domingo, 21 de abril de 2013

La angustia ante el ridículo y ante lo desconocido.

Mílton Jung

La angustia que nos paraliza puede manifestarse con frecuencia, si examinamos detenidamente sus contenidos, como una ansiedad ante la posibilidad de quedar en ridículo. Tenemos miedo de hacer el ridículo ante los demás. El ridículo tiene que ver con la vergüenza. Nos sentimos avergonzados si otros se ríen de nuestras palabras supuestamente torpes y poco hábiles; si, llegado un cierto momento, ya no sabemos cómo proseguir nuestro discurso; si nos equivocamos o nos enredamos en algo de lo que ya no sabemos cómo salir. Nos avergonzamos cuando hacemos el ridículo. La vergüenza es la angustia de perder el honor. Una de las necesidades fundamentales del ser humano es la de quedar bien ante los demás. Y al mismo tiempo, existe la angustia originaria de ser avergonzados o deshonrados ante ellos. La vergüenza es propia de los seres humanos. Tiene un significado positivo, pues quiere impedir que otro penetre desde fuera en nuestro ámbito íntimo e invada nuestros límites, en el sentido de descubrirnos. Por eso, en la Biblia la vergüenza tiene que ver con la desnudez. No se trata ante todo de vergüenza por la propia sexualidad, sino de vergüenza ante las posibles miradas ofensivas y molestas del otro. Una de las necesidades primarias del ser humano consiste en defenderse de las miradas ajenas de juicio y condena. Vergüenza significa originariamente «cubrir o esconder algo». No queremos abrirnos por completo a la mirada del otro. Tenemos la necesidad de mirar por nosotros mismos. No queremos exponernos ni ser humillados por otros. 
No hablamos del pudor sólo como de un sentimiento humano, sino también de la vergüenza que nos hacen sentir los demás cuando nos humillan, nos ponen en ridículo o nos hacen agachar la cabeza. El mayor bochorno que podemos sufrir es el abuso. Pero también nos avergonzamos si sentimos que la atención que nos presta otra persona es excesiva. Si estamos en el centro de atención y todos nos miran, solemos reaccionar con un sentimiento de vergüenza. Muchas veces, la vergüenza constituye una estrategia de huida. Queremos evitar a toda costa aquello de lo que nos avergonzamos. Tales estrategias de defensa pueden conducir a menudo a formas de vergüenza obsesivas. No obstante, la vergüenza como defensa de la propia dignidad forma parte de los elementos esenciales del ser humano, tal como ha reconocido la psicología actual. El psicoanalista judío Leo Wurmser distingue en su obra fundamental Die Maske der Scham [«La máscara de la vergüenza»] tres formas de vergüenza: el sentimiento depresivo de vergüenza, la angustia por la vergüenza y la actitud protectora de la vergüenza. Muchas personas tratan de tener bajo control la vergüenza, porque les resulta incómoda. Pero precisamente aquello de lo que se avergüenzan se hace aún más evidente. Esto se manifiesta, por ejemplo, en el miedo que nos da el sonrojarnos. No desearíamos que los demás percibieran nuestra reacción. Pero nuestro rostro no colabora. La angustia ante la vergüenza es, en último término, la angustia «de ser considerados débiles y ser rechazados con menosprecio» (Wurmser, p. 109). Nos avergonzamos de algo que preferiríamos mantener oculto. Y nos avergonzamos ante otros; no deseamos que vean nuestros puntos débiles. 
No pretendo profundizar aquí en el tema de la vergüenza, sino más bien hablar de la reacción de Jesús ante la angustia por la vergüenza, tal como se nos ha transmitido en el discurso de misión que dirige a sus discípulos. Jesús encomienda a los discípulos que anuncien en su nombre la buena noticia del Reino de los cielos que se acerca. Dios está aquí, cerca de nosotros. Signos de esta proximidad de Dios son las curaciones de enfermos. Como Jesús, también los discípulos tienen que sanar a los enfermos, resucitar a los muertos, limpiar a los leprosos y expulsar demonios. Pero Jesús no les promete que vayan a ser acogidos con los brazos abiertos. Por el contrario, serán perseguidos. Los llevarán ante los tribunales y los azotarán. Jesús sabe que los discípulos sienten angustia de actuar y de hablar en una situación tan crítica. Tienen miedo de quienes los miran juzgándolos y condenándolos. Tienen miedo de quedar en ridículo. Pero Jesús les dice que no deben preocuparse: «Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros» (Mateo 10,19-20). 
Dos son los aspectos de la angustia que se tienen aquí en consideración. Por un lado, Jesús habla de defensa. A menudo nos sentimos, de hecho, como arrastrados ante un tribunal. Nos vemos forzados a justificar nuestro comportamiento ante los demás o a defendernos de acusaciones lanzadas por otros. No obstante, cuanto más tratamos de situarnos en la posición de quien se justifica, tanto más nos ponemos a la vez en una posición de desventaja. Si empezamos a defendernos ante otros por nuestro comportamiento, no terminamos nunca. Buscamos mil razones para demostrar que sólo podíamos actuar y hablar de esa manera, que no teníamos otra alternativa. Pero cualquier oyente observa que semejante estrategia de defensa está determinada por la angustia, en la que nos enredamos cada vez más. Por el contrario, tenemos que escuchar el consejo de Jesús: no te preocupes de lo que has de decir. No prepares justificaciones pormenorizadas. Confía sencillamente en lo que se te sugerirá en ese momento. No tienes ninguna necesidad de justificarte. Puedes ser tal como eres. Por consiguiente, no busques en tu interior argumentos para justificarte; expresa, en cambio, lo que el corazón te sugiera. 
El segundo aspecto consiste en la angustia ante la posibilidad de que las personas a quienes nos dirigimos sean hostiles a nosotros, nos juzguen y nos hieran. Ésta es una certera descripción de nuestra propia angustia. Si estoy angustiado por la posibilidad de hacer el ridículo cuando hablo, concedo siempre al otro un poder sobre mí. Hago que yo mismo y mi propia autoestima dependan de mi interlocutor. Lo importante para mí es lo que él piensa sobre mí. Y de ello dependerá cómo voy a sentirme. En ese momento, el otro se convierte en mi amo. Le doy poder sobre mí. Pasa a ser mi señor. Dejo de tener el control de las riendas y las pongo en sus manos. Me convierto en su esclavo al someterme a su juicio. Mi bienestar depende de su aprobación. De este modo me menosprecio. Experimento angustia ante el juicio ajeno. La angustia de hacer el ridículo ante los demás muestra que los considero como mis enemigos. No me quieren bien. Tan sólo están esperando o el momento de criticarme si cometo un error. En esta situación crítica en que se sienten juzgadas, muchas personas tratan de encerrarse en sí mismas. Decimos que alguien tiene un «rostro inescrutable» para indicar que trata de hacerse impenetrable a la mirada del otro. Otros intentan afrontar abiertamente al enemigo. Se muestran ante él tal como son. Pero si esta apertura se encuentra con la respuesta de la perfidia, la intriga y la prepotencia, la consecuencia es una «vergüenza aniquiladora» (Wurmser, p. 27). 
Jesús nos señala un camino para superar esta angustia. En primer lugar, nos llama a no preocuparnos ni esforzarnos excesivamente por descubrir cómo debemos hablar ni qué debemos decir. «Lo que tengáis que hablar se os comunicara en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros» (Mateo 10,19-20). No debemos obsesionarnos con los oyentes y su posible juicio, sino hablar de lo que sentimos en nuestro interior. Debemos apartar la atención de los seres humanos y dirigirla a nuestro corazón. Allí, en nuestro corazón, percibimos lo que debemos decir. Nuestra cabeza, por el contrario, nos hace sentir inquietud, y no dejamos de dar vueltas a lo que los demás podrían pensar acerca de nosotros. Si estamos en contacto con nuestro interior, confiamos en el hecho de sentir en nosotros las palabras justas. Jesús nos promete que en esos momentos el Espíritu Santo hablará por nosotros y en nosotros. No debemos prepararnos para la conversación y examinar minuciosamente todas las posibilidades. Más bien debemos confiar, sencillamente, en lo que en ese momento surgirá de nuestro interior. Esto nos libera de la angustia. Si confiamos en el Espíritu que habla en nosotros, entonces los demás no tienen poder alguno sobre nosotros. Estamos en contacto con nuestro interior. Hablamos desde el corazón y no estamos obsesionados con el poderoso, frente al cual queremos demostrar lo que valemos. A veces, en tales casos tengo que repetirme continuamente: «El otro únicamente tiene sobre mí el poder que yo le concedo». Y debo proponerme con todas las fuerzas no concederle poder alguno sobre mí. Confío en el Espíritu que habla en mí. Entonces el juicio del otro ya no me afecta. 
Me refería un joven cómo, antes de una entrevista para conseguir un trabajo, daba mil vueltas a lo que debía decir cómo debía responder a las preguntas de quienes lo iban a entrevistar. Pero esas elucubraciones lo paralizaban. Eran expresión de su angustia ante la posibilidad de hacer el ridículo y de ser juzgado mal. La fijación en el juicio de los demás no hacía nada sino aumentar su angustia. Por eso resulta muy útil el consejo de Jesús de liberarse de la fijación en el otro, en sus expectativas y juicios, y dirigir la atención al propio interior y confiar en los impulsos interiores provenientes del Espíritu Santo.
Conozco a muchas personas que no se atreven a decir ni una palabra en público, porque los otros podrían hablar mejor que ellas. O tienen miedo de no saber decir algo que pudiera convencer a los demás, porque los otros podrían pensar: «¡Qué necio! Ni siquiera sabe cómo se construye correctamente una frase». Entonces salen a la superficie todos los complejos interiorizados en la época escolar. En primer lugar, está siempre la idea de recibir una calificación en función de las propias palabras. Han interiorizado hasta tal punto el hecho de ser calificados que se valoran de continuo. Y esto les impide decir espontáneamente lo que piensan. Hay dos formas de liberarse de esta angustia. La primera es permitir que los otros piensen lo que quieran. No necesito estrujarme la cabeza para saber lo que piensan. No dependo de su juicio. No estoy ante su tribunal y no me estremezco ante su sentencia. No me defino en función de su aprobación o de su afecto, ni en función de su juicio o de su condena. Me defino en función de Dios. Estoy en las manos de Dios. La segunda forma consiste en entrar en contacto conmigo mismo. Presto oído a mi interior. Estoy a la escucha de lo que aflora en mí. Confío en los impulsos de mi corazón, porque creo que a través de esos suaves impulsos me habla el mismo Espíritu de Dios. Esto me libera del espíritu de las personas que me rodean y que tal vez me sean hostiles. No me dejo determinar por los sentimientos de otros, sino únicamente por Dios. 

 Capítulo 3 del libro: “Transforma tu angustia”. De Anselm Grün. Editorial Sal Terrae.




La angustia ante lo desconocido en nosotros 


El portavoz de un grupo parlamentario me contaba cierta ocasión que no tenía ningún problema para pronunciar discursos mordaces. Mientras utiliza el arma de la palabra, se siente fuerte. Percibe que los demás tienen miedo de sus sagaces palabras. Y disfruta con ello. Pero en cuanto se sienta y tiene que escuchar lo que dicen los demás, es presa del pánico. Los demás podrían descubrir lo que se esconde detrás de su fachada, que manifiesta seguridad en sí mismo. Podrían descubrir sus puntos débiles. Cuando se encuentra en el papel de oyente, se siente inseguro. En cuanto se encuentra en la posición del  orador, se siente superior a los demás. Pero los otros papeles hacen que se sienta inseguro. Teme que los demás puedan reconocer que detrás de sus palabras mordaces podría ocultarse la angustia. Es evidente que no se conoce suficientemente. Por eso tiene miedo de que los otros puedan descubrir en él algo que aún permanece oculto para él mismo. Percibe que no es sólo el orador seguro, sino también un hombre sensible a la crítica, cosa que preferiría ocultar. Esta otra imagen, desconocida, no debe llegar a ser pública, pues no lo soportaría. 
Conozco a muchas personas que sienten angustia ante lo desconocido. Han leído acerca del inconsciente en los libros de psicología, pero prefieren no examinar a fondo su propio inconsciente, porque ello podría resultar peligroso. Podrían descubrir algo que contradice completamente la imagen que hasta ese momento han tenido de sí mismas. Tienen miedo de que el edificio de su vida, tan laboriosamente construido, pueda derrumbarse. Y dicen: «No tiene ningún sentido que me ocupe de mí mismo. Debo más bien hacer algo por los demás». Y cuando hablo con ellas y les digo que proyectamos fácilmente nuestros problemas sobre los demás y que, por tanto, sería útil examinar nuestro propio corazón, muchas veces reaccionan con pánico. No soportarían el caos que podría estallar en su interior. Sin embargo, cuanto más me empuja la angustia frente a lo desconocido en mí a evitar el mirar en mi interior, tanto más fuerte se hace esa angustia. 
Jesús habla de esta angustia ante lo desconocido cuando empieza a pronunciar el discurso que dirige a los discípulos con estas palabras: «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni nada oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados» (Mateo 10,26-27). Los discípulos tienen que transmitir el mensaje de Jesús en medio de unas nuevas circunstancias. Jesús pronuncia estas palabras pensando en la situación en que se encontrarán los discípulos. Pero nosotros podemos aplicarlas también a nuestras angustias diarias. Y entonces se refieren a la angustia por lo que hay de desconocido en nosotros. Muchas personas tienen miedo de mirar en su interior. Piensan que sólo encontrarán cosas malas. Alguien me dijo una vez: «Si me pongo a reflexionar en silencio y contemplo todo lo que aflora en mí, tengo miedo de que se produzca la erupción de un volcán». Tales palabras muestran que tiene una imagen pesimista de sí mismo. Teme que su interior sea un volcán capaz de entrar en erupción en cualquier momento. Considera que su inconsciente es extremadamente explosivo. Por eso trata de reprimir el volcán que hay en él, lo cual exige mucha energía. Tiene que extender una losa de hormigón sobre su caos interior para mantenerlo tranquilo. Pero de este modo vive siempre muy tenso en su interior y atenazado por el temor a que un día le falte la fuerza que necesita para mantener inamovible esa losa de hormigón. Entonces podría tener lugar una explosión que produjera el derrumbe del edificio de su vida, que tanto trabajo le ha costado construir. 
Otras personas sienten angustia ante la posibilidad de que los demás puedan mirar detrás de su fachada y percibir todo lo reprimido y todas las zonas de sombra que mantienen ocultas con gran derroche de energía psíquica. Hacia fuera se comportan de forma correcta, pero tienen miedo de que todos los aspectos no resueltos e imperfectos de su alma puedan manifestarse exteriormente. Alguien me dijo en una ocasión: «Si los otros supieran cómo soy en mi interior, me rechazarían, y entonces ya no podría vivir». También esta persona derrocha un montón de energía para mantener en pie la fachada que ha construido. Y vive continuamente angustiada ante la posibilidad de que su caos interior pueda, a pesar de todo, manifestarse a través de su comportamiento, sus palabras o sus susceptibles reacciones. Tiene que controlar sus palabras, porque cree que sus lados oscuros reprimidos pueden hacerse oír a través de ellas. Pero cuanto más trata de controlarse, tanto más pierde el control de sus emociones. 
He aquí lo que Jesús propone como terapia para esta angustia: «Lo que en ti está oculto se revelará de un modo o de otro». No merece la pena ocultarlo y esconderlo. Dios me lo revelará y lo revelará también a los demás. Nada hay oculto para Dios, como dice ya el Salmo 139: «Si digo: “Que me cubra la tiniebla, que la noche me rodee como un ceñidor”, no es tenebrosa la tiniebla para ti, y la noche es luminosa como el día. Porque tú has formado mis riñones, me has tejido en el vientre de mi madre; te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios tus obras» (Salmo 139,11-14). El hecho de que Dios conozca mi intimidad no constituye una amenaza, porque él mismo la ha creado y la ha formado maravillosamente. Lo que hay oscuro en mí es también claro para Dios. Y puede ser así porque también lo que hay oscuro en mí es bueno. 
En esta situación de oscuridad, que preferiríamos eliminar, Jesús nos dice: «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados» (Mateo 10,27). Jesús está junto a mí precisamente en mi oscuridad. Ésta no es el lugar de la lejanía de Dios, sino de la especial cercanía divina. Allí habla a mi corazón e ilumina todo lo que hay en mí con la luz de su amor. Sabe lo que hay en mí y me lo revela. Por eso ya no necesito ocultármelo ni escondérselo a los demás. Todo lo que hay en mí está iluminado por la luz de Jesús y, por tanto, no es peligroso. No he de temer en modo alguno que en la oscuridad hierva un volcán dispuesto a entrar en erupción inmediatamente. Jesús mismo penetró en esta oscuridad para iluminarla con su luz. Y justamente en esta tiniebla interior pronunció sus palabras relativas a la cercanía del Reino de Dios. También allí donde hay oscuridad en mí, donde hay cosas que me angustian y preferiría no ver, Dios está cerca de mí. Allí está el Reino de Dios. 
También allí quiere Dios reinar en mí. Si Dios habita también en la oscuridad, ya no necesito sentir angustia frente a ella. Puedo mirarla. Sé que soy aceptado con todo lo que hay en mí. Esto me libera de la presión de tener que ocultar todo lo que hay de incómodo en mí. Esto puede existir, pues está iluminado por la luz de Dios, La luz de Dios resplandece en todos los abismos de mi alma y, por tanto, también yo puedo penetrar en ellos con mi mirada sin alarmarme. El filósofo judío Walter Benjamín dijo en cierta ocasión que la felicidad consiste en descubrirse sin asustarse. Estas palabras resultan comprensibles desde el trasfondo de los dichos de Jesús. Si puedo mirar dentro de mí sin horrorizarme, porque en mí está la luz de Dios, entonces ya no debo sentir angustia frente a mí mismo; entonces puedo ser feliz.

Capítulo 4 del libro: “Transforma tu angustia”. De Anselm Grün. Editorial Sal Terrae. 


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