martes, 30 de abril de 2013

Acerolo




Nombre común o vulgar: Acerolo, Acerola, Acerolas, Azarolo, AcerolleraNombre científico o latino: Crataegus azarolus
Familia: Rosáceas (Rosaceae).
Origen: Sur de Europa, Norte de África y Asia Menor.
Pequeño árbol o arbusto de crecimiento lento.
Hojas caducas, simples, ovales o romboidales, de 3 a 5 lóbulos profundos, de color verde reluciente por el haz, grisáceas y tomentosas por el envés. Interesante por su intensidad cromática en otoño.
Fruto globoso de 1.5-2 cm de diámetro, anguloso, de color rojo en la madurez, con pulpa comestible y 1-3 semillas.
Es un fruto de color anaranjado o amarillo de unos 2 a 2,5 centímetros.
Su sabor y aspecto es parecido a las manzanas.
Se utilizan como fruta de mesa al inicio del otoño o también se pueden elaborar mermeladas.
Este árbol se multiplica por semillas, que deben limpiarse de la pulpa para que no descienda rápidamente su poder germinativo. Hay que someterlas a tratamiento antes de la siembra por presentar latencia interna. Se reproduce por semillas estratificadas en arena húmeda y sembradas en semillero al aire libre en primavera pudiendo tardar en germinar hasta 1 año.
Las variedades se multiplican por injerto.
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Principios activos, acciones farmacológicas, indicaciones, en todo semejante al espino blanco, que puede verse en otro post. 

El siguiente video del blog rioMoros: http://www.riomoros.com/ muestra el fruto en su esplendor.


El acerolo o bizcobo tiene flores blancas, se disponen en corimbos de 3 a 18 florecillas. La floración tiene lugar en abril y mayo. El fruto, la acerola, de forma globosa y unos 2 cm. es de color rojo o amarillo al madurar, contiene una pulpa carnosa comestible de sabor agridulce con tres semillas en su interior. La maduración se produce en septiembre.
La acerola es una de las fuentes naturales más importantes en vitamina C.
Las acerolas son, ni más ni menos, las frutas del acerolo. Similares a ciruelas o guindas, destacan más que por su suave sabor ácido, por ser una de las mayores fuentes de vitamina C, que existen en la naturaleza.
Estos pequeños frutos redondos, que pueden recordar a las ciruelas o a las guindas, tienen muchas capacidades en su interior, por lo que se pueden emplear para consumo diario.
Las acerolas son una de las mayores fuentes de vitamina C que existen en la naturaleza, incluso superior a cítricos como la naranja. Cada 100 gramos de acerolas, uno puede llegar a incorporar aproximadamente de 1000 a 2000 miligramos de dicha vitamina.
Las acerolas están indicadas para gripes y resfriados, entre otras enfermedades que necesiten del sistema inmune en óptimo estado. También son fuertemente antioxidantes.
Sirve excelentemente como aperitivo, digestivo, refrescante y también como activante del hígado. Esto se debe, en buena forma, por su buen contenido de pectina y su acidez.
Esta fruta puede ser perfectamente comida a diario y su sabor es apetecible, levemente ácido. También pueden prepararse con ella dulces e incluso un sabroso licor de acerola.
http://www.innatia.com/s/c-frutas-propiedades-frutos/a-propiedades-de-la-acerola.html

domingo, 28 de abril de 2013

La envidia


LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD (1930) 
Capítulo 6.Por Sir Bertrand Russell* 



ENVIDIA 

 

«Después de la preocupación, una de las causas más poderosas de infelicidad es, probablemente, la envidia. Yo diría que la envidia es una de las pasiones humanas más universales y arraigadas. Es muy aparente en los niños antes de que cumplan un año, y todo educador debe tratarla con muchísimo respeto y cuidado. La más ligera apariencia de que se favorece a un niño a expensas de otro es notada al instante y causa resentimiento. 
 
Todo el que trata con niños debe observar una justicia distributiva absoluta, rígida e invariable. Pero los niños son solo un poco más claros que las personas mayores en sus manifestaciones de envidia y de celos (que es una forma especial de la envidia). La emoción tiene tanta fuerza en los adultos como en los niños. Fijémonos, por ejemplo, en las sirvientas; recuerdo que una de las sirvientas de nuestra casa, que estaba casada, quedó embarazada y le dijimos que no debía llevar cargas pesadas; el resultado instantáneo fue que ninguna de las otras quiso ya levantar pesos, y todo el trabajo de este tipo tuvimos que hacerlo nosotros mismos. La envidia es la base de la democracia. Heráclito afirma que habría que ahorcar a todos los habitantes de Éfeso por haber dicho «ninguno de nosotros estará antes que los demás». El movimiento democrático en los estados griegos debió de inspirarse casi por completo en esta pasión. Y lo mismo se puede decir de la democracia moderna. Es cierto que hay una teoría idealista, según la cual la democracia es la mejor forma de gobierno. Yo mismo creo que esta teoría es cierta. Pero no existe ningún aspecto de la política práctica en el que las teorías idealistas tengan fuerza suficiente para provocar grandes cambios; cuando se producen grandes cambios, las teorías que los justifican son siempre un camuflaje de la pasión. Y la pasión que ha dado impulso a las teorías democráticas es, sin duda, la pasión de la envidia. Lean ustedes las memorias de madame Roland, a quien se representa con frecuencia como una noble mujer inspirada por el amor al pueblo. Descubrirán que lo que la convirtió en una demócrata tan vehemente fue que la hicieran entrar por la puerta de servicio cada vez que visitaba una mansión aristocrática. 

 
Entre las mujeres respetables normales, la envidia desempeña un papel extraordinariamente importante. Si va usted sentado en el metro y entra en el vagón una mujer elegantemente vestida, fíjese cómo la miran las demás mujeres. Verá que todas ellas, con la posible excepción de las que van mejor vestidas, le dirigen miradas malévolas y se esfuerzan por sacar conclusiones denigrantes. La afición al escándalo es una manifestación de esta malevolencia general: cualquier chisme acerca de cualquier otra mujer es creído al instante, aun con las pruebas más nimias. La moralidad elevada cumple el mismo propósito: los que tienen ocasión de pecar contra ella son envidiados, y se considera virtuoso castigarlos por sus pecados. Esta modalidad particular de virtud resulta, desde luego, gratificante por sí misma. 

 
Sin embargo, en los hombres se observa exactamente lo mismo, con la única diferencia de que las mujeres consideran a todas las demás mujeres como competidoras, mientras que los hombres, por regla general, solo experimentan este sentimiento hacia los hombres de su misma profesión. ¿Alguna vez el lector ha cometido la imprudencia de alabar a un artista delante de otro artista? ¿Ha elogiado a un político ante otro político del mismo partido? ¿Ha hablado bien de un egiptólogo delante de otro egiptólogo? Si lo ha hecho, apuesto cien contra uno a que provocó una explosión de celos. En la correspondencia entre Leibniz y Huyghens hay numerosas cartas en que se lamenta el supuesto hecho de que Newton se había vuelto loco. «¿No es triste», se decían uno a otro, «que el genio incomparable del señor Newton haya quedado nublado por la pérdida de la razón?». Y aquellos dos hombres eminentes, en una carta tras otra, lloraban lágrimas de cocodrilo con evidente regodeo. Lo cierto es que la desgracia que tan hipócritamente lamentaban no había ocurrido, aunque unas cuantas muestras de comportamiento excéntrico habían dado origen al rumor.
 

Entre todas las características de la condición humana normal, la envidia es la más lamentable; la persona envidiosa no solo desea hacer daño, y lo hace siempre que puede con impunidad; además, la envidia la hace desgraciada. En lugar de obtener placer de lo que tiene, sufre por lo que tienen los demás. Si puede, privará a los demás de sus ventajas, lo que para él es tan deseable como conseguir esas mismas ventajas para sí mismo. Si se deja rienda suelta a esta pasión, se vuelve fatal para todo lo que sea excelente, e incluso para las aplicaciones más útiles de las aptitudes excepcionales. ¿Por qué un médico ha de ir en coche a visitar a sus pacientes, cuando un obrero tiene que ir andando a trabajar? ¿Por qué se ha de permitir que un investigador científico trabaje en un cuarto con calefacción, cuando otros tienen que padecer la inclemencia de los elementos? ¿Por qué un hombre que posee algún raro talento, de gran importancia para el mundo, ha de librarse de las tareas domésticas más fastidiosas? La envidia no encuentra respuesta a estas preguntas. Sin embargo, y por fortuna, existe en la condición humana una pasión que compensa esto: la admiración. Quien desee aumentar la felicidad humana debe procurar aumentar la admiración y reducir la envidia.
 

¿Existe algún remedio para la envidia? Para el santo, el remedio es la abnegación, aunque entre los mismos santos no es imposible tener envidia de otros santos. Dudo mucho de que a san Simeón el Estilita le hubiera alegrado de verdad saber que había otro santo que había aguantado aún más tiempo sobre una columna aún más delgada. Pero, dejando aparte a los santos, la única cura contra la envidia en el caso de hombres y mujeres normales es la felicidad, y el problema es que la envidia constituye un terrible obstáculo para la felicidad. Yo creo que la envidia se ve enormemente acentuada por los contratiempos sufridos en la infancia. El niño que advierte que prefieren a su hermano o a su hermana adquiere el hábito de la envidia, y cuando sale al mundo va buscando injusticias de las que proclamarse víctima; si ocurren, las percibe al instante, y si no ocurren, se las imagina. Inevitablemente, un hombre así es desdichado, y se convierte en una molestia para sus amigos, que no pueden estar siempre atentos para evitar desaires imaginarios. Habiendo empezado por creer que nadie le quiere, su conducta acaba por hacer realidad su creencia. Otro contratiempo de la infancia que produce el mismo resultado es tener padres sin mucho espíritu paternal. Aunque no haya hermanos injustamente favorecidos, el niño puede percibir que los niños de otras familias son más queridos por sus padres que él por los suyos. Esto le hará odiar a los otros niños y a sus propios padres, y cuando crezca se sentirá como Ismael. Hay ciertos tipos de felicidad a los que todos tienen derecho por nacimiento, y los que se ven privados de ellos casi siempre se vuelven retorcidos y amargados. 
 
Pero el envidioso puede decir: «¿De qué sirve decirme que el remedio de la envidia es la felicidad? Yo no puedo ser feliz mientras siga sintiendo envidia, y viene usted a decirme que no puedo dejar de ser envidioso hasta que sea feliz». Pero la vida real nunca es tan lógica. Solo con darse cuenta de las causas de los sentimientos envidiosos ya se ha dado un paso gigantesco hacia su curación. El hábito de pensar por medio de comparaciones es fatal. Cuando nos ocurre algo agradable, hay que disfrutarlo plenamente, sin pararse a pensar que no es tan agradable como alguna otra cosa que le puede ocurrir a algún otro. «Sí», dirá el envidioso, «hace un día espléndido y es primavera y los pájaros cantan y las flores se abren, pero tengo entendido que la primavera en Sicilia es mil veces más bella, que los pájaros cantan mucho mejor en las arboledas del Helicón y que las rosas de Sharon son mucho más bonitas que las de mi jardín». Y solo por pensar esto, el sol se le nubla y el canto de los pájaros se convierte en un chirrido estúpido y las flores no vale la pena ni mirarlas. Del mismo modo trata todas las demás alegrías de la vida. «Sí», se dirá, «la mujer de mi corazón es encantadora, y yo la quiero y ella me quiere, pero ¡cuánto más exquisita debió de ser la reina de Saba! ¡ Ah, si yo hubiera tenido las oportunidades que tuvo Salomón!». Todas estas comparaciones son absurdas y tontas; lo mismo da que la causa de nuestro descontento sea la reina de Saba o que lo sea el vecino de al lado. Para el sabio, lo que se tiene no deja de ser agradable porque otros tengan otras cosas. En realidad, la envidia es un tipo de vicio en parte moral y en parte intelectual, que consiste en no ver nunca las cosas tal como son, sino en relación con otras. Supongamos que yo gano un salario suficiente para mis necesidades. Debería estar satisfecho, pero me entero de que algún otro, que no es mejor que yo en ningún aspecto, gana el doble. Al instante, si soy de condición envidiosa, la satisfacción que debería producirme lo que tengo se esfuma, y empiezo a ser devorado por una sensación de injusticia.
 

La cura adecuada para todo esto es la disciplina mental, el hábito de no pensar pensamientos inútiles. Al fin y al cabo, ¿qué es más envidiable que la felicidad? Y si puedo curarme de la envidia, puedo lograr la felicidad y convertirme en envidiable. Seguro que al hombre que gana el doble que yo le tortura pensar que algún otro gana el doble que él, y así sucesivamente. Si lo que deseas es la gloria, puedes envidiar a Napoleón. Pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro, me atrevería a decir, envidiaba a Hércules, que nunca existió. Por tanto, no es posible librarse de la envidia solo por medio del éxito, porque siempre habrá en la historia o en la leyenda alguien con más éxito aún que tú. Podemos librarnos de la envidia disfrutando de los placeres que salen a nuestro paso, haciendo el trabajo que uno tiene que hacer y evitando las comparaciones con los que suponemos, quizá muy equivocadamente, que tienen mejor suerte que uno.
 

La modestia innecesaria tiene mucho que ver con la envidia. La modestia se considera una virtud, pero personalmente dudo mucho de que, en sus formas más extremas, se deba considerar tal cosa. La gente modesta necesita tener mucha seguridad, y a menudo no se atreve a intentar tareas que es perfectamente capaz de realizar. La gente modesta se cree eclipsada por las personas con que trata habitualmente. En consecuencia, es especialmente propensa a la envidia y, por la vía de la envidia, a la infelicidad y la mala voluntad. Por mi parte, creo que no tiene nada de malo educar a un niño de manera que se crea un tipo estupendo. No creo que ningún pavo real envidie la cola de otro pavo real, porque todo pavo real está convencido de que su cola es la mejor del mundo. La consecuencia es que los pavos reales son aves apacibles. Imagínense lo desdichada que sería la vida de un pavo real si se le hubiera enseñado que está mal tener buena opinión de sí mismo. Cada vez que viera a otro pavo real desplegar su cola, se diría: «No debo ni pensar que mi cola es mejor que esa, porque eso sería de presumidos, pero ¡cómo me gustaría que lo fuera! ¡Ese odioso pavo está convencido de que es magnífico! ¿Le arranco unas cuantas plumas? Así ya no tendría que preocuparme de que me compararan con él». Hasta puede que le tendiera una trampa para demostrar que era un mal pavo real, de conducta indigna de un pavo real, y denunciarlo a las autoridades. Poco a poco, establecería el principio de que los pavos reales con colas especialmente bellas son casi siempre malos, y que los buenos gobernantes del reino de los pavos reales deberían favorecer a las aves humildes, con solo unas cuantas plumas fláccidas en la cola. Una vez establecido este principio, haría condenar a muerte a los pavos más bellos, y al final las colas espléndidas serían solo un borroso recuerdo del pasado. Así es la victoria de la envidia disfrazada de moralidad. Pero cuando todo pavo real se cree más espléndido que los demás, toda esa represión es innecesaria. Cada pavo real espera ganar el primer premio en el concurso, y cada uno, viendo la pava que le ha tocado en suerte, está convencido de haberlo ganado.
 

La envidia, por supuesto, está muy relacionada con la competencia. No envidiamos la buena suerte que consideramos totalmente fuera de nuestro alcance. En las épocas en que la jerarquía social es fija, las clases bajas no envidian a las clases altas, ya que se cree que la división en pobres y ricos ha sido ordenada por Dios. Los mendigos no envidian a los millonarios, aunque desde luego envidiarán a otros mendigos con más suerte que ellos. La inestabilidad de la posición social en el mundo moderno y la doctrina igualitaria de la democracia y el socialismo han ampliado enormemente la esfera de la envidia. Por el momento, esto es malo, pero se trata de un mal que es preciso soportar para llegar a un sistema social más justo. En cuanto se piensa racionalmente en las desigualdades, se comprueba que son injustas a menos que se basen en algún mérito superior. Y en cuanto se ve que son injustas, la envidia resultante no tiene otro remedio que la eliminación de la injusticia. Por eso en nuestra época la envidia desempeña un papel tan importante. Los pobres envidian a los ricos, las naciones pobres envidian a las ricas, las mujeres envidian a los hombres, las mujeres virtuosas envidian a las que, sin serlo, quedan sin castigo. Aunque es cierto que la envidia es la principal fuerza motriz que conduce a la justicia entre las diferentes clases, naciones y sexos, también es cierto que la clase de justicia que se puede esperar como consecuencia de la envidia será, probablemente, del peor tipo posible, consistente más bien en reducir los placeres de los afortunados y no en aumentar los de los desfavorecidos. Las pasiones que hacen estragos en la vida privada también hacen estragos en la vida pública. No hay que suponer que algo tan malo como la envidia pueda producir buenos resultados. Así pues, los que por razones idealistas desean cambios profundos en nuestro sistema social y un gran aumento de la justicia social, deben confiar en que sean otras fuerzas distintas de la envidia las que provoquen los cambios.
 

Todas las cosas malas están relacionadas entre sí, y cualquiera de ellas puede ser la causa de cualquiera de las otras; la fatiga, en concreto, es una causa muy frecuente de envidia. Cuando un hombre se siente incapacitado para el trabajo que tiene que hacer, siente un descontento general que tiene muchísimas probabilidades de adoptar la forma de envidia hacia los que tienen un trabajo menos exigente. Así pues, una de las maneras de reducir la envidia consiste en reducir la fatiga. Pero lo más importante, con gran diferencia, es procurarse una vida que sea satisfactoria para los instintos. Muchas envidias que parecen puramente profesionales tienen, en realidad, un motivo sexual. Un hombre que sea feliz en su matrimonio y con sus hijos no es probable que sienta mucha envidia de otros por su riqueza o por sus éxitos, siempre que él tenga lo suficiente para criar a sus hijos del modo que considera adecuado. Los elementos esenciales de la felicidad humana son simples, tan simples que las personas sofisticadas no son capaces de admitir qué es lo que realmente les falta. Las mujeres de las que hablábamos antes, que miran con envidia a toda mujer bien vestida, no son felices en su vida instintiva, de eso podemos estar seguros. La felicidad instintiva es rara en el mundo anglófono, y sobre todo entre las mujeres. En este aspecto, la civilización parece haber equivocado el camino. Si se quiere que haya menos envidia, habrá que encontrar la manera de remediar esta situación; y si no se encuentra esa manera, nuestra civilización corre el peligro de acabar destruida en una orgía de odio.
 
En la Antigüedad, la gente solo envidiaba a sus vecinos, porque sabía muy poco del resto del mundo. Ahora, gracias a la educación y a la prensa, todos saben mucho, aunque de un modo abstracto, sobre grandes sectores de la humanidad de los que no conocen ni a un solo individuo. Gracias al cine, creen que saben cómo viven los ricos; gracias a los periódicos, saben mucho de la maldad de las naciones extranjeras; gracias a la propaganda, se enteran de los hábitos nefastos de los que tienen la piel con una pigmentación distinta de la suya. Los amarillos odian a los blancos, los blancos odian a los negros, y así sucesivamente. Habrá quien diga que todo este odio está incitado por la propaganda, pero esta es una explicación bastante superficial. ¿Por qué la propaganda es mucho más efectiva cuando incita al odio que cuando intenta promover sentimientos amistosos? La razón, evidentemente, es que el corazón humano, tal como lo ha moldeado la civilización moderna, es más propenso al odio que a la amistad. Y es propenso al odio porque está insatisfecho, porque siente en el fondo de su ser, tal vez incluso subconscientemente, que de algún modo se le ha escapado el sentido de la vida, que seguramente otros que no somos nosotros han acaparado las cosas buenas que la naturaleza ofrece para disfrute de los hombres. La suma positiva de placeres en la vida de un hombre moderno es, sin duda, mayor que en las comunidades más primitivas, pero la conciencia de lo que podría ser ha aumentado mucho más. 

 
La próxima vez que lleve a sus hijos al parque zoológico, fíjese en los ojos de los monos: cuando no están haciendo ejercicios gimnásticos o partiendo nueces, muestran una extraña tristeza cansada. Casi se podría pensar que querrían convertirse en hombres, pero no pueden descubrir el procedimiento secreto para lograrlo. En el curso de la evolución se equivocaron de camino; sus primos siguieron avanzando y ellos se quedaron atrás. En el alma del hombre civilizado parece haber penetrado parte de esa misma tensión y angustia. Sabe que existe algo mejor que él y que está casi a su alcance; pero no sabe dónde buscarlo ni cómo encontrarlo. 
Desesperado, se lanza furioso contra el prójimo, que está igual de perdido y es igual de desdichado. Hemos alcanzado una fase de la evolución que no es la fase final. Hay que atravesarla rápidamente, porque, si no, casi todos pereceremos por el camino y los demás quedarán perdidos en un bosque de dudas y miedos. 


Así pues, la envidia, por mala que sea y por terribles que sean sus efectos, no es algo totalmente diabólico. En parte, es la manifestación de un dolor heroico, el dolor de los que caminan a ciegas por la noche, puede que hacia un refugio mejor, puede que hacia la muerte y la destrucción. Para encontrar el camino que le permita salir de esta desesperación, el hombre civilizado debe desarrollar su corazón, tal como ha desarrollado su cerebro. Debe aprender a trascender de sí mismo, y de este modo adquirirá la libertad del universo.» 
(De la traducción de Juan Manuel Ibeas, en el 2000, cuando se reeditó en España con prólogo de Fernando Savater).

El problema no es sentir lo que uno siente, sino lo que HACE con ello. No hay que sentirse mal por sentirse mal, porque sin los sentimientos y las emociones negativos, JAMÁS llegaríamos a conocernos. Parece una perogrullada, pero la lista de aquellas cosas ante las cuales YO ME SIENTO mal -siendo todas las situaciones NEUTRAS en sí mismas- es exactamente mi plan de estudios: lo que necesito trascender. Ante lo que me gusta, ¿qué gracia tiene "manejarme bien"? Para mí, ninguna. Se valora mucho, se disfruta con locura, etc. Pero no es ahí, donde se puede crecer interiormente, ¿no?
ARCEs filosóficos, Fercho. 

*Bertrand Russell (1872 -1965), filósofo ateo (y sin embargo cuán espiritual se le siente: liviano de equipaje: de apegos), matemático (fue Pitágoras el que lo "desilusionó") y ensayista inglés, y Lord por mérito propio, con espaldarazo y todo, en 1931. Fue su hermano mayor quien heredó el título de Vizconde Amberley, y éste, vaya qué "suerte", quedó desocupado para hacerse a una exquisita educación, casarse joven y a menudo, sentarse donde se sentaba Newton y ganarse el Nobel de literatura en 1950. Una existencia bastante feliz, HECHA por él, según comparte en otra parte del mismo libro:

"Yo no nací dichoso. De niño, mi himno favorito era: "Cansado del mundo y con el peso de mis pecados". A los cinco años yo pensaba que si había de vivir setenta no había pasado aún más que la catorceava parte de mi vida, y me parecía casi insoportable la enorme cantidad de aburrimiento que me aguardaba. En la adolescencia la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas.
Hoy, por el contrario, gusto de la vida, y casi estoy por decir que cada año que pasa la encuentro más gustosa. Esto es debido, en parte, a haber descubierto cuáles eran las cosas que deseaba más y haber adquirido gradualmente muchas de ellas. En parte es debido también a haberme desprendido, felizmente, de ciertos deseos (la adquisición del conocimiento indudable acerca de algo) como esencialmente inasequibles. Pero en la mayor parte se debe a la preocupación, cada día menor, de mí mismo." 


(De la traducción de Julio Huici Miranda, en 1937).

(Extraído de un grupo sobre Enneagrama en internet, dirigido por Fercho que elaboró este artículo).

José Luis Cano Gil, psicoterapeuta, dice sobre la envidia:
 http://www.psicodinamicajlc.com/web/articulos.php
 
La envidia es un fenómeno psicológico muy común que hace sufrir enormemente a muchas personas, tanto a los propios envidiosos como a sus víctimas. Puede ser explícita y transparente, o formar parte de la psicodinámica de algunos síntomas neuróticos. En cualquier caso, la envidia es un sentimiento de frustración insoportable ante algún bien de otra persona, a la que por ello se desea inconscientemente dañar. ¿Por qué?
El envidioso es un insatisfecho (ya sea por inmadurez, represión, frustración, etc.) que, a menudo, no sabe que lo es. Por ello siente consciente o inconscientemente mucho rencor contra las personas que poseen algo (belleza, dinero, sexo, éxito, poder, libertad, amor, personalidad, experiencia, felicidad, etc.) que él también desea pero no puede o no quiere desarrollar. Así, en vez de aceptar sus carencias o percatarse de sus deseos y facultades y darles curso, el envidioso odia y desearía destruir a toda persona que, como un espejo, le recuerda su privación. La envidia es, en otras palabras, la rabia vengadora del impotente que, en vez de luchar por sus anhelos, prefiere eliminar la competencia. Por eso la envidia es una defensa típica de las personas más débiles, acomplejadas o fracasadas. 

 
Dicho sentimiento forma parte también de ese rasgo humano, el narcisismo, desde el que el sujeto experimenta un ansia infatigable de destacar, ser el centro de atención, ganar, quedar por encima, ser el "más" y el "mejor" en toda circunstancia. Debido a ello, muchas personas se sienten continuamente amenazadas y angustiadas por los éxitos, la vida y la felicidad de los demás, y viven en perpetua competencia contra todo el mundo, atormentadas sin descanso por la envidia. No es ya sólo que los demás tengan cosas que ellas desean: ¡es que las desean precisamente porque los demás las tienen! Es decir, para no sentirse menos o "quedarse atrás". Este sufrimiento condiciona su personalidad, su estilo de vida y su felicidad.
Las formas de expresión de la envidia son muy numerosas: críticas, ofensas, dominación, rechazo, difamación, agresiones, rivalidad, venganzas... A escala individual, la envidia suele formar parte de muchos trastornos psicológicos y de personalidad (p.ej., algunas ansiedades, trastornos obsesivos, depresión, agresividad, falta de autoestima...). En las relaciones personales y de pareja, está involucrada en muchos conflictos y rupturas. En lo social y político, su influencia es inmensa. Por ejemplo, la envidia del poder sexual, emocional y procreador de las mujeres alimenta el machismo. La envidia de la fuerza y libertad del varón refuerza el feminismo. La envidia de los pobres y resentidos estimula sus violentas revoluciones e igualitarismos. La envidia de los poderosos fomenta sus luchas intestinas. La envidia de los narcisistas y codiciosos nutre los concursos millonarios de televisión y sus audiencias. La mutua envidia de las mujeres robustece el colosal negocio de la belleza y la moda, así como la de los hombres excita su frenética competitividad. La envidia sexual es el combustible del morbo y la prensa rosa. Las envidias económicas desenfrenan el motor consumista... Etcétera. 

 
No hay que confundir la envidia con los celos, que son sentimientos muy distintos. La envidia nace de las carencias del sujeto, que quiere destruir al objeto-espejo. Los celos, en cambio, nacen del miedo a perder el afecto de la persona amada, a la que se quiere conservar. No obstante, ambos sentimientos pueden ir juntos. Por ejemplo, cuando una persona ataca a su pareja infiel y al (o la) amante de ésta diciendo que lo hace por "celos", a menudo una gran parte de su rabia procede también de su envidia inconsciente, ya que el despechado/a deseaba secretamente ser infiel sin atreverse a ello, mientras que sus engañadores se le adelantaron. Por eso ahora se siente herido/a y humillado/a en su orgullo. 

 
En suma, cuanto más débil, insatisfecha o narcisista es una persona, tanto más envidiará a la gente que posea lo que a ella le falta. La envidia sólo se cura concienciando y resolviendo las propias carencias y facultades, a través de un proceso de crecimiento emocional. La persona madura no envidia a nadie. © JOSÉ LUIS CANO GIL

sábado, 27 de abril de 2013

Emilio Prados

Emilio Prados Such 

Nace en Málaga el 4 de marzo de 1899, dónde vive sus primeros quince años. En 1914 se traslada a Madrid para ingresar en la Residencia de Estudiantes, donde conoce a Juan Ramón Jiménez, quien determinará su pronta orientación hacia la poesía.
En 1918 se incorpora al grupo universitario de la Residencia, centro que se convierte en punto convergente de las ideas vanguardistas e intelectuales de Europa, En este fecundo caldo de cultivo se forma la Generación del 27 y es aquí, donde Prados entabla amistad con el círculo que forman Federico García Lorca, Luis Buñuel, Juan Vicens, José Bello y Salvador Dalí.
En 1921, el agravamiento de la enfermedad pulmonar que padece desde su infancia le obliga a ingresar en un sanatorio en Suiza donde pasará la mayor parte del año. En esa reclusión terapéutica, Emilio Prados comenzará a descubrir los autores más sobresalientes de la literatura europea y a consolidar su vocación de escritor.
En 1924 fundó, con su compañero Manuel Altolaguirre, la revista “Litoral”, que fue uno de los más importantes órganos del grupo del 27.
En 1925 inicia su actividad como editor de la imprenta Sur, en la que trabaja también junto a Altolaguirre. Paralelamente a sus actividades creadoras, su compromiso social se va decantando en un progresivo interés hacia los sectores más pobres y desfavorecidos de la sociedad. También publica sus primeros poemarios, “Tiempo” y “Veinte poemas en verso” que se inscriben se inscriben dentro del neopopularismo andaluz
Entre 1925 y 1928 publica también “Seis estampas para un rompecabezas” “Canciones del farero”,”Vuelta” y “El misterio del agua”.
Entre 1932 y 1938 se entrega a la poesía social y política con un lenguaje surrealista. De esta época son sus obras: “La voz cautiva”, “Andando, andando por el mundo”, “La tierra que no alienta”, “Seis estancias”, “Llanto en la sangre”, “El llanto subterráneo”, y “Tres cantos”.
El clima de violencia que impera en Málaga en 1934 al estallar la guerra le hace trasladarse a Madrid y allí entrará a formar parte de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Colabora en tareas humanitarias, ayuda en la organización del II Congreso Internacional de Escritores y en la edición de varios libros: “Homenaje al poeta Federico García Lorca y Romancero general de la guerra de España”, al tiempo que se publican varias de sus obras. Recibe el Premio Nacional de Literatura por la recopilación de su poesía de guerra, “Destino fiel” en 1938.
Poco después se instala en Barcelona para encargarse, junto con Altolaguirre otra vez, de las “Publicaciones del Ministerio de Instrucción Pública”. Pero la situación es ya insostenible en la España de comienzos de 1939 para un republicano, por lo que decide marcharse a París y el 6 de mayo parte, junto con otras destacadas figuras de la intelectualidad republicana, hacia México, donde residirá hasta su muerte. Allí publica poesías que emanan un profundo sentimiento de desarraigo y soledad. A ésta época pertenecen “Mínima muerte”, “Jardín cerrado”, “Memoria del olvido”, “Penumbras”, “Río natural”, “Circuncisión del sueño” y “Signos del ser”.
Muere en México el 24 de Abril de 1962.

De: http://www.poetasandaluces.com



Cita hacia dentro

¿Tanta luz? ¿tanta muerte?
¿tanta rosa en el día?...
(Curva el sol sobre el tiempo
sus llamas en sortija.)
Encadenado el mundo
a su exacta medida,
tanto debe a su fuego
como a su sombra viva.
Tanta hermosura fuera,
de nuestro amor se olvida.
No me dará descanso
para alcanzar la dicha.
Con el sol sobre el cielo,
hoy nunca te vería,
que pesa más que el hombre
la luz que lo ilumina.
La noche, en cambio, tiene
al sol bajo sus aguas.
Sus páginas oscuras
viven deshabitadas.
¡Qué soledad nos brinda,
para el amor, su estancia!...
(Toda la sombra es mundo
y, el mundo, tu mirada...)
En el centro del mundo,
bajo el sueño -en sus alas-
te harás toda silencio,
apretada en mi alma.
La esfera de la noche
a un nuevo amor nos llama...
La rosa de lo eterno
a los dos nos amarra.
Deja el sol; deja el cuerpo,
ya vendrán otras albas...
¡Voy a coger el sueño!
¡Te espero en su terraza!
(Memoria del olvido, 1940)


Alba rápida

¡Pronto, de prisa, mi reino,
que se me escapa, que huye,
que se me va por las fuentes!
¡Qué luces, qué cuchilladas
sobre sus torres enciende!
Los brazos de mi corona,
¡qué ramas al cielo tienden!
¡Qué silencios tumba el alma!
¡Qué puertas cruza la Muerte!
¡Pronto, que el reino se escapa!
¡Que se derrumban mis sienes!
¡Qué remolino en mis ojos!
¡Qué galopar en mi frente!
¡Qué caballos de blancura
mi sangre en el cielo vierte!
Ya van por el viento, suben,
saltan por la luz, se pierden
sobre las aguas...
Ya vuelven
redondos, limpios, desnudos...
¡Qué primavera de nieve!
Sujetadme el cuerpo, ¡pronto!,
¡que se me va!, ¡que se pierde
su reino entre mis caballos!,
¡que lo arrastran!, ¡que lo hieren!,
¡que lo hacen pedazos, vivo,
bajo sus cascos celestes!
¡Pronto, que el reino se acaba!
¡Ya se le tronchan las fuentes!
¡Ay, limpias yeguas del aire!
¡Ay, banderas de mi frente!
¡Qué galopar en mis ojos!
Ligero, el mundo amanece.
(Memoria del olvido, 1940)

Canción

Si el hombre debe callar,
cállese y cumpla su sino,
que lo que importa es andar.
Andar es sembrar camino
y morir es despertar.
Quien no ponga el pie en el suelo
por temor a verlo herido,
por su propio desconsuelo
siempre será perseguido.
El pájaro está en su vuelo
como el hombre está en su andar...
y siga tejiendo el hilo
la mano sobre el telar,
que morir es despertar.
(Destino fiel, 1937)


Me pierdo en mi soledad...

Me pierdo en mi soledad
y en ella misma me encuentro,
que estov tan preso en mí mismo
como en la fruta el hueso.
Si miro dentro de mí,
lo que busco veo tan lejos,
que por temor a no hallarlo
más en mí mismo me encierro.
Así, por dentro y por fuera
se equilibra mi destierro:
dentro de mí por temor,
fuera, por falta de miedo.
Y entre mis dos soledades,
igual que un fantasma hueco,
vivo el límite de sangre
sombra y fiel de mis deseos.
Bien sé yo que en la balanza
que pesa mi sentimiento,
al platillo del temor
es al que yo más me aprieto.
Pero lo que busco en él
de tal manera lo anhelo,
que sólo quiero alcanzarlo
cuando esté libre del cuerpo.
Hoy mi soledad me basta,
que en ella sé lo que espero,
lo que por ella he perdido
y lo que con ella tengo.
(Mínima muerte, 1939-1944)


Canción
Una vez tuve una sangre
que soñaba ser un río.
Luego, soñando y soñando,
mi sangre labró un camino.
Sin saber que caminaba,
comenzó a andar,
y andando, piedra tras piedra,
mi sangre llegó a la mar.
Desde la mar subió al cielo...
Del cielo volvió a bajar
y otra vez se entró en mi pecho
para hacerse manantial
y agua de mi pensamiento...
Ahora mi sangre es mi sueño
y es mi sueno mi cantar,
y mi cantar es eterno.
(Jardín cerrado, 1940-1946)

Escribo y sé que mi escritura es falsa..»

Escribo y sé que mi escritura es falsa,
porque tan sólo vierte a golpes mínimos
-deformado en la lucha- un pensamiento
que, internándose en mí, buscó crecerse.
Tal vez en el silencio su armonía
mejor aumenta y da mejor su fuerza.
¿Por qué me obliga entonces a escribirlo?
¿Es aire mi papel? ¿Aire es la pluma?
La tinta ¿es aire? Y mi memoria ¿piensa
en mi cuerpo -que es aire- su intención?...
Y no escribo. Me voy a otro mandato
que, enfrentándose a mí, va conduciendo
mi ausencia, ya total, a su destino.
Cojo el papel, lo quemo, y todo el aire
sostiene, escrito en él, a un pensamiento.

(Signos del ser, 1962)

Bajo la alameda

Era de noche;
era de noche,
amor,
y las hojas secas
eran de noche.

Junto al ciprés,
un lucero
-amor,sí,
que yo lo vi-,
¡tan alto,
como el negror
del silencio!
Amor, sí,
que era de noche.

Era de noche
y sentí
que la muerte me llamaba
-amor, sí,
que era de noche-,
y las hojas secas,
eran de noche.

De noche
y te abandoné,
amor, sí;
porque yo vi
que era de noche
y la muerte me llamaba.
Era de noche
y las hojas secas
eran de noche.

¡Ay, qué solo me quedé amor,
cuando te perdí:
que era de noche!
¡Qué solo, amor,
cuando vi
que era de noche,
y las hojas secas
eran de noche!

Y que dolor
que sentí
-amor, sí,
que era de noche-:
¡qué solo!...
Que era de noche
aquel frío,
amor, ¡sí!...
¡Qué solo!

  
Canción 

No es lo que está roto, no, 

el agua que el vaso tiene: 

lo que está roto es el vaso 

y, el agua, al suelo se vierte. 

No es lo que está roto, no, 

la luz que sujeta al día: 

lo que está roto es el tiempo 
y en la sombra se desliza. 
No es lo que está roto, no, 
la sangre que te levanta: 
lo que está roto es tu cuerpo 
y en el sueño te derramas. 
No es lo que está roto, no, 
la caja del pensamiento: 
lo que está roto es la idea 
que la lleva a lo soberbio. 
No es lo que está roto dios, 
ni el campo que Él ha creado: 
lo que está roto es el hombre 
que no ve a Dios en su campo.


ASÍ LA MUERTE 

Pronto, pronto, muy pronto ya, 
la interior estrella de mi inverso viaje 
vencerá felizmente el imán que hoy la aprieta: 
¡Qué amanecer más dulce sobre el olor del pino! 
¡Qué navegar sin sienes en la piel del relámpago! 
Náufrago o vagabundo 
bajaré en mi destino, 
a ese profundo mar parado 
donde flotando quieto 
entre calientes tierras me consuma y me entregue. 
Ahogado del gemido, 
volándome hacia adentro: 
¡por qué infinita cueva volveré a ser escombro! 
Sí, el escombro, las fuentes, 
las misteriosas fuerzas que dos espinas juntan, 
el gas que sin angustia ni dolor se dilata, 
la diminuta oruga que prueba los calores, 
el lienzo destejido, 
la arcilla, el hierro, el cáñamo fecundo. 
                                Y el papel, 
el olvido de más dolientes hombres, 
la aguja en que llovían, 
el pesaroso estambre que hirieron en sus luchas, 
                    su muerta luz, 
sus ríos, 
la forma o la memoria que volaron sus aves... 
Visitador constante de la eterna dolencia 
allí junto a la piedra que sin ser ala ríe 
como el agua y la llama siendo por ser sin límites: 
-¡Oh feliz persistencia de mi cuerpo en el mundo!-: 
entrar, volver de nuevo, estar continuo en su presente. 
Aunque... ¿adónde? ¿hacia dónde? ¿hacia dentro? ¿hacia fuera? ¿hacia siempre? ¿hacia nunca?... 
Vivir: perenne instancia de mi amor o la luna 
para dorar tan sólo un halo en cada viento. 



VEGA EN CALMA 

Cielo gris.
Suelo rojo... 
De un olivo a otro
vuela el tordo. 
(En la tarde hay un sapo
de ceniza y de oro). 
Suelo gris.
Cielo rojo... 
Quedó la luna enredada
en el olivar. 

(De "TIEMPO", 1925). 



DORMIDO EN LA YERBA 

Todos vienen a darme consejo. 
Yo estoy dormido junto a un pozo. 
Todos se acercan y me dicen: 
- La vida se te va, 
y tú te tiendes en la yerba, 
bajo la luz más tenue del crepúsculo, 
atento solamente 
a mirar cómo nace 
el temblor del lucero 
o el pequeño rumor 
del agua, entre los árboles. 
Y tú te tiendes sobre la yerba: 
cuando ya tus cabellos 
comienzan a sentir 
más cerca y fríos que nunca, 
la caricia y el beso 
de la mano constante 
y sueño de la luna. 
Y tú tiendes sobre la yerba: 
cuando apenas si pudes 
sentir en tu costado 
el húmedo calor 
del grano que germina 
y el amargo crujir 
de la rosa ya muerta. 
Y tú te tiendes sobre la yerba: 
cuando apenas si el viento 
contiene su rigor, 
al mirar en ruina 
los muros de tu espalda, 
y, el sol, ni se detiene 
a levantar tu sangre del silencio. 
Todos se acercan y me dicen: 
- La vida se te va, 
Tú, vienes de la orilla 
donde crece el romero y la alhucema 
entre la nieve y el jazmín, eternos, 
y, es un mar todo espumas 
lo que aquí te ha traído 
por que nos hables... 
Y tú te duermes sobre la yerba. 
Todos se acercan para decirme: 
- Tú duermes en la tierra 
y tu corazón sangra 
y sangra, gota a gota 
ya sin dolor, encima de tu sueño, 
como en lo más oculto 
del jardín, en la noche, 
ya sin olor, se muere la violeta. 
Todos vienen a darme consejo, 
Yo estoy dormido junto a un pozo. 
Sólo, si algún amigo 
se acerca, y, sin pregunta 
me da un abrazo entre las sombras: 
lo llevo hasta asomarnos 
al borde, juntos, del abismo, 
y, en sus profundas aguas, 
ver llorar a la luna y su reflejo, 
que más tarde ha de hundirse 
como piedra de oro, 
bajo el otoño frío de la muerte. 



RINCÓN DE LA SANGRE 

Tan chico el almoraduj
y... ¡cómo huele!
Tan chico.
De noche, bajo el lucero,
tan chico el almoraduj
y, ¡cómo huele!
Y... cuando en la tarde llueve,
¡cómo huele!
Y cuando levanta el sol,
tan chico el almoraduj
¡cómo huele!
Y, ahora, que del sueño vivo
¡cómo huele,
tan chico, el almoraduj!
¡Cómo duele!...
tan chico el almoraduj
Tan chico. 



Canción sin cuerpo 

Una vez soñé en dormir; 
Otra soñé con la muerte, 
Otra soñé con vivir. 
Ahora pienso que soñar 
Es dormir vivo en la muerte 
Para poderla olvidar. 
Yo no puedo descansar: 
No tengo quien me despierte. 



SUEÑO 

Te llamé. Me llamaste.
Brotamos como ríos.
Alzáronse en el cielo
los nombres confundidos.
Te llamé. Me llamaste.
Brotamos como ríos.
Nuestros cuerpos quedaron
frente a frente, vacíos.
Te llamé. Me llamaste.
Brotamos como ríos.
Entre nuestros dos cuerpos,
¡qué inolvidable abismo! 



TRÁNSITOS 

¡Qué bien te siento bajar! 
¡Qué despacio vas entrando, 
caliente, viva, en mi cuerpo, 
desde ti misma manando 
igual que una fuente, ardiendo! 
Contigo por ti has llegado 
escondida bajo el viento, 
-desnuda en él-, y en mis párpados 
terminas, doble tu vuelo. 
¡Qué caliente estás! Tu brazo 
temblando arde ya en mi pecho. 
Entera te has derramado 
por mis ojos. Ya estás dentro 
de mi carne, bajo el árbol 
de mis pulsos, en su sombra 
bajo el sueño: 
¡Entera dentro del sueño! 
¡Qué certera en mi descanso 
dominas al fin tu reino! 
...Pero yo me salvo, salto, 

libre fuera de mí, escapo 
por mi sangre, me liberto, 

y a ti filtrándome mágico, 

vuelvo a dejarte en el viento 

otra vez sola, buscando 

nueva prisión a tu cuerpo. 



TRES CANCIONES 



Puente de mi soledad: 

con las aguas de mi muerte 

tus ojos se calmarán. 

Tengo mi cuerpo tan lleno 

de lo que falta a mi vida, 

que hasta la muerte, vencida, 

busca por él su consuelo. 
Por eso, para morir, 
tendré que echarme hacia dentro 
las anclas de mi vivir, 
Y llevo un mundo a mi lado 
igual que un traje vacío 
y otro mundo en mí guardado 
que es por el mundo que vivo. 
Por eso, para vivir, 
tendré que echarme hacia dentro 
las anclas de mi morir, 
Puente de mi soledad: 
por los ojos de mi muerte 
tus aguas van hacia el mar, 
al mar del que no se vuelve. 


Copla 

Agua de Dios, soledad; 

Por los mares del olvido 

Mi cuerpo nadando va… 

Que a tus playas llegue vivo. 



Aparente quietud ante tus ojos, 
aquí, esta herida —no hay ajenos límites—, 

hoy es el fiel de tu equilibrio estable. 

La herida es tuya, el cuerpo en que está abierta 

es tuyo, aun yerto y lívido. Ven, toca, 

baja, más cerca. ¿Acaso ves tu origen 

entrando por tus ojos a esta parte 

contraria de la vida? ¿Qué has hallado? 

¿Algo que no sea tuyo en permanencia? 

Tira tu daga. Tira tus sentidos. 

Dentro de ti te engendra lo que has dado, 

fue tuyo y siempre es acción continua. 
Esta herida es testigo: nadie ha muerto. 



¿VIVO DEL MAR?


¿Vivo del mar?…

(El mar por mí ha nacido

y al sol del mar mi soledad se acoge.)

Canto a la soledad:

Mar de la soledad ¿por qué no brillas?

Mar de tu soledad vive mi cuerpo.

Mi soledad sin piel también te busca.

¡Soledad soy del mar para cantarte!

Tendido en ti, mi soledad, espero

que al sol de ti mi soledad responda.

-Sobre la soledad del mar que vivo
desnudo en soledad, ¿qué mar se esconde?…
Un mar de angustia en soledad se niega
a darle nombre al mar que estoy cantando;
innominado mar que por mí siento
gemir en soledad de mar que ha sido.
Todo mi cuerpo en soledad abierto,
rindo por verle en soledad su nombre…
Barbecho al sol, mojado por la lluvia
de mi llanto, es el tiempo que le doy. 
Antes de ver, mi soledad, la espiga
verde y granada sobre el mar que enciendes:
del mar que vivo al sol del mar que acoges
sé que debo arrancar el mar que espero.
Soledad: ¿de qué mar de ti ha venido
el mar sin nombre en mi que estoy cantando?:
«¡Soledad soy de ti: mar de tu vida!»,
sola en el mar mi soledad responde.
¿Mar de mi vida, el mar sin mí se llama?
¿Vive la soledad, mar de mi cuerpo,
y espera en mí su nombre inesperado?
¡Tan sólo aguardar fue lo que he vivido!
No soy mar, soledad, no soy tu nombre
y canto en ti mi nombre de esperanza. 





SE LEVANTAN LOS MUERTOS

      Acusación

Se levantan lo muertos; respetad a la sombra.

Si la Muerte se erige como fiel del combate,

que los paños solemnes del silencio lo cubran,

que suspendan las armas su voz en la tormenta.

Se levantan los muertos; respetad su pisada.

Los árboles sujetan al otoño en sus hojas;

las ciudades ocultan su dolor y ruinas;

se detienen las bestias al borde de sus pulsos.

Los muertos se levantan.

Escuchad a la Muerte, que es su voz la que rige;
su voz severa y dulce sobre el mundo se para.
Escuchad a la Muerte y a su pesado llanto.
Mirad la Tierra; gime la sangre de sus ríos.
Aun si vuestra mirada desconoce la vida;
si la nube no ocurre, ni el cielo en vuestras horas;
si en vuestra piel el barro aun no presiente el bosque,
ni el desierto os inflama desolado en sus tumbas:
Escuchad a la Muerte.
Temed su voz, potencia de acusaciones últimas;
su voz largo sudario de humedad y desprecio:
como el alto bramido de un viento amenazante
avanza hacia vosotros sobre vuestras trincheras.
No ocultad vuestros ojos, que ya ni el sueño habita.
Si aun la conciencia brilla la luz que no depone,
vuestras armas tendidas se doblarán, inútiles:
la verdad no es despojo que se olvide la Muerte.
Avanzan nuestros muertos.
Sus altísimas sombras forman ya multitudes;
como una muda selva de sombra y de gemido
lentos van, como el peso de las piedras que rinden
donde aún viven los cuerpos su abandono en la lluvia.
Inútil barricadas si la voluntad silba,
que una razón potente de entre el escombro emerge;
no hay sitio que se rinda si la Muerte ilumina,
coronando con héroes la acusación que cerca.
Temed a nuestro avance.
La multitud se aprieta detrás de la figura
que de frente hacia el Tiempo nuestro buque sustenta.
La multitud se agrupa; aún le cuelgan astillas
entre el pesado lodo del silencio en que hundieron.
Van junto a los mastines sin dueño de la guerra,
con los tristes harapos de los niños profundos,
los que al combate entraron desnudos todo el pecho,
y ahora los cruza el aire como a viejos castillos.
Aguardad nuestra entrada.
Quedaréis en la historia, por su papel tendidos,
como el labio infecundo de vuestra herida abierta;
no habrá alucinaciones que vuestra fiebre ilustren;
llegaréis a la nada sin voz por vuestro ejemplo.
Las fechas se presienten como inclina la fruta
la rama que halló el viento en flor bajo su carne.
Mirad; ya nuestra Muerte tan sólo tiene un ala:
una sola bandera dirige su cortejo.
Se levantan los muertos.
Detrás la vida sigue.
¡Preparad la batalla!
Madrid, diciembre de 1936 



VENGO HERIDO


Vengo del agua del río

y vengo herido

al agua del mar:

¡Al agua del mar!

Por las aguas de la muerte

bajo sus quebrados puentes.

Por los puentes de la luna,

vengo de noche y a oscuras

al agua del mar:

¡Al gua del mar!

A las aguas de la oliva
donde la guerra se olvida.
A las orillas del sol
donde se olvida el dolor.
Al agua del mar:
¡Al agua del mar!
A las aguas de mar me iré
y me curaré.
Vengo del agua del río
y vengo herido. 




SEGADORES

1

Alto es el trigal;

dorada la espiga

cerca de la mar.

Alta es la montaña.

Cerca de las nieves

más abajo es el trigo,

la espiga más verde.

Floreciendo está

arriba y abajo

la carne del pan.
¡Pronto, pronto, segador:
levántate y siega,
que más lucen los trigos
sobre las eras! 


2

Ya se acerca el sol.

La espiga madura

se inclina a su ardor.

¡Corten las cuchillas

sus dorados tallos

antes que las aguas

descubran sus granos!

¡Ya viene el sudor!

¡Ya brilla en la frente

del buen labrador!
¡Pronto, pronto, segador,
levántate y siega,
que más lucen los trigos
sobre las eras!


3

¡Que las segadoras

corten más deprisa

el trigo en su aurora!

¡Ya anuncian las parvas

la buena cosecha!

El trigo en montones

cantan por las eras. 

Pronto, a recogerlo,

que el campo es peligroso

para el trigo seco.

¡Pronto, pronto segador,

levántate y siega

más lucirán los trigos

sobre las eras!



4

Cante el labrador.

Cante al mediodía

cuando quema el sol.

Cante a la alborada

el trigo en rocío.

Cante a media noche

el trigal dormido.

Cante el labrador

y encienda el trabajo

la flor del sudor.
¡Pronto, pronto segador,
levántate y siega
que más lucen los trigos
sobre las eras!


5

Entre las alambradas

florece el trigo.

-Preso el trigo está:

¿quién lo salvará?

-Como un mar, madre,

como el mar se mece

entre las alambradas

que mal lo prenden.

-Quién sembró la tierra

lejos de ella está.
-¡Corran las espigas
por irlo a buscar!
-Ay, madre, las espigas
¡cómo me duelen!
que entre espinas y llantos
sus granos crecen.
-Quién sembró la tierra
lejos de mi cuerpo-
-Ay, madre, entre alambradas
los trigos presos.
-Quién sembró mi cuerpo
lejos y en la guerra.
¡Cómo cerdean los trigos
sobre las eras!
-Madura el trigo solo,
yo abandonada.
(Sobre el trigo y mi cuerpo
las nubes altas).
Entre las alambradas
florece el trigo.
-Preso el trigo está:
¿quién lo salvará?
-A segar voy, madre,
las azucenas.
A segar las espigas
de mi tristeza.
-A segar voy, madre,
la blanca espiga.
(Lo que el amante siempre
coge la niña.)
-A la guerra se marchan
mis pensamientos,
pero quedan mis brazos
junto a mi pecho.
-Madre, mis azucenas
tengo cuajadas.
(Lo que el amante deja
la niña halla.)
-A segar voy, amante,
lo que tú siembras.
(Sobre los montes altos
el cañón suena.)
Entre las alambradas
florece el trigo...
Preso el trigo está:
¿quién lo salvará? 




Rumor de espejos

El cuerpo en que yo vivía

nunca supo de mi cuerpo.

Nada preguntó por él

y de mí salió sin verlo.

Llegó a una fuente. En sus aguas

vio la flor azul del cielo:

-Di, ¿cómo te llamas, flor?...

-Nombre soy de tu silencio.

Nada entendió. Subió al monte

de la soledad. El viento,

se desnudaba en la cumbre
de Dios, todo su misterio.
-Di, viento: ¿cuál es tu nombre?...
-Nombre soy de tu silencio.
Y dos águilas volaron,
resbalando, hasta mi sueño.
Siguió mi cuerpo tras ellas,
olvidándose en su vuelo,
de sí mismo, y nuevamente
entró en mí, sin yo saberlo.
¿Y está en mí?... (Busco su nombre;
pero al buscarlo, me pierdo
dentro del mundo que trajo
mi cuerpo hasta mi silencio.)
«¿Lleno de ti mismo estás
y buscas nombre a tu cuerpo?»,
siento que un rumor me canta,
quebrando, en mí, dos reflejos...
Llamo en él y en él estoy.
Salgo de mí y en él entro...
¡Aún no conozco mi nombre
pero sé que lo navego! 




La ciudad

Las numerosas aguas que tu frente circundan
hoy solamente mojan tu dolor y silencio;
ni un reflejo tan sólo la luz pone en tu orilla;
ni una lágrima brota de tu oculta tristeza.
Ciudad, yo he conocido la lumbre de tus barrios,
el fuego estremecido de tus amplios mercados,
el rumor de tus voces junto al sabor del vino,
el cotidiano drama de tus plazas redondas.
Junto con la fatiga que rinde en el trabajo
y atiranta las horas del sueño y de la angustia,
he pisado en tus calles la pasión de tu aurora
y el amor ya despierto por conocer su dicha.
Ahora que estoy lejano, quisiera conocerte,
como dentro del árbol ya conoce la savia
el fruto porque enciende la flor de su destino:
así quiere mi sangre conocer mi victoria.
Cuando vine, dejando tan necesariamente
lo que nunca el olvido turbará con su sombra:
mi casa destruida, mi pan abandonado
y el ardor de la muerte ya abrasando tus venas,
¡ay! cómo recordaba los venturosos días
que aun cercanos me daban la bondad de otra suerte:
la hermandad de tus hombres y el calor de los campos
unidos ya en su vuelo con tus veloces máquinas.
La sombra de tus muelles abiertos a la luna
mostraban tus naranjas ya al borde del viaje,
mano a mano del plomo, con el dorado aceite,
el blanquísimo azúcar y la sal del pescado.
Tus más rápidos trenes, rodando por tus huertos,
te robaban las frutas maduras de los árboles;
desterrados, al viento los humos ascendían
de las triunfantes fábricas, a la luz, despeinados.
¡Qué batir en los élitros de tu vida profunda,
tu libertad, tan fácil, ciudad, al fin te abría!
En las fugaces horas que mis ojos te vieron,
aun dentro de la guerra, tu memoria cambiaba
y una nueva sonrisa tus labios encendían
al ajustarse al tiempo por pronunciar tu nombre.
Hoy yo sé que enmudeces sin tránsito perdida
bajo el dolor oscuro de tu triste abandono.
Desiertos tus hogares, arrancadas sus puertas,
al silencio te clavan con soledad de rumba.
Se aprietan en tus sienes tus altas chimeneas,
levantando su olvido por coronar tu muerte.
Desuncido el caballo junto al carro dormita.
Ni una voz se levanta, ni una brizna en el viento.
El motor ya no gira su fecundo engranaje
y la harina parada se ennegrece en la piedra.
En los atardeceres, el farol sin oficio,
paso a paso en la sombra busca refugio al tedio.
Ciudad, ¿qué mundo habitas? ¿En qué cielo padeces?
¿Sin pulsos y sin pájaros de tu suerte te olvidas?
Mira: yo bien conozco las alas del futuro
que sobre ti se cierne prometedor y hermoso,
No busques en tu espalda, que el haberle perdido
quizás más fuertemente haga nacer tu gloria:
roja flor da el granado y al perderse sus pétalos
crece el fruto jugoso que hace curvar la rama.
Pero acaso yo canto y en mi canto me olvido.
¿Sonámbula de angustia ni aun el llanto te mueve?
No, que el tiempo ha pasado y al pisar en tus ojos
levanta tu bandera rebelde de su entraña.
¡Gloria, gloria a ese fuego que en tu sangre se viste!
¡Ciudad, ciudad, espera, que mi canto se nubla!



Primavera

Cuando era primavera en España:

frente al mar, los espejos

rompían sus barandillas

y el jazmín agrandaba

su diminuta estrella,

hasta cumplir el límite

de su aroma en la noche.

                                      Cuando era primavera.

Cuando era primavera en España:

junto a la orilla de los ríos,

las grandes mariposas de la luna
fecundaban los cuerpos desnudos
de las muchachas
y los nardos crecían silencios
dentro del corazón
hasta taparnos la garganta.
                    Cuando era primavera.
Cuando era primavera en España:
todas las playas convergían en un anillo
y el mar sonaba entonces,
como el ojo de un pez sobre la arena,
frente a un cielo más limpio
que la paz de una nave, sin viento, en su pupila.
Cuando era primavera.
Cuando era primavera en España:
los olivos temblaban
adormecidos bajo la sangre azul del día,
mientras que el sol rodaba
desde la piel tan limpia de los toros,
al terrón en barbecho
recién movido por la lengua caliente de la azada
                                    Cuando era primavera.
Cuando era primavera en España:
los cerezos en flor
se clavaban de un golpe contra el sueño
y los labios crecían
como la espuma en celo de una aurora,
hasta dejarse nuestro cuerpo a su espalda,
igual que el agua humilde
de un arroyo que empieza.

                                              Cuando era primavera.
Cuando era primavera en España:

todos los hombres olvidaban su muerte

y se tendían confiados, juntos, sobre la tierra

hasta olvidarse el tiempo

y el corazón tan débil por el que ardían.

                                            Cuando era primavera.
Cuando era primavera en España:

yo buscaba en el cielo.

yo buscaba

las huellas tan antiguas

de mis primeras lágrimas

y todas las estrellas levantaban mi cuerpo

siempre tendido en una misma arena,

al igual que el perfume, tan lento,

nocturno, de las magnolias.

Cuando era primavera.

Pero, ¡ay!, tan sólo
cuando era primavera en España.
Solamente en España,
antes, cuando era primavera. 



De Cita sin límites (1962) 

III, 1 

«¿Me has escuchado hablar?»,
Oigo aquí mismo.
No por dentro de mí.
Ni fuera.
¡Aquí!
Abro los ojos para buscar…
Los abro tanto, tanto,
Que el universo entero en sus pupilas  

(¿Me has escuchado hablar?)
Es sólo un nombre.



IV, 11 

He sentido llegar a mí esta mano
Desconocida y llena de mi raza
Anterior —hoy otra raza en ella
A ofrecerme la fruta de un naranjo
Robre cuando niño.
Allá quedó
Mi huerto abandonado.
No recuerdo
Exactamente el tiempo, y sí el lugar
En que hundí la semilla y vi su tallo
Se fundió en mi memoria. Allí, jamás
Admiré su color, ni hallé en su forma
El ejemplo que trae.
¡Lo olvidé, en todo!
Ahora —fuera de mí— se acerca,
Para hacerme nacer —cogido el fruto—
Y, dentro de él —hundido hasta mi infancia—,
Desandarme del tiempo que no tuvo,
Llegar a ser semilla, y salir. ¿Dónde?...
En mis dedos —aquí— la fruta tiembla,
Y se pronuncia esférica: al fin, cae,
Rueda ante mí— y empieza a ser el mito
De una naranja en tierra.
En esta raza
Que no es mía, la ofrezco con mi mano.




15 

Vuelvo a decir el nombre de un objeto,
Al azar: pluma. Aquí, sobre el papel
En que escribo, su cuerpo me está hablando.
Por él salgo a oírlo y me pronuncio.
Me desangro invisible: pierdo al vuelo
La guía que me orienta mi vivir.
Jamás regresaré. Sin cuerpo estoy…
—Tú que volando estás lejos de tierra,
Desnudo en el peligro que te impones:
Si al salir, si al bajar desde ti mismo,
Ves una pluma abandonada, inclínate,
Recógela del suelo, llévatela…
Cuando estés solo en soledad, me olvidas.




Ángel de la noche

Yo no me conocía.
Estaba solo, en medio de la cumbre
alta y plana del mundo;
debajo de una noche
tan honda, tan lejana,
que casi parecía
ser noche en un espejo reflejada,
más que verdad segura
consentida del tiempo y permanente.
Era en ella el silencio,
aún mucho más silencio
que el silencio del alma,
porque estaba su sangre
sin carne, piel, ni huesos,
siendo cuerpo en la noche suspendido
de pie y ante los ojos:
universal presencia
de la sombra, tan hueca
que a cada estrella parecía
poder pasársele
la mano por la espalda.
Sin carne el mundo así, sin carne el cielo
¡qué angustiada existencia
la del hombre, esperando
fuera cada minuto
el fin del equilibrio!
Tal vez por eso, aquí, bajo esta sombra
y así bajo la noche
y bajo el universo,
mi pensamiento era también,
como la estrella,
duro, de metal frío y luminoso.
Y, más agudo, el corazón
clavado en mis entrañas se metía,
tan fino y afilado,
que, al no ser ya mi carne transparente
también, como una noche hueca
en un espejo reflejada,
me hubiera parecido
entrar por el dolor
tan lejos en la muerte,
que la vida dejada atrás
fuera cristal inútil,
donde sólo mi nombre, y para nadie,
quedara escrito, sin amor, en lo eterno.
Pero ante el vidrio frío;
en este invierno,
ante mis ojos empañados,
el calor de unas manos invisibles
fue borrando la bruma de las noches:
¿dentro? ¿fuera?...
¡A la vez!
Igual que en un encuentro.
Como tan sólo puede hacerlo o soñarlo
ese supremo ser, presencia alada
con la que Dios defiende
al hombre en soledad sobre la tierra.
Y así encontré: que, mano contra mano
y palmas contra palma
y cielo contra cielo
de eterno contra eterno,
ángel o transparencia fue limpiando
ángel O
dejándome vivir
frente a mis dos abismos:
en uno el corazón iluminado
sobre la plaza de mi sueño,
y allá arriba la luna suspendida
derramando en la rosa,
delante de mis ojos.
Y aunque tal vez para mi vista
la presencia cercana de tu verdad
pudiera ser irresistible: ángel mío,
no me alejes tu mano de la frente.
Sienta yo el tenue tacto de su palma
sobre la soledad
obscura y temerosa
que hoy al silencio agudo
de tus alas en cruz viva se acoge.
Porque la noche es demasiado hermosa
para mancharla
con una duda solamente
y mi ceguera en ella,
pudiera ser más dolorosa aún
que el ascua misma
que me destruye el corazón
por los ojos abiertos, ángel mío.
Mas, ¿qué ha de hacer el hombre
contra el hálito eterno
que lo escogió fuga2 presencia
de un minuto tan sólo entre las sombras?
Así, yo no me opongo
a que mi realidad
dura conciencia sin sonrisa,
a la que ofrezco el lazo
de mis ojos perdidos
bajo el pozo más hondo
de la corriente oscura de mi sangre—
pueda llegar a ser, en mí,
incontenible herida
por la que a lentos borbotones fríos,
sin sombra y sin dolor
vuelva a salirse el alma
ya olvidada, tan necesariamente
junto al temblor de las estrellas.
Y la inocente verdad del niño
me vuelve a defender y me acompaña,
para sentir —más cerca que una lágrima—
diminuto, en la rosa,
el brote de rocío
que la noche le da
como insignia a lo Eterno.
Y más aún
a levantar desde mi olvido
y tras de cada beso en el amor
otros labios naciendo,
que nuevamente anhelan
como en su antigua flor
una luz que los salve
y en constancia mantengan
su ardor, como la vida
incognoscible y alta del lucero.
Ángel mío, ¿estás aquí?...
Sí; porque ya estoy ciego
después de tanto hablar…
y tú me das el canto,
pero te llamo, porque siento
el calor de la yerba
que nace y nace, lenta,
junto a mis sienes en descanso.
Y confundo
en los ecos lejanos de mi olvido
el murmullo del agua
en el arroyo, hacia la mar,
con el rumor de la alameda bajo el sueño.
Ángel mío, ¿estás aquí?...
Sí; porque este frío
que va cuajando mi cintura,
es —presiento— la luna
bajo esa noche
que, aquí mismo, en mis versos,
pensó tener cautiva, en un instante,
todo el afán por tu hermosura despertado.
Ángel mío: sé bien
que tu verdad pudiera serme irresistible;
pero sigue cercano a mi cuerpo mortal,
porque sólo el sonido
del batir de tus alas misteriosas
sobre la doble noche de mis ojos,
me hace pensar que el hombre
por lo bello persiste y soporta el dolor
de su terrible sangre inconsistente;
porque también a veces él,
cuando se olvida de sí mismo
para mirar a los luceros,
un sollozo de Dios
puesto en el mundo,
y como el mundo, en pena
sólo por el amor
del cuerpo más perfecto.