio:
la memoria soy yo y en mí se pierde
cada vez que nace, muere y resucita.




LA MAJESTAD CRUCIFICADA DEL OLIVO 

EL limo incorporábase donde la luz en camisa y cíngulo
esplendía su génesis como un caballo bocifuego.
Érase el piélago manantial allá cuando los divinos lémures
estremecidos obraban sus misterios y faenas,
rizos y ondas,
goces y partos interpretando y cincelando
los gestos más sentidos de Dios,
sus ademanes sálvicos,
posturas y remates,
sortilegios para códices sucediéndose
en el brinco insólito, en la combustión clamorosa
de lo instantáneamente nacido y consagrado,
haciéndose limpia deidad su salabanda y su contorno,
el jugo aglomerando el crisol que espuma fuera,
grito o salpicón creciendo, tornándose aura y médula.
Y el olivo forjóse, aconteció en un devenir
cual los templos, sesteando el sueño en cada primavera y época,
para prenderle al mundo su quieto pulso de nube
y darle los adioses del corazón al bajoviento.
El olivo, tierra en pie y descoyuntado advenimiento,
reconocible entraña aflorando,
árbol primigenio del paraíso que aún vibra,
encontró su bondad en su savia atestada
para ponerle al horizonte el ovillo de la edad,
cabeza y existencia, un latido viril que el sol pedía
y la lluvia amamantaba,
el figurado tornamento
de sus brillos y vapores del tronco al fruto,
aire apuñado como un pan y vivo ejercicio en eterna fijeza,
casi humano su óleo nudo a nudo y flama a flama.
Se requinta el paisaje si el olivo lo vela;
si el olivo lo engloria,
si el olivo lo enciende
con su crucificada majestad,
con su cáliz sobre el campo.
Es una esencia de patriarca la que deja en la atmósfera
con su genealógico aposento de la raíz y de la verdad.
Y al hombre le incluye un credo en la pupila,
un sabor espeso y arcaico en la boca
y todo el esplendor de la tierra reunido en el alma. 




LAS AMATISTAS DEL VINO

Este vaso de vino trabajadero y casto
me está contando una ráfaga de vivencias
y de compañeros ritos,
dejando en mí su rescoldo
y su veleta tintineo,
su travesía de liebre
en el aire instantáneo de una chiribita.
Y le doy camino a su vuelo de alondra.
Y le rindo pleitesía
y ensillo toda su yeguada.
Y si con el paladar deseando
lo acaricio y aspiro,
con el pensamiento desnucado
vocalizo y siembro todo su trapío
aquí donde tengo el área de mi música.
El vino puro,
el vino clavo
—un meteoro a rajavaso—,
se embarca en pírricas aventuras
con sus ilusiones traslucientes
y remonta las leyes del tiempo y sus cataclismos,
díceme que cree en los suplicios porque los asusta.
Quizás por eso sea tan resuelto y sansón
y propicia tantos epicentros al pasar por la garganta.
Ya está el vino consumando su edad y su museo
hasta albriciar desde lo más vivido y canoro que tengo
la figuración mía al beberlo mirándolo:
es un espejo silvestre por lo limpio y laminado:
nace, se cría y se descuartiza
al vernos en su fe tan tangible y fantástica.



PASO DEL HOMBRE

A Antonio Luis Baena


Me ha quedado una dádiva por gastar
y tiene la palidez del socorro.
Es el tiempo hundido renaciendo a tiras limpias por la frente
y por los paladares del alma.
Y quiero atestiguar su quimera,
escribir su pavorosa cernidura:
no podría nunca volver la espalda a un dolor si me llama
ni a ninguna fiesta del instinto,
porque vivo de conocerme y moriré en esa búsqueda.
Mantengo, entremeto en mí la suerte del acaecer,
las rachas de lo consumado,
su pregunta interna como un pozo en la noche,
como una sensación de trasiego deambulando por el cuerpo,
haciendo verídica la duda y sus espoletas.
Mientras que los demás, desde sus naturalezas bifurcadas
van trastocando las causas poseídas que imagino,
para que el mundo tenga parecido con sus obvios retratos.
Y es que el tiempo de un poeta, todo él fuego y gacela,
conserva siempre una limosna en su orfandad deslindada
para quien quiera salvarse con el paso candeal de un verso.





CARACOL RÉQUIEM
A José Blas Vega

Era el bato,
el cadí,
el manijero del flamenco.
Siempre tuvo el poder hechicero
de los jondos melismas,
un dolor fumigado en la garganta.
Despabilaba
a la gente de todas las latitudes
con su eco lejanísimo.
Supo lla-gar y lla-gar cantando al alba
de todos los hemisferios
y auroras boreales, quejarse
en nombre de su raza
desde la hidalguía de su apostura.
Disfrutaba de ser artista y hombre entero
en facha y espíritu.
El cante era él y era una bomba.
Se sacaba del cuerpo pellas y cencerros,
pases de muleta,
el mar crujiendo a tiras,
la sangre mora.
Era un triángulo al revés:
el cuerpo de David sosteniendo la cabeza de Goliat,
la voz de Moisés convirtiendo
en siguiriyas los decálogos.
Siempre estoico y grave
como un emperador decimoquinto,
un buda impartiendo bendición
o rajando contra esto y aquello.
Pirádime cantaora,
desierto con rosas:
Caracol.
Nació de entraña gitana,
puro en su ralea cual los arcángeles.
Y santo y diablo fue.
Voz de su enseña.
Trueno.
Orgía de la música del alma.
Derruida y esencial la idiosincracia.
Anduvo por el mundo agarrado a los romances,
ofreciendo las historias atribuladas del fandango,
los ojos sumisos de la soleá condolida,
la vibración ondulada de la zambra,
los escorzos rítmicos de la bulería...
Frondoso drago amigo del rocío.
Catador devoto de la magia del buen vino.
Y nunca tuvo edad su copla, ni lindes
su libertad expresiva.
Rompía sus propias torres,
tragándose y repicando sus campanas.
Entronó su garlochí pechisacao
como gallo de su propio rumbo
en el ruedo de la vida,
envuelto en musarañas y cometas
lo mismo que un torero en la puerta de cuadrillas.
Murió de muerte de su tiempo:
mal corte de baraja
el de un denegado día,
un golpe de la velocidad y la sorpresa
que dejó para los restos
esperando suicidadas a las falsetas,
al trompicado galope de su música.
Caracol,
su nombre cartelero y manuel
quedará en vilo,
en viento,
en púrpura,
sobre la gritada tierra
de la memoria y de los laureles,
en el libro calenturiento de la fama
y en el aliento de cuantos lastimó, viril,
con su quejío.




Honores a la guitarra

a Manuel Morao, 
a Manolo Sanlúcar
y a Parrilla de Jerez...
Tocaores.
Ven, tocaor, descansa tu corazón en la guitarra, templa,
templa al tiempo, escarola tus dedos, pon en las cuerdas
pedernales, terrenales quimeras, y así nos llegue, caudalosa,
su vibración a los cuencos de los ojos, que nuestra fatiga
antigua tenga su cántaro, esquema y orbe, estética de viento.
Acuérdate del surco más derecho y hondo, de la mancera
más rústica, de aquellos chozos y pajares donde malvivieron
los profetas de tu casta, escucha sus conjuros, arráncalos,
atízanos con ellos el buen vino, enciéndenos, quémanos la madrugada,
hazla serpentinas, pavesas, filamentos de agrios temporales.
Quéjate ahí, en el meollo de la seguiriya, en su mordedura
más íntima,
                                     des-
                                           ca-
                                                  bal-
                                                   ga su ritmo,
                                                                     así,
                                     como un golpe
de arena y lirio, hasta que vuelen otra vez, galgos las falsetas
saltando lentiscos y pinares, sesgando los tarajes, huyendo
de fáciles y falsas maravillas, porque sabes, tocaor, cómo apagan
las cabras su sed en los dornajos, cómo y por quién trenzan
los pájaros sus trinos, el mínimo rumor de los gusarapos en los charcos.
No detengas tú bien, que el aire se sienta cautivo, arpegio
tras arpegio, de todo cuanto te bulle por los pulsos.
Alégrate también de que persista el llanto, sea ésa tu alegría:
rasguear, rasgar armoniosamente las tinieblas, resucitar
los clamores del aljibe clausurado, recobrar los temblores
de los muertos, la visión de los ciegos, la ceniza de los vivos.
Gracias, tocaor, por tus cipreses, por tu placeta de tremoles,
por cuanto sueño siembras y siegas, por el preludio
y el fanal de tu guitarra o cárcel, cancela del morir.