viernes, 17 de octubre de 2014

José Antonio Muñoz Rojas


Nace en Antequera (Málaga) el 9 de Octubre de 1909. Entre 1992 y 2006 recibe diversos premios que reclaman su olvidado e indudable valor literario: Hijo Predilecto de Andalucía en 1992, Medalla de Oro de la ciudad de Antequera en 1992, Hijo Predilecto de Málaga en 1998 (junto a sus desaparecidos Altolaguirre, Prados, Hinojosa y Moreno Villa), Medalla de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo 1995, Premio de Ensayo y Humanidades José Ortega y Gasset 1997 (por Ensayos anglo-andaluces), Premio Nacional de Poesía 1998 (por Objetos perdidos), Premio Luis de Góngora y Argote 1998, Medalla de la Fundación Menéndez Pelayo 2004 y Premio Andalucía de la Crítica 2007 en Narrativa (por El Comendador). La concesión en 2002 del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana supone el eslabón fundamental del tardío y merecido reconocimiento público a su trayectoria creativa. La elegancia, la extraordinaria humildad y el humanismo que definen a Muñoz Rojas (y que la crítica, desde Fernando Ortiz, ha reconocido unánimemente) han hecho que, entre otros factores, su obra haya permanecido en un plano discretísimo con respecto a generaciones y grupos literarios, antologías y estudios de historia literaria española; sirva como complemento a esta hipótesis el hecho de que el autor rechazase en su día la posibilidad de un asiento en la Real Academia Española de la Lengua. Además, su labor creativa presenta, por sus características originales e individuales, un difícil encasillamiento dentro de este tipo de estudios. Hoy ya es una realidad que Muñoz Rojas es generalmente considerado uno de nuestros “clásicos modernos”, como diría Dámaso Alonso desde que lo leyó por primera vez.


ME DICEN QUE OS DIGA

Soy un poeta que tiene
la voz temblorosa, y no sabe
qué clase de luz se le viene a las manos,
y cómo disponerla, y decirles
a los demás la clase de luz
que se le viene de pronto, sin saberlo, a las manos.
No sabría deciros, si alguien
no estuviera por dentro diciendo:
“Di ahora: La luz tenía esta forma,
y una vez comenzado sigue siempre
no sé muy bien qué luz sea ésta;
no sabría deciros de la voz.
Soy un poeta a quien se le dice.
Escucho. Os hablo. Acaso me entendáis.
De esto que digo apenas sé la forma.
Siento una resonancia, pego el oído.
Se viene la palabra como un agua.
“Diles esto. No digas otra cosa.”
No es triste ni alegre. No es triste
ni alegre un poco de ceniza.
Es un poco de ceniza. Si lo vemos,
decimos: Es sólo un poco de ceniza.
Claro que no digo lo que tengo pensado,
porque tampoco lo sé muy bien. Me dicen
que os diga. Nunca dicen:
“Diles algo que entiendan”. Simplemente:
“Diles”, y a veces solamente
es como un poco de ceniza.
Como una chispa de luz que la ceniza
lleva olvidada, y otras veces
es un derramarse de algo como la tristeza
o la alegría.
No me hagáis responsable.
Más vale que paséis sin parar.
Uno es un poeta que ve de pronto una rendija
abierta a una luz indudable.


ROMANCE DE LA LUNA SOLA

La luna es rueda de un carro
que tenía cuatro ruedas.
Yo le pregunté a la luna:
¿Dónde están tus compañeras?
-¿La de oro? Esa se fue,
rueda que te rueda, rueda,
a juntarse con su hermana
dormida sobre las trenzas
de tu novia.
La de diamante
también se fue hacia la tierra,
y se encontró allí un hermano
en su corazón de piedra.
La de cristal se rompió
caminito de la tierra;
yo supe después que fue
porque los hombres no vieran
que era negra turbiedad
la que creían transparencia.
-;Y tú, Luna?
Aquí me tienes,
rueda que te rueda, rueda,
sin compañeras ni carro,
esperando que me quieras.


DEL AIRE

Mirada, negro copo definido,
cortando leve y ágil la nevada.
Paralela nerviosa mano helada,
otro copo del aire retenido.
Ya la batalla empieza. Artillería
celeste, derribando torreones,
alzados porque triunfen tus cañones
en la blanca victoria de este día.
Muerte del Sol encima de las nubes.
Tarde, entierro. Mañana, funerales.
Vida del Sol si hasta las nubes subes,
y ciego Sol si bebe en tus cristales.
Los árboles sus sombras han perdido
y la hoja se queda en pensamiento.
Cartas urgentes al Otoño han ido.
(En el sello un caballo vence al viento).
“No vendrá hoja. Suspende tu viaje”.
-El Otoño, escribiendo sus memorias.
Me iré a la Luna. Lo que llevo traje
a contar como nuevas mis historias.
Y al Viento por el hilo desatado:
¿Qué hará, Viento, sin hoja, tu lamento?
sobre su tumba el Aire arrodillado,
encomendando está el alma del Viento.
Hay una bella forma que se va.
La nieve dulcemente retenida.
Apenas iniciada, yerta huida.
Sobre mi corazón la nieve está.


AMOR DE TODAS LAS COSAS [1935]

Amor de tantas cosas bajo el sol como existen,
de troncos y de cuellos, de hombros y de playas,
a los que sólo amor dicen mar y destino.
Amor de cuántos ríos y cuántos horizontes,
de cabellos de niño y cuerpos que descansan,
de lomos de animales, y de huellas recientes.
Con una voz de fuego en las aguas tranquilas.
Amor de tanto amor como no tiene nombre
y tiene residencia en estancias o pechos,
de palabras y labios que se buscan sin suerte,
de besos y de cantos que el aire no recoge,
de tanta mano inútil como el amor ignora.
Amor de tanta frente que se reclinaría
si una peña dijera: ahí está mi ternura,
y de tanta mejilla como la muerte siega
sin que un signo de amor lleve sobre sus pétalos.
Amor de tantos ojos que se abren a esperar,
de tanta rosa inútil que esperando se cierra,
de la lluvia y el alba que aparecen reunidas
cuando el invierno muestra el dedo sobre el labio.
Amor de tanta herida y tanta dulce frente,
de tanto vuelo libre y tanto surco abierto,
amor de la firmeza con que los miembros aman,
de la brisa que viene y el pájaro que vuelca
un arroyo de amor cada vez que enmudece.
Amor, ¡a cuánta cosa y tiempo donde ir!
¡Cuántos juegos en ti en que tocar la vida!
¡Y cuántas mudas aguas en que ver la muerte!


IX

Amor, te tengo abandonado y no lo mereces,
no mereces que los hombres no te saluden cuando pasas,
ni te den una limosna cuando la pides.
Amor, eres un pordiosero,
y debieras ser un rey.
¡Qué penas, amor mío, llevas pintadas
en tu cara bellísima!
¡Cuánto debes haber sufrido!
Realmente mi vida ha sido un calvario
con una cruz de miradas.
Si quisieras, podrías refrescarte en mis lágrimas
porque, aunque mis lágrimas son ardientes,
son frías para tu cuerpo moreno,
amor, para tu lengua fina
como la de las víboras,
para tu ferviente sed
y tus historias conmovedoras.
Ven y sentémonos junto a la chimenea,
oye el cuento que nunca oíste.
El silbido del tren era un anuncio.
Qué, ¿no te conmueve, amor?
¿ni la leve penumbra de tu ceja?
¿ni el rubor,
ni la hoja,
ni ese roce último que no se siente
y sin embargo es la carne?
Entonces, ¿eres de hielo?
¿no eres de este mundo?
¿estás aquí,
o eres lo que hay entre las manos
cuando se estrechan fuertemente?


XIV

Ya te tengo aquí y no quiero más.
¿Qué más puede querer
quien tiene la boca llena,
las manos llenas,
los ojos llenos,
aunque tenga vacío el estante de los libros,
y un día, cuando quiera leer sobre el amor,
encuentre que no figura en los diccionarios de las nubes?
No os extrañe;
en este reino tan dilatado,
-en esta nubecilla-
nadie, ni siquiera tú,
sabe escribir la palabra amor.
Esta palabra, cuando joven,
se creyó ligera
y, sin debida autorización de sus padres,
partió para países lejanos,
donde ha emblanquecido su cabeza,
y tose cuando habla,
y tropieza si anda,
y no puede saltar limpiamente,
ni resistir otra temperatura más alta
que la más alta cima de tu pecho.


XXII

Amor, acaso tu que recorres mi sangre
sepas dónde nace este arroyo,
acaso te hayas sentado en su orilla
viendo copiarse los árboles y el crepúsculo.
Acaso te hayas entristecido
oyendo los violines,
y hayas deseado que este arroyo
fuera siquiera un río modesto,
para ahogarte tranquilamente
en sus aguas espesas y saladísimas.
Es difícil que puedas suicidarte,
porque ninguna profundidad
te llega al hombro
y ningún cuchillo es más afilado que tu cuello.
Amor, ¿dónde acomodaremos esta tarde
que se pega de tal modo a nuestro cuerpo?
¿No tienes un rincón en tus ojos?
¿Y en tu pelo?
¿En alguno de tus valles?
Compadezcámosla,
que ella sí que no sabe por qué vino a este mundo,
ni por quién derrama su sangre.
Nosotros sabemos
que estamos para amarnos,
y sabemos para lo que sirven las heridas
y para lo que no sirven.
Pero a ella la cogieron diciéndole:
“Reclínate en el hombro”.
-¿Sabéis lo que he de hacer?
¡Oh amiga nuestra, serénate!
todavía sobra una piedra
para que tú te sientes;
este cántaro está lleno de ternura.
Bebe;
ya ves, mejora tu cara,
se te caen esos malvas enfermizos.
¿Y el destino?
No pienses en los elefantes.
¿Y el destino?
Mira el balanceo de esa rama,
la caída de esa fruta.
Pero ¿quién te arrancó los ojos,
y cómo puedes llorar sin ellos?
Amor, que está lloviendo
y olvidamos imprudentemente nuestro paraguas.
Amor, que nos mojamos,
que es ya tarde,
nos esperan la cena y el brasero.
Mas te has dormido
en mitad de estos campos.
¡Salta!
Amor, ¿pero te has muerto?


LA MADRE

Y la madre soñaba oscuramente:
será rubio, tendrá estos ojos mismos.
Le amarán las muchachas. Una tarde,
de pronto, llorará junto a una rosa.
Le crecerá la angustia sin saberlo,
y cada nuevo umbral será una herida.
Temblará al traspasarlos, hijo mío,
acaso una paloma, acaso nada.
El viento por la frente, las caídas
hojas que se acumulan, los rumores
del corazón callados. Nadie sabe
las formas repentinas de la dicha.
Yo lo siento aquí hondo en mis entrañas
el río de tus años que me deja
una nostalgia antigua, una dulzura
vieja en mi corazón como la sangre.
Me hace toda ribera, toda muro,
donde lamen las aguas de tu vida.
Torno otra vez a ser niña jugando,
corriendo como niña entre las rosas.
¡Oh sueño en mis entrañas! ¡Oh alto río,
resonando de siempre en mis entrañas!


POEMA A LO DIVINO

Porque el mar no es bastante,
ni el río o la paloma.
Que no siendo tu espejo,
ni el espejo del cielo
o el espejo del agua.
(Otro espejo sería
una lámina helada
respondiendo con muerte
a la cara del alba.)
Que no siendo tu aire,
¡qué plomo, qué ceguera
respiran los pulmones!
Que no siendo tu luz,
los ojos no hallan otra.
Saber que siempre tú,
en la roca y la planta.
Tú en la estrella y la ola,
en la espiga y la ceja.
Un pico de tu manto,
bien de azul o de nube,
un dejarme caer
tu mirada o tu mano.
(Tus singulares manos,
que la piel o la pluma,
la montaña y el río.)
Ni importa que se acabe
con los mundos el mundo;
que el tiempo no halle puente
y lamente su sino.
Ni que se tronchen albas
y ponientes, lo mismo
que tallos cuando aún
no hay un hombro dispuesto.
Cómo pesa tu peso
sobre todas las cosas.
Cada viento, tu aliento.
tu luz, cada mañana.
Y ¡qué vida la tuya,
con la noche! ¡Qué exacta
tu presencia en las horas!
¡Qué olor das a la noche
al prestársela al mundo!



¡Qué hermoso nacer para esto que nacemos!
para entregarle cada día al sol nuestros cuerpos
y los cabellos al mensaje que la lluvia les trae;
para escuchar alternativamente a la esperanza y los pájaros.
¡Qué hermoso nacer entre praderas,
o entre collados que nos dicen: “Recuéstate”;
ir con el indolente pie dudando
si usar de la oferta de sombra que la nube y el árbol,
a una con su belleza, nos brindan!
O entre los ríos que sólo tienen palabras de dulzura.
¡Qué hermoso nacer para entregarse a los hermosos cabellos
que, extendidos, son ríos que de pronto se callan,
dejando ardiendo los deseos renovados del aire,
y los hombros, remansos del cuerpo,
donde la pasión se reclina y refresca,
y las cinturas y las piernas como saetas!
¡Qué hermoso nacer y darse al gran amor de la tierra,
y ofrecerle materia y lugar de expresarse;
qué hermoso escucharlo cuando el sol se nos pierde,
y saber que sólo se trata de un viaje pasajero,
que continuamos y continuamos, que somos expresiones,
que el agua está entendiendo lo que digo
tan bien como tú a quien mi canción se dirige!
¡Qué hermoso pensar que el mar es dondequiera,
extensión dondequiera, de aguas convocadas,
que en azul o que en verde le contestan al cielo,
como tus ojos, que responden con color a los míos!
Y si digo “Tierra”, pienso lo que piensas,
lo que todos sentimos, compañía
y morada donde el amor tuvo nombre,
lugar que nunca rehusó asilo
a miembros humanos por cansados que fueran.
Y entre tantas cosas que de amor son motivo,
no hay sitio para nada que el amor no proclame;
que todo lo que se nombra tiene belleza en nombrarlo,
incluso esta canción que a ti va como un ave.
Hermoso, por la virtud que confiere a las cosas,
el nombre, con sólo rozarlas,
las saca a la vida donde no hay resquicio
para nada sin nombre o belleza.
¡Qué hermoso nacer y sacarle a los pechos de nuestras
madres esa leche de tan blanca hermosura,
y amarla, y a las cosas, e irse diciendo:
“Esta es la lengua del amor, y no hay otra;
y quien no hable de amor no ha nacido,
que sólo al amor se nos dio nacimiento”.
Decir amor y perderme es lo mismo,
mas no decirlo es peor que la muerte:
que en un instante abre el sentido a todas las hermosuras.
¡Qué hermoso nacer para morir,
y repentinamente ver la claridad que el agua y la llama llevan en si mismas,
y ver la contenida hermandad de muerte y belleza,
la obra de Dios entre las obras!
¡Oh, qué gran rosa en las manos la muerte!
¡Oh sombra que aclara las sombras!
Esta gran rosa, la muerte, nos fue dada
porque entre tanta hermosura vamos a ciegas,
porque los ojos son chicos y el mar inmenso,
y el tiempo de ver reducido sin tino,
y las cosas con un revés que no alcanzamos.
Mas con esta rosa, Señor, ya no hay duda,
sino hermosura doquier, que es tu nombre.


 SOLEDAD

Soledad de las horas,
soledad fabricada con compañías deshechas
de seres que quisimos, cuya presencia es viva,
y sin embargo nos acompañan.
La soledad es clamor que se endereza a todo,
es gana de hacer hombros de los simples collados,
palabras de la brisa,
y lenguaje del cielo el caer de la lluvia,
y luces de esperanza las de cada lucero.
Soledad entre las cosas
que no entiendan la lengua que nosotros hablamos:
que digamos “la roca” y la roca no oiga,
y que la luz y el agua no siempre se comprendan,
ni el agua la mirada que perdí y ya no encuentro.
De que le falte seno al árbol y esté errante
tu espíritu por todo, sin encontrar refugio
donde yo te supiera y corriera a buscarte
cuando sintiera débiles mis hombros para el peso
de las tardes, o graves mis miembros cuando el alba
golpea con sus nudillos las puertas de la tierra.
Soledad de las noches, soledad de los lechos.
Desiertos son los lechos sin orillas que besen
los labios de las olas, desiertos son los lechos.
La soledad no tiene trato con la esperanza,
ni la fe ha caminado nunca cerca de ella.
Solo el hombre en la tierra;
la tierra sola sigue.
Sola la voz del hombre y el rodar de la tierra.
Igual que una promesa, la mujer fue anunciada,
y huyó la soledad arrastrando a los hombres.


EL CRISTO DE VELAZQUEZ

Inmóvil y perfecto, estás clavado.
Nuestra mortal angustia se estremece
cuando ni sombra de dolor parece
donde todo el dolor se ha consumado.
Grita, Señor. Retuércete. ¿El costado
no atravesó una lanza? ¿No te mece
el dolor en su cuna? ¿Qué flor crece
en tu frente, que así te ha coronado?
¿No es tu sangre de hombre la que vierte
el cuerpo, ni sudor el que derramas,
ni peso humano el que te tiene inerte?
¿Por qué, entonces, Señor, hombre, no clamas?
¿O es que te tiene en pie frente a la muerte
la fuerza de lo mucho que nos amas?


CORPUS CHRISTI

La alondra al vuelo y la campana al vuelo!
Traiga la abeja cera en sus panales,
traiga el arroyo sol en sus cristales,
traiga el aire su flor, su luz el suelo.
traiga la vid su gozo, y su revuelo
en las campiñas traigan los trigales,
que ya son nuestros panes celestiales
y nuestros vinos son sangre del cielo.
Que la azucena y la gayomba cante,
y el pífano, el tambor y la campana,
cuanto en flor o sonido se pronuncia,
porque viene, dulcísimo y vibrante,
el Señor de la era y la mañana
por un camino de romero y juncia.


PASO DE DIOS

Señor, ¡cómo has venido azul sobre la tierra,
tras tantos días oculto tras tu lluvia y tu viento!
Difícil como un monte, Señor, te vela a veces
tu propio poderío. Y vamos ciegos, lentos,
lo mismo que un camino borrado por las yuntas.
Mas hoy tu sol, tu azul, el aire de tu paso,
un temblor que decía, Señor, que te acercabas,
hacía todo vibrante, el tronco y el renuevo,
orlaba las veredas con la flor, la esperanza,
y un calor que venía de lo hondo de tus hornos
calentaba la tierra. ¡Qué vaso rebosante
la tarde, derramándote, Señor, en su dulzura
sobre tus mismas cosas! Mi corazón estaba,
como siempre, al acecho, y temblaba en la espera,
siempre espía de tus pasos.
                                               Esto es largo y oscuro.
La palabra no sirve. La palabra se quiebra.
A veces te balbuce la lengua, y queda todo
en silencio y tiniebla. A veces, la mirada
de un niño te recoge: una luz repentina
que remata los árboles; la hierba que suspende
una gota que tiembla: haces de nuestra carne
espejo de un instante, y luego todo sigue.
Se siente tu ruido, tu terror, tu belleza.


A ti, la siempre flor, la siempre viva
raíz, la siempre voz de mi desvelo;
a ti, la siempre luz, el siempre cielo
abierto a dura piedra y verde oliva.
A ti, la siempre sangre fugitiva
de cuanto en ti no halló razón y celo;
a ti mi siempre verso, el siempre vuelo
del torpe corazón y ala cautiva.
A ti mis pensamientos, aguardando
antes de amanecer a que amanezca
para montar su guardia a tu memoria;
a ti mis dulces sueños, entornando
puertas al alba, porque no amanezca
y se pierda en la luz tu tierna historia.


En esta clara tarde, en cuyo quicio
reclinado y cantando está el sosiego,
ha venido a tocarme con su fuego
y de entonces me tiene a su servicio.
¡Ay corazón, sin más ansia ni oficio
que latir en lo oscuro para luego
reposar en lo oscuro, y en lo ciego
encontrar la razón de tu ejercicio!
Igual que el mar contra la costa quiebra
una vez y otra vez, tú contra el muro
del pecho tu pujanza vas quebrando;
y lo mismo la costa lo celebra
con una blanca espuma, que en lo oscuro
está siempre secreta resonando.


Siempre y a un tiempo cierta e ilusoria.
Así la voz, así la paz de llena;
la piel como este trigo de morena,
y de estos mismos chopos la memoria
en estos mismos ojos, y la gloria
del viento en los cabellos, y en la vena
este rumor de sangre y de colmena,
y de miel y de flores esta historia.
Siempre te estoy mirando y esperando,
que por algo los mares tienen olas
y la luz amanece cada día;
siempre te estoy buscando y encontrando
y por eso estoy solo y nunca a solas
y llamo soledad mi compañía.


En este olivarillo de la loma
que apenas tiene sombra, apenas flores
que ilustren su pobreza con colores
o alegren su silencio con aroma,
y que devuelve en fruto cuanto toma
de la tierra, y nos da con sus sudores
aceite, que en dorados resplandores
la dura oscuridad reduce y doma;
en este olivarillo, mi consuelo
me vino, sin saber cómo ni cuándo,
mientras iba por él entretenido;
no sé si es de la tierra o es del cielo;
sólo sé que lo siento aquí alentando
y el corazón lo tiene por latido.


Gracias , Señor, por lumbre, por ribera,
por amoroso muro y por semilla,
por la mar que se postra y por la quilla,
por molino y besana, troje y era.
Por sangre, por mirada, por ladera
que la vid ennoblece, y donde brilla
en tus piedras el sol, por faz sencilla,
y flor en zanja y mariposa en vera.
Por darme y por no darme, por tenerme
de tanto sueño el corazón colmado,
y de tanta esperanza de ternura
embebidos los huesos, por haberme
mis techos con tu paz tan bien cargado,
que gimen ya las vigas de ventura.


Yo ya sé que la tierra es cielo que pisamos,
que poco a poco vamos quedándonos en ella.
Cuando acordamos nada va quedando en nosotros
en donde no haya puesto su dulzura la tierra.
Mientras tu hombro me ofrece mar tranquilo,
mientras tengo en tus ojos árboles donde vengan
tantas aves continuas que de los míos se escapan,
mientras esa ternura que tienes, esa tierra
valiente de tu carne donde crecen varones,
donde los ríos de amor caminan sin riberas,
mientras te tengo, al canto la voz entrego, digo
con la voz, con el alma, dónde tengo mi tierra.
Ay estrecho entre mares, brazo de río, cañada
de hermosura, mi herriza por la tarde, tremenda
herriza entre olivares, verdor entre barbechos,
entre veranos fuente, entre labios, ribera.
Desde ti parto a todo, a ti vuelvo de todo,
y todo me lo encuentro y todo me lo cuentan
las aguas infinitas, los granillos menudos,
y siento hacerse dulce el calor de la sierra
por la tarde. ¿No sigue? ¿Acaso existe amante
sin espejo? ¿La muerte? Por el río tan ligera,
parece que es su misma andadura, que el agua
cantando sin sentirla, en el correr la lleva.
Y es tan dulce sentirla, la caricia, la mano,
¡tu mano! Nada tengo sin ti. Si tú supieras
qué honda en nuestra sangre es su planta que crece,
que nuestra sangre misma al correr alimenta.
Pero el mar. En tus brazos he recordado el mar.
El mar desde tus brazos siempre estuvo tan cerca
entre tantas memorias como me trae el río,
entre estos viejos muros y estos olivos viejos,
te he llevado lo mismo que una bandera joven,
oh amor, que en lo más hondo de mi sangre te siento.
Tengo los ojos, ¿cómo? Ya tanto te han mirado
que apenas te conocen. Ahora empiezan de nuevo.
De nuevo el pie en los mismos pasos casi olvidados,
de nuevo el corazón en los mismos senderos.
Acaso mientras torna la sombra en la ladera
¿no es dulce que nos llenen el alma, los recuerdos?
de nuevo a descubrirte, de nuevo a recordarte:
éste es el hombro, amor, y este amor es el viento
mismo de aquella tarde, tarde. Las palabras usadas:
“Amor por los arroyos, mientras tu pie ligero
sembraba chinas blancas, las aguas salpicaban…”
La yerbabuena olía y bajaban los cerros
de lo alto de la tarde a echarse por la noche
como rebaños grandes de tiniebla y misterio.
El alma se tendía sobre su dicha. Olía
la yerbabuena abajo. Los árboles y el viento,
el agua negra. ¿Cómo serán de noche las aguas?
Por la noche le sale al agua su misterio.
Tus palabras sonaban como agua por la noche.
Ahora las siento claras, brillan como peces. Huelo
como este boj y fuente, igual que las magnolias
y ya no sé. Te sigo por tu olor desde lejos,
desde años te sigo. Aquel jardín lo habían
hecho para tu paso, todo sin forma y tierno,
igual que una esperanza, que sólo cuando crece
va cobrando su forma y comienza a mordernos.
Igual que tantas cosas. Se llenaban tus ojos
de pronto. Me decías: “Lo que en mis ojos tengo
te lo daré algún día.” Y yo: “Cuando las aguas
de esta noche repasen las orillas del tiempo.”
Cansado de esperarte me eché a la mar. Brillaba
la mar con el sol fuerte. Los remos le rompían
las olas, o iba alegre. Cantaba el corazón.
Tu sombra entre las venas me pulsaba cautiva.
El corazón lo mismo que un potro. ¡Qué ancha era
la mar, el mundo! Daba contra la luz, la cara. Hería
la luz mis ojos. Era hermosa la mar y vivir por la mar,
y no temer e ir entrándole a la vida
como un río sin miedo, con árboles, tranquilo,
sintiendo poco a poco perderse las orillas.
¡Oh qué sueño! Sonaban los bosques interiores
de mil espejos raros. Tocaba maravillas.
Los pies siempre dispuestos y las manos a alzarse
y la sombra sin peso, sin sombra perseguida.


5

A ti que en esta tierra consentida
con el sudor de tanta noble frente,
de tanta vieja mano endurecida,
de tanto surco fiel y diligente,
tanta sangre gastada y tanta vida
como en ella ha dejado nuestra gente,
te entregas a lo hermoso y a lo eterno
de la labor del campo y su gobierno,
Te va mi verso en el amor nacido
y en el aire del campo descuidado,
a tierra, lluvia y sol agradecido
como a la piedra viva el lirio alado,
o el almendro en febrero florecido
contra la oscura encina del vallado,
y un poco del temblor de la hermosura
regalarte quisiera, en tu ventura.
Que por abril ya esté la flor menuda
colgándole al olivo gris y leve,
y que ningún mal viento la sacuda
ni tardo hielo te la merme aleve;
por agosto la rama venza ruda
y en fruto convertido te lo lleve:
hinche el troje y reviente en el molino
cuando empieza a cantar el estornino.
Estallen los granados con su fruto
abierta en par la risa de su boca,
y que llegado mayo para el bruto
no sea la yerba de tus campos poca;
salte la liebre a tu lebrel astuto,
resude para ti mieles la roca,
y el semental al vientre de tus yeguas
para la primavera no dé treguas.
Que te zureen a coro las palomas
y te llenen de paz tus palomares;
y la tendida viña de tus lomas
haga correr el vino en tus lagares;
suave el aire llenen los aromas
de la flor que se cuaja en tus habares.
Rinda a la viga en el granero el grano
al rematar la era en el verano.
Vístanse tus herrizas de hermosura
y tiemble de chaparros y coscojas;
por primavera la corteza dura,
los ramajes, los troncos y las hojas;
amarillee la aulaga de ternura:
sierras azules y campiñas rojas
emparejen piaras y rebaños
en número y ventura con tus años.
Acabada la ronda de las eras
rómpale al campo tu brabán los pechos,
ordene las sequizas rastrojeras
en largos surcos, hondos y derechos.
Otoño coronado en sementeras,
en montes, olivares y barbechos
esparza delicado y silencioso
paz en el aire y en la luz reposo.
Acaricie la espiga los estribos
cuando rompan las mieses como mares
los nobles pechos y los cascos vivos
de tu yegua y le laman los ijares.
Quiebre la dura paz de los olivos
y suspenda a barbechos y encinares,
la estela que se abre de alegría
en el aire ladrando, tu jauría.
Venga dispuesta en forma la abundancia
que, ala del corazón, no peso sea,
y en invierno los muros de tu estancia
alegre el fuego de tu chimenea,
y ese bien que se guarda y no se enrancia
te tenga el alma y que tu ojo vea
crecer el árbol que plantó tu mano,
y su sombra te guarde en el verano.
Que este temblor de sierras en el fondo
por la tarde, entre azules y moradas,
que cercan maternales en redondo
verdes olivos, tierras coloradas
y nos llegan al alma en lo más hondo,
siempre tengan tus ojos reflejadas,
y su paz que se acrece y no se posa
viva en tu corazón como una rosa.


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