sábado, 23 de marzo de 2013

Rabindranath Tagore

Tagore
Rabindranath Tagore
Rabindranath Tagore, Calcuta, 7 de mayo de 1861 – muere el 7 de agosto de 1941) fue un poeta bengalí, poeta filósofo del movimiento Brahmo Samaj (posteriormente convertido al hinduismo),  artista,  dramaturgo, músico, novelista y autor de canciones que fue premiado con el Premio Nobel de Literatura en 1913, convirtiéndose así en el primer laureado no europeo en obtener este reconocimiento.


Tagore revolucionó la literatura bengalí con obras tales como El hogar y el mundo y Gitanjali. Extendió el amplio arte bengalí con multitud de poemas, historias cortas, cartas, ensayos y pinturas. Fue también un sabio y reformador cultural que modernizó el arte bengalí desafiando las severas críticas que hasta entonces lo vinculaban a unas formas clasicistas. Dos de sus canciones son ahora los himnos nacionales de Bangladés e India: el Amar Shonar Bangla y el Jana-Gana-Mana. El de la India con música del maestro Francisco Casanovas. (De Wikipedia).

EL JARDINERO. 13

Yo no pedía nada. Me quedé de pie en el lindero del bosque, detrás del árbol.
Los ojos de la aurora apenas se habían entreabierto y el rocío estaba en el aire todavía.
El perezoso aroma de la hierba flotaba en la neblina que planeaba sobre la tierra.
Para ordeñar la vaca con tus manos tiernas y frescas como la mantequilla, estabas bajo el banano.
Yo no me movía.
No dije una palabra, sólo el pájaro cantó, escondido en la espesura.
Las flores del mango caían sobre el camino del pueblo, y las abejas, una tras otra, acudían a zumbar a su alrededor.
Cerca del estanque se abrió la puerta del templo de Shiva y el adorador inició sus cánticos.
Tú, con la jarra en las rodillas, ordeñabas la vaca.
Yo seguía de pie, con mi cántaro vacío.
No me acerqué a ti.
El día despertó con el sonido del gong del templo.
Los rebaños levantaron el polvo del camino.
Las mujeres volvían del río llevando en la cadera las cántaras rumorosas.
Tus brazaletes tintineaban y la espuma de la leche se derramaba de tu jarra.
Transcurrió la mañana, y no me acerqué a ti.



9

Cuando, anochecido, voy sola a mi cita de amor, los pájaros no cantan, el viento no alienta y a ambos lados de la calle las casas están silenciosas.
A cada paso mis pies se hacen más pesados, y me da vergüenza.
Cuando, sentada en el balcón, espero oír si se acerca mi amado, las hojas se callan en los árboles y el agua está inmóvil en el río, como la espada en las rodillas del centinela dormido.
Mi corazón, en cambio, late desordenadamente. No sé cómo apaciguarlo.
Cuando mi amado llega y se sienta junto a mí, tiembla todo mi cuerpo, los párpados me pesan, la noche se oscurece, el viento apaga la lámpara y las nubes extienden un velo sobre las estrellas.
Sólo la joya de mi pecho brilla y esparce su claridad; no sé cómo esconderla.



67 

Se ponía el sol y a occidente el cielo era de oro.
Maltrecho, quebrantado el cuerpo y el espíritu, como un árbol arrancado de raíz, el loco empezó a buscar de nuevo el tesoro perdido.
Aunque la noche avance lentamente y acalle todas las canciones, aunque tus compañeros hayan partido y tú estés cansado, aunque el miedo pueble las tinieblas y se vele el cielo, ¡pájaro mío, atiéndeme!, no cierres tus alas.
No te rodea la oscuridad de la espesura del bosque, sino el mar, que se hincha como una gigantesca serpiente negra.
No danzan ante ti las flores del jazmín; es el destello de la espuma de las olas.
¿Dónde está la verde orilla soleada, dónde está tu nido?
¡Pájaro mío, atiéndeme!, no cierres tus alas.
La noche solitaria se extiende sobre el camino; la aurora dormita tras las colinas en sombras; las mudas estrellas cuentan las horas y la pálida luna flota en la noche profunda.
¡Pájaro mío, atiéndeme!, no cierres tus alas.
No conoces la esperanza ni el temor; para ti no hay palabras, murmullos ni gritos.
No tienes hogar ni lecho.
Sólo dos alas y el cielo infinito.
¡Pájaro mío, atiéndeme!, no cierres tus alas.



El astrónomo. La Luna nueva. 

‘¡Oh, si pudiéramos coger la luna, al anochecer, cuando es completamente redonda y se engancha en las ramas del cadabo!’ No dije más que eso.
Pero Dadá, mi hermano mayor, se burló de mí: ‘No he conocido nadie tan tonto como tú. La luna está muy lejos, ¿cómo podríamos cogerla?’ Yo dije: ‘¡El tonto eres tú, Dadá! Cuando, desde la ventana, Mamá mira cómo jugamos en el patio y nos sonríe, ¿te parece que está muy lejos?’ Pero Dadá replicó: ‘Pobre ignorante, ¿dónde encontraríamos una red bastante grande para coger la luna?’ Yo dije: ‘Podrías cogerla perfectamente con las manos’.
Dadá se echó a reír y me dijo: ‘¡Nunca vi un niño tan simple! ¡Si la luna se acercara, ya me dirías tú si es grande o no! Yo dije: ‘Dadá, ¡qué barbaridades te enseñan en la escuela! Cuando Mamá se inclina para besarnos, ¿te parece que su cara es muy grande?’ Pero Dadá repite: ‘Eres un pobre tonto’. 




El hogar. La Luna nueva


Andaba yo solo por el camino que cruza los campos cuando, como un avaro, el sol poniente disimulaba la última brizna de su oro.
El día se hundía cada vez en una sombra más profunda, y la tierra, despojada de sus cosechas, se extendía silenciosa y desolada.
De pronto, una voz aguda se elevó en el aire, la voz de un chiquillo que, invisible, atravesó la densa oscuridad, dejando en la calma del atardecer el surco de su canción.
Su hogar se hallaba allá en el pueblo, al final del llano seco, después del cañaveral, escondido entre las sombras de los plátanos y las arecas, los cocoteros y los árboles del pan.
Interrumpí un momento mi solitario viaje, a la luz de las estrellas.
Contemplé a mi alrededor el llano oscurecido, que abrigaba entre sus brazos los innumerables hogares donde, junto a las camas y las cunas, arden las lámparas vespertinas, donde velan los corazones de las madres, donde las vidas jóvenes rebosan una alegría tan confiada que ignora su propio valor en la totalidad del mundo.


La ladrona del sueño 


¿Quién ha robado el sueño de los ojos del niño? Yo lo descubriré.
La madre había ido al pueblo vecino a buscar agua, con el cántaro abrazado a la cintura.
Era mediodía. Los niños habían interrumpido sus juegos, y los patos, en la charca, habían callado.
El pastorcillo dormía a la sombra de la higuera.
La grulla, grave e inmóvil, permanecía de pie en el estero del bosque de mangles. Fue en este momento cuando la ladrona se acercó a coger el sueño de los ojos del niño y se lo llevó volando.
Cuando la mamá volvió, se encontró al niño gateando por todos los rincones de la estancia.
¿Quién ha robado el sueño de los ojos del niño? Quiero saberlo.
Quiero encontrar a la culpable y encadenarla.
Iré a ver aquella cueva oscura donde un minúsculo arroyo discurre por entre los terribles pedruscos.
Buscaré entre las sombras soñolientas del bosquecillo de bakula, donde, en las noches estrelladas y quietas, las ajorcas tintinean en los pies de las hadas.
Por la tarde, en el bosque, mis ojos escrutarán la susurrante soledad de los bambúes. Allí las luciérnagas prodigan sus luces y preguntaré a todos los seres que encuentre: ‘¿Podéis decirme dónde vive la ladrona del sueño?’
¿Quién ha robado el sueño de los ojos del niño? Yo lo descubriré.
¡Si la alcanzo ya le daré trabajo! Asaltaré su nido y veré dónde guarda todos los sueños robados.
Le arrebataré su botín y me lo llevaré conmigo
Luego ataré fuertemente las alas de la ladrona y la dejaré al borde del agua. ¡Que se divierta pescando con un junco entre los nenúfares! Y al atardecer, cuando el mercado del pueblo haya acabado y los niños descansen en el regazo de sus madres, entonces los pajarracos de la noche la aturdirán con sus burlas: ‘Ea, ¿a quién le robarás el sueño ahora?’



El Juez 


Di de él, Juez, lo que te plazca, pero yo conozco las faltas de mi niño.
Si le amo no es porque sea bueno, sino porque es mi hijo.
¿Qué sabes de la ternura que puede inspirar, tú que pretendes hacer exacto inventario de sus cualidades y sus defectos? Cuando yo tengo que castigarlo se convierte en mi propia carne.
Cuando lo hago llorar, mi corazón llora con él.
Sólo yo puedo acusarle y reñirle, pues sólo quien ama tiene derecho a castigar.



La patria del proscrito 

Madre, la luz palidece en el cielo gris. ¿Qué hora es? Ya me cansa el juego y vengo a tu lado. Es sábado, nuestro día de fiesta.
Deja tu trabajo, madre, ven a sentarte a la ventana y dime dónde está el desierto de Tepantar de que habla el cuento.
La sombra de la lluvia ha cubierto el cielo de punta a punta. El feroz relámpago desgarra las nubes con sus uñas.
Cuando las nubes truenan, ¡qué agradable es sentir cómo tiembla mi corazón y estrecharme contra ti! Cuando la lluvia pesada azota horas y horas las hojas del bambú, y nuestras ventanas gimen, sacudidas por el viento, ¡cómo me gusta sentarme a tu lado en la estancia, mientras me cuentas algo del desierto de Tepantar de que habla el cuento!
¿Dónde está, madre? ¿En qué orilla de qué mar? ¿Al pie de qué montañas? ¿En el reino de qué rey? Allí no habrá vallas entre los campos, ni en los prados habrá caminos para que, por la tarde, los campesinos regresen a su pueblo, y las recogedoras de leña vayan del bosque al mercado. Mucha arena, algunos matojos de hierba amarillenta, un solo árbol en el que anidan dos viejos pájaros astutos: esto es el desierto de Tepantar.
Me imagino que un joven príncipe, montado en un caballo gris, cruza a solas el desierto en un día tan sombrío como hoy. Va en busca de la princesa que languidece en la cárcel del gigante, en la otra orilla de este mar desconocido.
Mientras la lluvia desciende como un telón y el relámpago salta como un hombre víctima de súbito dolor, ¿piensa el príncipe en su pobre madre abandonada por el rey, en su madre que limpia el establo y se seca las lágrimas de los ojos, mientras él cabalga por el desierto de Tepantar de que habla el cuento?
Mira, madre, todavía es de día, pero hay la oscuridad de la noche; nadie anda por el camino de la aldea.
El pastorcillo volvió muy pronto de los pastos, y los hombres dejaron los campos: sentados en las esteras de sus chozas, contemplan las nubes amenazadoras.
Mamá: he guardado mis libros en el estante. Te lo ruego, no me pidas hoy que estudie.
Cuando sea mayor como mi padre, ya aprenderé todo lo que hay que saber.
Pero hoy, por una vez tan sólo, madre, dime dónde está el desierto de Tepantar de que habla el cuento.

El marinero 

La embarcación del botero Madhu está atracada en el muelle de Rangún.
Guarda una inútil carga de yute y desde hace muchísimo tiempo permanece allí, ociosa.
Si Madhu me prestara su barco, yo lo equiparía con cien remeros e izaría cinco, seis o incluso siete velas.
Nunca lo llevaría a los estúpidos mercados.
Navegaría los siete océanos y los trece ríos del país de las hadas.
Pero tú, madre, no tienes que llorar a escondidas por mi ausencia.
No iré al bosque como Ramachandra, que tardó catorce años en volver.
Seré el príncipe del cuento de hadas y llenaré mi barca con todo lo que me plazca.
Llevaré conmigo a mi amigo Ashu, y así navegaremos alegremente los siete océanos y los trece ríos del país de las hadas.
Nos haremos a la mar al amanecer.
Al mediodía, cuando tú te bañas en el estanque, nosotros estaremos ya en el país de un rey fabuloso.
Cruzaremos el estrecho de Tirpuni y dejaremos tras de nosotros el desierto de Tepantar.
Cuando volvamos, casi será de noche y te contaré todo lo que hayamos visto.
Navegaré los siete océanos y los trece ríos del país de las hadas.


De Gitanjali
1
Fue tu voluntad hacerme infinito. Este frágil vaso mío tú lo derramas una y otra vez, y lo vuelves a llenar con nueva vida.
Tú has llevado por valles y colinas esta flautilla de caña, y has silbado en ella melodías eternamente nuevas.
Al contacto inmortal de tus manos, mi corazoncito se dilata sin fin en la alegría, y da vida a la expresión inefable.
Tu dádiva infinita sólo puedo recoger­la con estas pobres manitos mías. Y pasan los siglos, y tú sigues derramando, y siempre hay en ellas sitio que llenar.

7
Mi canción, sin el orgullo de su traje, se ha quitado sus galas para ti. Porque ellas estorbarían nuestra unión, y su campanilleo ahogaría nuestros suspiros.
Mi vanidad de poeta muere de ver­güenza ante ti, Señor, poeta mío. Aquí me tienes sentado a tus pies. Déjame sólo hacer recta mi vida y sencilla, como una flauta de caña, para que tú la llenes de música.

11
Deja ya esa salmodia, ese canturreo, ese pasar y repasar rosarios. ¿A quién adoras, di, en ese oscuro rincón solitario del templo cerrado? ¡Abre tus ojos, y ve tu Dios no está ante ti!
Dios está donde el labrador cava la tie­rra dura, donde el picapedrero pica la piedra; está con ellos, en el sol y en la lluvia, lleno de polvo el vestido. ¡Quíta­te ese manto sagrado y baja con tu Dios al terruño polvoriento!
¿Libertad? ¿Donde quieres encontrar libertad? ¿No se ha atado él mismo, lle­no de alegría a la Creación? ¡Sí, él está atado a nosotros todos para siempre!
¡Sal ya de tu éxtasis, déjate ya de flores y de incienso! ¿Qué importa que tus ropas se manchen o se andrajen? ¡Ve a su encuentro, ponte a su lado, y trabaja, y que sude tu frente!.

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